viernes, 30 de septiembre de 2016

FLORENCE FOSTER JENKINS (2016), de Stephen Frears

El entusiasmo es siempre digno de respeto. Puede que no sea arte. Puede que ni siquiera se le parezca pero, de vez en cuando, también merece un aplauso. Ser la peor cantante de ópera del mundo puede ser todo un honor, sobre todo si se tiene el dinero suficiente como para permitírtelo. No hay talento, ni condiciones, ni sacrificio. Solo entusiasmo, emoción por la música, sueño de tomar parte en uno de los mejores inventos de la lógica humana. El resto son habladurías, convenciones sociales de las que no se puede uno salir así como así. Considerar a una soprano de verdad “un pajarito” y creer que uno canta como los ángeles tiende hacia la vanidad. Las lágrimas sí que son obras de arte porque el éxtasis de la belleza es alimento para el espíritu, para el alma y para la carne. Lo demás son solo notas, manchas en un papel pautado que se pueden cantar bien o mal, según haya más o menos capacidad. El mundo sufre, así que no sobra algo de entusiasmo por la vida en un mundo casi perfecto.

Meryl Streep vuelve a dar otra lección de inmensa actriz al darle cuerpo y alma a esta soprano que no tenía ni idea de afinar y que, aún así, quiso cantar por encima de todo. Es muy difícil ser una actriz que domina el arte vocal y convertirse en una señora sin ningún sentido del ridículo que canta el Aria de la Reina de la Noche, de La flauta mágica, de Mozart como si acabara de salir de tomar unos cuantos tragos en una tasca del Bronx. Sus expresiones, sus teatrales fingimientos próximos al divismo de alguien que no se daba cuenta del mundo en el que vivía, sí que son arte en la coda de sus impostadas arrugas. A su lado, Hugh Grant consigue ser tan estirado como impecable, divertido y oportuno, enamorado y tierno. Elegante en su composición de actor frustrado que renuncia a su ración de aplausos con tal de llevar adelante el sueño de su esposa. Y Stephen Frears dirige con sobriedad y cierta retranca una historia que, no por ser real, deja de ser ficción. Florence Jenkins existió, no poseía capacidades para cantar ópera, despilfarró mucho dinero en ganarse el cariño del público que solo iba a sus conciertos para reírse de una situación tan absurda que parece una obra de Ionesco, amó lo que hacía, se movió por los ambientes más selectos de la melomanía neoyorquina, cantó en el Carnegie Hall en un concierto que sonrojaría al más desvergonzado y aún así, es una figura que levanta un aura de respeto porque sintió el arte más que muchos que se han dedicado a él. No está mal para una señora para la que el verbo cantar era tan extraño como un Lied de Brahms. Solo intuido, nada fraseado, sin acierto, ni gracia pero cantado con un entusiasmo que llegó a contagiar.

jueves, 29 de septiembre de 2016

LOS SIETE MAGNÍFICOS (2016), de Antoine Fuqua

Cuando se aborda una nueva versión de la historia original de Akira Kurosawa de la que ya realizó un estupendo western John Sturges es inevitable que salgan las comparaciones. Lo que pasa es que, cuando se entra en ese juego, olvidamos el devenir de los tiempos, la variación en los gustos del espectador e, incluso, las constantes que hacen que el público acuda a las historias como si fueran nuevas y sorprendentes. Quizá, por eso, es tan importante saber ver cine, conocer el cine bueno de verdad y apreciar que, en muchas ocasiones, se nos intenta colar algún que otro timo como si fuera la reoca.
Con los ojos de espectador avezado, esta nueva versión no llega ni a la altura de los zapatos de aquella otra encabezada por Yul Brynner y Steve McQueen. Los personajes están peor trazados, hay motivaciones que no están suficientemente explicadas, se pierde el idealismo que destilaban esos pistoleros que, a primera vista, carecían de alma y, sin duda, esta nueva mirada se preocupa muchísimo de ser políticamente correcta, no sea que las minorías étnicas y las feministas de turno pongan el grito en el cielo diciendo que ellos y ellas quieren pegar tiros y tiras como el que más.
En su haber podríamos colocar el trabajo de Ethan Hawke, poseedor de las mejores líneas de diálogo en un guión bastante desdibujado, de Vincent D´Onofrio, uno de los talentos más desaprovechados de Hollywood y de ese villano con ganas que interpreta Peter Saarsgard, malvado en todas y cada una de sus miradas y abyecto en todas sus actitudes. Sorprendentemente a Denzel Washington se le aprecia forzado, incómodo, muy encorsetado, como si no hubiera tenido ninguna gana de encarnar al jefe de los siete bandoleros. Todo esto suponiendo que un negro pudiera tener alguna oportunidad de liderar a toda una banda en los tiempos del lejano Oeste, claro. El papel de Chris Pratt resulta absolutamente surrealista, sin dirección concreta, con salidas ciertamente absurdas. Antoine Fuqua, el director, tiene planos de maravillosa elegancia, imprime ritmo, se pasa de efectismos en algún momento y renuncia a complicarse demasiado la vida con escenas de carga dramática. El guión, por supuesto, incluye el elemento de la venganza, tan querido del público actual y modifica ciertos aspectos del original, no todos con acierto. Hay visitas ocasionales a Sergio Leone, como no podía ser menos, a Clint Eastwood, al Richard Brooks de Los profesionales e, incluso, a La primera ametralladora del Oeste, de Andrew McLaglen.
Si nos ponemos la visera de espectador que no se mueve mucho más allá del cine realizado en los años ochenta, habrá quien aplauda con entusiasmo la idea, le parecerá una película de acción estupenda e hasta disculpará su innegable ligereza si alguien comete la osadía de compararla con Sin perdón, de Clint Eastwood o con la incomprendida y maravillosa Open range, de Kevin Costner. Son los pistoleros de hoy en día que no tienen ninguna carta en la manga y caen acribillados por la ignorancia en cuanto la erudición se pone a disparar.
Y es que en nuestras vidas nos han ofrecido mucho pero nunca nos han ofrecido todo. Eso puede ser patrimonio exclusivo de un cine que se hizo con calidad, sentido y con un profundo respeto por lo que se contaba, cómo se contaba y hacia los personajes que intervenían. Eso sí que era magnífico.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

EL HOMBRE DE LAS MIL CARAS (2016), de Alberto Rodríguez

En un momento de la película Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, el personaje de Garganta Profunda, interpretado por Hal Holbrook, le daba un consejo bien simple y muy sincero al periodista Bob Woodward al que daba vida Robert Redford:
-Sigue el dinero.
Y es tan fácil como eso. Desentrañar los misterios de los escándalos, de las corrupciones, del comportamiento de deleznables delincuentes de cualquier estrato social tiene una razón tan sencilla como esa. El dinero. Luis Roldán tomó el pelo a todo el mundo para acceder a un sillón. Su único objetivo era el dinero. Pasó de ser el algarrobo bravucón que pretendía llegar a ser ministro del Interior a ser un hombre asediado por la soledad, débil, refugiado en excusas que nadie se ha podido creer nunca. Francisco Paesa espió para el Estado español. Y lo hizo bien porque era endiabladamente listo. Y luego adoptó, con un cinismo casi insultante, todas las caras y caracteres posibles con tal de satisfacer un íntimo deseo de venganza y un desmedido afán por el dinero. Y aún así, después de ver esta película, tienes que escuchar por parte de algún espectador que “fue un tío endiabladamente listo. Yo hubiera hecho lo mismo en su lugar”. ¿Y de verdad la corrupción política está tan lejos de nosotros o forma parte del carácter español?

La historia llega a ser apasionante por momentos porque se ponen en juego intereses de todo tipo y se descubre que los espías tienen el aspecto de hombres de negocios que lo único que hacen es cerrar tratos como intermediarios. Las cloacas del Estado huelen a rata muerta y no resulta agradable comprobar cómo los servicios secretos hacen cosas que ni siquiera podemos imaginar, que la justicia es incapaz de seguir con cierta coherencia el rastro de las operaciones de ingeniería financiera, que la Tierra pertenece a unos pocos que se dedican a amasar verdaderas fortunas amparándose en sentimientos patrióticos, en ilusiones de democracia, en tratos con auténticas mafias o en ambiciones absurdas para escalar a lo más alto cogiendo todos los atajos posibles. Alberto Rodríguez y Rafael Cobos han vuelto a demostrar lo bien que en España se hace cine de género con una estructura original, bien sujeta en todo momento aunque, en alguna secuencia, el espectador impaciente se puede sentir despistado. Soberbio el trabajo de Eduard Fernández y estupendo el de José Coronado, cada vez más atinado, así como creíble el Roldán incorporado por Carlos Santos. Y es que en esta España nuestra anida la corrupción desde siempre y yerra el que cree que es producto de la actualidad. Y tonto el último. Basta con adoptar miles de caras, convenientes todas, para tejer un entramado de intrigas, de apariencias y de mentiras dichas como medias verdades para aparecer como alguien de confianza. Fíate tú de un español. Acabarás en la cárcel, muerto o miserable. 

martes, 27 de septiembre de 2016

LA DAMA DE SHANGHAI (1947), de Orson Welles

Mil veces muerto por una mujer que me devoraba las entrañas y que hacía de mí un muñeco que manejaba a su antojo. Mil veces muerto por nadar en una piscina llena de tiburones que se lanzaban en busca de la carnaza necesaria para comerse unos a otros haciéndose el mayor daño posible. Mil veces muerto porque tuve que aprender a dejar de amar para hacer justicia y que los tiburones siguieran su instinto. Ella me deslumbró, me agitó, me hizo sentir especial después de tantos años surcando los mares y dejando una botella vacía en cada puerto. Ella era el sueño, la gloria, la verdad, el infinito. Su mirada me desarmaba, sus gestos me hechizaban, sus palabras me atraían. Ella era el todo que yo siempre había ansiado. Hasta que pude ver todo lo que se escondía detrás. Una serpiente que utilizaba sus encantos para atraer a los más incautos y llegar al final de su ambición. Una ambición que había empezado muchos años atrás, en algún burdel de Shanghai. Bien pensado, la trampa era demasiado fácil. Si yo había caído ¿por qué no iban a caer muchos otros de la misma manera? Mil veces muerto. Pero ahora ella ya está agonizando y yo tengo que atravesar la verja para ser libre de nuevo.

Todo empieza con la peor secuencia que nunca dirigió Orson Welles para luego construir una trama apasionante y absorbente, que no deja de ser una confluencia de reflejos en los que no se sabe a quién se apunta. Rita Hayworth aporta toda la inocencia a un personaje que muerde letalmente a todo el que se acerca. Everett Sloane revela al inquietante abogado Arthur Bannister que está rendidamente enamorado de ella, hasta tal punto que matarla a ella es matarle a él pero está bastante harto de los dos. Y a partir de ahí se erige todo un edificio de pasiones soterradas, de frustraciones inquietantes, de engaños fraudulentos y abrumadoramente retorcidos, propios de unos personajes que nadan en el mal y se regodean en él. El marinero al que interpreta Orson Welles es un rudo irlandés que trata de ver claro en medio del bosque de trampas que se le tienden, de las sombras que se mueven, de los besos que se escapan. Y todo es turbio como el agua de los tiburones, donde los ataques no se ven y los oídos siempre escuchan, donde la muerte se aparece con rapidez y la visión se tiñe de lujuria y codicia. Todo está preparado para morir mil veces con heridas en el corazón, en la mente, en el raciocinio, en la locura, en lo grotesco, en el diálogo tan afilado que acaba en punta. No es fácil escapar a los tentáculos de un cerebro diabólico que enfrenta pasiones con deseos, que espera la lucha a muerte entre el amor y la ambición, que sucumbe ante el abandono y el desprecio. Porque esa es la última y única solución. Porque morir, al fin y al cabo, también es un desaire de la vida. Naturalmente matarte a ti es matarme a mí pero ¿sabes? Estoy bastante harto de los dos. Y si hay que romper todos los cristales en los que te reflejas y morir en el intento, no importa. Solo será una vez más.

viernes, 23 de septiembre de 2016

EL SALARIO DEL CRIMEN (1965), de Julio Buchs

A veces las pasiones humanas pueden con los más elementales instintos del ser humano. Un buen policía que ve cómo matan a un compañero en una redada por tráfico de drogas y que se propone cazar al culpable. La investigación le lleva a husmear por sucios callejones, preguntar a confidentes y todo termina en una mujer. Ella es única, es especial, tiene clase y está acostumbrada a un tren de vida que el policía no puede igualar. Pero la obsesión por tenerla es más fuerte que cualquier bala y entonces el policía se corrompe. Se corrompe por poseerla un minuto más, por poder decir al resto del mundo que esa mujer es suya, por sentirse, por una vez, tan afortunado como el traficante de drogas que se le escapó. Una mezcla de rabia e impotencia le embarga y entonces llega a lo más bajo. Un atraco con víctima, pensado hasta el más mínimo detalle, con elegancia. Solo llegar, coger el dinero y listo. No es suficiente. Todo sale mal y el cerco se estrecha peligrosamente porque también hay un chantaje por medio. Malditas aceras mil veces pisadas, malditos cigarrillos que huelen a rancio dentro del coche de vigilancia, maldita mujer que le roba el alma, la pistola y la placa. Es muy fácil venderse por el salario de un crimen. Mucho más de lo que puede llegar a pensar una conciencia.
Todo se precipita por el abismo de la irresponsabilidad. El compañero quiere ayudarle pero no se deja. La madre quiere ayudarle pero es mejor que no sepa nada. El superior le tiene aprecio porque fue compañero de su padre y, lo que es aún peor, no tiene nada de tonto. Y su rostro de viejo pies planos comienza a dibujar los trazos de la amargura porque sabe que la traición anda por ahí. Y el policía bueno, con buenas intenciones, que solo quería coger al asesino de policías, se va hundiendo poco a poco, en una irremediable locura de perdición que acabará con un último disparo, una última jugada, un último guiño, una última nada.

Arturo Fernández se erigió como el actor más significativo del cine negro español a finales de los cincuenta y principios de los sesenta y aquí consigue trasladar la angustia de ese policía que se tuerce porque, por una vez, quiere ganar. A su lado, Manuel Aleixandre como su compañero y, sobre todo, José Bódalo como su superior dan un par de lecciones sobre cómo llegar al espectador con un gesto, con una mirada o con una profundidad tan nítida que son sus personajes y algo más. Al fondo, una película bien hecha, con aires de Billy Wilder o de Otto Preminger pero sin renunciar a un cierto aire español que delata ese cine de género hecho por buenos profesionales que, sobre todo, amaban el cine. Mientras tanto, hay que tener mucho cuidado, porque puede cruzarse la persona equivocada sobre la senda más recta y entonces todo se vuelve una obsesión, un complejo de inferioridad que pesa como una losa, un reconocimiento del fracaso que se quiere evitar a toda costa, más allá del bien y del mal.

jueves, 22 de septiembre de 2016

LOS HOMBRES LIBRES DE JONES (2016), de Gary Ross

La libertad no es gratis. Nunca lo ha sido. Siempre hay que pagar un alto precio por ella que suele venir cifrada en litros de sangre, en toneladas de convicción, en hectáreas de perseverancia y en ríos de dolor. Nadie dijo nunca que la libertad fuera fácil y que no hubiera que trabajar por ella. Y nadie tampoco osó decir que, cuando viene, lo hace para quedarse. Ella es el amor por el que deberíamos luchar en todas nuestras mediocres vidas. Ella es el agua y el sol, la dulzura del viento y el arpa de hierba. Solo hay que mirar hacia dentro y ver si merece la pena pagar lo que vale.
Es fácil tomar esa decisión cuando el país está sumido en una guerra que manda a combatir a los pobres simplemente para proteger los intereses de los ricos. El sueño de libertad costará muy caro y será solo un espejismo si no viene acompañado de la igualdad. La injusticia no se cura con otra injusticia. En el fondo, todos sabemos lo que es justo. Basta con mirar en ese lugar donde habita la razón y dejarnos de ideologías, honores, intereses espúreos, política y conveniencias puntuales. Nada es más justo que un hombre libre que vive de lo que trabaja sin atender a su piel, sexo, raza, religión o procedencia. Y eso debería ser ley.
Cuando hay demasiada sangre derramada inútilmente, el ánimo se rebela en su propia decepción. Hay que detener el vandalismo de los que se creen caballeros y sorprenderles por la espalda. Quizá un entierro sea una matanza. Tal vez un expolio se convierta en una humillación para el invasor. Incluso es posible que la bandera por la que tantas veces has luchado te devuelva el favor con la indiferencia. Solo la horca encenderá la hoguera. Solo el vencido podrá espolear a los vencedores.

Loable intento por narrar con objetividad y buen gusto, sin ahorrar truculencias, una parte de la historia de la esclavitud en los Estados Unidos superando incluso a la infame Doce años de esclavitud, la película posee momentos brillantes y algún que otro tijeretazo de más que se debió de quedar en el suelo de la sala de montaje. En el centro de todo, otro espléndido trabajo de Matthew McConaughey que aporta intensidad y sabiduría a un papel que podría haber descendido al infierno de los tópicos pero que salva con entusiasmo. Hay irregularidades en la trama, cabos sueltos, falta de desarrollo en algún momento pero se nota la sobriedad de Gary Ross que sorprendió en sus dos primeras películas con Pleasantville y la azucarada pero notable Seabiscuit abandonando el estilo juvenil e impetuoso que dominó la primera de las entregas de Los juegos del hambre. Más allá de todo eso, estupenda la fotografía de Benoit Delhomme que pone de manifiesto el doble gatillo de los rifles en un paisaje de ensueño mientras la moral de los hombres se desdobla entre pantanos, bosques, praderas, campos de batalla y heridas incurables. Tanto es así que esa libertad soñada no encuentra solución ochenta y cinco años después y la intolerancia vuelve a poblar las miserias morales de los de siempre, los que oprimen, los que mienten, los que dejan de lado los derechos para introducir la obligación de odiar. Mientras tanto, en algún lugar, siempre habrá un puñado de hombres y mujeres dispuestos a luchar, a amar y a apretar ese doble gatillo para decir bien alta la palabra libertad. 

miércoles, 21 de septiembre de 2016

LA TELA DE ARAÑA (1955), de Vincente Minnelli

La terapia de los enfermos mentales tiene tanta lógica que, a veces, uno no sabe si el mundo real está lleno de enfermos mentales y dentro de la casa de reposo solo hay personas cuerdas. Todo empieza por unas cortinas y por una serie de egoísmos. La administradora quiere controlarlo todo porque tiene miedo a cualquier elemento que no esté sometido a su concepto de territorialidad. El director administrativo del centro es un hombre en cuesta abajo, que un día fue algo en el terreno del psicoanálisis pero que ya solo se ha convertido en un viejo verde, sin interés por los enfermos, presuntuoso hasta la médula, equivocado en sus apreciaciones. La encargada de la terapia manual es una mujer centrada que tiene demasiado dolor a sus espaldas. Tanto que no puede amar de nuevo a pesar de que es capaz de reconocer el espejismo de la pasión. El director sanitario es un entusiasta psiquiatra que vive por y para curar, que sabe que una de las finalidades de la terapia es estar siempre al lado de los pacientes pero eso le quita demasiado tiempo. No puede estar con sus hijos que, discretos y silenciosos, asisten al derrumbamiento de la familia. No puede estar con su mujer que demanda un poco de atención porque sabe que es tremendamente atractiva y que la vida es algo más que recetas de antidepresivos, que consultas a deshoras, que preocupaciones llenando la casa. Ella quiere vivir y ser vivida. Y por eso también desencadena el seísmo que hace que todo lo que se está construyendo a favor de los enfermos se tambalee, zozobre de forma peligrosa. Y todo por unas malditas cortinas.

Un poco más abajo, en el otro lado del diván, están los enfermos. Ese chico que tiene inquietudes artísticas y que no sabe cómo darles salida. Esa chica que es patológicamente tímida con los chicos porque no tiene ni idea de cómo tratarlos. La mujer del director administrativo es inteligente y comprensiva y se preocupa por él a pesar de que conoce de sobra cuáles son sus defectos. Cortinas, malditas cortinas. La administradora quiere elegir ella los colores, la mujer del director sanitario quiere imponer una solución rápida al problema para demostrar que sabe dar salida a las cosas que se presentan y de forma tan eficaz que su marido vuelva la mirada hacia ella. El director sanitario quiere utilizarlas junto con la encargada de la terapia manual para que sirvan de entretenimiento y orgullo a unos cuantos pacientes que no solo ponen sabiduría sino también toneladas de paciencia. Y así Vincente Minnelli construye un drama sólido que no tuvo ningún éxito en su día con uno de los repartos más convincentes con nombres como Richard Widmark, Charles Boyer, Lillian Gish, Lauren Bacall, Gloria Grahame, Fay Wray, John Kerr, Susan Strasberg…una tela de araña de intereses que siempre atrapará a una víctima inocente en el mismo centro y que solo podrá soltarse si rompe con el no y empieza a decir que sí, que tal vez. La mente teje sola sus entramados y, a veces, hay que taparse con ellos para no llegar a perder la misma razón.

lunes, 19 de septiembre de 2016

TRES CAMARADAS (1938), de Frank Borzage

Si os apetece escuchar el coloquio que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "La lengua de las mariposas", de José Luis Cuerda, podéis hacerlo aquí.

El amor es lo que sostiene a las personas. Es capaz de existir a pesar de las enfermedades, de las guerras, de los golpes terribles que da la vida…Es único porque significa darlo todo por el otro. Quizá no admite cerrar los ojos. Quizá sea exigente en sus pagos pero es lo más importante, es lo que nos construye como buenas o malas personas. Es una mirada en silencio mientras se sufre, es sentir cómo se abren las carnes mientras se lucha, es volar por encima de la Historia porque, al fin y al cabo, el amor en sí mismo es Historia. La de dos corazones que se juntan inevitablemente, más allá de todo y de todos. El amor se burla del tiempo y también de la muerte. Nunca termina, solo se transforma. Es pura energía. Es la seguridad de que no se está solo frente a las dificultades. Es todas las noches convertidas en días. Es la verdad más absoluta y definitiva. Y, tal vez, también es nuestro último acto en la Tierra.
La amistad es lo máximo. Es elegir a tus propios hermanos sin imposiciones biológicas. Es pasar por lo peor con un buen puñado de manos tendidas dispuestas a sufrir contigo, a superarse contigo, a darlo todo por ti. Porque, cuando un amigo es realmente feliz, la felicidad se expande a sus amigos si realmente lo son. La venganza también entra en el paquete de los sueños. Los sueños caminan junto a la ilusión de un mañana entusiasmado por el mero hecho de estar al lado de alguien que te aprecia de verdad. Los lazos que surgen tras el sufrimiento de una batalla son irrompibles cuando tres amigos se salvan mutuamente la vida, comparten sus alegrías y sus heridas, se ríen con una copa en la mano y cuidan tiernamente de los otros dos. No hay demasiadas vidas felices sin amigos alrededor porque ellos son los únicos que arriesgaran su propia existencia por dibujar una sonrisa en un rostro que busca el amor de verdad, el auténtico, el único, el que solamente se puede encontrar una vez.
Tal vez, teniendo amor y teniendo amistad la vida comience a convertirse en una obra de arte.

Frank Borzage dirigió esta adaptación del libro de Erich Maria Remarque con Robert Taylor, Margaret Sullavan, Franchot Tone y Robert Young dominando toda la película. Juntos se puede sentir el aire de camaradería y el terco intento por reconstruir unas vidas destrozadas por la guerra. Y lo hacen temerariamente, tal y como lucharon en el frente, con el pie en el acelerador y la valentía formando parte de ellos como un brazo o una pierna más. Al fin y al cabo, la prudencia asegura la vida pero eso no es vivir, es solo existir. Ellos viven…porque creen. En el amor, en la libertad, en la misma vida.

viernes, 16 de septiembre de 2016

CHACAL (1973), de Fred Zinnemann

El ojo se ajusta a la mirilla telescópica del rifle como una tuerca a su tornillo. Cualquier parpadeo a destiempo implicará el fracaso y hay que matar al objetivo. No hay razones políticas, no hay razones ideológicas, no hay razones sociales. La única razón es el dinero que una organización de militares radicales ha puesto a disposición de un asesino del que se desconoce todo, incluso su identidad. Todo está pensado al milímetro. La cabeza estallará igual que una sandía y Francia tendrá un nuevo mártir al que llorar. El Chacal lo sabe y no duda en disfrazarse, deslizarse por media Europa, esconderse entre la carne de una mujer, cambiar de nombre cuantas veces sean necesarias, jugar al despiste con unos y con otros. Una vez que se ha hecho el encargo, no se puede cancelar. El objetivo puede considerarse por muerto. Y el Chacal escruta todas las posibilidades para que no haya ningún cabo suelto.
Si la historia ha enseñado algo es que se necesita a un lobo para coger a un chacal. Y una filtración, una información cogida por los pelos, un dime de allí y un direte de allá hace sospechar al lobo. Es un comisario cualquiera, eficiente, concienzudo, incansable. Un lobo que no tiene la mirada del depredador pero que no va a soltar el olfato de la presa en ningún momento. Porque tiene paciencia. Sigue todas las pistas que llevan al asesino. No deja tampoco cabos sueltos. Y ése es el peor enemigo del chacal porque los espacios, poco a poco, se van achicando. La bala saldrá pero no habrá segundo proyectil y ése será el fallo del profesional. Disparará justo en el momento en que el objetivo haga un gesto inesperado, un trámite, un mero saludo protocolario que no estaba en el programa. Y es que el ser humano es imprevisible. El chacal no lo es tanto. Basta con ponerse en la situación de ser un asesino profesional al que se le ha encargado asesinar a una de las figuras políticas más influyentes de Europa y estar en su nivel de inteligencia. Darse cuenta de que no habrá cabos sueltos y que, por eso mismo, el lobo tampoco podrá dejar ninguno al albedrío del viento. El combate es feroz. Porque no hay nada más apasionante y obsesivo que el enfrentamiento entre inteligencias. La casualidad también estará de parte del ganador pero esa casualidad debe buscarse para que lo imposible resulte algo tan rutinario que pueda ser verdad.

Fred Zinnemann dirigió con pulso documental el relato basado en la novela de Frederick Forsyth, sin grandes estrellas. Con un Edward Fox entregado a la discreción y un Michael Lonsdale consciente de su inferioridad que suple con enormes dosis de constancia. Hay una corrección en todo el conjunto que llega a ser absorbente y el cerco va siendo cada vez más agobiante pero muy sujetado en todo momento. La trama se podría haber disparado, como balas secretas, en muchas direcciones pero Zinnemann era un maestro y nos coloca con él, detrás de la cámara, siendo también espectadores atónitos de un atentado que pudo haber cambiado todo. Tanto es así que los chacales aúllan por la oportunidad perdida.

jueves, 15 de septiembre de 2016

TARDE PARA LA IRA (2016), de Raúl Arévalo

Es posible que, cualquier día de éstos, nos encontremos con la venganza del hombre normal. Ese tipo que solo quería vivir en paz y tranquilo, rodeado de los suyos, celebrando los cumpleaños y dejando que la vida fluyera con naturalidad. No es pedir mucho. Y, sin embargo, el destino se empeña, en ocasiones, en negar pequeños deseos e intenciones. Se ceba en la crueldad, en la pérdida brutal…y lo que es aún peor. Condena a los supervivientes a vivir en la nada.
Pero tal vez, esos supervivientes tengan un pacto con la paciencia y solo haya que esperar para desatar la fiera sanguinaria que llevan dentro. La ira es como un animal enjaulado que hay que tener bajo control porque, si no es así, se desatará e irá a por todos como un auténtico asesino profesional. Disparará a bocajarro al destino y pagará por ello, pero será en otro lugar y en otro momento. Es la consecuencia de haberlo tenido todo y perderlo de improviso. La venganza es un plato que se come frío y éste va a estar helado.
El tiempo, esta vez, será un aliado y así, ese hombre normal se comportará normalmente, irá tejiendo su tela de araña con tranquilidad, esperando a que las presas estén atrapadas en ella. Sus movimientos son claros y precisos. Quizá han sido demasiadas las horas de espera, los días de mera compañía, los años de mirada impasible, de aquel que no tiene nada que perder. Y ése, precisamente ése, es el peor de los hombres. Es el que dejará a los que viven en la violencia con el asombro en el rostro y cubierto por una fina capa de miedo. Nada es normal en su vida porque la normalidad le fue arrancada de raíz hace algunos años. Busca saciar su sed y hará cualquier cosa por conseguirlo. Incluso tener rasgos de humanidad.
Prometedor debut de Raúl Arévalo en la dirección con un especial cuidado en la interpretación de todo el reparto aunque hay que reconocer que la sabiduría y la presencia de Antonio de la Torre llena todos los rincones. Arévalo sabe contar la historia que quiere aunque alguien debería decirle al oído, muy quedamente, que hay algunas opciones más que la cámara al hombto. Por lo demás, conoce el tiempo, maneja el ritmo, da la información justa sin pasarse ni un milímetro y hace que el elenco se luzca en todas y cada una de sus secuencias, por cortas que sean. En cuanto atempere el estilo, podríamos tener a un director con fuerza, vigor y con aliento clásico.

Y es que no es fácil contar una historia desde el dolor para armar toda una trama sobre rencores. No hay nada efectista en ella y se siente el frío y la violencia moral, el calor y la sensualidad ajada, la verdad y el abismo de fachadas. Los diálogos brillan con naturalidad y también hay un cierto aroma de tasca y de mus prolongado. El humo de los disparos sustituirá al de los cigarrillos y la confesión será a cara cubierta, dejando que las lágrimas no aparezcan aunque estén. Hay demasiada ira contenida y se sabe que existe porque, cuando sale a la luz, es implacable y silenciosa. No hay palabras en la venganza y todo se teñirá de rojo indeleble. Y no servirá de nada porque el dolor no callará en la oscuridad de la noche y será aún peor porque ya no habrá nadie al otro lado esperando una frase oportuna en la quietud. 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

OPERACIÓN ISLA DEL OSO (1979), de Don Sharp

Las respuestas suelen estar allí donde el paisaje se eriza con sus pinchos de hielo y sus abismos de agua. Detrás de una expedición con fachada científica se esconde el mismo motivo de siempre. La codicia. El oro de un submarino que jamás fue descargado en la base secreta que los alemanes poseían en la Isla del Oso. Un sitio que parece el fin del mundo y en el que se mueven intereses rusos, americanos, alemanes y personales. Todo confluye donde el aire hiela los pulmones y la nieve parece la pista ideal donde hacer dibujos de sangre. Frank Lansing lo sabe muy bien porque durante toda su vida ha vivido con la incógnita de no saber realmente cómo era su padre. Y allí donde la tierra termina y solo empiezan los muros del agua sólida es donde podrá descubrirlo.
Tendrá que compartir habitación y comida con un viejo científico que busca demostrar de una vez por todas que él no tuvo nada que ver con Hitler, con una doctora noruega irremediablemente atractiva que le dará un soporte para seguir adelante a pesar de que se va a encontrar la capa de hielo más dura que uno se pueda imaginar, con un equívoco investigador ruso que sabe qué es lo que se cuece en la tumba de muchos marineros y con un experimentado agente secreto americano, un hombre de acción que, quizá, ya está en el declive de su carrera. Todos ellos buscan el peso dorado de las bodegas nazis en una nave que quedó enterrada tras un bombardeo y a nadie le importa el cambio climático. Quizá por eso se llame Isla del Oso. Porque no hay osos en ella.

Y así tendremos motos y vehículos que se deslizan para alcanzar la muerte que esquía mejor que nadie. Verdades dichas a bocajarro que caen como puñetazos en la cara. Nadie es lo que dice ser y todos quieren ser otra cosa. Hay demasiadas heridas sin cerrar y el agua está demasiado helada como para tener un escondite seguro. La confianza es el tesoro más escaso y, poco a poco, van cayendo las víctimas de una persecución por recuperar un pasado que nunca debería volver. Donald Sutherland se encarga de encontrar respuestas a su pasado, Vanessa Redgrave intenta encontrar algo de lógica en todo ese conglomerado de intereses que siempre estará por debajo de la herida abierta. Richard Widmark luchará para que nadie intervenga en una búsqueda que tiene que ser algo más que una cruz en el desierto congelado. Christopher Lee despreciará las tonterías de la propaganda capitalista que acusan a la Unión Soviética de deshelar el Ártico. Lloyd Bridges creerá que la seguridad tiene que ser ejercida con mano dura a pesar de años de amistad. Y así queda en el olvido una película de aventuras que mereció mejor suerte porque no tiene más afán que entretener con peripecias, emboscadas, trampas morales y secretos descubiertos. Era esa época en la que el cine se apellidaba acción, tenía un argumento detrás y algunos personajes con cierta carne envolviendo sus motivaciones. Tal vez para encontrarlo de nuevo haya que montar una expedición científica por las orillas de la Isla del Oso.

martes, 13 de septiembre de 2016

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS (1999), de José Luis Cuerda

Si tenéis ganas de huir en compañía de George C. Scott y de lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Fuga sin fin", de Richard Fleischer, podéis hacerlo aquí.

Despertar a la vida no puede ser un proceso violento. Se hace a través de la observación del entorno, de tomarse el tiempo suficiente como para maravillarse con todo lo que ocurre alrededor. Es el descubrimiento del mundo a escala reducida, es manejar la vida dúctil entre las manos y comenzar con la semilla del libre pensamiento. Es el asombro del sexo desde el escondite. Es ser espectador del amor ajeno. Es comprobar la complejidad del mundo de los adultos, tan despiadado y cruel que obliga a mentir y quebrar las opiniones. Hasta es posible que el aprendizaje se vuelva un arma arrojadiza. Solo es necesario sembrar odio y ponerlo en práctica con los que han sido tus amigos y vecinos de toda la vida.
La sabiduría de los libros ayuda a forjar personalidades. Se puede ser feliz con muy poco porque siempre habrá acontecimientos que lleguen a quitarlo todo. La libertad, por ejemplo. No es gratis y hay que aprenderla. Hay que saber cuáles son sus límites (porque por mucho que nos neguemos, la libertad tiene límites), hay que quererla, trabajar por ella, asumir obligaciones…no, no es gratis la libertad. Y la primera obligación para saber ejercerla es formarse. Saber por qué se piensa una cosa u otra. Conocer el por qué de las cosas. Tener conciencia de que hay un orden para cada cosa y una cosa para cada orden y que eso no menoscaba la libertad, al igual que ocurre con la Naturaleza. Se puede tener una espiritrompa y seguir siendo persona. Se puede poseer la verdad y negarla por el arrastre de la incomprensión.

Basada en tres relatos cortos de Manuel Rivas que Rafael Azcona fusionó con absoluta maestría, La lengua de las mariposas rinde homenaje a esos maestros para los cuales la inteligencia del individuo está por encima de cualquier otra consideración política, religiosa o social. Y esa es la verdadera misión de cualquier profesor que tenga un mínimo de conciencia y de experiencia. Deben enseñar a volar y el modo de desplegar las alas tiene que ser propio del alumno. De fondo, un mar de incomprensión, una vergüenza de guerra que evidenció el fracaso de toda una sociedad y la certeza de que los españoles traicionamos con la facilidad con la que se dice un insulto. Algo con lo que todos debemos cargar por nuestra falta de conocimiento. Y solo la ignorancia fanática puede ser la asesina de la libertad.

viernes, 9 de septiembre de 2016

BÉSAME, KATE (1953), de George Sidney

No hay nada como montar La fierecilla domada con tu antigua esposa. Sí, esa misma que te ha tirado los trastos y las notas musicales a la cabeza como si fueran martillos. Así en el escenario ocurrirán cosas que son reflejo de lo que ocurre por detrás. Pero ella es maravillosa y es necesaria porque canta como los ángeles y, qué diablos, también es fácil de volver a conquistar. En realidad, nunca ha sido la gruñona en la que se ha convertido. Para mí, que quiere ser domada.
No hay nada como montar a Shakespeare y llenarlo de canciones. Así puedes tener a una bailarina de tronío haciendo los números musicales ágiles y únicos con la música inigualable de Cole Porter. Y si la rodeas de bailarines con clase pues aún mejor. Así que, recapitulando, tenemos a la primera actriz que canta en tesitura de soprano como si fuera la voz del cielo, al primer actor con voz de barítono que canta y se comporta como un auténtico protagonista de Shakespeare, a la segunda actriz que baila con una energía que es capaz de encender todo Nueva York, a los bailarines de la compañía que son auténticos torbellinos llenos de magia. La obra no puede fallar. Es imposible. No, no, no. Los aplausos serán atronadores. Shakespeare estaría contento de ver cuántas canciones han sido incrustadas en su argumento sin desentonar ni un poquito. Claro que, en estos días, quizá Shakespeare esté pasado de moda por ese autor tan poco competente que se llama vida.
Y el color, ése color que toda gran obra debe tener…está ahí, al alcance de la mano, haciendo que el Renacimiento parezca un festival y que todo se puede convertir en una canción. Por eso, y por mucho más, bésame, Kate. No dejes de hacerlo. Nos esperan las genialidades. Incluso hay dos mafiosillos por ahí tratando de cobrar el dinero de no sé qué apuesta cuando la mejor apuesta de todas eres tú, querida. Dejemos que la magia del teatro nos transporte hasta la realidad de nuestros cariños y seremos pura melodía flotando sobre la audiencia. Bésame, Kate, y olvídate de todo lo demás.

Él era Howard Keel, poniendo voz varonil a todas sus tropelías de mujeriego impenitente que, sin embargo, está enamorado de Kate hasta el mismísimo pentagrama. Ella era Kathryn Grayson cayendo y salvándose sucesivamente de las trampas del amor que el destino tiene preparadas justo ahí encima, en el escenario. La bailarina de las piernas relampagueantes era la inigualable Ann Miller que hacía que todo tuviera un ritmo de claqué trepidante. Y los tres acompañantes eran ni más ni menos que Tommy Rall, uno de los más extraordinarios bailarines que haya pasado por una pantalla de cine, Bobby Van, un muchacho atlético que tenía un estilo que rayaba en la comedia bailada y ese tipo que lo dejó porque creía que no era demasiado bueno y que respondía al nombre de Bob Fosse. En la dirección estaba George Sidney, aquel artesano maravilloso que creía que una escena de acción se rodaba igual que un número de baile y que, sin quererlo, hizo que el cine musical tuviese más acción y el cine de acción tuviera algo de musical. Bésame, Kate…¿o no estás viendo que es absolutamente necesario?

jueves, 8 de septiembre de 2016

CRIMINAL (2016), de Ariel Vromen

No es fácil ponerse en el lugar de los demás. Empatizar con los problemas ajenos no es más que una fuente de dolores de cabeza que se acumulan formando un cuello de botella de soluciones complejas. Por ello, si hay que trasplantar los recuerdos de alguien no hay nadie mejor que un tipo que tiene los lóbulos prefrontales inhibidos, al igual que cualquier adolescente. Solo que él, de tanta inhibición, ha conseguido ser una bestia asesina que mata sin reparar en el daño que está haciendo.
Y es que, no se sabe si para bien o para mal, somos lo que recordamos. La memoria es no solo una recopilación resumida de nuestras vidas sino también un muestrario de sensaciones que hacen de nosotros las personas en las que nos hemos convertido. Es por ello que, ahora que está tan de moda la persecución gratuita, la acción puramente visual, la explosión gratuita o el disparo continuo, era cuestión de tiempo que el cine se fijara en el mito de Frankenstein (aunque algunos preferirán que diga Prometeo) para hacer su propia versión de espías.
El resultado es irregular porque la película no se decide en ningún momento si tirar por la vertiente puramente adrenalítica o por el drama moral y ético que supone usurpar los recuerdos de otro para ocupar su lugar en el estrato familiar. Así se aprecia un buen planteamiento, bastante prometedor y un desenlace un tanto increíble. Pero todo carece de nudo. Entre otras cosas porque el asunto tiene color gótico desde el principio y no deja de seguir una cierta senda coherente.
No deja de ser condenable, por otra parte, contar en una película con un reparto que incluye a Kevin Costner, Gary Oldman, Tommy Lee Jones (en uno de los personajes peor desarrollados de su carrera) y Ryan Reynolds y conseguir solo un producto mediocre, apenas destacable, previsible y sin diálogos remarcables. El intento puede, incluso, tacharse de noble, pero rematadamente fallido porque carece de alma, de consistencia y de empuje. Es la eterna historia de una trama que podría haber salido bien.

Y es que volver a vivir vidas que ni siquiera se sabe que existen no deja de ser un ejercicio para que se humedezcan las manos con la sangre de los demás, con el sufrimiento de toda esa constelación familiar que gira alrededor del que ha sido víctima, con la certeza de que, a una gran mayoría, la felicidad ha sido una visita que alguna vez ha pasado por sus salones aunque sea brevemente. Y eso es mucho más importante que cualquier interés supranacional que avisa de los peligros de dejar el poder en manos de irresponsables hacedores de justicia más amantes de la postura que de la verdad. Porque en cada latido un poco más acelerado por culpa de la risa, del contento y de la armonía hay un grito de libertad que no se escucha. Es así de sencillo y de cotidiano y, demasiado a menudo, no somos capaces de darnos cuenta de su existencia. Quizá allí, en los recuerdos de otro, en la memoria del extraño, es donde está la verdadera esencia de la vida, tan fácil de hacerse notar, tan modesta de hacerse ver. Es la delgada línea que separa al criminal del hombre de familia que ha tratado de construir algo con la base puesta en algo que nos hemos olvidado de practicar con frecuencia. Se llama amor. 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

AHORA ME VES 2 (2016), de Jon M. Chu

La venganza es un plato que siempre se come frío, dicen algunos. Y para ello no hay nada mejor que dejar pasar algún tiempo para que la maquinación sea perfecta, indestructible, impecable. En un mundo en el que la privacidad está siendo cada vez más un bien escaso, no es difícil encontrar, tal vez en un futuro no muy lejano, un programa capaz de desencriptar cualquier código, cualquier ordenador, cualquier información por complicada que sea. Parece un truco de magia…pero en el fondo, todos sabemos que la amenaza está ahí.
Es necesario reunir a los míticos “jinetes” que asombraron al mundo con sus trucos y su magia y hacer que trabajen en equipo contra la ciencia. Sí, porque la tecnología, al fin y al cabo, es una forma de magia moderna que realiza cosas que hasta hace pocos años eran pura entelequia. Solo que hasta el más tonto sabe que la magia consiste en atraer la atención mientras el verdadero truco se hace en el lado contrario. La magia solo existe porque somos lo suficientemente distraídos, o, incluso, tan vanidosos que creemos saber dónde está la trampa.
Sacar conejos del sombrero o elegir una carta está muy bien pero la verdadera ilusión está en destapar los auténticos engaños de esos que realmente mueven los hilos del poder. No falta el pequeño genio de la informática que ha robado su revolucionario invento, al igual que todos aquellos míticos piratas del valle de San Fernando; tampoco aquel mago que no es quien dice ser y menos aún esa inquina que profesa cualquiera que se siente permanentemente engañado. La verdad está en el fondo de una caja china y solo un ojo podrá revelarla y es el del espectador.

Y lo que verá en esta ocasión ese ojo no es el espectáculo sorprendente y atractivo que brindó la primera parte de las aventuras de estos ilusionistas de la magia o magos de la ilusión entre otras cosas porque esta entrega es mucho más una película de acción que de magia. La novedad que presidía los movimientos de esa primera parte se diluye al querer retorcer ya las cosas hasta más allá de lo comprensible y empieza a ser algo deliberadamente falso, más propio del sueño del cine. No faltan trucos, juegos de manos y desapariciones pero ya no es tan creíble, ya no es tan impactante, ya no es tan juguetón. Para compensarlo se introducen persecuciones, peleas, maniobras de distracción y un gran golpe final que, sin duda, tiene mucha menos garra que el que nos dejó con ganas de más con anterioridad. El director, Jon M. Chu, demuestra menos efectividad que Louis Leterrier, director del primer capítulo, aunque resulta mucho más efectista. Bien, de nuevo, Mark Ruffalo dando la pieza de talento en el apartado interpretativo y divertido Woody Harrelson en su doble papel. El caso es que no es que sea mala, es que Chu ha elegido una carta para realizar la película y ha sido la del cine más comercial en detrimento de la inteligencia que pudo haber destilado. Y, desgraciadamente, ha cometido un error. La magia ya no es la misma. Y la sorpresa tampoco existe. Muy poco para una saga que había arrancado con buenas sensaciones y que, poco a poco, está perdiendo el rumbo. Ahora, permítanme que borre estas letras y las escriba de nuevo…les apuesto diez a uno a que el crítico desaparece antes de que termine el artí….  

martes, 6 de septiembre de 2016

FUGA SIN FIN (1971), de Richard Fleischer

Cuando se han hecho demasiados kilómetros solo se quiere saber si las ruedas pueden aguantar un poco más. El momento ya ha pasado, las pistolas ya no brillan tanto, las honestidades en el cargador están vacías. Quizá solo haya ocasión de probar un último coche, de hacer un último viaje, de conocer a una última mujer, de saborear, una vez más, una última traición. No será un viaje de ida, solo será de vuelta pero tal vez merezca la pena solamente para probarse a sí mismo que se está vivo. Solo eso cuenta cuando el amor murió, la esperanza se rompió, el pasado se quedó y ya no hubo más planes, ya no hubo más ilusiones.
Así que no hay nada mejor que planear una fuga sin fin con uno de esos gregarios de tres al cuarto que solo sabe disparar y que el cerebro solo lo utiliza para sostener una ridícula peluca. En la maleta, una chica que es más lista, más fría, más calculadora. Por detrás, una estela de polvo español que se deshace con la velocidad, sin más huellas que una aventura que cae como los años. La fría arena recibirá toda la sangre que nunca cayó mientras los sueños se desvanecen como olas en la orilla, como besos fugaces que no llevaron a ninguna parte, como una caricia que se va sin huella. Puede que el final de una fuga que jamás termina tenga que ser ése, con todo perdido, con la derrota total. Mientras tanto, entre curva y curva, seguiremos soñando…eso probará que estamos vivos.
Richard Fleischer dirigió con oficio una última mirada a los gángsters míticos que deciden hacer un trabajo más. Entró en sustitución de John Huston que no conseguía entenderse con el protagonista George C. Scott a pesar de que era la tercera vez que trabajaban juntos. No podía ser de otra manera cuando las sobaqueras aún eran de cuero y los caracteres empapados de whisky y humo se crispaban con facilidad. España y Portugal son los escenarios para meter la marcha más larga y dejar que el motor vaya a plena potencia. Paisajes desérticos, atraso, simplezas casi insultantes…ése es el lugar ideal para la jubilación de antiguos conductores que intervinieron en atracos y persecuciones, en decepciones y juergas, en días sin mañana cuando el mañana llega. Cada una de las arrugas del que conduce habla por sí sola, como bocas clamando por una oportunidad más, diciendo que el tiempo solo pasa para los jóvenes. Al fin y al cabo, el reloj se paró para los más veteranos y ya no avanza más. Solo la carretera es el siguiente paso y es la hora de demostrar que los más antiguos son los que saben. El resto es pura fachada para unos advenedizos que solo entienden el lenguaje de la sangre.

viernes, 2 de septiembre de 2016

PREMONICIÓN (2015), de Afonso Poyart

Todo el mundo cree que tener poderes psíquicos es una bendición y una ventaja cuando, en muchos casos, es lo contrario. En ocasiones, el psíquico se ve obligado a ver cosas que no han ocurrido y que no puede contar porque son manifestaciones de horror, muertes injustas, finales definitivos, sufrimiento sin medida. Y aún lo es más si esos poderes psíquicos se ponen al servicio de la policía para atrapar a un asesino en serie que posee algo que no suele ser muy habitual como la piedad.
Pero ese asesino aún guarda un par de sorpresas más en la manga como es el hecho de que también posee poderes psíquicos que son aún mayores a los de su contrincante. Es entonces cuando se plantea un maquiavélico juego de ajedrez entre mentes que tratan de escrutar el siguiente movimiento del otro y, para evitar que su mente sea leída, se escoran hacia lo inesperado, lo impensable, lo sorprendente. Es un duelo de pensamientos en el que se dirime la bondad de cada uno a niveles distintos. Más que nada porque, en este tipo de desafíos, siempre se olvidan de la propia condición humana de cada uno de ellos.
Tal vez porque ver tanto sufrimiento también es causa de piedad y se actúa por egoísmo, o por el deseo de hacer un bien común. Pero esta variable jugada en los parámetros de Sigmund Freud como árbitro tiene una contrapartida. Se llama tiempo. Nadie está capacitado ni justificado para quitar el tiempo que le queda a otra persona por mucho que ya esté condenada. El libre albedrío debe ser norma en el comportamiento del ser humano y ahí es donde radica gran parte de la libertad del individuo. Negar esta evidencia es entregarse a una maldad disfrazada de altruismo. Y es entonces cuando la premonición se convierte en un punzón mortal que vacía la sangre de las víctimas.
No cabe duda de que Anthony Hopkins es el principal activo de esta película. Sobre él pivota gran parte del argumento y la historia tiene momentos muy álgidos mientras él domina y controla la investigación apasionante que emprende la policía en busca de un psicópata que no deja ningún rastro, que no da ninguna oportunidad y que, en todo momento, va por delante de los sabuesos. En el mismo momento en que aparece Colin Farrell, ya en el último tercio, todo se tambalea, la narración se desequilibra y la presencia de Hopkins se hace, si cabe, aún mayor. Puede que esa sea la consecuencia de moverse en la sombra de clásicos como Seven, de David Fincher y de llevar un guión que no está demasiado trabajado en sus últimos compases. Quizá porque no hay ningún psíquico tras él. O, tal vez, porque hay un gran actor intentando salvar el barco.

Y es que prever el sufrimiento es el embalse de un buen puñado de lágrimas derramadas con todo el dolor y toda la sabiduría. No se muere con dignidad, se vive con ella. La muerte es un pasaje al que no se le tendría tanto miedo si se nos garantizara el tránsito hacia ella sin sufrimiento y somos débiles y lloramos ante la burla de un destino que nos arrebata lo que más queremos. En el rostro, se nos dibujan las arrugas de la pena y las sensaciones son pliegos de papel que se contraen, como palabras dichas al aire que nadie recoge en noches sin sueño. La variable Freud hace su trabajo y elimina todas las circunstancias que no se pueden encarar y nos otorga lo único que realmente nos falta y que es un tesoro en nuestros latidos. Es el tiempo que nos queda.

jueves, 1 de septiembre de 2016

CAFÉ SOCIETY (2016), de Woody Allen

La vida no suele ser más que un caos sin mucho sentido lleno de ruido y de furia. Imaginemos, por ejemplo, a un tipo cualquiera. Alguien con ilusiones, en busca de un futuro y que, por aquellas casualidades, se tropieza con la chica de sus sueños. El destino, ya se sabe, está escrito por un humorista sádico y las cosas no salen como deberían. Una palabra de más, un silencio de menos, una confidencia dicha a oídos que no debían escuchar…y todo se trastoca, cambia, se mueve y se muere…No, no se muere. El único que decide si algo se muere es el corazón.
Así que la vida sigue, quizá no con tanto color, tal vez con alguna que otra rutina instalada en el vacío, con nuevos negocios para dar estabilidad a una existencia que, de alguna manera, se ha quedado coja. Y, sin embargo, todos los días hay un recuerdo, un gesto del tiempo, en el que se puede caer en la cuenta de la pérdida de la inocencia, en comprobar que las mismas personas que creían que todo era pura fachada, se han convertido en lo mismo que despreciaban. Y el destino, ese chiste cruel, hace que la vida dé una vuelta completa y que todo aparezca de nuevo con la seguridad de que nada podrá ser igual. Quizá porque hay un mundo de distancia. Quizá porque todo es un sin sentido que merece la pena celebrarse aunque no lleve a ninguna parte, aunque después no haya nada, aunque el camino de la pasión tenga que vivirse a través de las sensaciones y no de las presencias. Es el café de todos. Es la burla final.
Woody Allen gana muchos, muchos enteros cada vez que vuelve a ambientes que conoce y en los que ha buceado. Aquí nos sumerge en Hollywood y en ese mundo repleto de falsedades y de negocios nunca cerrados y también regresa a Nueva York para decir una vez más que ama a esa ciudad porque es invivible pero también insustituible. Para ello, se sirve de la extraordinaria fotografía de uno de los grandes mitos de la imagen en el cine como Vittorio Storaro y hace que también bailemos, que también amemos, que también nos sintamos en pleno Central Park paseando en una calesa deseando besar a quien tenemos al lado. El trabajo de Jesse Eisenberg es más que aceptable y todo transcurre un par de peldaños por encima de lo que Allen ha hecho últimamente. Más que nada porque la sonrisa es algo más socarrona, porque la imagen llega a ser mágica, porque los diálogos son agudos y templados, porque las conversaciones fluyen y van derribando copas con hielos dentro. Somos individuos tendentes a la frivolidad y Allen lo sabe muy bien. Basta con hacer que el amor se cruce en el camino de otro para que el rumor corra y, al final, se encuentre con la horma de su propio zapato. No es fácil elegir entre lo que debería ser y lo que podría ser. Es un dilema que el jazz trata de resolver en cada una de sus melodías. Especialmente si está compuesto por Richard Rodgers y Lorenz Hart…that´s why the lady is a tramp

Y es que la vida consiste en no planificar lo que va a ocurrir después sino en exprimir el momento tal y como viene. Todo se reduce al ademán oportuno en el instante adecuado y la felicidad se presenta sin avisar, a la luz de unas velas, con vocación de quedarse. No hay que creerla. Solo disfrutarla. Solo hay que poner en práctica aquel dicho de que hay que vivir todos los días como si fueran el último de nuestras vidas. Al final, habrá uno en que eso será verdad.