El entusiasmo es
siempre digno de respeto. Puede que no sea arte. Puede que ni siquiera se le
parezca pero, de vez en cuando, también merece un aplauso. Ser la peor cantante
de ópera del mundo puede ser todo un honor, sobre todo si se tiene el dinero
suficiente como para permitírtelo. No hay talento, ni condiciones, ni
sacrificio. Solo entusiasmo, emoción por la música, sueño de tomar parte en uno
de los mejores inventos de la lógica humana. El resto son habladurías,
convenciones sociales de las que no se puede uno salir así como así. Considerar
a una soprano de verdad “un pajarito”
y creer que uno canta como los ángeles tiende hacia la vanidad. Las lágrimas sí
que son obras de arte porque el éxtasis de la belleza es alimento para el espíritu,
para el alma y para la carne. Lo demás son solo notas, manchas en un papel
pautado que se pueden cantar bien o mal, según haya más o menos capacidad. El
mundo sufre, así que no sobra algo de entusiasmo por la vida en un mundo casi
perfecto.
Meryl Streep vuelve a
dar otra lección de inmensa actriz al darle cuerpo y alma a esta soprano que no
tenía ni idea de afinar y que, aún así, quiso cantar por encima de todo. Es muy
difícil ser una actriz que domina el arte vocal y convertirse en una señora sin
ningún sentido del ridículo que canta el Aria
de la Reina de la Noche, de La flauta
mágica, de Mozart como si acabara de salir de tomar unos cuantos tragos en
una tasca del Bronx. Sus expresiones, sus teatrales fingimientos próximos al
divismo de alguien que no se daba cuenta del mundo en el que vivía, sí que son
arte en la coda de sus impostadas arrugas. A su lado, Hugh Grant consigue ser
tan estirado como impecable, divertido y oportuno, enamorado y tierno. Elegante
en su composición de actor frustrado que renuncia a su ración de aplausos con
tal de llevar adelante el sueño de su esposa. Y Stephen Frears dirige con
sobriedad y cierta retranca una historia que, no por ser real, deja de ser
ficción. Florence Jenkins existió, no poseía capacidades para cantar ópera,
despilfarró mucho dinero en ganarse el cariño del público que solo iba a sus
conciertos para reírse de una situación tan absurda que parece una obra de
Ionesco, amó lo que hacía, se movió por los ambientes más selectos de la
melomanía neoyorquina, cantó en el Carnegie Hall en un concierto que sonrojaría
al más desvergonzado y aún así, es una figura que levanta un aura de respeto
porque sintió el arte más que muchos que se han dedicado a él. No está mal para
una señora para la que el verbo cantar era tan extraño como un Lied de Brahms. Solo intuido, nada
fraseado, sin acierto, ni gracia pero cantado con un entusiasmo que llegó a
contagiar.