Una encrucijada que el destino
parece empeñarse en propiciar. La muerte de una hija, un antiguo caso en el que
se actuó como fiscal, un asesinato, la casualidad, una serie de pruebas
colocadas estratégicamente para inculpar sin piedad… Solo la fe ciega en la
justicia podrá sacar adelante una declaración de inocencia. Y es que, a veces,
los amigos, queriendo favorecer, no hacen más que perjudicar y los
empleados…vaya, son buena gente, sin duda, pero no están a la altura a la que
se espera. La sombra de Agatha Christie y su Testigo de cargo es muy larga y la dirección de Ray Milland, aún
con algunos detalles de cierta clase, se queda ligeramente corta.
El actor decidió dar el salto a
la dirección en 1955 con una película insólita como es Un hombre solo, un western
que sorprende porque en su primera mitad hay una ausencia total de diálogos. Testigo hostil es la quinta y última
película en la que se puso tras las cámaras y se decide por una realización
casi televisiva, con transiciones algo chapuceras y, sin embargo, con detalles
que llegan a ser muy interesantes. Uno de ellos es la dirección de actores,
concentrando sus esfuerzos en las expresiones, intentando traspasar el
pensamiento al espectador. Otro de sus aciertos está en los movimientos de los
personajes, de origen claramente teatral, y en la diáfana narración que se va
exponiendo de forma que el espectador va descubriendo los misterios de la trama
principal a la vez que su protagonista. Sin embargo, Milland se encarga de
recubrirlo todo del resbaladizo aceite de la ambigüedad, suficiente como para
sembrar un punto de sospecha que, sin duda, incomoda y deja una sombra de duda,
apenas perceptible pero muy efectiva.
Y es que la justicia debe ser
ciega pero no inflexible. Tiene que haber oportunidad para la defensa porque,
incluso en estos tiempos, se tiende a declarar culpable a las personas mucho
antes de entrar en la sala de juicio. Y nos olvidamos de la presunción de
inocencia. Sí, porque preferimos pensar que ese personajillo que cae mal, que
ese contrincante ideológico, que ese icono de cierta institución o que ese
corrupto ladrón que está bajo sospecha es culpable. Así nuestras entrañas se
quedan tranquilas y apretamos los labios con mala leche para murmurar una
maldición y un desahogo. Al fin y al cabo, que paguen los poderosos, hombre,
que ya está bien de tanto apretar mientras ellos se dan la gran vida. Culpable,
culpable y que le caigan veinticinco años de condena.
Y quizá el protagonista de esta
historia no sea especialmente simpático, ni caiga demasiado bien. En él se
halla la arrogancia, la vanidad y la inflexibilidad. Tampoco hay un pequeño
epílogo que haga que ese abogado muestre algo más de humanidad que arrastrarse
hacia la locura porque pierde lo que más quiere. A Milland no le preocupa que
su protagonista caiga mal. Y es que la justicia tiene que estar por encima de
esas nimiedades.