viernes, 29 de mayo de 2020

VIVIR DE ILUSIÓN (1962), de Morton DaCosta


En los albores del siglo XX, un hombre viaja de pueblo en pueblo vendiéndose como un profesor de música tratando de corregir los errores de una juventud que conoce muy bien. Pide dinero a los próceres de cada villa y crea una banda. Para ello, es necesario ganarse la confianza de todos, especialmente de las profesoras de música de cada ciudad porque, al fin y al cabo, lo que pretende es coger el dinero y correr lo más deprisa que pueda. Sin embargo, una ciudad comienza a entusiasmarse con el proyecto y él descubre que la ilusión es una recompensa mayor que la que puede proporcionar cualquier cantidad. Y, por supuesto, en la ilusión también se incluye la posibilidad de amar.
Harold Hill, que así se llama el individuo, en realidad, no tiene ni idea de música. Nunca acudió a un conservatorio, ha ido a la cárcel y sabe lo que es perder. En River City encuentra valores que no sabía que existieran. Y esa banda acabará formándose porque Harold no puede fallar a tantos jóvenes que han visto en la música algo maravilloso. Mucho mejor que leer a Balzac y a Proust. Mucho mejor que las reuniones parroquiales de los domingos. Tendrá que luchar contra la suspicacia que, naturalmente, va a levantar. Y, en esta ocasión, la profesora de música es otra cosa. Ella es arisca, poco hospitalaria y, desde el principio, no confía en Harold. Eso es un reto para cualquiera que quiera embaucar a todo un pueblo. Al fin y al cabo, él es el hombre de la música.
Vivir de ilusión fue un musical de enorme éxito en las tablas de Broadway y no se dudó ni por un instante en ofrecerle el papel a Robert Preston, protagonista teatral de la obra. Su trabajo es inmenso, completo, llegando a todos los registros porque pasa del jugador ventaja al hombre sensible, con un corazón enorme que aún no se había descubierto. La música de Ray Heindorf es extraordinaria; los números coreográficos de Onna White, espectaculares; y la sensación de que se está viendo algo cercano a la maestría es pura realidad. En especial en ese número titulado Seventy six trombones. Sentimental, nostálgica, divertida y romántica, la película pasa con la melodía del todo, con un personaje entrañable y completo, lleno de encanto, de estilo y de oportunidad.
Y es que es muy fácil caer presa de la ilusión como modo de vida. El Profesor Hill, Harold Hill, es un experto en tocar ese instrumento para que las personas deseen la llegada de un nuevo día, lleno de sorpresas y de magia. Todo es proponérselo. Y esta película merecería ser rescatada del lamentable baúl del olvido. No crean que es un fraude. Es maravillosa.

jueves, 28 de mayo de 2020

PASSION FISH (1992), de John Sayles


El éxito, en algunas ocasiones, se corta de raíz. Puede que la televisión haya sido el pasaporte a la fama y a los sueños y un accidente de automóvil sea el billete de vuelta. Atrapada en una silla de ruedas, May Alice sólo digiere sus días con la amargura. Ya no puede andar, no puede valerse por sí misma, no puede ser mujer. El carácter ya no es el mismo y las enfermeras se suceden porque es difícil tratar a las personas que no tienen esperanza. May Alice se refugió en la casa familiar donde creció, en Louisiana, al lado de los pantanos. Allí pasa los días, al borde de un pequeño muelle, tratando de comprender lo que no tiene explicación. Lo tuvo todo y ahora ya no tiene nada. De repente, sólo las personas son capaces de cambiar la visión de una vida que ya no se desea. Una de ellas es Chantelle. También tiene que reconstruirse porque está al mismo borde de la desesperación. Y acepta ser la enfermera que cuide las salidas de tono de May Alice. La otra es Rennie. Un hombre simple en un lugar sencillo. Para él, las cosas sólo son blancas o negras y pueden ser igualmente aprovechables. De vez en cuando, trae algún pez para que May Alice coma bien. También trae su silencio y eso, en un mundo que sólo tiene compasión para la actriz, es muy valioso. El pez de la pasión es ése que nunca se atrapa, pero, tal vez, May Alice pueda tenerlo entre sus manos.
Sí, a veces, las relaciones humanas son el único asidero posible aunque la fe en la vida haya desaparecido. Unos se enriquecen con otros, aprenden, miran de nuevo, intentan comprender, tratan de vivir. El secreto está en saborear el momento. Todos esos momentos que May Alice ha dejado escapar por la rabia de estar encerrada para siempre en un cuerpo que se le antoja inútil. Y no hay nada de indigno en ello aunque ella no caiga en la cuenta.
John Sayles dirigió un buen puñado de buenas películas en los noventa y ésta es una de ellas. Sensible, emocional, pausada, lógica y concisa, cuenta con la colaboración extraordinaria de Mary McDonnell en uno de los mejores papeles de su carrera, de Alfre Woodard y del habitualmente desaprovechado David Strathairn. Juntos articulan una joya que hace que disfrutemos hacia afuera y miremos hacia adentro, preguntándonos si de verdad apreciamos lo que tenemos o nos agarramos con fuerza y sin remisión a las peores cosas que nos ocurren para justificar todos nuestros errores. Y, por supuesto, todos, sin excepción, dejamos pasar el pez de la pasión porque no sabemos lanzar el anzuelo. Y en la película, como en nuestras pobres existencias, también hay ira, trabajo, tragedia y dulzura. No es poco si queremos salir adelante.

miércoles, 27 de mayo de 2020

LAS COSAS CAMBIAN (1988), de David Mamet


¿Un zapatero como jefe de un clan mafioso? Vamos, hombre. A bromear al lago. Habrá que ponerle una niñera. Y nadie como ese tipo que metió la pata hasta el hombro la última vez… ¿cómo se llama? Jerry no sé qué…Así comprobamos si es un tío de ley o merece dormir con los peces. Sin embargo, querida familia, hay que guardarse mucho de la sabiduría de los simples. El zapatero y Jerry, la verdad, son caracteres totalmente opuestos y, no obstante, van a congeniar. Por mucho que el matón acabe por volverse loco. Y la verdad es que el zapatero del demonio tiene recursos para aburrir. Consigue desenvolverse y engañar a todo el mundo. Hasta sabe sacar brillo a los zapatos… ¿Habráse visto? Un tipo que sabe hacer su trabajo. Un animal en peligro de extinción. No sé dónde iremos a parar. No sabemos si con esos zapatos que él limpia va a dar una lección de honestidad o de diablos en la chaqueta. Es imprevisible. Menos mal que Jerry está ahí para vigilarle. Los demás, que se calen bien los sombreros o se escondan tras los periódicos. El zapatero puede reconocerlos si vienen mal dadas y este fulano no va a volver a sus zapatos después de estos tres días en los que tiene que suplantar al gran jefe. Jerry, cuidado. Te juegas tu futuro en la familia.
Lo más chocante de todo es que el maldito zapatero no quería pegarse la vida padre durante tres, dos o un día. Le daba exactamente igual. Él era feliz con sus zapatos, con su rutina hundida en la sencillez. Nada de trajes caros, automóviles impresionantes, comida a mansalva y chicas a discreción. Sólo sus zapatos. Tal vez su conciencia es tan alta que, desde el principio, sabía que algo iba a ir mal. Ah, pero nadie puede rehusar una invitación de la familia. El que la rechaza, pierde. Y menos mal que el tipo se avino a hacer el teatro. Y todo esto podrá tener la pinta de una comedia de enredo y equívocos, pero, en realidad, es un drama bastante oscuro, un estudio de la condición humana, de la amistad y de la traición. Todo ello envuelto en una sonrisa, claro. Lo último que hay que perder es el sentido del humor ¿verdad?
Lo mejor de todo es que para llevar a cabo todo el engaño están Don Ameche y Joe Mantegna y, detrás de las cámaras, un señor que suele saber lo que hace y que responde al nombre de David Mamet. Y es difícil que no guste. Más que nada porque las cosas pueden cambiar en un momento determinado, pero en el fondo, no cambian nunca.

martes, 26 de mayo de 2020

EL CANDIDATO (1972), de Michael Ritchie


No vale sólo con querer cambiar las cosas, hay que acomodarse también a las reglas del juego. Bill McKay quiere decir lo que piensa, pero a su alrededor hay toda una muchedumbre de asesores que le dicen cuándo y cómo lo tiene que decir. El político como marioneta, como símbolo que es pura imagen sin nada dentro. Y Bill McKay no quiere nada de eso. Quiere preocuparse por la deforestación, por la educación, por la distribución, por las ayudas agrícolas. Quiere que se le vea como un candidato válido, dispuesto a luchar por la gente y con la gente. Sin embargo, muy pronto ve cómo todo es un jugar y pisar. Si se va a un incendio, el contrario también irá y robará plano cuanto pueda. El padre de Bill también fue político, pero no, Bill sabe que detrás de ese rostro de venerable anciano existe un remanso de cinismo y provecho del que no quiere formar parte. Él estaba muy a gusto siendo el abogado de unas cuantas causas perdidas y la oportunidad de saltar a la política es, tal vez, el medio para hacer que sean causas ganadoras. Todo es ruido. Apenas hay tiempo para pensar. Su mujer se entrega al hedonismo que significa ser la pareja del candidato. Y Bill va haciendo concesión tras concesión. Sin apenas oponer resistencia, hace lo que le dicen, aunque también dice lo que piensa. Pero en ningún sitio hay suficiente tiempo como para decirlo. La política quema el suelo por donde pisa y Bill no será una excepción.
En el aire, ya para siempre, queda esa pregunta final: “¿Y ahora qué? Ya soy senador… ¿Y ahora qué?”. Y eso, querido Bill, es el picor de la ambición, que ya ha hecho nido en tu interior y comienza a hacer olvidar al hombre que quisiste ser. Mientras tanto, la multitud seguirá aplaudiendo y vitoreando al candidato más guapo, más joven y más prometedor del Senado. Pero habrá que seguir avanzando, porque, cuando los fenómenos ocurren, hay que explotarlos hasta el mismo hartazgo. Tranquilo, porque el próximo escalón está muy cerca. Y la ilusión de la gente inclinará el voto porque aquel que sepa entusiasmarles por encima de la monotonía del político actual. Bill McKay es el futuro. Un futuro que, con toda probabilidad, será más de lo mismo.
Robert Redford se implicó personalmente en esta película para demostrar que el poder corrompe y que nadie está a salvo de ello. Ni siquiera el más novato que albergue las mejores intenciones. Las sucesivas escenas en las que Bill McKay se ve inmerso, ponen a prueba la resistencia a la vanidad y a la soberbia y ningún político la ha pasado. No importa. Tanto los reproches como los aciertos sólo se recordarán hasta la próxima elección. Después viene otra frontera que hay que asaltar.

viernes, 22 de mayo de 2020

DIEZ, LA MUJER PERFECTA (1979), de Blake Edwards


La crisis de los cuarenta suele golpear con cierta fuerza a los hombres. Llega un momento en que las estructuras del cerebro se dislocan y los pensamientos que pasan por allí van desde el aburrimiento hasta la certeza de que hay una vida esperando más allá de la puerta de entrada. No importa si el hombre en cuestión se dedica a componer música o a hacer punto de calceta. Lo que se quiere es salir de la rutina, sentir que se es capaz de despertar los sentidos de otras personas, si aún queda algo atractivo en ese físico cuarentón que, más que causar admiración, causa bastante vergüenza ajena. Puede que aún haya alguna conexión con la pareja habitual. Intelectual, de complicidad o cualquier otra. Pero algo se remueve dentro de ese cuerpo que está a punto de entrar en la segunda mitad de la vida y que ya casi no recuerda lo joven que fue. Incluso, de alguna manera, los hombres se comportan de un modo casi infantil para seguir siendo el centro de atención que se desplazó de satisfacción hace mucho, mucho tiempo.
Y, de repente, como cincelada de la misma mano del Supremo Hacedor, se cruza la mujer más hermosa que nunca se ha visto. Un once de una escala de diez. Y, con los cables del raciocinio bloqueados, no hay ningún problema en enterarse sobre su vida y seguirla hasta Méjico para ver si es posible echar una cana al aire, o sentirse, por una última vez, deseado. Por el camino del deseo siempre aparece la desidia y eso será un viaje iniciático que acabará con el descubrimiento de que, efectivamente, se está con la mujer de su vida, y que la mujer perfecta sólo es un espejismo que pasa de largo sin más consecuencias que una mirada al interior tratando de encontrar una causa para el nubarrón mental en el que uno puede hallarse.
It´s easy to say I love you, dice la canción que George Webber trata de componer. Y es un buen título, porque, sí, es muy fácil decir un te quiero, pero mantenerlo ya es otro cantar. George lo descubre a las teclas de un piano mientras saca todo el dolor que se agolpa dentro de él. Es fácil decir a alguien un te quiero susurrado. Lo difícil es sentirlo. Y George quiere sentir la magia de enamorarse de nuevo. No sabe que eso ya lo tiene en casa, esperando su regreso, esparciendo su magia para que él pueda notarla.
Blake Edwards lo hizo. Henry Mancini lo escuchó. Dudley Moore lo interpretó. Y así supimos que la perfección, a los cuarenta, no existe.

jueves, 21 de mayo de 2020

SLEEPERS (1996), de Barry Levinson


La venganza suele ser un plato que se come frío, pero, en esta ocasión, no es así. Es un plato rápido, muy poco meditado, que se devora porque se presenta la oportunidad aunque el rencor se haya incubado durante años. No es fácil de olvidar la vejación y la tortura psicológica, sobre todo, cuando aún se es un niño. Tal vez ese hombre, al fin y al cabo, merecía morir. Y quizás, también, los autores del crimen merecieran salir libres para ir en busca de su destino, que ya se ha ido retrasando demasiado. No importa nada. Cuando la pandilla de la infancia se resquebraja, las ilusiones ya no son las mismas y cada uno elige su camino. Con armas, con balas, con libros, con tranquilidad o con el nerviosismo propio de las calles. Es más el hecho de tranquilizar a la propia conciencia diciéndose, con la ley detrás, que el asesinato fue justo y la sentencia absolutoria aún lo fue más. Aunque se haya apoyado en mentiras. Aunque la infancia se haya ido definitivamente para no volver jamás.
Todo ocurre en La Cocina del Infierno, ese barrio infestado de irlandeses que ha sido el caldo de cultivo para que muchos jóvenes prefirieran deambular por las calles antes que ir al colegio. De todas formas, a los niños se les perdona todo. Luego está el error, lo que nunca debió pasar, la condena en un reformatorio, el maldito vigilante que se aprovecha y los traumatiza, la última noche, la decepcionante edad adulta, el crimen, el juicio, la mentira, un último momento de felicidad, un nuevo horizonte para algunos y el avistamiento del hoyo para otros. Es la vida, que se ha cebado bien en ellos y sólo les da un respiro, pero no la solución. Es la hora de utilizar a la justicia en beneficio propio, aunque sólo sea una vez.
No, no es una película redonda. Hay defectos que se le pueden encontrar aquí y allá. Desde la inexpresiva interpretación de Jason Patric hasta una sensación de pérdida de intensidad en algunos pasajes, pero no cabe duda de que Sleepers puede impresionar a cualquiera que se acerque a ver la historia de estos chicos que se encontraron con el infierno. A ello también ayuda mucho que, en papeles secundarios, se hallen actores como Vittorio Gassman, Dustin Hoffman, Kevin Bacon y, sobre todo y ante todo, Robert de Niro que da una auténtica y breve lección en esa escena en que la cámara queda fija sobre su rostro mientras escucha las barbaridades que les hicieron a esos chicos durmientes que nunca despertaron hacia la felicidad. Eso está al alcance de muy pocos actores. Ni siquiera el hoy seguro Brad Pitt da esa sensación cuando se le ve aquí. Tal vez, sea el momento de recuperar esta película y asegurarse del daño que se puede hacer cuando sólo atendemos a las más profundas y depravadas degeneraciones humanas.

miércoles, 20 de mayo de 2020

LA CLAVE DE LA CUESTIÓN (1962), de Hubert Cornfield


No cabe duda de que la profesionalidad de un psiquiatra se ve puesta a prueba cuando tiene que tratar a un paciente con tendencias psicopáticas violentas. Debe bucear en las razones del trauma y deducir de dónde parten sus experiencias que le impulsan a hacer daño a los demás. Más aún si ese paciente está en la cárcel porque se le ocurrió jugar al tres en raya con un bar, su propietario y su mujer en una escena de humillación que pone los pelos de punta. Y aún más si tenemos en cuenta de que estamos recordando lo difícil que es mantener el equilibrio cuando el paciente invita al odio extremo, al desprecio odioso y a la rabia despreciable. Puede que su infancia no fuera todo lo feliz que debía haber sido. Puede que su integración juvenil no fuera todo lo normal que debiera. El caso es que ahora está haciendo pagar a la sociedad por los errores que se han cometido con él y los que él mismo ha propiciado creyendo que la razón estaba de su parte. Es una tarea muy difícil. Y si no pregunten a ese psiquiatra de color que tiene que tratar a un tipo que tiene inclinaciones nazis.
Y la clave de la cuestión está en sentir la violencia que él siente, y el odio que él siente, y el maldito desprecio que él siente. Para él, el mundo es un lugar hostil, que pide guerras y asesinatos y que lo pone todo al alcance de la mano siempre y cuando se agarre por la fuerza. Hay que pensar mucho en las cosas que dice y, sobre todo, no dejar traslucir las emociones que saltan entre el asco y las irresistibles ganas de golpear al dichoso jovenzuelo. Y perseverar. Aunque el resultado no sea el apetecible porque siempre estará la burocracia, o el perdón mal entendido, o cualquier otra razón. El chaval es carne de horca y, de alguna manera, cuando sale por la puerta para no volver más, con la burla en su estúpida sonrisa, el psiquiatra lo sabe. Para ese chico, ya no hay marcha atrás. La cruz gamada será su religión.
No cabe duda de que La clave de la cuestión es una película interesante que, sin embargo, se halla lastrada en algunos aspectos. Uno de ellos es la interpretación, muy limitada, de Bobby Darin como ese chico desorientado y dispuesto a arrasar con todo lo que se le ponga por delante y que suene lejanamente a decente. Otro es la producción basada en la austeridad que pone en juego Stanley Kramer. Y uno más es la dirección de un tipo tan oscuro como Hubert Cornfield, al que se le debe uno de los más desafortunados títulos de la carrera de Marlon Brando como es el de La noche del día siguiente. Aún así, es absorbente el duelo que mantiene el psiquiatra, un magnífico Sidney Poitier, con el joven de gustos homicidas, con largas conversaciones repletas de tensión que ponen de manifiesto que es casi tarea imposible llegar a vislumbrar cuáles son las raíces del odio. Y ésa, odio, es la palabra clave de todo el asunto.

martes, 19 de mayo de 2020

MUMFORD (1999), de Lawrence Kasdan


Mumford es una pequeña localidad, ni mejor, ni peor que muchas otras. Tiene su iglesia, su escuela, su restaurante, su gente…Sí, esa gente que vive, trabaja, ansía y llora. También ríe, pero, como todos los humanos de este mundo, tiene problemas. Y no hay nada que llame más la atención que un psiquiatra que se llama igual que el pueblo. El chico es guapo y como que sabe escuchar muy bien los problemas de los demás. Asiente, hace la pregunta indicada, es oportuno y es inteligente. No se puede pedir más por el precio de una consulta. Todos los habitantes de Mumford pasan por Mumford. Y se sienten mejor cada vez que van. Dicen sus frustraciones, cuentan sus proyectos imposibles, alivian su soledad galopante, desahogan sus fracasos…como cualquier otro lugar. Sin embargo, nada es lo que parece. Dentro de esa comprensión, hay algo oculto que cualquier desaprensivo trata de destapar. Siempre pasa lo mismo. Cuando hay alguien que tiene éxito, lo más fácil es tirarlo hacia abajo. Sin contar con el daño que hace a todos los que dependen de esa persona. Todos están reconstruyendo su confianza, están cimentando la solidez de su personalidad y, de repente, una noticia, un abogado insidioso porque no le hacen casito, la competencia…Sí, sí, sí, lo que todos sufrimos. Mumford no se va a poder librar de los propios habitantes de Mumford. Y detrás hay una historia irresistible de perdición y espejos. Habrá que bucear un poco. O contarle alguna cuita para sentir que se comparte algo con alguien. No es nada fácil.
Deliciosa película, llena de elegancia, de sonrisas, de verdad, que Lawrence Kasdan pone en juego con un actor habitualmente desaprovechado como es Loren Dean y que pone a su alrededor todo un universo de personajes que desean ver sus sueños hechos realidad, que arrastran pesadas cargas de culpa, de complejos, de ñoñería. La coqueta. El tipo gordo que se cree musculoso y quiere convertir su vida en una novela negra con chicas despampanantes insinuándose. La chica que huye del compromiso. El chico que no tiene amistades y comienza a sentir que ese psiquiatra es su amigo. Todos estamos reflejados, de una u otra forma, en esos enfermos que acuden al médico con una esperanza que no existe y muchas ganas de hablar. Y, a veces, aunque no nos demos cuenta, basta con un asentimiento en el momento adecuado, una afirmación que reafirme, una pregunta básica que nadie ha hecho hasta ese instante, una expresión amable. El mundo, desde luego, sería un lugar muy diferente si todos fuéramos con la cara relajada y a punto para sonreír. Y Mumford es un buen sitio para ello. Y Mumford es un buen tipo para ello.

jueves, 14 de mayo de 2020

DOS HOMBRES Y UN DESTINO (1969), de George Roy Hill


Sundance es todo acción. Butch es todo ideas. Y así nacen las grandes parejas. Tan grande fue ésta que nunca dejaron de correr. No importaba la dirección porque, quizá más que nunca, lo que importaba era el viaje y no el destino. Por el camino, conocieron a Etta y ya estuvieron los tres dando saltos de aquí para allá, a caballo o en bicicleta. Y siguiendo las reglas. ¿Cuáles son las reglas? Contar hasta tres y salir. Bancos, trenes, comercios, lo que se ponga por delante. Butch y Sundance tienen que saltar al vacío cada dos por tres y lo peor de todo es que no se dan cuenta, salvo en una ocasión, que deciden hacerlo juntos y sin saber nadar muy bien. La saludable anarquía de unos tipos que vinieron al Oeste para disfrutar de él y se movieron de un lado a otro sin pensar demasiado en las consecuencias. Tal vez por eso se les acabó el mundo. Tal vez por eso Etta no quiso ver cómo acababan. La foto fija se quedó ahí, escupiendo fuego y disparando balas cuando todo estaba perdido y con el limitado consuelo de querer correr una vez más hacia ninguna parte. No quieres que encuentren su final, pero ha de ser así. La sonrisa de la amargura no se cae en ningún momento. Son tiernos, adorables, granujas, sinceros, mentirosos, irresponsables, infantiles, aventureros, únicos. Dos hombres que no dejan de buscar y lo malo es que nunca encuentran.
Las gotas de lluvia golpean sobre mi cabeza mientras cavilo e intento cruzar mi mirada con la de Paul Newman. No puedo imaginar nada mejor. Nada que me haga sentir tan bien. Sé que es un fuera de la ley y que su Butch Cassidy era una tormenta de ideas sin demasiado orden, pero tengo que enamorarme de él para comprender lo grande que puede llegar a ser un actor y cuánto me ha hecho disfrutar en el cine.
Las gotas de lluvia golpean de nuevo mientras bajo la mirada y no puedo cruzarla con la de Robert Redford. No sólo porque está insultantemente atractivo aquí, sino porque sé que ahí, en esos ojos, en ese gesto y en esa parte de sombra que también posee su Sundance Kid, se halla el cine. Sé que es un fuera de la ley, pero no me lo pensaría dos veces si tuviera que subirme a las grupas de un caballo y cabalgar con estos dos individuos. Quizá vuelvo a esta película porque así también recuerdo mis años jóvenes y cómo quise respirar el aire de libertad que, con las miradas, con los gestos y las sonrisas de Redford y Newman, tanto me inspiraban para tener un punto de locura y otro de sensatez. Quizá esta película sea dos hombres y muchos destinos porque también leía en los de los demás. Y siempre volvemos a caer en la trampa de estos dos cuatreros porque, al fin y al cabo, son leyenda, nos cuentan una leyenda y nos hacen sentir leyenda.

miércoles, 13 de mayo de 2020

LA COMIDA EN LA HIERBA (1959), de Jean Renoir


Etienne Alexis es un lechuguino que cree que el futuro del hombre se halla en la inseminación artificial. Su nombre es tan respetado, tan reverenciado que suena su candidatura como futuro Presidente de Europa. Así, sin despeinarse. Y el viento le va a despeinar pero bien. Todo comienza con un almuerzo en la hierba, para, de alguna manera, oficializar su compromiso con Marie-Charlotte, una prima bella, fría, distante y muy alemana. Por arte de flauta, el viento aparece y la comida se dispersa. Unos tratan de meterse en un coche, otros de ponerse a salvo, algunos intentan mantener la dieta con el aire…pero el Profesor Alexis va a encontrar lo que no esperaba y no es ni más ni menos que la certeza de que lo de la inseminación artificial suprimiendo otros aditamentos más bien molestos como la pasión, es una tontería. La pasión existe. Vaya si existe. Se puede hallar incluso detrás de un matorral. No hay nada mejor que perderse en la hierba y comer. Vale, es un comentario pornográfico, pero es que realmente no hay nada mejor. Que se lo digan a este tieso profesor de ademanes tan finos que resultan realmente amanerados.
Por allí, detrás de las cámaras, y participando del viento, se halla un tal Jean Renoir, que fotografía con auténtico amor de pintor la campiña francesa. No sólo eso. Su película es toda una celebración del ambiente rural, en el que un cordero sabe a gloria porque se hace en un horno de leña y no en esa comida en la hierba de sillas que se caen tontamente o mesitas frágiles de paté y tostadas. Renoir, con la colaboración del gran Paul Meurisse en el papel del Profesor Alexis, realiza toda una screwball comedie, con acento en la última sílaba, con situaciones divertidas, extravagantes y maravillosas para poner de manifiesto que unos meros sirvientes pueden hablar, sin lugar a dudas, de la partenogénesis; que una chica humilde, con la inocencia, la sonrisa y la perseverancia, puede tener un nombre indicado para ser lo más alto de Europa; que correr detrás de la mujer de tus sueños es, también, una búsqueda dulce y que, a lo mejor, en algunas ocasiones, hay que dejar a la ciencia a un lado y hacer caso del corazón. El resultado es una deliciosa comida en la hierba, con la inteligencia puesta en lo que se hace, sin dejar caer la sonrisa, con los colores propios del impresionismo pictórico y el humor de un tipo que sabía que entre una cosa y otra, cualquiera que sea, siempre hay un término medio que suele ser determinado por los sentimientos. Renoir nos deja con hambre y, al mismo tiempo, tremendamente satisfechos.

martes, 12 de mayo de 2020

ABYSS (1989), de James Cameron


El frío atenaza los huesos cuando se está al borde del abismo más profundo. Allá abajo, en las profundidades, ocurren cosas inexplicables, como el afán de destrucción que siempre ha poseído al hombre, el rescate de una cabeza nuclear, o la resurrección a base de lucha y rabia. No importa demasiado porque nadie lo ve en medio de una tormenta tropical que aísla a todos y a todo. El mal de presión comienza con sus temblores y la razón se nubla en las turbias y oscuras aguas, esas mismas a las que el sol no llega. Sin embargo, también hay algo en el corazón de los hombres que, además de convertirlos en un ser de destrucción y odio, hace que sea una raza fascinante, capaz de los mayores sacrificios sólo porque es correcto hacerlo. Eso debería tener un premio. Aunque venga de más allá de las estrellas.
El agua es el verdadero enemigo porque, cuanto más nos sumergimos en busca de sus secretos, más celosamente los guarda. Los cristales se resquebrajan, al igual que las almas, y, no obstante, el agua también guarda un abrazo de ternura para quien lo merezca. El hombre no lo merece… ¿o sí? Sólo se puede hablar por sus actos y la verdad no puede ser más impresionante, ni más grande, ni más amenazadora. Tenemos que luchar juntos, sufrir juntos, morir juntos y renacer juntos. Si no, nada de lo que hagamos tendrá ningún sentido. Lo dicen los amigos del agua.
Quizá, más allá de sus recientes éxitos, cada vez más espectaculares en cuanto a forma y resultados, Abyss puede ser una de las mejores películas de James Cameron. Juega con la forma del agua y, también, la de los sentimientos del ser humano, siempre contradictorios y, a menudo, peligrosos. Maneja a todos esos seres desesperados a gran profundidad con cierta maestría porque la salvación suele ser la tarea de unos cuantos. Y eso es, precisamente, lo que nos hace aún más grandes. No hay sitio para el individualismo, ni para los egoísmos vanidosos, ni para las imposiciones por la violencia. Toda esa energía debería emplearse para remar en la misma dirección y tratar de hacer que el mundo sea un lugar mejor para vivir. Sin tensiones. Sin terribles mensajes de desesperanza, sin luchas por la supremacía. Al fin y al cabo, ya vivimos al borde de abismos impensables a los que tenemos que bajar por la propia supervivencia. Y el mensaje es claro. No debemos dejarnos arrastrar por ser más, querer más, poseer más y conquistar más. Todos vivimos bajo el mismo cielo. Todos queremos un futuro mejor para nuestros hijos. Todos estamos en el mismo planeta.

viernes, 8 de mayo de 2020

EL DRAGÓN ROJO (2002), de Brett Ratner


Will Graham es un buen tipo. Debo reconocer que es más inteligente de lo que parece con su cara de niño. Me cogió porque tuvo suerte, pero demostró que tenía seso antes de que pudiera comérmelos. Es una pena. Ahora estoy aquí, en una celda. Acabo de escribirle una carta mandándole recuerdos y espero la visita de una novata del F.B.I. que quiere verme. Probablemente enviada por ese inútil que es Jack Crawford. Puede que llegue a ser interesante y me distraiga de la mediocridad que me produce el infausto doctor Chilton. El caso es que Will ha cogido al Duende Dientudo. Bastó con que le diera un par de pistas para que estuviera sobre él como un águila. Lástima que la jugada no me ha salido del todo bien porque yo esperaba que el Duende Dientudo consumara mi venganza contra el bueno de Will. Debería haber previsto que los que son deformes son inconstantes y de poca confianza. Tal vez tendría que haberle hecho tragarse su propia lengua de iluminado. El tipo creía que se estaba convirtiendo en un dragón. Hay locos en este mundo.
A mí, mientras tanto, me tienen en este hospital psiquiátrico especializado en asesinos en serie. No se está tan mal. Incluso me dejan pasear encadenado media hora a la semana. Yo sé que la clave está en la transformación y que sólo quien no ve al asesino está seguro. El Duende Dientudo también lo sabe, pero aún no se ha dado cuenta. Tiene miedo de sí mismo porque, hasta que no se convierta en dragón, no sabe hasta dónde puede llegar, pero sí hasta dónde puede sufrir. Cometerá errores. En este mundo, además de locos, hay demasiados chapuceros y ese tipo de la deformidad, probablemente en la cara, es uno de ellos. Lástima, porque prometía. Tanto complejo reprimido acaba por desembocar en rabia y perfección. No hay nada como un buen plato exquisitamente cocinado para desahogar tanta represión. Lo sé muy bien.
Mi mirada es fría, mi gesto es de cobra, mi movimiento es suave y amenazador y Will Graham no parece quedar impresionado, aunque está claro que sí tiene miedo. No me extraña, teniendo en cuenta que le ataqué cuando menos lo esperaba. Sin embargo, ha cogido al chico ése que se parece sospechosamente a Ralph Fiennes. Los locos siempre nos parecemos a alguien. Dicen que yo soy como ese británico…Anthony Hopkins. Puede ser. No es mal actor. Seguro que sus mejillas podrían tomarse como aperitivo con un buen pernod. Lo cierto es que esta vez estoy por debajo de mis posibilidades, pero dejen entrar a esa chica del F.B.I. Estoy seguro de que ahí voy a dar mi auténtica talla… ¿Cómo se llama? Ah, sí, Clarice Starling…me lo ha dicho el encantador doctor Chilton.

jueves, 7 de mayo de 2020

EL CUERVO (Contratado para matar) (1942), de Frank Tuttle


Suena el despertador y la muñeca deforme de Raven se estira para apagarlo. Para él, empieza un nuevo día después de, quizá, una noche en el fondo de una botella. Para otros, será el último de su vida. Siempre hay quien lo pasa peor. Lo cierto es que Raven es un asesino profesional y debe cumplir con el contrato. Sin hacer demasiadas preguntas y sin fallos. Fácil, rápido y silencioso. Sólo hay una cosa que puede salir mal y es que alguien intente jugársela y tratan de pillarle con una trampa para niños. Muy bien, el contrato no se ha cumplido, pero Raven va a hacer otro trabajito. Y esta vez, el contrato va a resolverse.
El destino, otro gran asesino profesional, no para de conspirar para que las cosas confluyan de una forma extraña y oscura. Por aquellas casualidades y caprichos del sino, los intereses de Raven son los mismos que los del contraespionaje americano y los de una chica que es puro encanto con su rostro, con su forma de ser y con sus mágicas manos llenas de ilusión. Los únicos que están en contra de Raven, además de sus clientes, son los policías. Y eso es un problema, hay que reconocerlo. Habrá que fingir, destrozar, esconderse, salir, moverse, reptar, trepar y, sí, también habrá que matar. Raven intenta no hacerlo, pero no tiene más remedio. En su interior, aún hierve la plancha con la que intentaron aplastarle la muñeca y, en sus ojos, habitualmente fríos, se observa la inquietud del miedo y del amargo recuerdo. Raven tendrá que correr si quiere acabar con esos malditos que quieren traicionar a su país y, de paso,  hacer negocios con lo más sucio del panorama mundial. Y, tal vez, por una vez, hará algo que, además de estar bien hecho, también sea correcto.
Esta película, basada en una novela de Graham Greene, supuso el descubrimiento de Alan Ladd y Veronica Lake para el cine. Con un personaje atormentado y ciertamente retorcido, Ladd consiguió conquistar a una gran parte del público que vio en ese rostro de niño algo irremediablemente atractivo y sugerente. En el tercer puesto del reparto, Robert Preston, siempre seguro y sólido, tratando de hacer creíble un amor y una persecución. Por detrás, un buen puñado de profesionales que, más tarde, fueron confinados a las listas negras como el director Frank Tuttle y los guionistas Albert Maltz y W.R. Burnett y, a pesar de su corta duración, la película se construye con cuidado, con un cierto aire minimalista en el ambiente, con el presentimiento de que, de alguna manera, esta película es un poco más negra que las demás porque, al fin y al cabo, el alma oscura de Raven llega a sobrecoger a cualquiera.

miércoles, 6 de mayo de 2020

EL VOLAR ES PARA LOS PÁJAROS (1970), de Robert Altman


Tener alas y sobrevolar ese estadio que es casa y horizonte. ¿Qué sabrán esos individuos que se ríen del sueño de un muchacho que sólo quiere elevarse por encima de la multitud aunque sólo sea para mirarlos desde arriba? Tal vez merezcan morir por comportarse así. Lejos de los sueños ajenos. Con la mirada siempre hacia el suelo y nunca hacia el cielo. Son hipócritas ignorantes, conservadores de vieja escuela incapaces de tener imaginación. Sí, el chaval también comete errores para realizar lo imposible, pero nadie sabe que tiene un ángel guardándole las espaldas. También guarda sus inconvenientes porque, dentro de las debilidades humanas, el amor está ahí, acechante, convirtiendo lo que podría ser un vuelo ágil y natural en una caída libre. En esta ocasión, el amor no hace más fuerte, todo lo contrario. Debilita hasta derrengar. Y quizá, ser libre como un pájaro es sólo eso, una frase bonita. El ser humano nunca es totalmente libre, por mucho que se desee. Siempre está controlado o confinado por alguna razón. La tristeza planea. La decepción, vuela.
La soledad también puede transformarse en un arma mortal. Tanto es así que puede equiparar distintas clases de ave con la personalidad de la gente. Los hay carroñeros, vigilantes, cantarines, alegres, siniestros, rápidos, trabajadores, inquietos, huidizos, confiados. Incluso cazadores y asesinos. Sobre todo para aquellos que pueden representar un peligro potencial para el vuelo. La burla hacia todo y hacia todos está ahí mismo. En absurdas reacciones que pretenden mostrar que las cosas están bien hechas cuando, en realidad, son amigas muy cercanas de la chapuza. En comportamientos que parecerían irreales si se cuentan, pero que son mucho más cotidianos de lo que podríamos pensar. En el mismo ser humano, que busca siempre en los lugares más equivocados. Por eso, Robert Altman no deja de repetir que el volar es para los pájaros.
Con un reparto de incondicionales, el director plantea una interesante película que juega con el surrealismo y los sueños imposibles y que exhibe un tono mucho más dramático del que luego puso en juego con MASH. El resultado llega a ser hipnótico en algunas de sus imágenes e ideas, sin perder nunca ese hilo argumental que tan difuso llega a ser en otros títulos suyos. Quizá podríamos hablar que esta película es la joya escondida de su filmografía, con un retrato casi onírico de lo que se denominaría un asesino en serie. Así que es el momento de desplegar las alas y ampliar el horizonte de nuestra propia visión. Si ganamos altura, podremos disfrutar de un panorama original, diferente, levemente maldito y ciertamente fascinante.

martes, 5 de mayo de 2020

PREMONICIÓN (2000), de Sam Raimi


Poseer un don, en muchas ocasiones, puede ser una auténtica tortura. Más aún si se trata de ver más allá dentro de un entorno de infelicidad, de depresión, de pura desgracia. No se disfruta viendo las miserias de los demás que, en un vano intento de obtener esperanza, acuden a una vidente para que haya consuelo, un pequeño resquicio de que se va a salir de cualquier situación, o, incluso, para que se encuentre a una chica desaparecida y al responsable de lo que le haya podido ocurrir.
El sufrimiento se instala dentro de esa vidente que tiene una cualidad que los demás no pueden ver mucho más allá de ese supuesto don que posee que, para muchos, es un fraude. Ella sólo ve, no puede ofrecer soluciones. No es capaz de soportar que una mujer sea brutalmente maltratada por su marido. Se siente abrumadoramente impotente para ayudar a un hombre que ha perdido el equilibrio y sólo persigue los fantasmas que habitan en su interior. Y ella, a pesar de todo ello, sufre en silencio y sólo quiere ayudar. Por mucho que cobre en especies por esas consultas en las que echa las cartas y dice la palabra adecuada. Y sufre aún más porque está sola, porque no tiene a nadie a quien acudir, porque sólo quiere cuidar de sus tres hijos después de que su marido falleciera en un desgraciado accidente. Nadie la defiende, a pesar de que vayan a ella tratando de encontrar una salida que, en muchas ocasiones, no existe. Y el crimen, de alguna manera, se esconde tras la puerta más próxima.
Sam Raimi dirigió esta película con guión de Billy Bob Thornton y con una Cate Blanchett que, con su rostro, traspasa la agonía de una mujer que ve lo que nadie quiere ver. A su lado, un espléndido reparto de secundarios que incluye a Keanu Reeves, Greg Kinnear, Hillary Swank, Katie Holmes y J.K. Simmons. Y, de alguna manera, parece que esas visiones de una mujer que nunca pidió poseer el don de la premonición, se desarrollan en un entorno de lánguido padecer, con árboles que parecen cerrar el paso del pensamiento, pantanos que esconden secretos y futuros, incomprensiones que rozan la acusación y el señalamiento. Más que nada porque nadie es lo que parece y todo el mundo tiene algo que ocultar y eso hace que el miedo se instale en todos aquellos que son vistos por unos ojos que atraviesan la realidad y se sitúan en un lugar reservado a la clandestinidad.