viernes, 26 de diciembre de 2014

EL HOBBIT: LA BATALLA DE LOS CINCO EJÉRCITOS (2014), de Peter Jackson

Con este artículo quiero desearos a todos un feliz año nuevo. Que la aventura continúe con la certeza de que, al final, encontraremos el triunfo sin olvidar que la mirada serena y el pulso firme son las principales armas de la libertad. Gracias por seguir viniendo y prestarme vuestros ojos durante un par de minutos cada día. Ésa es mi verdadera aventura.

La mirada cambia cuando el oro es el móvil. El heroísmo deja paso a la cobardía, la amistad se vuelve amargo resentimiento, la nada comienza a abrirse paso con tanta fuerza que acaba devorando el furor de una codicia que parece convertirse en una moneda lanzada al aire. No valen ya los antiguos motivos, solo el presente tiene valor y, en realidad, está a precio muy rebajado. Porque ya no se combate cuando se debería luchar con rabia, porque ya la fortuna termina por ahogar cualquier otra intención. Todo ideal noble es susceptible de corrupción y quizá quien menos es capaz de batirse es el más cualificado para ver la verdad con todas sus consecuencias.

El fuego lo destruye todo salvo la solidaridad. El oportunista resulta aplastado con furia. Los elementos se confabulan para que sea inevitable el enfrentamiento. Solo un enemigo común puede unir a los que han nacido para ser aliados y basta el intento de sumergir la tierra en un baño de sangre para que vuelvan a resurgir las verdaderas naturalezas de las distintas razas que tienen la misma carne, la misma inquietud de paz, el mismo afán porque la justicia no sea la última palabra de unos pocos iluminados, sino el auténtico cimiento de una paz que huye cuando el miedo enseña sus dientes.
Más allá de eso, hay que reconocer que el espectáculo bélico está servido con sus abundantes toques de fantasía desbordada. Y, sin embargo, entre tanta lucha falseada por pantallas azules pixeladas hay una cierta sensación de que se está contando muy poco, que el argumento se sostiene con unos alfileres estancados en la espectacularidad y que todo es lo mismo pero un poco más pobre en la parte más ardua. Contar una historia no es fácil y, a menudo, se olvida narrar lo importante para centrarse en el fuego de artificio, en el estremecedor ruido de las espadas afiladas, en la multiplicación del personal para dar la impresión de que todo es grande y único. Y el cansancio aparece porque solo hay duelos en una leyenda que se ha estirado demasiado.
Incluso hay secuencias de la película en la que se puede apreciar el truco. Transparencias no del todo completadas, que se disfrazan con la confianza de que el espectador está a favor de una saga adictiva que solo apela a la ansiedad de un poco más con un poco menos. Hay hazañas demasiado increíbles, demasiado dimensionadas, también hay detalles interesantes e historias ligeramente descolgadas. Lo cierto es que el tesoro se encuentra, se restituye el orden efímero, se encuentra un paréntesis en el caos que se precipita sobre pueblos que quieren tener el derecho de existir, de tener algo por lo que morir, de conservar un orgullo que es inversamente proporcional al tamaño del corazón. Y los héroes se despiden, se cierra el círculo a conveniencia y los enanos que avanzan con la verdad y el equilibrio son los que realmente merecen una paz que siempre se ve turbada por el oportunista de turno. Es el sino de los que pierden sus nombres en una historia tan legendaria que va perdiendo el sentido. El director Peter Jackson ha sido la flecha que derribaba dragones y también la falacia que cansó nuestras visiones. El resto es solo el brillo fingido de un veneno llamado codicia.


viernes, 19 de diciembre de 2014

LA JUNGLA DE CRISTAL (1988), de John McTiernan

Con este artículo, vamos a poner en suspenso el blog durante unos días. Es Navidad y todos estamos mirando más los escaparates que una pantalla de cine. En cualquier caso no estará del todo cerrado. Los estrenos se publicarán puntualmente el viernes 26 de diciembre y el viernes 2 de enero para ya coger el ritmo habitual el 7 de enero. Por lo demás, feliz Navidad a todos. Es maravilloso sentir que, de vez en cuando, hay gente capaz de jugarse el pellejo por ti. Y todos los que visitáis este blog lo hacéis. Gracias a todos. Ése es mi verdadero regalo.

Es Navidad y el día cae de calor en Los Ángeles. Es así de sencillo. Como un policía de Nueva York dejándose caer por allí para ver si arregla de una vez sus problemas familiares. No confió en su mujer, en sus posibilidades y la separación fue inevitable. Ella allí, donde el sol y las palmeras forman un cuadro imposible. Él aquí, donde el invierno es un delincuente más al que hay que perseguir con el vaho en la boca y las suelas desgastadas.
Por alguna razón desconocida, siempre se ha creído que los lugares soleados son inmunes a las fuerzas malvadas que corrompen y destruyen todo cuanto tocan. Sí, algunos delincuentes, palizas, robos…eso pasa en todas partes. Pero los terroristas no pueden llegar al paraíso. Eso todo el mundo lo sabe. Pero ocurre. Más que nada porque los terroristas son unos rateros a lo grande, quieren llevarse lo grande, quieren matar al grande y quieren comérselo grande. Es hora de ensuciarse la camiseta, John. Y vas a tener que reptar por los suelos embarrados de moqueta, entre las lianas de las irritantes patas de las sillas de oficina, agazapado en las sombras de una noche que parece que nunca quiere acabar. Y tu mujer está ahí, en medio de la selva, sabiendo que estás haciendo de las tuyas porque, sencillamente, este puñado de terroristas que no se lo piensan dos veces antes de apretar el gatillo, han tenido la mala suerte de encontrarse contigo en un edificio que hubiera sido una balsa de aceite si no llegas a ir a ver a tu mujer por Navidad.
Navidad, Navidad, dulce Navidad…Papá Noel riéndose en una camiseta porque ahora tiene una ametralladora, regocijándose porque consigue un poquito de explosivo plástico en una bolsa colgando de un cuello roto, saltando de júbilo porque la policía viene a estropearlo todo. Sí, porque no quieren hacer caso de las pistas que el bendito barbudo les va soltando por el walkie-talkie. La sangre llega a los pies, es cierto. Pero ¿qué es eso cuando se está delante de un héroe?

La jungla de cristal fue una maravillosa película de acción que aupó a Bruce Willis al Olimpo de los héroes bajo una diestra dirección de John McTiernan. Más tarde se han hecho múltiples secuelas que llegan hasta el día de hoy, a pesar de que el protagonista ha envejecido veintiséis años y ya no es ningún jovencito y de que todas y cada una de las películas posteriores han ido degenerando hasta hacer casi irreconocible la intención inicial. Y es que colocar a un héroe tan cínico en medio de una situación crítica no era fácil si no se quería resultar ridículo. John McClane fue ese héroe que necesitaron los ochenta para revitalizar a una juventud que se había perdido dulcemente en el látigo de otros y no tenía ningún agarradero contemporáneo. Por eso nos gusta tanto, porque nos dio unas dosis de rebeldía, de inconformismo, de diversión y de entretenimiento como pocas veces se había visto en una película de evidente vocación comercial. Y lo hacía cercano, imposible y, al mismo tiempo, real. El resto, ya se sabe, es solo la historia de un tipo que cabrea a unos terroristas de una forma tal que tuvimos todos la certeza de que hasta los tipos fríos cometen errores al tener a un mosquito rondando los oídos. Y eso merece que uno se arrastre junto a John McClane por esos suelos encerados, esos cristales interminables, esas luces blancas que presagiaban el sueño de grandeza de un capitalismo que solo fue valiente durante cinco segundos.

jueves, 18 de diciembre de 2014

ST. VINCENT (2014), de Theodore Melfi

Hay momentos en la vida en los que uno puede estar cansado de dar y de no recibir. Quizá no sea culpa de nadie, quizá solo sea un maldito giro de la propia vida que se empeña en castigar a alguien que ha sido generoso, que ha cuidado de los que le rodean, que ha significado algo cristalino en la existencia de otros. Y en determinado punto ya todo da igual, solo un par de referencias para no perder por completo la razón y al diablo con el resto. Con el carácter, con la tranquilidad, con el nerviosismo, con las buenas maneras, con la moralidad y con el fondo de un vaso de whisky barato para que la salud pegue el aviso definitivo. La vida, señores, no devuelve nada.

¿O sí? Puede que en algún momento de la más pura desidia haya alguna luz que tenga algo de significado. Una última buena obra, una última pequeña ilusión. Eso sí, sin renunciar demasiado a la vida disipada y terriblemente incómoda que se lleva. Las deudas acucian, algunas incluso peligrosas. No hay dinero para tanto gasto porque quien más quieres ya no recuerda quién eres. El pasado es una incógnita y el futuro es una pesadilla. Ya basta. Las razones, tal vez, haya que encontrarlas en el fondo de los ojos de un niño, lleno de ingenuidades e inocencias, repleto de timideces, asaltado de temores. Y a lo mejor, solo a lo mejor, es posible enseñarle un par de cosas antes de que la vida se empeñe no solo en no devolver nada sino en quitarlo todo.
Y por el camino…también aprender un par de cosas. Por ejemplo que nunca se debe despreciar una amistad, que también hay personas que lo están pasando peor, que un gato siempre será un gato y que no hay nada mejor que echarse en una tumbona en el erial que se posee como jardín y cantar desafinadamente una canción que sonaba hace cuarenta años. La vecina gorda, la prostituta de corazón, el compañero del niño que esconde un tremendo complejo de inferioridad…la vejez es pura basura pero, a veces, otorga una mirada superior. Y todo ello sin renunciar pero sin ser. Es la maldición de los que han cumplido más años de los que pueden contar.
Bill Murray resulta maravilloso en el papel de un hombre que ya está de vuelta de todo pero que tiene que recibir un último homenaje de la vida cicatera. Sus contestaciones son majaderías de anciano, sus manías son callejones donde esconder toda la inmensa frustración que arrastra, sus miradas son poéticas y arrolladoras, sus motivos son misterios resueltos y aún así siguen siendo misterios. La película es él, domina todos los registros, se acomoda a todas las circunstancias y lo mejor de todo es que resulta creíble en todas sus reacciones. Alrededor de su interpretación se mueven cómodamente Naomi Watts y Melissa McCarthy y la dirección de Theodore Melfi resulta sobria, ligera, adecuada, dando a todo el conjunto una risa sincera, que se adentra tímidamente por el drama pero que no deja de ser el reflejo de una vida alejada de la existencia porque la confianza hace tiempo que se fue en busca de una satisfacción que murió enterrada en algún lugar de la lógica. 


martes, 16 de diciembre de 2014

TESTIGO SILENCIOSO (1978), de Daryl Duke

Todo el mundo sabe que Papá Noel no puede ser un ladrón pero, esta vez, en un banco de un centro comercial, parece ser que, necesitado de fondos, atraca a un banco. Ni siquiera el bueno de San Nicolás es perfecto y el atraco tiene su aquél. Sí, porque comete un error de bulto y es vigilar el movimiento de la sucursal durante algunos días antes de perpetrar el asalto. Eso no tendría mucha importancia en circunstancias normales. Al fin y al cabo, Papá Noel es un anciano con barba, vestido de rojo, con una risa bonachona y siempre rodeado de niños. Es uno de tantos. Sin embargo, hay un tipo muy listo que comienza a darse cuenta de esas rondas de vigilancia, un cajero de banco cansado de ser ninguneado por todos y harto de una vida rutinaria que decide tomar parte en el asunto. ¿Quién es más listo? ¿Papá Noel o el gris oficinista? Eso lo tendrá que juzgar la policía…si se entera de quién es realmente el que se lleva el dinero.
Ah, pero Papá Noel tiene una enorme virtud. Es ubicuo. En Navidades te lo puedes encontrar en cualquier parte repartiendo caramelos, paseando por la calle o simplemente viendo la televisión. Y se da cuenta de que, después de un atraco que ha tenido un éxito más bien mediocre, siempre hay alguien que le debe dinero. Así que se dedica a buscar a los que pueden pagarle. Él no corre peligro. El único testigo del crimen no puede hablar porque tiene, a buen seguro, poderosas razones para no hacerlo y, sin embargo, es el que más sabe. Así que hay que coger a Rudolph y al resto de ciervos e ir a buscarle y, si por el camino, dejamos un par de muertos…pues qué se le va a hacer. Hay niños que merecen carbón y adultos que más vale que se conviertan en fiambre.

Estupenda película, llena de suspense, en un juego ingenioso de gato y ratón que delatan a Elliott Gould y Christopher Plummer como contrincantes de cuidado, Daryl Duke dirigió esta película con un guión de  Curtis Hanson, sabiendo hacia dónde quería ir y cómo sorprender al público. Todo funciona dentro de la trama. La tensión, la frescura, la idea. Los personajes no son lo que parecen y nada es lo que quiere ser. Tal vez porque hay muy pocas oportunidades para dar un golpe que merezca la pena, que te haga pasar por inocente y, al mismo tiempo, te proporcione un futuro lleno de seguridad. Siempre que se sepan sortear los obstáculos impuestos por la crueldad, por la irritante policía y por todos aquellos que una y otra vez se obstinan en etiquetar a las personas por lo que hacen y no por lo que valen. El silencio es el botín y la demostración de inteligencia se deja para quien tenga imaginación. Basta con darse cuenta de que hay un testigo que, realmente, no dice nada aunque parezca todo lo contrario. Y lo único que hay que hacer es tener cuidado, mucho cuidado, de que no te corten el cuello con un cristal. Hay muertes que se quedan grabadas. Como la cantidad de un botín que no cuadra demasiado con la realidad. Como el deseo de salir de una mediocridad que permanece hasta que llega el momento oportuno de asesinar esa horrible sensación.

UN REFLEJO DE MIEDO (1972), de William A. Fraker

Si tenéis ganas de saber todo lo que nos batimos para hablar sobre "Los siete samurais" en "La gran evasión", podéis hacerlo aquí. Todo un pueblo se levantó en armas.

 No es fácil intentar rehacer una vida después de demasiados traumas. Una niña que nace, un amor que es imposible, una madre que lo acapara todo…Son elementos que se tornan gigantes cuando solo quieres llevar una existencia normal, en algún sitio bonito de la costa canadiense, intentando creer que es posible mirar hacia delante y que el odio no es algo que deba concentrarse en el género humano. El mundo está lleno de peligros y, con toda seguridad, a todos los padres nos gustaría resguardar a nuestros hijos de cualquier turbación de la vida, de cualquier desviación del camino…sin darnos cuenta de que nosotros mismos somos la razón de una nada que se abre como un enorme abismo oscuro. Ante eso, solo queda la evasión, la huida hacia otro lugar, aunque solo sea mentalmente. Así se da salida a todo lo que queda reprimido, escondido, prohibido. El mundo es un lugar lleno de peligros pero hay que enfrentarse a ellos, si no es imposible asumir las responsabilidades y, aún peor, aceptarse tal y como se nos ha creado.
Las olas no dejan de llamar a la puerta con novedades que alteran una calma que parece ideal. No es necesaria la escuela porque lo que se aprende allí, se puede aprender entre los muros elegantes y algo vetustos de una casa que parece hablar. Todo, menos las habilidades sociales, la capacidad de relacionarse con los demás de una forma normal, natural, sin apariencias, sin secretos rondando a la lengua que pugna por soltarse y contar, por una vez, la verdad. Los fantasmas acechan y el desdoblamiento de personalidad, por una vez, no ocurre solo en la mente. La luz se difumina en los rincones más polvorientos de la locura. El regreso es solo un inconveniente que hay que resolver. La libertad es pánico. Hay que quitar de en medio los obstáculos que impiden que el cariño vuelva a fluir con naturalidad. Las voces no callan. La crueldad aparece.

Fábula de terror psicológico, que hurga con paciencia en las heridas que se levantan cuando nos empeñamos en construir la vida de los demás a base de deseos no realizados, Robert Shaw, profundo y perplejo, se adentra en la selva de una casa en la orilla del mar para recuperar el tiempo perdido junto a su hija para encontrarse, como es habitual, con la frialdad y el rechazo de una esposa de la que no se ha divorciado a pesar de llevar muchos años separados y la conspiración continua de una suegra que ha decidido reducir el mundo al olor a madera vieja, al crujido continuo de unas escaleras quejosas, a la cerradura echada hacia un mundo que no le interesa y del que no ha recibido más que decepción. Más allá de eso, Sondra Locke es la víctima inocente, con la que no se ha dejado de jugar y que hace de la locura su rutina. Una repetición constante que deja fuera a todo elemento extraño que solo quiere hacerle daño para que se enfrente a una realidad terrible y acongojante, austera y falsa, terrible en su verdad y escalofriante en su mentira. Una película desconocida, de ritmo muy lento y reacciones humanas que se arrojan desde lo alto de un acantilado de fondo de espuma y viento.

viernes, 12 de diciembre de 2014

VIGILANCIA EN EL RHIN (1943), de Herman Shumlin

Siempre es triste una huida. Más que nada porque es imposible no pensar en lo que se deja atrás. El idealismo juvenil que hizo que se dejara hasta la profesión tan duramente estudiada ha dado paso a una vejez que es el definitivo signo del declive del pensamiento. Aquellos jóvenes que iban con pancartas, que luchaban por un país mejor, se han convertido en seres grises, muy heridos, demasiado torturados porque han puesto siempre los ideales morales por encima de los intereses personales. El fascismo se instala en Europa y ya no hay sitio para las voces disonantes si no es en la clandestinidad. Tal vez sea el momento de pensar en la familia, de buscarles un sitio seguro y cómodo donde pasar unos cuantos años tranquilos, alejados de todo aunque siempre con un ojo encima de los titulares de prensa que vienen de una guerra que va a ser mucho más larga de lo que todos vaticinan. Unos pocos en Alemania presagiaron lo que iba a venir con Hitler. Se sacrificó la libertad para vencer a la carencia vital y eso es muy peligroso. Tanto que los hombres que aún mantienen la mente libre ya no tienen sitio en ningún lugar de un continente en proceso de derrumbe.
La resistencia debe tener un asidero firme e inquebrantable. Esa es la importancia de saber elegir a una buena mujer que es la mejor madre y que es capaz de entender la misión terrible de su marido. En sus lágrimas hay más amor que en miles de besos y juntos son capaces de convencer a todo el mundo de la justicia que falta en Alemania, del horror que se está viviendo y de la importancia que tienen los hombres pequeños. Y esa es la condena. Tomar el mando cuando la nave marcha a la deriva y organizar un asalto para rescatar a quien verdaderamente importa. La despedida es triste pero, sin duda, las manos también estarán más libres para luchar y, tal vez, morir.
Incluso en los países que más presumen de libertad se hallan los traidores que solo quieren ascender pisoteando a los de abajo. El dinero y el lujo son vicios nada fáciles de curar y la delación de alguien de renombre se paga muy bien en un país que cuenta sus victorias por traiciones. Malditos americanos. Dando lecciones de democracia creen colocarse un peldaño por encima de la moral de los europeos y solo son unos frívolos aburguesados. Sin embargo, todo hombre, por muy débil que sea, tiene en alguno de sus rincones un lugar reservado para su idea de justicia y ahí es donde el ser humano es capaz de sorprender y de jugar para ganar. La apuesta está muy alta pero el momento es ahora. Mañana…bueno, tal vez sea solo el día de una fiesta de cumpleaños cualquiera con juegos y música. La verdad y el idealismo (que no la ideología) tiene que estar por encima del hombre que solo vive por el dinero. Las ambiciones están escondidas en las trincheras porque una ambición aún mayor es capaz de tapar todo lo demás. Y solo los hombres pequeños, cansados, experimentados pero rotos son capaces de hacer frente a los asesinos de la libertad.

Paul Lukas, extraordinario en su papel de defensor de los más elementales derechos, domina está película basada en un éxito teatral de Lillian Hellman y adaptado al cine por Dashiell Hammett. Tres razones de mucho peso para no perderse toda una lección de moral y de deber. 

jueves, 11 de diciembre de 2014

MAGIA A LA LUZ DE LA LUNA (2014), de Woody Allen

Que Dios no exista no quiere decir, ni mucho menos, que no existan los milagros. Y el mayor de todos ellos es el amor. Lo tenemos delante todos los días, sabemos que está ahí pero nos negamos a reconocer que es el hecho más irracional de todos los que podemos realizar. No obedece a razón alguna, es caprichoso, es arrogante, se va con quiere y vuelve cuando le da la gana…Parece que Dios se olvidó de decirnos que hay algo en lo que creer y no es precisamente en Él.

Y es que la magia es ilusión y el resto es farsa. La magia, dentro del engaño que comporta, tiene algo de realidad mientras que la probabilidad de comunicarse con los muertos no es más que una entelequia absurda que sirve para dar esperanza. O también para que haya un cierto deseo de que todo ello fuese verdadero. Pero, sin duda, no sirve para hacer que la vida tenga otro sentido. No es real lo que se cree, no es real lo que se dice, lo único que es real es lo que se siente.
El entorno invita a pasear y a dejar salir emociones porque la belleza es preciosa y efímera, ambos adjetivos sinónimos de la vida. Quizá ser tan escéptico, tan racional no es más que un obstáculo para que el resto te considere un estúpido engreído de dimensiones desconocidas. Por todas las candilejas, ni siquiera sabes declararte, estúpido. Las mujeres desean sentirse protegidas, seguras de que han elegido bien, cómodas mientras dejan sus sentimientos pasearse al cálido sol del Mediterráneo aunque eso sea más improbable aún. Lo que impresiona aún más es que sea posible. Como la pretendida comunicación con el más allá. Como esa sonrisa que te niegas a ver en el fondo de tu corazón. Como la sabia conversación de una tía que, diciendo cosas negativas y absolutamente lógicas, te sobrecogen el alma y te permiten hacer caer todos los velos de protección que has erigido a tu alrededor…como si fueras un truco barato de un teatro de variedades chino.
No cabe duda de que esta película no es la mejor de Woody Allen, pero tampoco es la peor. En esta ocasión, ha recogido algo por el camino para demostrar que también sabe contar una historia romántica, de sonrisa leve, de lógica aplastante y de hermosa imagen. Por allí, por detrás de los setos verdes y acrisolados están Ernst Lubitsch y Preston Sturges, con su sonrisa de pillos, compartiendo broma con el mismo Allen. Una vieja dama también se acerca por detrás y parece que se llama Agatha Christie. Todo se deja ver, te entretiene, te mantiene y te sostiene. No es fácil hacer algo tan intrascendente y, a la vez, con algo de magia en cada una de sus escenas. Y Allen es perro viejo de salón de té y citas misteriosas.
Para ello cuenta sobre todo con un actor sobrio, contenido, brillante y elegante como Colin Firth, que eclipsa a todo el resto del reparto con su sola presencia y hace que lo difícil parezca muy fácil. Como un amor que resulta imposible porque está basado en lo que se desea creer, en la razón y no en el corazón. En la insoportable verdad que supone intuir que Dios no existe salvo en los ojos y en los labios de aquella persona que te secuestra el sentimiento y lo utiliza para una sesión de espiritismo a base de golpes de sí o de no. Es precioso y efímero, como la vida…incluso como la muerte.

martes, 9 de diciembre de 2014

LA PÍCARA PURITANA (1937), de Leo McCarey

Ni contigo ni sin ti pero siempre los dos. Es lo que tienen estas parejas modernas. A base de tanta libertad al final se cogen el brazo y lo que viene después. Él dice que se va a Florida y se queda en su club pegándose la gran vida y dándose baños de lámpara de infrarrojos. Ella va a una fiesta y pasa la noche con un tipo tan almibarado que viene chorreando azúcar. Y eso, además de ser una muestra de mal gusto, es una prueba irrefutable. Total, que cada uno por su lado.
Claro que está el problema de Mr. Smith. El matrimonio no ha tenido hijos pero ha tenido perro y eso son palabras mayores. Especialmente cuando ella ha conseguido un ligue más cortito que las mangas de un chaleco tártaro y él va a visitar al perro para jugar un rato con el perrito. Todo es un juego de picaresca que lleva al mismo sitio. Sí, porque todos los caminos, nos pongamos como nos pongamos, llevan al corazón. Algunos dan la vuelta más que otros pero qué se le va a hacer. Las mujeres no serían tan deliciosamente complicadas y los hombres no podrían tener un poco de cordura en sus vidas. Equilibrio y hecho. Fórmula compleja para quienes confunden la libertad con la real gana.
Cary, oh, Cary. Tan elegante, tan distinguido, tan conquistador y luego te pones a cuatro patas para jugar con un perrito. Todo para reírte de tu ex esposa. O, más bien, para que ella se dé cuenta de cuán ridículo es todo, incluso el noviete ese que le ha salido procedente de algún lugar de Oklahoma y que tiene menos clase que un triciclo de carreras. Eso sí, baila de maravilla, ¿verdad, Cary? Y tú te ríes como un gamberro porque ves que eso, a tu ex esposa, no le va nada. Pero nada nada nada…
Irene, oh, Irene. Tú en cambio, eres más bien estiradilla. Eres guapa pero tienes un punto cursi que no puedo con él. Incluso cuando te pones a hacer la gamberra en una fiesta de alto copete parece que eres tan fina como una hoja de papel puesta sobre el fregadero. Y confiésalo, lo del paleto de Oklahoma es para darle en las narices a tu señor ex marido que también se las trae. Lo malo es que estás a punto de meter la pata hasta las enaguas ¿verdad, Irene? Querida, eso pasa hasta en las mejores familias.
Ralph, oh, Ralph. Ni clase, ni elegancia, ni distinción, ni nada que se le parezca. Dinero, eso sí. A espuertas. Pero siento comunicarte que el estilo no se compra con dinero. Es una de esas pocas cosas de este mundo que no dependen de tu madre, ni del concurso de baile de Oklahoma City, ni de los pozos de petróleo que encontraste por casualidad y que te convirtieron en el nuevo rico más impresentable de la historia financiera. Tú quieres a Irene porque tiene lo que tú no tienes y es posible que, estando a su lado, se te pegue un poco. Pero ni por esas. Vuelve con tus botas y tus vaqueros a la taza de polvo de tu tierra y bebe un buen whisky para olvidar.

Leo, oh, Leo. ¡Qué divertida película dirigiste! ¡Qué fantástica guerra de sexos con la libertad como fondo! Y todo para decirnos que la libertad, la verdadera libertad, es el amor con la mujer de tu vida. Risas en cóctel y delicadeza en botellas bien etiquetadas de champagne. ¿Me das un poco?

LOS SIETE SAMURAIS (1954), de Akira Kurosawa

Si tenéis ganas de sumergiros en el turbio universo de Roman Polanski, aquí está el enlace del último debate de "La gran evasión". Sexo, mentiras o verdades y la tentación a la vuelta de la cubierta.

 El barro y la lluvia se pegan en los ojos mientras la sangre sale a borbotones de ese maldito ladrón al que han degollado. Todo se hace más difícil y las piernas arden entre tanta carrera y tanta furia. Los campesinos merecen la defensa y los samuráis, la muerte. Tal vez porque ellos tienen un trozo de tierra al que agarrarse y los mercenarios de la espada son espíritus errantes que pueden estar vagando por las montañas o por las nubes. Morir es fácil. Lo difícil es sobrevivir entre la pobreza.
La sangre de las espadas se lava con la fuerza de la lluvia y el sueño parece diluirse entre tantas gotas mientras se permanece alerta. Los ladrones quieren víveres para el invierno y los campesinos los quieren para comer. No es lo mismo, aunque lo parezca. Las habilidades para matar son muy pequeñas, apenas nada, al lado del trabajo duro que saca lo imposible de la tierra ingrata. Hoy diluvia, mañana hace un sol de justicia y la comida vuela como un pájaro que no se posa en rama. Si hay que morir, más vale hacerlo luchando por lo que más quieres, por lo que merece realmente la pena. Y si dejas un rastro de ira y de combate más allá de la extenuación, mucho mejor.
Obra maestra del cine de aventuras que te arrastra y te conmueve, que te coloca en medio de un duelo a cámara lenta para que el dolor sea más tangible, que te extrae el aire de los pulmones para que el espectador pueda notar que el cansancio es un enemigo al que hay que batir. Hay momentos en que el cine se eleva por encima de las almas y de los pensamientos y de todo lo bueno que hay en el hombre para demostrar que esa historia nos descubre mucho más de lo que nos enseña a primera vista. Tal vez porque todos hemos deseado coger alguna vez una espada de filo bien forjado y defender al más débil solo porque es lo más justo. Es así de sencillo.
Complicidad con unos actores que físicamente dieron más de lo que tenían, hacer de la Naturaleza un personaje más que todos debían vencer, luchas airadas de furia desbocada para demostrar el valor de la verdad que se defiende…Akira Kurosawa sabía que el cine era algo más que un simple arte de exposición y lo convertía en una sublimación de sentimientos agarrotados, crispados, explosivos y agresivos que desvelaban una verdad tan profunda como hiriente, tan maravillosa como afilada, tan miserable como épica. Y estamos ante la vida misma expresada con los ojos rasgados y el corazón goteante.

Después de todo, de tanta poesía y de tanta hazaña, tampoco quedará tanto. Quizá aquella sensación de desconfianza hacia unos tipos que han hecho de matar su profesión. O puede que unas orgullosas espadas en lo alto de una colina que recordarán que unos desconocidos vinieron a dar su vida sin más razones que probar un poco de honor. O, tal vez, incluso, habrá una mirada de desprecio hacia todos aquellos que hicieron correr la sangre en medio de las calles cuando podría haber otras soluciones más civilizadas…

viernes, 5 de diciembre de 2014

MORTADELO Y FILEMÓN CONTRA JIMMY "EL CACHONDO" (2014), de Javier Fesser

Esta vez sí. Esta vez Javier Fesser sí que ha encontrado el tono y el medio adecuados para dar carne a estos personajes tan difíciles como Mortadelo y Filemón y para recrear el universo de locura y mamporrazo de Francisco Ibáñez. Lo anterior había sido desafortunado, olvidable e, incluso, de baja calidad. Pero ahora, Fesser ha cogido el toro por los cuernos y ha conseguido que nos creamos las voces, lo que hablan, lo que dicen, lo que sueñan, lo que se mueven y lo que consiguen estos dos espías desastrados que hacen que la vida sea un poco mejor por las sonrisas que son capaces de levantar.

Y es que en ese mundo grotesco de Ibáñez no había cabida para el chiste escatológico, para la escapada soez, para la encarnación de unos personajes que eran pura goma y, ahora, nos vemos trasladados justo al meollo de sus virtudes. Así te crees que a Filemón le hagan un “aquello”, que Mortadelo se disfrace de perro, que el SuperIntendente Vicente tenga el humor de alguien que ve cómo un hipopótamo baila en su ombligo, que el Profesor Bacterio sea el perfecto antónimo de genio loco y que, por una vez, acierte y, por supuesto, que Ofelia sea la secretaria con las más vertiginosas curvas almohadilladas con neumáticos Michelin. No hay ese barroquismo visual tan cansino que se ponía al servicio de las intentonas de imagen real que, en dos ocasiones, Fesser había puesto en liza. El acabado visual es claro, reconocible. Los personajes son los mismos compañeros que están en tantas y tantas noches antes de apagar la luz de nuestros tiempos escolares. Los detalles en una esquina están presentes como mini-chistes brillantes que el gran dibujante español no se cansó de reflejar. La crítica actual también anda por ahí intentando cargarse a alguien a base de cachiporra. Incluso hay homenajes al mejor cine como ese, cargado de buen gusto, que Mortadelo sabe hacer a Stanley Kubrick y a su ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú.
Los bultos en el adoquinado irregular de los suelos de las calles parecen burbujas de ingenio y todos y cada uno de los tópicos de esta singular pareja de espías están dentro de la película. Las entradas secretas, las comunicaciones marca Matutano, el cameo del otro personaje preferido de Ibáñez como es Rompetechos; la chapuza inherente a la condición de español, el humor negro, la violencia como reflejo de una sociedad que hace mucho que ha dejado de funcionar, la socarronería propia de unos ciudadanos incapaces de ver la viga en el ojo propio, el chiste dejado y recogido con gracia. Las persecuciones imposibles, los sueños de grandeza, las ganas de que algo cuadre en un universo caótico y las dietas incobrables pululan en la pantalla cual gato harto de comer raspas de pescado. Y es que Ibáñez, y ahora Fesser, han sabido agrandar los defectos del españolito medio hasta hacerlos tan evidentes que solo pueden terminar en carcajada. En el fondo, todo es un espejo deformante, diabólicamente paródico, que nos muestra tal y como somos y además lo hace con furia y sonrisas al mismo tiempo. Nada fácil, jefe.

Así que es tiempo de coger el zapatófono y sintonizar los gruñidos del Súper. No hay que ceder a las pretensiones del loco científico que, como siempre, quiere probar sus inventos en las partes bajas de estos dos atolondrados elementos. Ofelia, usted siéntese porque va a ver cómo se van a dejar de mover esas mollas que tiene en las lorzas. Y todos unidos contra el cachondo de Jimmy y con la ayuda de ese maravilloso personaje que es el Tronchamulas. Es así de sencillo. Usted hace de Mortadelo. Yo hago de Filemón. O vice-versa. Qué más da. Todos somos vecinos de 13, rue del Percebe y no hay que dejar que lo absurdo sea el común denominador de todas nuestras locuras. Y que lo diga, jefe. Socorro. 

jueves, 4 de diciembre de 2014

TRASH (2014), de Stephen Daldry

Es muy fácil decir que la revolución empieza en un vertedero. Solo basta hacer que los pobres se decidan a luchar por unos derechos que les son arrebatados sistemáticamente todos los días. Es una vergüenza para cualquier país tener a niños recogiendo plásticos entre montañas de basura porque eso da una idea de lo que vale tener el poder. Brasil es el país con mayor desigualdad social del mundo y la corrupción es una compañera más de cualquiera que quiera arañar un cargo público. Es así de sencillo…sino ¿por qué nadie querría meterse en algo tan engorroso y falso como es la política? ¿Por el bien común? No nos riamos, por favor.

Y así quizás podamos darnos cuenta de que el cambio, el verdadero cambio, viene porque la mentalidad es otra, porque el dinero ya no es lo primero sino que la honestidad impera en todos los actos de nuestras vidas. Unos niños dan una lección porque hacen lo correcto a pesar de que no tienen ni para comer un buen trozo de pollo con arroz. Y es que siempre pasa lo mismo. Los más solidarios son los más pobres. Los que quieren mandar, lo quieren hacer porque el dinero llueve, porque ya no tendrán que preocuparse nunca más, porque si se conocen diez casos de corrupción es que hay otros noventa que no se descubren. Es así de sencillo. Y en esa impunidad es donde se mueve el ansia de poder. Como dice John Acton “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. Como dice la necesidad “la pobreza enseña, la pobreza absoluta enseña absolutamente”.
El director Stephen Daldry ha puesto en juego sus viejas armas para construir una historia que no pasa de ser una fábula entre chabolas, que, a pesar de su vocación realista, nunca se llega a creer del todo. Parece como si, en algún lugar del guión, se hubiesen perdido algunas explicaciones aunque Daldry intenta ponerle truco a todo acudiendo a los sentimientos. Escondido tras una trama que lleva al espectador en volandas hay demasiados giros poco creíbles, que no llegan a apasionar en ningún momento salvo en uno y es claramente insuficiente para que llegue a calar intensamente esa rabia que tanto puede entrar en el espectador al ver cómo la desgracia se ceba con la pobreza. Cuando no es el hambre, es la indiferencia; cuando no, la humillación y, por si fuera poco, la brutalidad policial al servicio del poderoso que, como una máquina que todo lo arrasa, extermina al mismo pueblo que le aupará al poder. De ese modo la ironía se completa en un círculo que solo se romperá cuando nuestro comportamiento deje de ser egoísta, deje de buscar el propio beneficio y deje de pasar de largo ante los problemas de los demás. Más que nada porque un día el problema será de todos.
El idealismo de la película se diluye en el cuento de hadas. Daldry no puede evitar la tentación de hacer que la infancia triunfe para que el espectador no se sienta estafado. Al fin y al cabo, los pobres son los que hacen a un país. Si ellos bailan, el país sigue el compás. Si ellos ríen, el país se alegra. Si ellos festejan, el país se cuelga guirnaldas al cuello y eso hay que conseguirlo entre todos. Entre ese cura que lucha hasta la extenuación porque haya algo de justicia social, entre esa cooperante que es capaz de aguantar sin pestañear una noche en una cárcel que es toda una ratonera, entre ese preso que está envilecido y que es capaz de hablar a un niño con una dureza que espanta, entre ese espectador que está a favor de la historia pero que no se acaba de tragar algunas cosas que ocurren en ella. Es fácil, solo hay que desterrar al corrupto. Ése que estafa cientos de millones. Ése que también traiciona por unos cuantos billetes que no van a ninguna parte. Porque no hay diferencia entre ellos. Son distintos peldaños de una misma escalera. Son los que verdaderamente tratan de disfrazar a la democracia de asesinato.

martes, 2 de diciembre de 2014

DUELO EN EL ATLÁNTICO (1957), de Dick Powell

Un inmenso tablero de ajedrez con el agua como tabla. Dos jugadores experimentados, muy curtidos en las batallas de la mente y del ataque. El ajedrez no se trata solo de intentar aplastar al rey sino de adivinar el siguiente movimiento del enemigo. El barco americano parte con una leve desventaja porque es visible. El submarino alemán desafía a la muerte haciendo una guerra moral que desconcierta al contrario. Héroes anónimos que tratan de hacer su trabajo de la mejor forma posible pero despreciando cualquier tipo de ideología que se halle instalada en sus respectivos países. Las ventajas se suceden, los accidentes ocurren, el agobio se aposenta tanto en las profundidades como en la superficie. No es una guerra en la que solo cuenten las cargas de profundidad y los torpedos. Es un conflicto de inteligencias.
Robert Mitchum encarna al Capitán Murrell, algo fatigado por el combate pero profesional de la navegación. Sabe que su labor es la de ser un perro de presa en el océano. No es fácil porque tiene que atacar y, al mismo tiempo, protegerse. Sus hombres son la prioridad pero también arrastra la certeza de que está ahí para acabar con el enemigo que se encuentra ahí abajo. No hay mucha más profundidad en su carácter salvo la de la experiencia de haber ganado y, también, de haber perdido. Al fin y al cabo, ese es el casco del que están hechos muchos navíos. Él empieza a pensar como lo haría un barco de guerra. Lo mueve en zig-zag, ofrece un flanco, es un lince en la previsión del siguiente movimiento. Y tiene un acierto incuestionable porque guarda un enorme respeto por el hombre al que se tiene que enfrentar. Esa es la noción básica de todo buen oficial. Y el Capitán Murrell lo es. El mar lo sabe muy bien.
Curd Jürgens es el Capitán Von Stolberg, cansado ya de tanta doctrina y de tantos sueños de grandeza que se le han vendido en forma de victorias que no existen. Sabe que su labor es la de huir y sorprender, hacer que el americano se desespere, que vea que las cargas de profundidad no son un problema, que siempre tiene una salida aún más brillante, aún más ofensiva que la simple resistencia. Sus hombres son la prioridad pero también arrastra la certeza de que está ahí para acabar con el enemigo que se encuentra ahí arriba. No hay mucha más profundidad en su carácter salvo la de la experiencia de haber perdido mucho más que haber ganado. Al fin y al cabo, ese es el caso del que están hechos muchos submarinos. En sus manos, el submarino se mueve, se revuelve, se camufla, se esconde, se prepara y dispara cuando tiene que hacerlo. Y tiene un acierto incuestionable porque guarda un enorme respeto por el hombre al que tiene que vencer. Aunque solo sea una vez más, aunque el sabor de la victoria sea tan fugaz que apenas dé tiempo a retenerlo en los labios. El Capitán Von Stolberg es un buen oficial. Las profundidades saben que lo es.

Dick Powell dirigió con acierto una película que se centra básicamente en el hecho bélico y en la capacidad profesional de unos hombres que estaban en una guerra encarnizada que les obligaba a sacar lo mejor de sí mismos aunque su labor fuera matar. El duelo en el Atlántico se produce porque es fascinante enfrentar dos inteligencias que pugnan por un atributo básico del ser humano como es la simple idea de la supervivencia. Hay ritmo en ese mar. Hay vigor en esas acciones. Hay sentido en sus tácticas. Y, también, una última esperanza en sus actitudes.

LUNAS DE HIEL (1992), de Roman Polanski

Si hay ganas de hacer un viaje a California desde la taza de polvo de Oklahoma, el debate que sostuvimos sobre "Las uvas de la ira" en "La gran evasión" lo podéis escuchar aquí. Para que siempre estemos allí...

 Quizá no haya nada más allá del deseo. El deseo absoluto, el deseo opresor. Por el camino se visitarán muchos grados de deseo. El deseo inocente, el deseo caníbal, el deseo imaginado, el deseo sugerido, el deseo humillado, el deseo degradado, el deseo acobardado, el deseo sometido…pero más allá del deseo solo existe la muerte. Demasiadas degeneraciones de un sentimiento que puede que, en algún momento, haya rozado el amor pero nunca vino para quedarse. Seres humanos que confunden el amor con el sexo y juegan alrededor de esa confusión hasta perder la razón marchan a la deriva en un barco que nunca llegará a su destino. Quizá la última lección del deseo sea el aprecio hacia lo que se tiene, porque se tiene gracias al deseo pero se pierde por culpa de la ambición sexual.
No hay nada como contar a un extraño las bajezas del espíritu de la pareja. Las humillaciones son tan enormes, tan innombrables que, dichas en voz alta, parecen descargarse un poco sobre los hombros del otro. Pero la humillación es un afrodisíaco para quienes no la padecen. Es el último peldaño del placer total. Una mujer, con una sola mirada, es capaz de atraer todo lo que un hombre puede soñar. Dentro de ella, lleva la lujuria, el olvido, la soberbia, la ira, el desprecio…sobre todo, el desprecio. Y eso es lo que hace que sea un animal peligroso, uno de esos que pone la trampa para que el cazador se entretenga cuando su objetivo, en realidad, es otro. El juego de la seducción nunca debería de acabar. Solo la mirada hacia dentro del mayor perdedor es capaz de poner fin al juego. Basta con apretar el gatillo y hacer que todo acabe. Igual que todo empezó. Con un relámpago.
Y es que, en ocasiones y sin saber muy bien por qué, una mujer, sin ni siquiera dirigirte la mirada, levanta en ti pasiones que creías escondidas o muertas y sueñas con el roce permanente de su piel, con el ambiente hechicero de su perfume, con el olor a sexo húmedo en algún lugar de su aire. Y eso no se puede dejar escapar. Hay que buscarlo con ahínco porque, si no lo haces, otro se te adelantará y podrá comprobar que lo que te has perdido es mucho mayor que lo que te has jugado. En cualquier caso, es una derrota. Inexplicable y definitiva. Total. Como el deseo que sentiste.

Roman Polanski vuelve a sus obsesiones agobiantes a pesar de ser una historia con algunos espacios abiertos y lo hace con una mirada de voyeur hacia las interioridades de una pareja que, a través del sexo, juega a destruirse a cada momento. Sobre todos los intérpretes, destaca Peter Coyote, como ese escritor frustrado, engullido por la mediocridad y que cree haber encontrado platino puro en su devenir vital cuando experimenta hasta dónde puede llegar en la obsesión en el sexo y en el sexo como obsesión. Al fin y al cabo, es muy duro tener que convivir todos los días con alguien que baila con tanta fiereza que la mente, cada vez que mira tal demostración, no hace más que masturbarse al son del tintineo de los hielos de un vaso de whisky y bajo el ambiente de un cigarrillo que nunca se apaga.