jueves, 31 de mayo de 2018

HAN SOLO (2018), de Ron Howard

A veces, es necesario explicar cuál es la auténtica naturaleza del héroe. Y quizá ese héroe no lo fue siempre. Esa media sonrisa la heredó de algún contrabando olvidable. Su compañero de fatigas, como no podía ser menos, surgió de una pelea que acabó siendo un combate de conveniencia. Su nave mítica fue producto de una timba de cartas. Su rostro ya no es el mismo. Ni siquiera sus expresiones se le parecen, pero eso…¿qué más da? Hay que reinventarlo todo para que las nuevas generaciones se enganchen al espacio exterior y así todo pasa por una historia que suena bastante a conocida.
Así que, mientras acompañamos al héroe con hechuras de granuja y que, tal vez, es el personaje de la saga de Star Wars del que menos se ha sabido nunca, nos enfrentaremos a secuencias de acción rodadas discutiblemente, a una fotografía oscura que parece querer acentuar la tragedia interior de un personaje que nunca padeció de amargura, al atractivo de su inteligencia y a la desilusión evidente que asola el ánimo de todos aquellos a los que nos conquistó Harrison Ford y ahora aparece bajo el rostro de un tipo que ni siquiera se le parece como es Alden Ehrenreich.
Por lo demás, la historia es entretenida, con nítidas referencias a Grupo salvaje, de Sam Peckinpah, con ocasionales visitas a la propia saga y al feminismo a ultranza, con un estupendo tema principal de John Williams compuesto para la ocasión y dos o tres guiños que harán las delicias de los seguidores. En pocas palabras, Han Solo da exactamente lo que se espera de ella, pero ni un ápice de más. Una película tan prescindible como divertida, tan fallida como certera, tan fácil como desvaída. Contiene algunos giros interesantes y también algunos que son tan esperables que cae en su propia trampa. En el fondo, no hacía falta que nadie nos descubriera cuál era la auténtica naturaleza de Han Solo. Ya lo habíamos adivinado por nuestra cuenta.

Así que súbanse a la nave mítica, no olviden traer sus armas bien recargadas y el cinismo a punto. Hay que reírse con las salidas de Han cuando no tenía la seguridad ni el peso que le dieron las guerras contra el imperio. Por supuesto, sabía lo que era romperse el corazón antes de conocer a Leia y probó el sabor de la auténtica amistad de un wookie que no se andaba con tonterías. Vagó por el espacio estelar, tratando de hacer algo de dinero para comprarse una nave y ser el más rápido de las estrellas. Fue un tipo observador y audaz al límite. Se batió por amor y perdió. Trató de mantener intacta una porción de dignidad a pesar de situarse al otro lado de la ley y trabajar para los peores ladrones y asesinos de la galaxia. Ahí está Paul Bettany para corroborar el auténtico atractivo del villano. Por lo demás, la fuerza no les va a acompañar porque, en esta ocasión, hay pocos Jedis, una tendencia a acabar cuesta abajo y dos o tres disparos con los deflectores bajados. Es lo que tiene cuando vas a ver una película que intenta continuar con las sensaciones de una época feliz. Siempre estarás a favor de ella aunque no tenga mucho que destacar. Sigamos soñando con las estrellas, con las galaxias y con retornos, contraataques y esperanzas. Es un tesoro que no deberíamos dejar escapar, como si fuéramos contrabandistas a bordo de la nave más rápida del universo.

miércoles, 30 de mayo de 2018

LA SOGA (1948), de Alfred Hitchcock

El crimen perfecto para demostrar las mentes perfectamente superiores. Propio de cerebros enfermos que se recrean en su propia deformidad, de estúpidos pretenciosos que creen que la decisión sobre la vida y la muerte les pertenece por derecho y de sociópatas delirantes que tergiversan todo lo aprendido para crear la élite del pensamiento y de la actitud. Y parece normal porque no hacen más que exhibirse con su machacona e impensable melodía al piano, sus conversaciones de intelectualidad pedante, su permanente juego de humillación a cada paso. La soga se va apretando y no es precisamente alrededor del cuello de la víctima.
Su narcicismo intelectual llega hasta tal punto que, de alguna manera, pretenden mostrar su obra magna a alguien que ellos creen que está a su mismo nivel. El agobio se hace patente cuando uno de los invitados se retrasa. Lo que menos importa es el frugal ágape que no es más que la excusa para cenar con un muerto presente. Malditos arrogantes. Creen que todo el mundo es despreciable, entre otras cosas, porque sienten dolor, sienten preocupación e, incluso en algunos casos, hasta sienten amor. No como ellos que basan su relación en la inteligencia superior y en otros estadios de la relación íntima. El tiempo pasa y pretenden restregar con una insolencia inusitada su propio crimen en la cara de los que más sufren por la ausencia de la víctima. Refinados en su tortura moral, tratan de demostrar la superioridad que les caracteriza siendo, de alguna forma, brillantes en sus pistas. Luego, al fin y al cabo, nadie podrá decir que no lo pusieron fácil. El asesinato no tiene ningún sentido si nadie se entera de que se ha cometido. ¿Quiere un trozo de tarta?

Al otro lado de la astucia, un maduro profesor de ideas algo excéntricas se erige como un rival de cuidado. Su capacidad de observación le coloca en la atalaya del crimen y puede vigilar todos los movimientos de los invitados. Quizá es una lucha contra sí mismo porque sabe que tiene parte de responsabilidad en la atroz muerte de un ser inocente. La soga está en su mano, desatada, desvaída y, sin embargo, acusa en sus extremos a los asesinos. La mejor presión es aquella que se ejerce sin llegar a decir nada en absoluto. Así, de alguna manera, los asesinos se delatarán por sí mismos. Un solo plano secuencia basta para narrar toda la historia. Como una obra de teatro con un final infeliz porque los protagonistas acaban por ser presas cazadas en su propia maraña mental. La soga se aprieta definitivamente y no les deja respirar. Es la hora de desenmascarar la crueldad disfrazada de la falaz superioridad moral. Cuidado con eso. Sólo fabrica a criminales sin ningún aprecio por la vida humana.

martes, 29 de mayo de 2018

1997: RESCATE EN NUEVA YORK (1981), de John Carpenter

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El puente", de Bernhard Wicki, podéis hacerlo aquí.

La noche se cierne sobre la isla de Manhattan, la mayor cárcel del mundo. Los presos se hacinan y tratan de buscar comida mientras la ciudad es un hervidero de hogueras y  maldades. Entre ellos, camina una sombra. Un hombre que decidió revelarse y que, ahora, tiene que prestar un servicio a su país. El Presidente está entre los presos y hay que rescatarle a cualquier precio. Plissken lo sabe. Es hora de volver a demostrar por qué es el serpiente.
Las autoridades no vacilan en incluir un explosivo en la sangre de Plissken por si se decide a huir. En algún lugar del pasado, se puede intuir a un oficial que, un día, desobedeció órdenes, harto de asesinar y de masacrar en nombre de la paz. Lo cierto es que es como poner a un escorpión en un hormiguero. Plissken no tiene problemas en apretar el gatillo tantas veces como sea necesario. Basta con acordarse de aquellos que le han enviado. ¡Cuánto cinismo! Hay que rescatar al Presidente porque es un hombre de paz.
Las calles siempre tienen su cara mojada y su agobio a punto. Hay más delincuencia dentro de esa gigantesca cárcel que en ningún otro lugar. Es como soltar a millones de asesinos dentro de un gran recinto para que se vayan eliminando lentamente. Al final, solo puede quedar el más desalmado de todos. Plissken es un buen candidato, pero él no es así. En algún lugar de ese ojo perdido, tiene una ética esperando. Y no espera ningún agradecimiento. Solo se le limpiará la ficha de antecedentes. Poco para lo que arriesga. Y para ello tendrá que buscar a un antiguo camarada que también le abandonó en la estacada, en algún lejano día de uniformes y misiones peligrosas. Ninguna lo es tanto como ésta porque Plissken tiene que ir solo. Y acabará solo. No puede ser de otra manera. Él mismo, a su manera, también es una cárcel para algunos comportamientos que nunca deja salir. Solo cuando es absolutamente necesario.

Ha pasado tiempo sobre esta película. Sus hechuras de serie B ya son demasiado evidentes y algunos elementos estéticos resultan descaradamente anticuados aunque, curiosamente, los gráficos de ordenador aún guardan una cierta modernidad. Kurt Russell compone un héroe que ya no se lleva. Lee Van Cleef resulta trasnochado. Los tiempos han cambiado y, sin embargo, algo se conserva en toda aquella magia que John Carpenter ideó para una película de culto que desapareció durante mucho tiempo porque una parte importante de la acción se desarrollaba dentro y fuera de las tristemente célebres Torres Gemelas. Donald Pleasance resulta un Presidente cortado de un solo trazo y los decorados parece que caen en su propio truco. Era una época en la que se tenía miedo al crecimiento de la delincuencia y a la inoperancia de los responsables políticos y sociales. Para eso, nada mejor que construir unos muros y dejar a todos los que sobran dentro. Y hoy hasta eso suena casi normal.

viernes, 25 de mayo de 2018

CITA EN SUNDOWN (1957), de Budd Boetticher

El dolor es capaz de viajar a través de las llanuras. Solo basta con dejar que se vuelva rancio, resentido, viejo. Un día se amó y se perdió con todas las consecuencias y las entrañas exigen venganza contra el hombre que se llevó la felicidad. Ya no es aquel villano de sonrisa fanfarrona que encandiló a la chica. Ahora es el potentado que tiene participación en la mitad de los negocios de la ciudad. Lo que se podría denominar como un hombre respetable. Y se va a casar. No hay un momento mejor para llegar y lanzar el desafío. Ya no destrozarás más vidas. Llegó la hora de ajustar cuentas.
Sin embargo, cuando Ben Allison llega a la ciudad con ansias de satisfacer su rencor, él es el que resulta perdedor. Tiene una imagen falsa de la que fue su mujer. Pierde a su mejor amigo porque no quiere, no desea hacerle caso. No habrá duelo con el hombre que ha venido a buscar porque, a pesar de todo, él tiene a alguien que sí le quiere. Lo único bueno que sacará será para los demás. El pueblo dirá basta. Ya está bien de hacer lo que otros quieren. Es el tiempo de que todos tomen conciencia de que están bajo el yugo de unos cuantos que han hecho del pueblo su feudo particular. Es un día para recordar. Para Ben Allison, solo será para olvidar, para comenzar a olvidar, para terminar de olvidar.

Todo rápido y seguro, sin pausa, prestando una especial atención a las relaciones entre los personajes, Budd Boetticher articula un western de su ciclo Ranown como una atípica película en la que nada ocurre como se espera. Hay tensión a la espera de un duelo que, en realidad, no se produce. Hay inquietud por un pueblo que despierta en lo que es una rebelión pacífica. Hay un cambio tranquilo y muy pocos disparos. Los sicarios desaparecen. Los sentimientos se disparan. Y todo acabará con un triste cabalgar con la derrota total y las ansias de venganza quemándose en el interior de ese Ben Allison que lleva la amargura grabada en el rostro y trazada en el corazón. Randolph Scott se mueve con soltura a pesar de sus limitaciones y un espléndido grupo de secundarios le acompañan por las calles polvorientas de Sundown, un pueblo que vivirá su auténtico atardecer a la espera de alguien que desenfunde más rápido que los caciques de sonrisa amable que la ahogan. 

jueves, 24 de mayo de 2018

LAS ESTRELLAS DE CINE NO MUEREN EN LIVERPOOL (2017), de Paul McGuigan

Todo comenzó porque, al conocerle a él, tú te sentiste una chica normal. Aunque supieras que no eras normal y también supieras que ya no eras una chica. Estabas a punto de entrar en la tercera edad de las estrellas, atrás habían quedado aquellos maravillosos papeles junto a Mitchum, Bogart, Widmark, Heston y Ford y, por supuesto, el Oscar que conseguiste en Cautivos del mal actuando junto a Douglas. Quizá querías sentir la última magia de estar entre los brazos de alguien que realmente te quisiese. ¿Quién lo sabe? Nadie puede asegurar lo que piensa una estrella.
Junto a él, junto a ese chico de veintiocho años, podías volver a creer que era tiempo de bailar con la locura como guía; que los amaneceres junto a alguien que te importa, tienen otro color; que pisar el escenario resulta siempre una nueva experiencia. El chico es guapo, tiene planta, quiere ser actor y sabe comportarse. No está mal para un jovencito al que le sacas treinta años. Y cuando besa…parece ser ese experto que estabas esperando, ese vértigo que tanto te gusta cuando te pierdes en la boca de otro, aguardando por esos labios peregrinos que se juntan para una última oración.
Él, junto a ella, se siente libre y, de alguna forma, también se siente protagonista. Sólo que no es el actor principal de una obra o de una película. Es la estrella de la vida de ella y eso también tiene su encanto. Quizá sea la única manera de probar la fama. Vivirla a su lado. Comprobar cómo se puede aborrecer y, sin embargo, quedar enganchado a ella. Él sólo tiene que hacer magia, quitar de un plumazo los treinta años que los separan y, sencillamente, amar. Y con Gloria Grahame eso era muy fácil.
La enfermedad se presentó y ella volvió. Quiso agotar sus últimos días respirando el mismo aire que a él lo rodeaba. Y sí, él obró el milagro de hacer que, una vez más, los focos se encendieran y las palabras se elevasen por la pluma de un bardo que ella siempre deseó representar. Era el último acto de una vida que, a pesar de todo, siempre mereció ser vivida. Ella lo sabe, pero busca el último sorbo, aquel que uno se lleva de recuerdo allá donde vaya.

Emocionante película que narra los amores de una otoñal Gloria Grahame con el joven actor Peter Turner y que encuentran rostro y carne en un enorme Jamie Bell y, sobre todo, en una intensísima y casi sublime Annette Bening. Con ellos, asistimos a un repertorio de estados de ánimo que parece que se introducen en nuestro interior al igual que una buena representación de teatro que parece secuestrar la voz de quien los ve y los ojos de quien les habla. Mucho más allá de Hollywood y de todo lo que representa, aquí podemos explorar el admirable interior de una mujer que, tal vez, nunca llegó a ser una estrella indiscutible, pero que habitó en los sueños de muchos espectadores del cine más clásico, siendo siempre eterna molestando a un escritor en plena inspiración, víctima de una jarra de café hirviendo o aguantando por amor el maltrato físico y psicológico de un guionista que comienza a no diferenciar entre violencia y pasión. No, las estrellas de cine no mueren en Liverpool. Las estrellas de cine no mueren. Siempre vuelven al interior de nuestro pensamiento para decirnos que nunca habrá nadie como ellas.

miércoles, 23 de mayo de 2018

FUEGO EN LA NIEVE (1949), de William Wellman

Los bastardos apaleados de Bastogne están todavía allí, enterrados en sus trincheras, a la espera del enemigo que va cerrando la pinza y les tiene atrapados. Los pies están congelados y los raciocinios, nublados. El tiempo nunca amaina y la nieve cae, fría y húmeda, como un bombardeo de la Naturaleza para hacer aún más penosa la resistencia. Alemanes camuflados se pasean entre líneas, escaramuzas se suceden por ambos bandos, la niebla es persistente, se ofrece la rendición incondicional que se ve rotundamente rechazada…y quizá lo importante es no perder el nombre porque, al fin y al cabo, el nombre es lo último que le queda a cualquier soldado que está ahí, en primera línea, sin descanso, sin comida, sin abrigo, solo el cielo blanco y las botas de marcha. No hay lugar para mucho más. Solo queda sobrevivir.
Las bombas caen y levantan espirales de nieve, los hombres cantan mientras marchan (un, dos, tres, cuatro…tres, cua…), hacerse unos huevos revueltos cuando se consigue la materia prima es tarea propia de titanes y una bala puede segarte la sonrisa hambrienta en cualquier momento. El traslado para alguien tarda demasiado y una última y maldita vez habrá que demostrar la valentía y el arrojo. Béisbol con bolas de nieve, desconfianzas, las mantas sobre la cara, una chica belga encantadora que ofrece algo de café, los bastardos aguantan lo que les echen. Incluso con los pies congelados tendrán que irse con la cabeza bien alta y el paso firme. Así aprenderán esos novatos que vienen como relevo. En la nieve, también se ve el fuego. En el ánimo, también tiene que estar la victoria.

William Wellman dirigió con brío esta película sin estrellas pero con un reparto que incluía a Van Johnson, Ricardo Montalbán o el gran James Whitmore. Y consigue una película bélica que tampoco se centra en el patriotismo aunque sí en el heroísmo que trajo una resistencia numantina cuando todas las condiciones estaban en contra. Aquellos hombres luchaban por su vida con uñas y dientes mucho más allá del uniforme,  mucho más allá de su ideología o de su doctrina religiosa (especialmente indicativa es la escena de esa misa que se ofrece para todas las religiones). Quizá Wellman también quiso retratar la auténtica verdad de una bala llegando a su objetivo en la que la víctima nunca se acordará de su país, pero sí lo hará de quien ha depositado en él todas las ilusiones de su vida. Y eso es algo que no deberíamos olvidar. Fuego en la nieve es una excelente película sobre un puñado de hombres en una situación desesperada. Algo deberíamos aprender.

martes, 22 de mayo de 2018

EL HOMBRE ELEFANTE (1980), de David Lynch

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla sobre "Lo que queda del día", de James Ivory, podéis hacerlo pinchando aquí.

La deformidad de un ser humano siempre ha sido respondida con la más cruel de las burlas, la más humillante de las risas, la más terrible de las despiadadas actitudes. Nunca se ha pensado que detrás de aquella desgracia, de aquella aberración de la Naturaleza, se halla el corazón de un hombre, con sus sensibilidades, sus anhelos, sus maravillas y sus compasiones. Quizá incluso haya sido alguien que se ha esforzado por ser bueno a pesar de que solo ha recibido la contrapartida del desprecio, de la risotada vil, de la tortura psicológica y física. El ser humano es un monstruo. Y no es precisamente por su aspecto físico.
John Merrick fue tratado como un auténtico animal hasta que fue descubierto por el doctor Frederick Teves. Cuando lo vio por primera vez, las lágrimas resbalaron por sus mejillas, estremecido por lo que estaba viendo, por el sufrimiento que exhibían aquellas deformidades y por la terrible vida que llevaba, al lado de las ratas, en la oscuridad, exhibido como una bestia única, maltratado físicamente. Y dentro de él, de esa monstruosa deformidad que, al fin y al cabo, solo es la fachada, había un ser humano extraordinario, capaz de apreciar la sencillez de una vida limpia y confortable. Su educación era envidiable, siempre con la palabra justa para agradar a su interlocutor, para demostrar, algo muy difícil en un mundo que se mueve por las apariencias, que había inteligencia dentro de aquella masa de carne mal colocada que inducía a pensar también en el retraso mental. Pero la humillación, las ganas de aplastarle le perseguían y trataban de arrancarle de la felicidad que tanto le había costado conseguir. Y aún así, descubrió cosas que le estaban vedadas por su deficiencia física. El enorme placer de una función de teatro, la extraña sensación de ser admirado bajo el atronador aplauso que le rinde homenaje por su inigualable valentía, la fantástica experiencia de recitar Romeo y Julieta con el sentimiento que Shakespeare pretendió transmitir…John Merrick fue mejor que la gran mayoría de nosotros. Y nosotros, en realidad, somos los auténticos monstruos que nos empeñamos en volver la mirada ante lo que nos ofende, que hacemos comentarios en voz baja tan hirientes que no nos atreveríamos a hacerlos sobre nadie más, a inducirnos con nuestra malsana curiosidad a conocer a ese monstruo con cabeza de elefante por el mero de hecho de poder contar a nuestras amistades que lo hemos visto.

John Merrick grita bajo la máscara de maquillaje que llevó con maestría, en una fantástica exhibición de expresión corporal de John Hurt, Anthony Hopkins lloró y sufrió como el médico que le atiende, John Gielgud respaldó toda acción que pudiera ayudarle, Wendy Hiller destiló ese cariño severo que, además, suele ser el más auténtico, Anne Bancroft, con sus ojos luminosos, quiso desvelar lo mejor de una vida que miraba lo más impresionante por primera vez. Estremecedora, con una fotografía en blanco y negro perfecta, terrible, impresionante. Vida, solo vida.

viernes, 18 de mayo de 2018

EMBOSCADA EN LA NOCHE (1957), de MIchael Powell y Emeric Pressburger


En algún lugar de Creta, un puñado de hombres liderados por un par de oficiales británicos, están a punto de realizar la operación más audaz de la guerra en el Mediterráneo. El secuestro de un general nazi para llevarlo a El Cairo y ser interrogado. Los griegos están hartos del yugo alemán y ayudan en todo a estos comandos que también necesitan el auxilio de la resistencia. Un dentista tiene que fingir una intervención. Un niño tiene que poner su moral a la altura de un adulto. Y las reglas de caballerosidad de la guerra, algo que parece trasnochado y sin valor, parecen estar ahí, entre oficiales, en la orografía ondulada de la isla, en los cánticos heroicos de un puñado de personas que solo quieren vivir en paz. La emboscada está servida y la búsqueda de los responsables va a ser implacable.
En medio de la guerra, parece imposible encontrar a hombres que mantengan su honor intacto, que cumplan con su palabra más allá de su deber de oposición violenta. La rapidez será algo vital y la astucia jugará un papel muy importante. El humor no podrá faltar porque, al fin y al cabo, el optimismo reina en las filas de los Aliados. Habrá pinzas, recovecos, maniobras dilatorias, tensiones, contraseñas y, sobre todo, confianza. El rescate será definitivo. Los oficiales no podrán volver a la isla y cada centímetro ganado hacia la playa será una victoria. Hasta el más ínfimo de los detalles podrá dar al traste con la operación de rescate. Y el prisionero dejará un rastro de pistas para que los alemanes no dejen de acosar a los responsables. Esto se paga, caballeros, no se puede secuestrar a un general y salir indemne.
Excelente película de Michael Powell y Emeric Pressburger sobre la resistencia griega y la caballerosidad en la guerra, con un Dirk Bogarde que no deja en ningún momento de creer en lo que hace y de estar seguro de sí mismo acompañado de un estupendo Cyril Cusack como el hombre que avisa de cuándo llega porque no tiene ningún lugar donde asearse y un calculadamente ambiguo Marius Goring como el general alemán que juega todas sus cartas detrás de la falsedad y del engaño.

Y es que cuando se trata de realizar algo que destaca realmente por su audacia, hay que poner a los mejores a trabajar para que cualquier inteligencia sea vencida por otra superior. Las balas, las justas. La mirada, avizor. Las palabras, certeras. La oportunidad, siempre atenta. Es la guerra, señores. Y nadie podrá decir que un general no valía unas buenas botas.

jueves, 17 de mayo de 2018

OPERACIÓN HURACÁN (2017), de Rob Cohen

Hay veces en las que uno se sienta delante del ordenador y no sabe muy bien cómo enfocar lo que va a escribir. Quizá tenga que esperar a uno de esos aguaceros que suelen caer en el mes de mayo para que salga algo coherente cuando tantos improperios se agolpan en la orilla de los labios. Debe de haber unos cuantos directores y guionistas en Hollywood que están convencidos de que el público es tonto y se esfuerzan por hacer películas tontas pensadas para tontos. Ésta es una de ellas.
Hace algunos años, Mikael Solomon ya lanzó una película de temática parecida que tampoco era nada del otro jueves aunque se esforzaba por ser entretenida. Se llamaba Hard rain y también había agua caída del cielo, torrentes desbordados y un golpe de tres millones de dólares. Aquí hay todo eso pero, para empezar, los diálogos parecen escritos por un enajenado con la mentalidad de un niño de seis años. Hacía ya tiempo que no había visto o escuchado nada tan infantil, bisoño, ingenuo e inútil. Con este mimbre ya, de repente, el huracán se convierte en una brisilla sin demasiado encanto. Sin embargo, mi corazón es bueno y trata de buscar algo positivo de cualquier película que se ponga por delante así que, ni corto ni perezoso, comienzo a fijarme en los actores aunque mucho se tendrían que esforzar si se trata de sacar intensidad a esos diálogos de biberón. Tampoco. Son malos de solemnidad. Especialmente el villano que perpetra Ralph Ineson que es como el muñeco del guiñol que hacía las veces de malo de la historia y que allá que iba con una palmeta para azotar al primero que se ponía por delante.
Inasequible al desaliento, busco algo en la dirección. Pues no. Tampoco es que me parezca buena. Alguna secuencia de acción que es aceptable y alguna otra que es para cogerle la cámara al director Rob Cohen y metérsela por el oído izquierdo sin lubricante de ayuda. ¿El argumento? Nanay. Eso no tiene ni pies ni cabeza, se entretiene en cosas absolutamente secundarias para desembocar en una especie de carrera de camiones, tal vez porque Cohen viene de Fast and furious y tiene que hacer valer su nombre al volante. Mira, he encontrado una cosa que no está mal. La música de Lorne Balfe se puede escuchar. Tiene ritmo, algo de sentido y está bien llevada. ¿Algo más? Pues no. ¿Alguna conclusión? No pierdan el tiempo. Ni siquiera en sacar conclusiones. Esto no tiene salvación y va a ser mejor que se ahorren el precio de la entrada porque no funciona ni como simple espectáculo, a no ser que empiecen a la de tres a extraer algunas semejanzas de esta película con aquella Twister, de Jan de Bont que produjo Steven Spielberg hace ya la tira de lustros.

Por cierto, otra virtud. El coche del protagonista, ese gran actor que es Toby Kebbell, mola mazo. Perdonen que me exprese así, algo nada habitual en mí, pero es que no pienso gastar más de diez neuronas en escribir un artículo para esta película. Sales mojado, harto, con una conclusión más que discutible, sin gracia, sin tensión, sin nada. Como decía el gran crítico José Luis Guarner: “Muy mala debe de ser una película si lo que más destacas de ella es la banda sonora o la dirección artística”. Pues eso. 

miércoles, 16 de mayo de 2018

MIENTRAS NUEVA YORK DUERME (1956), de Fritz Lang

Un asesino anda suelto y el periodismo sensacionalista anda desatado. Un gran magnate de la prensa fallece y al hijo, pusilánime estúpido, se le ocurre rifar el puesto de presidente del grupo entre aquellos que consigan antes la exclusiva del asesino. Comienzan las zancadillas. Generalmente con las faldas de por medio. Lo que no sabe ese tipo mimado y débil es que su mujer está jugando su propia partida. Y menuda mujer. Mientras tanto, el periodista profesional, el de verdad, trata de hacer bien su trabajo. Y ése solo consiste en descubrir las cosas con objetividad. Sin más trampas…excepto para el propio asesino, que se consume en su casa, dominado por su madre, ahogado en su propio complejo de inferioridad mientras miles de mujeres andan por ahí, haciendo su vida, demostrando su independencia como si fuera algo a restregar ante los hombres. Ya las pagarán. Que pregunten a mamá.
El oportunismo parece algo inherente a las letras impresas en cualquier periódico. Nadie quiere quedarse atrás. Los tres candidatos tratan de jugar sus cartas tomando posiciones de ventaja e, incluso, saltándose la ética. Quizá uno de ellos es más honesto y, para eso, tiene a su propia voz de la conciencia diciéndole que no debe pasar por encima de cualquiera para lograr el objetivo de la presidencia. No gana quien obtenga el titular más grande. Gana el que consiga el titular más sincero. Y si hay una buena cantidad de lectores incautos que quieren caer en la trampa del sensacionalismo barato, allá ellos. Solo la inteligencia pagará el precio. Pero una mentira no comienza a ser verdad por mucho que se repita. Ése es uno de los problemas de la ambición. Solo se cree lo que se quiere creer. El resto es competencia, intereses, teorías conspiranoicas, más ejemplares vendidos, más audiencias pegadas al televisor. Ahí es donde el periodismo comienza a ser mentira también. Y ahí es donde los asesinos toman ventaja, donde los inútiles extienden su poder y donde vencen los profesionales que valen menos que el periódico del día siguiente.

Fritz Lang siempre confesó que esta es la película que prefería de su etapa americana porque la realizó con total libertad de movimientos. Para ello, consiguió un reparto de auténtico primer orden con Dana Andrews, Vincent Price, Rhonda Fleming, Ida Lupino, George Sanders y Thomas Mitchell. Nombres sólidos, perfectos en sus roles, que otorgan credibilidad a la caza de un asesino que no debería ser el tema central de ninguna competencia. Nueva York merece dormir tranquila por mucho que la ambición, la codicia y el arribismo estén peleándose por sus calles. Hay miles de cosas más importantes que eso. Y sólo lo sabe el tipo que sabe hacer muy bien su trabajo.

viernes, 11 de mayo de 2018

EL OJO PÚBLICO (1992), de Howard Franklin

Debido a la festividad de San Isidro, el martes no habrá artículo. Volvemos el miércoles 16 con más ganas para enfilar la recta final hasta las vacaciones de verano. Mientras tanto, id al cine. No deja secuelas.

El gran Bernzy no solo es el tipo que primero se presenta en la escena del crimen, también es el individuo que trata de sacar la fotografía de la víctima antes de que la policía contamine el lugar. Y si hay que cambiar un sombrero de sitio para favorecer el drama y el impacto, bueno, al fin y al cabo, eso no va a hacer que se encuentre al asesino. El gran Bernzy extrae el alma de los muertos y, en sus ratos libres, también de los vivos. Se coloca lo suficientemente cerca como para que su cámara fije el momento y ya lo tiene. Su ojo público presta testimonio. Y, tal vez, eso hará que otros hagan mejor su trabajo.
Todo el mundo cree que el gran Bernzy no tiene ética, que es un crápula al que solo le importan sus fotografías y llegar el primero a cualquier redacción para que, por unos pocos dólares, la instantánea salga en primera página. Quizá porque es pequeño y su cara no es precisamente el reflejo de la honradez. Están totalmente equivocados. Si hay un motivo, el gran Bernzy irá hasta el mismo infierno para demostrar que tiene una ética que aún nadie ha podido quebrantar. Es lo único que le queda ante tanta vileza en esa ciudad de crimen y vicio. Puede que en algún lugar, escondida tras una ropa de lujo y un maquillaje espectacular, se halle una mujer que sea quien realmente robe el alma del gran Bernzy. Y él luchará con su sombrero marrón y su baja estatura para fingir, aunque solo sea por unos instantes, que es un tipo que merece mucho la pena. Por allí anda un asunto con bonos de gasolina y un contrabando que no beneficia en nada a los chicos de ultramar. Huele mal y es peligroso. Y Bernzy no tiene más armas que una cámara de fotos y un flash. Poca cosa para que esa mujer de ensueño se fije en él. Poca cosa para que se dé cuenta de que el gran Bernzy también es grande por algo más que sus fotografías.

Impresionante interpretación de Joe Pesci en el que es, quizá, el mejor papel de su carrera, aún mejor que sus trabajos para Martin Scorsese. En ese alma de fotógrafo se encuentra un conflicto de frustraciones y deseos y una fachada de granuja impecable que solo se revela a través de la imagen. Su gran Bernzy es un personaje de intensa sinceridad a pesar de que se mueve a través de engaños y solo el matiz de Pesci consigue transmitir esa sensación de alguien que, adaptado al ambiente corrupto, aún conserva su dignidad intacta. No es fácil encontrar hombres como el gran Bernzy. Solo él podrá decirnos con fidelidad qué es lo que ocurrió.

jueves, 10 de mayo de 2018

ROMAN J. ISRAEL, ESQ. (2017), de Dan Gilroy

Esta película es sobre un monstruo indefenso que se ve obligado a salir de su guarida. Durante toda su vida ha permanecido a salvo, haciendo el trabajo sucio para otro, el más aburrido, el más burocrático. Sin embargo, el destino decide hacer una última tentativa y llama con fuerza a su puerta y debe abrir, no le queda más remedio. Tal vez así pueda volver a sentir aquello que le movió y le removió por dentro en el activismo social de los setenta en la lucha por los derechos civiles. Sabe que la lucha no ha acabado y se apresta a la defensa.
Ningún hombre es una isla. Y este monstruo se encuentra con que hay vida más allá del escritorio al que se había encadenado. Puede haber personas que se interesen por él. También puede que haya alguna que lo desprecie. Ya no recuerda muy bien cómo era aquello de golpearse contra un muro una y otra vez tratando de conseguir que la sociedad fuera más igualitaria, más justa. Sabe el código penal de memoria y sus recuerdos son nítidos entre las líneas de miles de sentencias, autos, providencias y recursos. No, ya no quedan muchas personas como Roman J. Israel, letrado. Él sabe que es el último de una especie.
Su presente se quedó anclado en el pasado. Sigue llevando el pelo afro. Arrastra de un lado a otro un pesado maletín en el que guarda toda la base para la demanda de un caso que puede cambiar la concepción legislativa en materia de jurisprudencia. Sus gafas son de otra década. Su traje es muy parecido a un saco. Todo ser humano es débil y comete errores y él no va a ser menos. Cometerá uno que pondrá en peligro todo por lo que ha luchado, todo por lo que, también, ha perdido. Es como si tratase de olvidar quién ha sido realmente, aunque no haya sido mucho. Está harto de intentar cambiar las cosas desde una posición realmente modesta y no sabe que ahí es donde se le necesita. Es Roman J. Israel, letrado. Ya se sabe. Algo más que un señor. Algo menos que un caballero.
Denzel Washington, como siempre, da un par de lecciones en la piel de este personaje que se sitúa al margen porque así lo eligió. Él es la razón principal para ver esta película que, sin embargo, resulta peligrosamente farragosa al perderse en largas disquisiciones sobre una realidad jurídico-social ajena, como si tratara de agrupar en dos horas y diez minutos de historia todo lo que ocurrió en la defensa de la gente de color de los Estados Unidos. Y, de paso, también intenta dejarnos el mensaje de que, de vez en cuando, también hay que vivir y que eso no es ningún pecado. La auténtica ofensa nace en el instante en que se elige el camino de la corrupción para llegar a unos fines que son sólo materiales, lujosos, etéreos y efímeros. Todavía hay tiempo para conservar nuestra esencia y nuestros verdaderos ideales. Esos mismos que no están contaminados ni por la política, ni por la propaganda periodística, ni por la ideología. Sólo se rigen por lo que es justo. Nada más. Nada menos.

Puede que nada sirva para nada, que no haya resultados inmediatos, que todo sea una gigantesca e inútil pérdida de tiempo, pero si alguien, quien sea, deja que ese trabajo tan ímprobo haga mella en él, entonces todo habrá merecido la pena. Que se lo pregunten a Roman J. Israel, letrado. Él tiene todas las respuestas aunque su apariencia es la de haberlas perdido todas por el camino.

miércoles, 9 de mayo de 2018

EL LOCO DEL PELO ROJO (1956), de Vincente Minnelli

Hay hombres que necesitan expresarse de alguna manera porque no tienen la oportunidad de hacerlo en su día a día. En realidad, sus vidas son grises, sufridas, gastadas e, incluso, inútiles. Deben verter su inquietud, su pensamiento, su visión de las cosas en cualquier otra cosa. Vincent Van Gogh lo hizo en la pintura. Cogió su mirada particular y la convirtió en un lienzo donde los colores parecían una fiesta de los sentidos, donde las perspectivas se transformaban en cuentos pintados, donde la paleta era más elocuente que la escritura para exponer al mundo dónde están la belleza, la intimidad y el dolor. Y no es fácil hacerlo cuando todo el mundo parece que se alía para impedir la felicidad. La inmensa alegría de vender un cuadro estaba vedada a Van Gogh. La sensación de sentir la amistad al lado de Paul Gauguin se esfumó con el viento de Arlés. El paisaje comenzó a estar poblado de sombras negras, de rechazos, de inquietudes interiores que no tenían respuesta. Así, el genio del pelo rojo comenzó a ser tachado de loco. Y los que siempre amamos la pintura estuvimos a su lado, como cuervos negros volando sobre el maizal.
Y es que el tormento consigue, como ningún otro elemento de la vida, que se pierda la perspectiva y dejemos de ver lo que es evidente. Quizá haya que infringirse más dolor para no sentir el dolor primigenio. Quizá haya que rebelarse con violencia contra la derrota continua, luchar hasta los límites de la mente, revolverse con furia hacia la incomprensión aún a riesgo de no comprender. Van Gogh retrató todo su entorno con la mirada de la locura planeando sobre su arte y nos regaló la misma genialidad. Tal vez ahí mismo es donde se encuentran las fronteras del hombre.

Kirk Douglas realizó uno de los mejores trabajos de su carrera incorporando al inmortal pintor al lado de Anthony Quinn como Gauguin y James Donald como su hermano Theo. Detrás de la cámara, Vincente Minnelli aportó el color necesario para entrar en el universo de Van Gogh con todo su esplendor y utilizando las obras originales para no perder ni uno solo de sus extraordinarios matices. Más allá de ahí, parece como si esas noches estrelladas giraran sobre sus trazos para darnos una idea de cuánto dolor se agolpaba en el corazón de un hombre que solo quería pintar porque no sabía hablar demasiado bien, que solo quería aportar algo de belleza a un mundo que consideraba feo, que solo deseaba encajar en la tela sus desvaríos de rebeldía ante un ánimo que, poco a poco, se agotaba en el delirio.

martes, 8 de mayo de 2018

LO QUE QUEDA DEL DÍA (1993), de James Ivory

Stevens es el perfecto mayordomo. Tanto es así que el polvo, cuando se va a posar en cualquier estantería, sabe exactamente cuál es el lugar que debe ocupar. Así, el ejército de criados y sirvientes que dirige lo limpiarán de forma impecable. Es la misma eficiencia vestida de levita. Más allá de sus obligaciones, Stevens no guarda ninguna inquietud. Sólo desea servir de la mejor manera posible. La vida privada llega a ser un aditamento algo molesto en su orden británico. Allí, en una mansión de prados como alfombras y alfombras como prados, es donde desempeña su trabajo. Siempre puntual, siempre con la palabra justa en la garganta y el ademán presto y elegante para que todo esté en su sitio. Sí, ya no quedan mayordomos como Stevens. Ni siquiera se molesta en crear una opinión en su pensamiento más allá de sus propias obligaciones. No es de su incumbencia. No tiene por qué opinar de las opiniones políticas más que discutibles de su señor. Él solo opina de la organización del trabajo, de la contratación del nuevo personal, de la seguridad de que el día siguiente va a ser muy parecido al anterior.
La señorita Kenton es el elemento con el que Stevens no cuenta. Quizá porque en esa eficiencia algo adusta que ella demuestra, late el corazón de una mujer que desea probar la pasión. Y Stevens no posee esa cualidad. Ella es ama de llaves y sabe perfectamente cómo dirigir a todas las doncellas y aprendices de la casa. No obstante, ella tiene algo de lo que Stevens carece y es el resto del día, lo que permanece de él, esos instantes en los que uno mira hacia adentro y se plantea cosas impensables durante sus horas de labor. Cosas como el amor, la compañía, la afinidad, el mundo exterior, la piedad, la pasión. Algo de todo eso queda impreso en Stevens, de una forma mágica y misteriosa. Él lo sabe, pero no quiere darse cuenta porque es un terreno en el que se siente vacilante e inseguro. Sólo años después, cuando el señor es distinto, cuando el personal se ha reducido y los años de esplendor de la mansión han pasado, intenta recuperar el tiempo perdido. Y quizá ya sea demasiado tarde porque la vida, en cuanto entra, no deja de ser una amante a tiempo completo.

James Ivory dirigió la que, posiblemente, sea su mejor película contando con unos intérpretes maravillosos, cómplices, entregados, enormes. Anthony Hopkins y Emma Thompson ponen toda su sabiduría al servicio de quien sepa apreciarlo como unos auténticos servidores del arte que se ocupan de que nada falte en nuestra estancia con ellos. Tanto es así que, quizá, sepan dar a todos una lección de cómo se puede dar un beso sin hacer que los labios lleguen a juntarse. Eso sólo lo pueden hacer los mejores.

viernes, 4 de mayo de 2018

7 DÍAS EN ENTEBBE (2018), de José Padilha

La revolución es una mujerzuela que se deja seducir para, luego, caer siempre en manos de los políticos. No deja de ser atractiva la idea de luchar para conseguir una supuesta liberación de unos fascismos inventados que se basan en la idea de que la democracia debe tener siempre un orden más o menos controlado. Ellos, a sí mismos, se denominan luchadores por la libertad. Su verdadero nombre es el de terroristas.
Así pues, en manos de estos irracionales revolucionarios, cualquier opción que no sea la propia, se tilda de fascismo. Es así de fácil. Si un país decide compensar a otro al que se le hizo daño, es fascismo. Si se detiene a gente de la misma cuerda, por muy sangriento que sea el delito, es fascismo. Si el capitalismo se instala por fracaso del comunismo, también es fascismo. Es el atajo de las ideas por un idealismo que no deja de ser un chiste sin gracia. Más que nada porque ese chiste cuesta vidas de gente inocente. Eso no quita para que no se reconozca que el núcleo de esa radicalidad nace en el dolor de las políticas criminalmente equivocadas de determinados gobiernos. Y los que pagan, siempre y sin excepción, son los inocentes. De esas políticas y de esas reacciones extremistas. El resto, ya se sabe, es fascismo. Incluso la inocencia es fascismo.
Dentro de los revolucionarios están los que pretenden una venganza disfrazada con ideas. No deja de ser venganza. También están los que sólo desean el derramamiento de sangre y las vidas ajenas con tal de hacer visible un problema, como si el resto del mundo fuera sordo, mudo y ciego. Por último, está el revolucionario dudoso, el que es partidario de la acción, pero que no está dispuesto a pagar con el asesinato como contrapartida de las matanzas que se perpetran con pueblos que, supuestamente, son tan socialistas, comunistas o izquierdistas como ellos sin que, por ejemplo, reconozcan algo tan sumamente básico como es la igualdad de la mujer o que se alíen con un payaso dictador que se comía en una suculenta cena a sus propios ministros. Esa revolución, desde su mismo nacimiento, es un fracaso. Y eso es algo que se presiente desde el principio.
Por otro lado, hay países que no negocian con terroristas y, quizá, la única solución que se les deja es actuar con mayor audacia y aún más ímpetu. Tratar de proteger a los ciudadanos de un país es una de las prioridades de cualquier gobierno democrático en materia de seguridad. Y eso no es fascismo. Hace mucho que el mundo se desangra por el mismo lado y aún no hemos solucionado el problema.

Con cierta originalidad, José Padilha pone en escena el secuestro de un avión que conmocionó al mundo en 1976 con el posterior rescate por parte del Ejército israelí. Mención especial merecen Rosamund Pike, que responde con eficacia al perfil de la perfecta revolucionaria que vislumbra el fracaso, pero que sigue adelante a pesar de todo, y de Eddie Marsan en la piel de Shimon Peres, ambiguo, con cierta dosis de insidia y fascinante en algunas de sus reacciones. La película es efectiva y, desde luego, la mejor versión que se ha hecho hasta el momento de aquellos hechos por encima de Victoria en Entebbe, de Marvin Chomsky; o de la ligeramente superior Brigada antisecuestro, de Irvin Kershner. No es decir mucho, pero, al menos, se tendrá una idea aproximada de cómo se mueven algunos supuestos revolucionarios de hoy en día y eso ya es algo.

jueves, 3 de mayo de 2018

LOS VENGADORES: INFINITY WAR (2018), de Anthony y Joe Russo

En el universo de los super-héroes todos los combates parecen ser los definitivos. Es como si no tuvieran bastante con salvar al mundo una vez y tuvieran que volver a hacer los deberes una y otra vez para no obtener ninguna solución que impida el próximo. Siempre hay otro villano más fuerte, más alto, más malvado, más poderoso que intenta hacerse con el control de la Tierra que sólo cuenta con un puñado de hombres enmascarados para su defensa.
Sin embargo, es hora del último combate. El villano, esta vez, va a ser más invencible que ningún otro y los vengadores se aprestan a detenerlo. Las tramas se bifurcan, discurren paralelas y se trata de mantener el interés durante un buen rato con algunas disquisiciones morales, sobre todo, desde el punto de vista del villano. Al fin y al cabo, es él el que desea aniquilar a la mitad de todo bicho viviente para mantener un supuesto equilibrio natural. Y eso, por muy malo que uno sea, no debe ser fácil de digerir como plan. En cualquier caso se las tendrá que ver con una serie de hombres y mujeres que están dispuestos a todo con tal de impedir la instalación del mal en la Tierra y tendrán que librar mil y una batallas, a cada cual más espectacular, esperando la última de las contiendas, ésa en la que, al final, se dirime quién es más poderoso y, ante todo, quién es más listo.
Quizá no haya ni un solo plano sin un efecto visual, los actores, todos ellos muy conocidos, tratan de tener su momento a lo largo de la película; la dirección es sobria salvo, quizá, en un par de combates individuales en los que Anthony y Joe Russo, los responsables, se muestran nerviosos y poco acertados. La película da exactamente lo que se pide. El público que devoraba los cómics de la factoría Marvel disfruta, el nivel es superior a la segunda parte, La era de Ultrón, e inferior a la primera. El sentido del humor vuelve a ser un punto esencial y hay una especie de barroquismo un tanto irritante en toda la puesta en escena. También se aprecia un cierto tono irregular en algunos pasajes, pero todo resulta un festín visual de peleas, posturas estudiadas, frases sentenciosas, batallas alargadas, aparatos imposibles, rencores absolutos, megalomanías delirantes. Si hay algún agujero en la historia, apenas se nota porque no hay tiempo para respirar, así que dénse prisa, ocupen sus asientos y prepárense para disfrutar como auténticos entusiastas o aburrirse como abúlicos desenganchados de la factoría Marvel.
Mientras tanto, ahí habrá que sumergirse en las raíces del mal, en el eterno deseo por la dominación del planeta, en las motivaciones de algunos héroes, en los espectaculares efectos visuales que pueblan cada fotograma, en la apreciación de que el que mejor actúa puede ser el malvado que está generado por ordenador, de que la desunión no lleva a ninguna parte, de que el compromiso de los privilegiados debe de mantenerse hasta las últimas consecuencias y de que, levemente, como quien no quiere la cosa, parece que comienza a haber un ligero agotamiento de las ideas.

Y en este momento me van ustedes a disculpar, porque he recibido un aviso a través de un complicado sistema de comunicación y he de correr para enfundarme en un traje ajustado y ayudar a unos amigos que dicen no sé qué de que alguien quiere acabar con la mitad de la Humanidad. El deber me llama.