Los
reencuentros llevan inevitablemente a la seguridad de que el recuerdo se va a
hacer vida. Y eso es lo que pasa con tres viejas amigas que volverán a
coincidir en el entierro de una cuarta que ha dejado bien claro que deben
cumplir con un último viaje para bailar de una vez en la discoteca de Dios. En
el camino, sin duda, habrá un buen puñado de discordias, de abrazos con lo
inesperado, de risas olvidadas, de situaciones ridículas, de retrasos
injustificados y de, tal vez, encontrar cuál es el verdadero significado de una
vida que han dejado aparcada en alguna curva.
Serán sólo cinco días.
Más que suficientes como para recordar aquellos pasos de baile en los que la
diversión era la pareja, o para ligar un poco para que las arrugas parezcan
menos dolorosas, o para darse de bruces con una realidad que estaba muy lejos
de los sueños de juventud porque, al fin y al cabo, soñar no cuesta nada y hay
momentos en los que se hace muy necesario, por mucho que se huya. Francia y
España esperan a estas chicas de rumbos diferentes e inquietudes similares. Y,
por supuesto, la sonrisa dominará las millas de recorrido, con alguna que otra
parada en enlaces imposibles, relojes impíos, llamadas inoportunas y tontunas
aquilatadas.
Se deja ver con agrado,
sin llegar a ningún sitio, esta incursión dentro de la pista de baile que Dios
prepara con las luces de fantasía de la catedral de Palma. Con alguna que otra
secuencia que llega a ser tan ridícula como increíble, la directora televisiva
Jules Williamson dirige sin complicaciones una historia que oscila entre la
menopausia, la indecisión y el regreso, con mención especial hacia Kelly
Preston en su última aparición en el cine. Más allá de eso, la película se
detiene en los consabidos clichés de probada funcionalidad que muestran
paisajes demasiado verdes, olores saturados de madera, tiempos detenidos y
romances de relámpago en el que queda de manifiesto, de nuevo y una vez más,
que, por mucho tiempo que pase, Franco Nero sigue siendo un actor tan limitado
como inútil.
Así que, con el mapa en la mano, vamos de visita hacia las inquietudes de unas cuantas cincuentonas que intentan revivir la etapa más feliz de sus vidas. Algo que se presenta como aceptablemente lógico porque todos queremos volver a probar esos bocados especiales que nos ha brindado el destino en aquellos lugares en los que se presentaron. La única diferencia es que, con el tiempo, hay más decepciones, más desengaños, más equipaje en la mochila y mucha menos inmediatez. Es el encanto de la penúltima etapa. Es la capacidad de superar todo lo que oprime a estas mujeres de probado valor, cintura escurridiza y recursos inacabables. Todo con tal de dar un último homenaje a la primera que se ha ido y dar entrada a alguien más en el club del futuro incierto. Por otro lado, ya se sabe, el encanto de la campiña italiana como desvío inesperado, París y su dictadura de maneras, Barcelona y una travesía más y la luz de Palma de Mallorca para quedarse con la seguridad de que, a pesar de todo, el mundo aún guarda algo de color entre el recuerdo, la pena y la satisfacción. Sin más alcance. Sin más ambición. Con el mar lamiendo la orilla y el sol escondiéndose entre las miradas, sabiendo que esta vez puede ser la definitiva. Los demás, los que nos acercamos a ver algo que nos haga sonreír, sólo podemos aprender y mirar. El resto es ceniza.