Por
mucho tiempo que pase, por muy adultos que seamos, no somos más que niños
perdidos que echan en falta a sus padres. Cuando ellos no están, seguro que
salen muchos sentimientos pero hay uno en especial que no se comenta nunca
porque, quizá, tememos desnudar nuestras emociones en público y es la sensación
de abandono, de quedar solos en medio del océano, de no ser capaces de
enfrentarnos a nada sin la seguridad y la protección de quien más nos ha
querido. Nunca se nos pasa por la cabeza que, a poco que hagamos, ellos estarán
siempre desmedidamente orgullosos de nosotros.
Y hay algo que no se
puede olvidar. No importan las telarañas de la mente o el tiempo que se empeña
en borrar todos nuestros recuerdos. Es algo que permanece en nuestro interior y
son las sensaciones que se han ido almacenando en el alma cuando hemos estado
al calor de nuestros padres. Quizá deberíamos ser más conscientes de que la
memoria de sensaciones es mucho más efectiva que la memoria de los hechos y que
ahí es donde se guarda lo que verdaderamente somos. Puede que seamos valientes
y arrojados, o unos inconscientes de arena y coral, o tengamos una habilidad
secreta que nos hace realmente interesantes, o, incluso, deseemos algo que
sabemos que no podremos alcanzar nunca. En el fondo, nosotros también somos una
pura sensación, un recuerdo que va y viene, una certeza que se desvanece, una
pasión que regresa para irse. Somos inolvidables y no hacen más que olvidarnos
todo el tiempo.
Tal vez las respuestas
estén en el fondo del mar, en las aguas turbias, en las aguas claras, en las
aguas estancadas o en las aguas tramposas. El ser humano también se obstina en
controlarlo todo para que un medio ajeno se convierta en algo cercano y
natural. Pero el ser humano es torpe por naturaleza. En eso, es posible que los
animales nos ganen porque dominan su propio medio como nadie. Y nosotros, locos
egregios, nos lanzamos a dominar los ajenos cuando ni siquiera tenemos un
mínimo control sobre el nuestro. Es como volver algunos años atrás para
participar en una búsqueda que fue puro entusiasmo y volverte a encontrar con
esa sensación que tanto nos dominó y que tan pronto pasó al olvido porque, al
fin y al cabo, era solo una historia de dibujos animados, de pececillos que
quieren vivir en libertad, de espectadores que toman partido y se adaptan. Hay
que volver a buscar aquellas sensaciones, aquellas trepidantes aventuras y
comprobar, una vez más, que Píxar sabe y tiene la fórmula para la emoción, para
la diversión, para la tensión y para la razón. El resto solo es dejarse llevar
por la corriente y tomar la primera salida a la izquierda.
Y es que volver a las
raíces siempre es como despertar el cariño dormido durante tantos años, es como
volver a encontrarse con lo que te has convertido porque compruebas la
evolución que has tenido y todo lo que te has perdido. Y no puedes evitar
dibujar una sonrisa por el recuerdo y un gesto de dolor por la partida. Y, de
vez en cuando, podrás hacer un pequeño ladeo de cabeza sintiéndote orgulloso y
dándote cuenta de que hay deudas que jamás se podrán pagar. Son aquellas que
nos dejaron la huella de los juegos, de la ternura incondicional, de la
protección entrañable, de los consejos pronunciados con un acento de amor. Sí,
hay que volver a buscar, hay que volver a recordar…solo hay que seguir el
camino de conchas blancas que lleva al corazón.