Sospecho que si yo hubiera tirado los tejos a Elizabeth Taylor, me habría encontrado con un abierto desprecio. Es una sensación que me ha sumido muchas veces en la inferioridad. Todo habría sido poco para ella, y prueba de eso es que yo creo que no ha sido feliz. Actriz eminente, con un carácter y una fuerza poco común, muchos, demasiados matrimonios fracasados, viuda de Mike Todd, el hombre que la mimó tanto que la llevó a decir que él había sido “el hombre de mi vida”, alcohólica crónica, pareja ideal de un Richard Burton que pasaba más horas ebrio que sobrio…insatisfecha permanente, un poco infantil, incapaz de aceptar la madurez de alguien que lo fue todo y acabó en nada…Elizabeth Taylor fue la mujer (¡y qué mujer!) que inundó la pantalla de sueños de color violeta, cara de ángel y cuerpo de pecado y cuando despertamos de su inmenso mirar supimos que las mujeres como ella no existen y que la vida pide realidad.
Un día tuve ante mí a su increíble yate, el Solitude, mientras me bañaba en las aguas más cristalinas que he visto nunca en el mar, en la isla de Espalmador, pero volví la cabeza, no quería coger los prismáticos y verla gorda y tostada por el sol, como un pulpo gigante varado en la playa, con una copa en la mano en estado semi-inconsciente. Devolví su potencial desprecio y preferí seguir cegándome con el violeta y palpar, con mis ojos, su exuberante físico de película para no despertar de un sueño de dulzura y carnalidad.
Debutó como actriz infantil y, de aquella etapa, sólo me quedo con la divertida Vida con papá, de Michael Curtiz porque, cuando creció y tuvo dieciocho años, con toda su hermosa juventud en blanco y negro ya hizo El padre de la novia y El padre es abuelo aunque, claro, ahí de quien me quedé prendado fue de Spencer Tracy e, incluso, del irresistible atractivo que siempre ha tenido para mí Joan Bennett.
Luego llegó la impresionante Un lugar en el sol, de George Stevens y, la verdad, es que ya era la chica ideal. Ahí conoció a Montgomery Clift, el hombre que la pidió en matrimonio varias veces quizá como única tabla de salvación hacia su hundimiento en los infiernos de una sexualidad nunca aceptada. Y ella, claro, siempre dijo no.
Sustituye a la neurótica Vivien Leigh en La senda de los elefantes, de William Dieterle y me deslumbró cuando mi madre insistió en ir a ver al cine La última vez que vi París, la primera historia de amor que me hizo llorar, aunque ella aún no se había enamorado nunca.
Gigante es una película que nunca me ha gustado. Rock Hudson tenía mucha planta pero como actor, salvo raras excepciones, valía muy poco. James Dean siempre me ha parecido una especie de niño que abusaba de su condición de desvalido y ella… bueno, he de reconocer que ella bien valía unos cuantos pozos de petróleo aunque la historia me pareciera larga, pesada y un tanto insulsa, más adecuada como culebrón televisivo que como película. Claro que, tal vez, haya estado equivocado.
Tampoco me gusta El árbol de la vida, quizá porque Dmytrik tuvo que dirigirla como pudo a causa del accidente de Montgomery Clift pero es que tampoco me interesa demasiado la historia. Y me parece larga, pesada y un tanto insulsa. Ya, ya lo sé, me estoy repitiendo.
La primera llamada de atención seria sobre su talento es, sin duda, La gata sobre el tejado de zinc, de Richard Brooks, donde lidia con maestría su papel a medio camino de la más sudorosa sensualidad y el más desgarrador drama desatado en las pasiones de una mujer que no sabe cómo acercarse a su marido. Y su interpretación tiene aún más mérito si pensamos que, en medio del rodaje, murió en accidente de aviación Mike Todd y ella, haciendo gala de una gran profesionalidad de la que en otras ocasiones careció, siguió trabajando con intensidad componiendo un personaje complejo al que todos hemos deseado consolar en alguna ocasión.
De repente, el último verano es otra de sus cumbres. Sumida en el caos del trauma psicológico, hermosa hasta vestida con harapos, bella en un jardín de bestias, apetitoso cebo para intenciones oscuras, página en blanco de un poema nunca escrito, dúctil material lleno de atractivo en manos del gran Joe Mankiewicz que destiló chorros de paciencia con ella y con el problemático Clift, masa de espasmos que ella misma impuso como compañero por pura amistad y aleada compasión.
Un virus afectó su siempre delicada salud y la tuvo dos años fuera de circulación que estuvieron a punto de convertirla en un mito muerto. Vuelve en un correcto melodrama muy olvidado en el papel de una prostituta de lujo:
Una mujer marcada, de Daniel Mann y, para darle la bienvenida,
la Academia le concedió un Oscar tan inmerecido (que ya se iba solo hacia las manos de Shirley McLaine por
El apartamento) que hace que Billy Wilder envíe un telegrama a la propia McLaine diciendo:
“Nosotros creemos que la tuya es la mejor interpretación del año…con o sin enfermedad”.
Y vino el fiasco de
Cleopatra,
la película de la que Joe Mankiewicz, su director, siempre se ha negado a hablar. Allí conoce a Richard Burton, abandona a su marido, Eddie Fisher (que, a su vez, había abandonado a Debbie Reynolds, una de sus mejores amigas, para irse con ella), la producción se rebasa con creces y, cuando se estrena, el fracaso es de órdago a la grande. En honor a la verdad, hay que decir que la película es un gran ejercicio de sensibilidad, una historia de amor épica sobre una mujer que arrastró a la pasión a dos de los hombres más poderosos de
la Tierra, realizando una interpretación más que meritoria y tan atrevida que hizo que
la Reina de Egipto tuviese para siempre su rostro, su cuerpo y su explosiva sensualidad… ¡quién fuera áspid!
Se explota a fondo su emparejamiento con Burton entre peleas, separaciones, reconciliaciones, disputas, joyas y lujo con varias películas. La insípida Hotel Internacional, de Anthony Asquith; la estupenda Castillos en la arena, de Vincente Minnelli y la que es, sin duda, la mejor interpretación de toda su carrera: ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols, donde sí está plenamente justificada la elección de Burton como oponente. Basada en la obra de Edward Albee, la película nos muestra a una Elizabeth Taylor entrada en kilos en múltiples registros, desde el histerismo exacerbado a la pasión incontrolada, desde el puro juego marital al claro proceso de autodestrucción, todo ello en una película redonda, feroz crítica contra la clase media americana planteada como un lúdico juego de escándalos, mentiras y verdades incompletas, frustraciones y soledades compartidas. Extraordinaria, gana su segundo Oscar (esta vez, sí, muy merecido) y hay quien llega a decir que el matrimonio retratado por Taylor y Burton en la pantalla no es más que una transposición de su propia vida en común.
Otra de sus cumbres es Reflejos en un ojo dorado, de John Huston, como objeto del deseo de un soldado que, a su vez, es el centro de las miradas de su marido, un estupendo Marlon Brando. Su interpretación se mueve en el mismo filo de una historia tan áspera como compleja y difícil.
A partir de aquí comienza su declive con películas auténticamente mediocres como Los comediantes (famosa porque en una escena de amor con su marido, Peter Glenville, el director, gritó: “¡Corten!” y ellos siguieron en la faena) o ese bodrio dirigido por Burton y basado en la obra de Christopher Marlowe Doctor Fausto, o los dos intentos con Joseph Losey, un realizador muy original pero que no atravesaba su mejor momento en las incomprensibles y confusas La mujer maldita y, sobre todo, Ceremonia secreta.
Por destacar dos de esas mediocridades, yo citaría la turbia Salvaje y peligrosa, variación del tema de ¿Quién teme a Virginia Woolf? en clave de sexualidad ambigua con excelentes interpretaciones tanto de ella como de Michael Caine. La otra podría ser su notable encuentro con Henry Fonda en el melodrama Miércoles de ceniza, lenta y plomiza historia que sólo merece la pena por la inmensa categoría dramática de ambos en el otoño de sus carreras.
Aparte estas dos mediocres excepciones poco hay que destacar (quizá sólo añadir la árida sensualidad nada conseguida de El único juego de la ciudad, de George Stevens) pero la carrera de Liz Taylor (ella siempre odió que la llamaran Liz) acabó prematuramente con una vejez mal llevada, su separación definitiva de Richard Burton después de casarse dos veces con él, ingreso en clínicas de desintoxicación, neurosis obsesiva por sus problemas con el peso, más matrimonios en la vida de la niña caprichosa que siempre ha sido, fotografías escandalosas, amistades ambiguas y proyectos nunca llevados a cabo. Hoy Elizabeth Taylor ya es leyenda pero lo único que aún no ha dejado de brillar es la luz violeta de sus ojos inundándolo todo de sueños, haciendo de su vida una película decepcionante y del cine, la seguridad de que la belleza y el talento fueron juntos de la mano por culpa de una mujer irrepetible.