Un hombre debe investigar un caso de asesinato con mimbres de sentimiento. La víctima es una chica que era aún más hermosa que el abrupto paisaje de montañas y lagos que fue testigo del crimen. Y cuando se empieza una investigación de esta clase, se suele mirar al pasado de la víctima. En esta ocasión, el hombre se equivoca. La respuesta está en el futuro. Un futuro que ni siquiera existe.
Todos parecían querer a la chica pero todos también guardan una íntima razón para matarla. En los ojos del inspector encargado del caso, sólo yace el cansancio por una vida con la que ha tenido que cortar puentes de forma muy equivocada. Es observador y su mirada escruta cada uno de los detalles del verde que rodea a la muerte. Pronto se dará cuenta de que el mismo asesinato será para él una lección de cómo vivir, de cómo no hay que rendirse, de cómo no hay que esconderse. Y es que ocultarse de la realidad sólo lleva al resentimiento, al rencor, a la esquina demasiado escorada de la venganza y es entonces cuando es imposible encontrar el camino de vuelta.
El entorno parece un personaje más de la trama criminal en la que se tiene que mover la investigación. Las casas apacibles en medio de la tranquilidad rural de un pueblo que espera a los hombres en su regreso de la gran ciudad, o con el suave sonido de la azada de algún labriego que tiene que roturar a la tierra ingrata para que, entre la nieve y el fresco, brote algo de calidez, hace que el tiempo asegure que todos saben todo de todos y las apariencias, en la provincia, cobran muchísima más importancia pues, en caso contrario, serás pasto del terrible juicio del cotilleo.
El minusválido psíquico dominado por un padre amargado en su físico impedido, el entrenador de hockey tan equívoco como oportunista, el dueño de un bar que se separó de su mujer porque su hijo murió en un accidente tan estúpido como terrible, el novio que llora mientras corre y que intenta encontrar los porqués sin tener ni idea de los cómos, el padre que llora la pérdida desconsoladamente porque en las típicas imágenes de video familiar parece trascender que había algo más que adoración por la hija, el inspector de policía que se desespera mientras intenta no ser herido con la cruel locura que padece su mujer, la única hija del matrimonio que se va recluyendo poco a poco en el mutismo porque, al no querer que conozca el sufrimiento, su padre no hace más que ahondar en la mentira que implica un desprecio por una madurez que aún no posee...Todos ellos parecen personajes que están a la espera de algo que dé sentido a unas vidas que se descolocan todavía más por un asesinato en postura de piedad, en rostro vuelto por una culpabilidad que pesa ya demasiado. Esto es una muestra de cine negro que huye del expresionismo y nos adentra en la naturalidad sin énfasis, sin tildes escenográficas, sin más puesta en escena que la desnudez de una situación en la que nunca, nunca es siempre, siempre.
Dominando toda la escena está Toni Servillo, un veterano actor italiano que es vector de ojeadas en cada una de las motivaciones y que es incapaz de mirar dentro de sí para ver dónde tiene encasquillado el raciocinio. La puesta en escena de Andrea Molaioli es austera y efectiva, con una clara inspiración en el estilo de Nanni Moretti, con el que ha trabajado como ayudante de dirección, y contiene un error de cierta envergadura al rodar la película en soporte magnético, lo que la priva de una fotografía que podría haber sido bellísima. Aún así, no hay mujeres fatales, no hay frases muy agudas, no hay situaciones de tensión. Ni siquiera hay un mal disparo que llevarse a la sangre. No hay histerismos ni rebeliones de último momento. Sólo un misterio resuelto con el naturalismo como enseña pespuntada con hilos muy precisos de negrura. Y eso no deja de ser un complicado encaje de bolillos.