viernes, 29 de abril de 2016

BIENVENIDO MÍSTER CHANCE (1979), de Hal Ashby

Los árboles, cuando tienen las raíces sólidas, dan sombra y cobijan a los seres que andan perdidos en el mismo mundo que han creado. Sus hojas se balancean dulcemente al compás del viento y la corteza exhibe sus arrugas como símbolo de una edad que no perdona. No es fácil integrarse en un mundo que se desconoce por completo. La rutina se quiebra. Ya no hay agua todas las mañanas para regar el jardín. Ya no hay protección en ese tiempo que parece que se detiene porque a alguien, una vez, se le ocurrió recoger un arbusto de la calle y llevarlo a un vivero privado para protegerlo del frío exterior. Las casualidades se suceden y nadie cae en que una planta es una planta y no puede pensar. Siempre se intenta ver algo más en el interior cuando ese interior está totalmente vacío. Solo está lleno de imágenes catódicas y también vacías. Todo se confabula para hacer creer que lo que es una respuesta inocente se convierta en un pensamiento profundo, en un ingenioso análisis de la situación actual, en el revulsivo que todo país necesita cuando se acaba un liderazgo.
Chance Gardiner solo quiere que le dejen cuidar de un jardín que bien puede ser un país. Los principios, al fin y al cabo, son muy parecidos porque no hace mucho un político también nos hablaba de brotes verdes y tierras que pertenecían al viento. Solo hay que regar los tiestos con sumo cuidado y esperar que venga la estación adecuada para que todo crezca exuberante y fortalecido. No hay más pasiones humanas que los medios de comunicación y el agua en la tierra para hacer crecer el huerto. Lo demás son solo lujos innecesarios de los que debe prescindir cualquier sociedad para llegar al éxito. Chance Gardiner no lo sabe bien. En realidad, él no sabe de nada. No sabe cuál es la situación política, ni social, ni económica. No sabe cuál es el significado de un apretón de manos más allá que el signo de cortesía que se repite una y otra vez en una caja tonta de canal de cambio rápido. No sabe hacer el amor a una mujer. Ni siquiera cuando tiene oportunidad mira lo que se le ofrece a manos llenas. Es el inocente perfecto que jamás se moverá por ambición. Solo se moverá por su jardín. Quizá sea el hombre de los milagros capaz de andar sobre las aguas cuando la ocasión lo requiera. Solo es Chance, el niño grande que fue echado de casa.

Extraordinaria interpretación de un inusualmente comedido Peter Sellers con un espléndido plantel de secundarios con Shirley MacLaine, Melvyn Douglas y Jack Warden dando un par de lecciones sobre cómo sostener al protagonista principal. El guión de Jerzy Kosinski, novelista polaco afincado en los Estados Unidos, arremete contra la superficialidad con ínfulas que asola el mundo moderno y que tanto se podría trasladar a nuestros días. Todo el mundo opina. Todo el mundo sabe. Todo el mundo ha leído. Todo el mundo tiene el dato. Incluso todo el mundo cree que el más tonto tiene razón. 

jueves, 28 de abril de 2016

TORO (2016), de Kike Maíllo

No es fácil deshacerse del pasado. Sobre todo cuando es un tiempo de violencia sin demasiado sentido, una época en la que se dejó de ser hombre para comportarse como un animal, unos años en los que se creyó querer pero solo fue el espejismo de las lágrimas que un sembrador, serio, cínico e implacable, quiso plantar en las mejillas débiles de la personalidad juvenil. La sangre correrá para que la vida sea normal y el carácter, una vez más, será la cárcel del individuo.
Después del dolor, la redención. Después de días ordinarios, horas de furia. El cariño es lo único que se posee cuando ya todo da igual y uno llega a tener la certeza de que ha sido el mejor chico de los recados. Los demás han sido todos sicarios sin cerebro, sin empuje, sin gallardía suficiente como para hacer sin pestañear lo que se ordenaba con sequedad. La muerte no es el fin, es el instrumento y queda muy poco para ganarse la libertad. Todo acabará ciego, sin más salida que una orgía de violencia y de rabia que llevaba demasiado tiempo contenida. Solo acabando con todo, todo acabará con el pasado. Aunque haya que penar diez años más. Lo honesto siempre merece la pena.
Michael Mann parece haberse instalado en la Costa del Sol para presentarnos unos personajes ibéricos de la mano del director Kike Maíllo. Mario Casas tiene algún momento en el que empieza a demostrar que puede ser un buen actor. Luis Tosar, con la derrota marcada incluso cuando sonríe, es ese perdedor vocacional que nunca podrá llegar a ningún puerto. José Sacristán, enorme en su impasibilidad santurrona, cínico que se recrea en la oscuridad de su propio carácter, filo hiriente que se clava con crudeza en la carne de cualquiera que estorbe su orgullo. El resultado es una película aceptable, con algún subrayado de más, con alguna visita innecesaria a la violencia sin cuartel, con secuencias muy interesantes dentro de esa estructura que no costaría nada imaginar en cualquier western. Y es que ha habido ganas de agarrar al público de las solapas y exigirle algo de atención porque, al fin y al cabo, el mal puede revestir muchas formas, incluso tras el escondite de Dios y de las vírgenes. Incluso tras el deseo desbocado de querer algo de amor de un padre que nunca existió.

Cuando nada se puede aportar, lo mejor es dejar algo de uno mismo al borde de una despedida y marcharse para no volver. Eso lo saben bien todos aquellos que se han acostumbrado a perder, a involucrar a los demás en un torbellino de problemas que, a veces, quedan suspendidos en el aire pero que no desaparecen en las sombras. Todo por querer más que, en el fondo, es lo que todos queremos. Más. Más dinero. Más amor. Más libertad. Más normalidad. Más humanidad. Más días cuando ya estén agotados. Más sangre cuando la venganza sea sinónimo de egoísta ebriedad. Las lágrimas ya han sido sembradas y resbalan por las mejillas formando surcos de pena. Tal vez porque se fueron los que no merecieron irse. Tal vez porque no hay un lugar en el que, realmente, un hombre pueda empezar de nuevo. Ni siquiera al otro lado de la orilla. Solo queda volver al redil y esperar un perdón que nunca llegará. Quizá la justicia la hagan otros. Puede que la noche sea la devoradora de la venganza. Puede que un último abrazo sea la mejor recompensa.

miércoles, 27 de abril de 2016

GRAND PRIX (1966), de John Frankenheimer

La velocidad terminal, la adrenalina a chorro, el asfalto desafiante, la prensa sedienta de sangre, el final del camino, la seguridad de que la oportunidad no llega, el instinto de superación, la protección de la inversión, la jugada ladina, el deseo encontrado, la aventura fácil, el paseo por el borde de la muerte, los medios de información, la gloria del vencedor, el dinero lo mueve todo, la sombra de un hermano muerto, las gomas gastadas, los motores al límite, el salto hacia la eternidad, el circo continúa, el gran premio nunca para.
El mundo de la Fórmula 1 retratado tan de cerca que se puede oler a gasolina y a cambio de marchas quemado. Las cabezas girando de un lado a otro a velocidad de vértigo. Los pilotos también tienen pasiones y desengaños. Los promotores quieren rentabilizar su inversión poniendo en riesgo las vidas si es necesario. La sombra del humo que se diluye en el cielo es un peso que solo dura unos minutos. El paso decidido acabará por anular toda consideración por el campeón muerto. Primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta…no hay final para tanto cambio de velocidad, para tanta técnica estudiada, para tanta marca de neumáticos en el suelo. Mientras el circo sigue en marcha, la vida apenas continúa. Solo vaivenes de hotel, vibraciones de triunfo y derrota, motores al rojo vivo…Llega un momento en el que hay que retirarse porque todo comienza a carecer de sentido y tan solo una última aventura, una última ilusión del amor entre cilindros puede salvar un corazón errante y veloz. Las segundas oportunidades son difíciles de conseguir y, sin embargo, pueden llegar. Basta con estar libre en el momento apropiado. Basta con poner cuarta en una curva que se debería pasar en segunda.

John Frankenheimer dirigió esta película de corte realista con una impresionante precisión no solo en sus planos sino también en sus elipsis. Saul Bass se encargó de los títulos de crédito y en los efectos multiplicadores de la potencia de los coches que solo quieren ganar. Delante de las cámaras, un reparto de ensueño que incluía a James Garner, Yves Montand, Eva Marie Saint, Brian Bedford, Jessica Walter y Toshiro Mifune. Elenco cosmopolita para dar a entender con sabiduría que la velocidad llega a todas partes. A pesar de que en algún momento pueda parecernos algo ingenua, sigue siendo un acercamiento fantástico al mundo de la Fórmula 1 de los años sesenta, cuando la aceleración comenzaba a ser la obsesión y solo valía el triunfo para rentabilizar las ingenierías. Los coches circulaban sin pegatinas en las carrocerías y se ponía en duda la palabra de un piloto que aseguraba que el cambio de marchas se agarrotaba. Todo por la victoria, todo por volver a ceñirse la corona de laurel del campeón. Ahora todo se ha magnificado y ya no queda ni sombra de aquellos héroes. ¿Qué más da? Apenas queda nada salvo la ambición de quien quiere llegar a lo más alto. Aunque eso, en muchas ocasiones, no sea suficiente.

martes, 26 de abril de 2016

LAS TRES NOCHES DE EVA (1941), de Preston Sturges

Si tenéis ganas de escuchar el atraco a tiro limpio que perpetramos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Heat", de Michael Mann con Robert de Niro y Al Pacino está aquí.

Primera noche: El primo es un ingenuo que, en el fondo, tiene algo de atractivo. Es un primo muy mono. Quiere jugar a las cartas cayendo en la trampa de la elegancia. Todas quieren entablar conversación con él. Al fin y al cabo, no se pesca a un millonario en aguas de alta mar todos los días. Su ingenuidad forma parte de su encanto. Porque no cabe duda de que llevar una serpiente en un barco metida en una caja tiene bastante de ingenuo. Es una fruta madura que caerá pronto. Más que nada porque está solo. Tanto tiempo en la selva rodeado de indígenas y serpientes ha hecho que no tenga ni idea de cómo se trata a una chica. Por mucha cara que tenga. La chica, me refiero. Es guapo el condenado. Pero tiene esa mirada perdida, como de no saber dónde se encuentran esos sentimientos que comienza a percibir. La trampa no va a ser el juego de cartas, cariño. El truco está en el beso.
Segunda noche: Un avispado le advirtió que no hay gente buena en los barcos intentando jugar a las cartas. Todo se puede arreglar si una se introduce cual dama de alta alcurnia inglesa en la fiesta apropiada. Basta con hacer que no se es quien se es. Un acentito allí, un gesto allá, un dejarse querer acullá, y el gato está en la talega. Un frac desperdiciado. Sigamos. A pesar de su torpeza parece como algo más seguro. No se da cuenta de que la chica que es una dama también era la que intentaba jugar a las cartas. La nobleza tiene esas contradicciones. No hay nada que le guste más a un hombre que creer que ha seducido a alguien. Y en eso consiste el juego. En el fondo, es otra partida de cartas. Hay que esconder la jugada y apostar fuerte en el momento preciso. Un smoking desperdiciado. Estos asados inoportunos… Es tan encantador…Pero no, no, no hay que dejarse llevar por esa ingenuidad de millonario alelado. La venganza es un plato que se come frío…por mucho que ese plato acabe en el traje de etiqueta de él. Todo el mundo está encantado con la dama inglesa. Todo el mundo menos esa molesta niñera, ese inoportuno guardaespaldas que se cree el padre de él. Todo terminará como tiene que terminar. Con un tercer smoking desperdiciado. Y además de color blanco.

Tercera noche: La boda se celebra y hay que seguir con el juego. Hay que darle a entender en la misma noche de bodas que la dama no es tanta dama. Que ha estado con éste, con aquél, con el de más allá y que se ha pulido hasta un parque de bomberos. Así la humillación será similar a la que sintió ella en la primera noche, en un barco en medio del océano. Solo que es tan encantador, tan especial…se parece a Henry Fonda un poco, con esos ojos tan perdidos, esa cara de elemento harinoso tan especial. Se ofende. El tonto orgullo del hombre hace su aparición. Él no sabe que todo terminará de nuevo en una partida de cartas, detrás de una puerta cerrada, con las cosas dichas al oído sin que nadie más pueda escucharlas. No, ni siquiera el espectador. Pues estaríamos buenos. La cuarta noche es muy privada. Callémonos y besémonos…

viernes, 22 de abril de 2016

NI UN PELO DE TONTO (1994), de Robert Benton

Todo el mundo cree que Sully es un viejo estúpido irresponsable, uno de esos eternos jóvenes que jamás han sabido madurar. No tiene un centavo, el trabajo le escasea, como padre no se portó demasiado bien y es capaz de prescindir de los amigos cuando haga falta. Sin embargo, hay algo en él que lo hace diferente. Quizá haya dado esa imagen porque así la gente no le exige nada. Tal vez sí que supo madurar pero lo hizo con tanta sabiduría que nadie lo notó. Es verdad que no tiene un centavo y que el trabajo no abunda pero siempre sufrió por su hijo, siempre estuvo al tanto de sus evoluciones aunque nadie se haya dado cuenta de ello. Nunca prescinde de los amigos, solo da preferencia a lo que realmente la tiene. Ellos creen que Sully no siente, ni padece y es todo lo contrario. Se preocupa por los que le quieren. Tiene una mano izquierda acogedora para hacer que la vieja Hattie vuelva con él a casa. Su retranca alegra la vida de su vieja patrona. Juega al tuya-mía con su jefe. En realidad, Sully se ha creado un mundo que gira a su alrededor solo que nadie, ni el más cercano, lo sospecha.
No deja de ser cierto que hace gala de una despreocupación desconcertante. Tiene un abogado cojo que jamás gana un caso pero no le importa demasiado perder un juicio. Prueba suerte en el azar una y otra vez pero sabe que el resultado será siempre menos dinero en su bolsillo. Su rodilla hace que corra pero a cámara lenta. Bueno, mala suerte. Y, sin embargo, cuando hay que tomar decisiones tiene una belleza interior que nadie en el pueblo de North Bath posee. Incluso cuando se enfrenta con el desastrado e inútil policía que patrulla por las calles del pueblo hace lo que haría cualquier hombre de verdad. No, Sully no tiene ni un pelo de tonto. No es el idiota de nadie.
Robert Benton rodeó a Paul Newman de un puñado de actores llenos de serenidad para dejar bien claro que él era un actor como ningún otro, que no importaba que la película fuera pequeña porque era tan grande que hacía que la sonrisa no se pudiera caer de los labios, bien amarrada al andamio de las mejillas. Bajo el rostro y las sensaciones de Newman nos adentramos en la verdad de un individuo que esconde sus emociones bajo una máscara de irresponsabilidad. Los diálogos son brillantes y certeros y todo deja un regusto de suavidad, de estar disfrutando de la agradable nieve y de una historia cualquiera. Y es que Newman aquí nos ofrece un registro cercano a la comedia y domina a la perfección ritmos y tonos, dejando caer frases aquí y allá, como si fuera un inmaduro a punto de entrar en la jubilación, paradoja de un destino que siempre tuvo que huir para no verse totalmente destruido. Tal vez así es como se manifiesta la sabiduría. A través de los ojos distantes de un hombre que siempre estuvo cerca aunque no se le notara. Él no olvidó nunca a quién quería aunque nadie se dio cuenta de sus sentimientos. Solo así se puede sobrevivir en un mundo que quiere acabar con todos los hombres que son como Sully.

jueves, 21 de abril de 2016

THE LADY IN THE VAN (2015), de Nicholas Hytner

Con frecuencia los abismos de la locura se abren con la culpa, con la conciencia o con la represión. Son tres elementos que ahogan la personalidad con fiereza y es posible que, detrás de un buen montón de basura, haya toneladas de personalidad ahogada y en fuga, en permanente confusión, sintiendo que no debe nada a la vida porque la vida no le ha dado nada, creyendo que la caridad que deben mostrar los demás es una obligación porque también es algo que pesa en las conciencias ajenas. Lo cierto es que el tiempo pasa, el olor se queda, la fascinación se crece y ahí enfrente, al otro lado de la ventana, está la mejor de las historias.
No es fácil separar el grano de la paja teniendo en cuenta que todo escritor tiene un yo que escribe y otro que vive. Sin embargo, hay algo en esas arrugas algo anárquicas, ligeramente rebeldes que hacen que la imaginación cabalgue en busca de adornos para una historia que, en el fondo, debería apenar. El fundamentalismo católico, absurdo e intolerante, también aparece y domina y hay algo que la dama no permite y es el dominio. Ella no deja de estar en la puerta de la casa de un escritor pero está en permanente fuga.
Las teclas del piano la miran desafiantes, como queriendo exhalar sonidos antes de que ella ponga sus manos sobre él. La música está ahí mismo, en el arte que desapareció por obediencia y se encarga de recordar que sus sensaciones son irrepetibles y de que el compás de tres por cuatro también tiene una coda. El tiempo pasa y la soledad se extingue. Tal vez porque se ha llegado a un pacto con el destino o, más bien, porque es la misma lógica de la existencia.

Maggie Smith, gran dama y mejor actriz. Ella domina la película porque sabe que en una mirada suya caben todos los sentimientos y todas las reacciones. Aún en la locura, el espectador sabe leer en sus ojos y experimenta miedo, pasión, abandono, orgullo, realeza, verdad, mentira, complejo y sarcasmo. En la pobreza elegida de su personaje, su actuación llena todos los rincones para dejar a todos impresionados con tanta versatilidad, con tanta ternura, con tanta belleza en cada una de sus arrugas causadas, a buen seguro, por la risa que nunca dejó de tener. En su piel ajada y llena de pliegues encontramos a la pobre que quiere vivir en la indigencia para expiar sus pecados, a la monja reprimida que abandonó lo que más le gustaba en la vida por no desobedecer, a la pianista excepcional que acaricia las teclas con sus manos una última vez antes de querer un apretón de manos, a la mujer de atractivo particular que siempre ha jugado a conquistarnos en uno u otro papel. El resto no deja de ser una película algo anecdótica, con el fantasma de Federico Fellini esperando su momento, con momentos de sonrisa y ninguno de emoción. Mientras tanto, dejamos que ella, Maggie Smith, aparque en la entrada de nuestro garaje y se quede ahí, mirándonos con expectación, con una media sonrisa de mujer sabia y maravillosa, espíritu británico de belleza que no se extingue y que permanece, como una sensación, durante algún tiempo después de la película. Por eso, nada de lo que se pueda escribir sobre ella tiene demasiada importancia, porque ha dejado una oleada de sensaciones que ningún escritor, por bueno que sea, podrá llegar a transmitir fielmente.                

miércoles, 20 de abril de 2016

MR. HOLMES (2015), de Bill Condon

Cuando un actor es carne y sangre del personaje que interpreta, entonces la magia se instala en la escena y se establece una comunicación muy especial, muy determinada con el público. Ahí está su rostro, de sobra conocido, pero se puede llegar a creer que es otro, que es un tal Sherlock Holmes en el final de su vida intentando resolver los pequeños misterios con el único enemigo de la mente envejecida. El tiempo deja su huella en la piel y en la memoria y los recuerdos se hacen difusos, difíciles, escurridizos, inaprensibles. Quizá el momento dé uno o dos instantes de felicidad pero es todo fugaz como la misma vida del más mítico detective, el de la mente más preclara, el de las deducciones más precisas, el único, el más grande.
La vejez es una enfermedad y Holmes lleva enfermo desde hace mucho. Los amigos que marcaron sus experiencias ya no están porque han sobrevivido menos, porque han entrado en las entrañas del misterio. Ya no son personas, son fantasmas que aparecen y desaparecen sin más permanencia que el pensamiento rápido y leve. Y el actor sigue dando vueltas sobre el pasado del personaje, dándole cuerpo, construyendo pacientemente una verdad sobre una mentira y dando a entender que solo ha habido un Holmes capaz de ser dios y monstruo, razón y error, reacción y derrota. Porque al final, tal vez, solo queda la derrota o, como mucho, una nimia victoria en medio de la senilidad.
Cuando un actor se transforma y su mirada se confunde con su creación, entonces el escalofrío se instala en la mente del espectador porque el asombro no sale de la apreciación. Es posible creer en el poder de la observación que un día detentó el mito. Es posible adentrarse en la venerable ancianidad que, siempre perversa, hace que la vida se escape a cada minuto, en pequeños detalles, en minúsculos puntos de un diario que no sirve para recordar sino para recordar que se olvida. Derrota sobre derrota. Avispas sobre las abejas. Sensaciones sobre vivencias. Esencia sobre personalidad.

Ian MacKellen se introduce en la piel del hombre que paulatinamente va perdiendo su identidad porque Holmes, sin su mente privilegiada, no es más que un pedazo de carne sin valor alguno. Y el miedo a olvidar es aún más grande que el miedo a la propia muerte. Y todos sabemos, en medio de sus vacíos de memoria, que él es Holmes sin Watson, que él es el actor que ha sabido moverse a un cuerpo ajeno y hacerlo propio. Mucho más allá de una película que puede parecer aburrida, o insulsa, o intrascendente, está el actor. Con toda la admiración. Con todo el talento. Con la verdad por delante.

martes, 19 de abril de 2016

LA OCTAVA MUJER DE BARBA AZUL (1938), de Ernst Lubitsch

Si tenéis ganas de uniros al homenaje que tributamos a Georges Meliés en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla podéis hacerlo aquí. Fue un debate en el que no  todos estuvimos tan de acuerdo.

Todo empieza por un pijama. La parte de arriba, la parte de abajo. Bien es sabido que los hombres no utilizan la parte de abajo solo la parte de arriba. Y, de repente, llega esa encantadora muchachita dispuesta a comprar solo la parte de abajo. Y la cuestión se pone dura porque una bañera de Luis XIV entra en juego con el que va a recibir la parte de abajo. Así que ya está bien de aprovecharse del figurón de turno que tiene más dinero que Rockefeller y que lo único que desea en este mundo es encontrar a la mujer que le dé estabilidad y amor. Claro que eso ya lo ha intentado siete veces. Y ninguna salió bien. Tanto es así que todas acabaron aprovechándose de su fortuna que era lo que realmente querían. Y esta vez está seguro de que va a dar en el clavo. Ella no puede aprovecharse, no es de esas. Todo lo contrario. Es una de esas otras que no dan ni una migaja para que no haya malos entendidos. Así que sequía y buena letra. Y no, no leas La fierecilla domada para dar lecciones sobre cómo tienes que tratar a una dama. Ése no es el mejor camino para conquistar a una mujer a la que no le importa dar una bofetada al hombre si es preciso. E incluso montar una obra de teatro con tal de darle celos. Para eso están los secretarios.
Y es que los dobles y triples equívocos lo único que consiguen es traer jaleos por debajo de la cintura. Solo que un maestro como Ernst Lubitsch jamás se atrevería a decirlo claramente. Cuando no hay marcha, solo hay escarcha. Y Lubitsch lo sabía muy bien. Para eso pone en liza a detectives, padres y boxeadores y a siete mujeres anteriores cuya sombra pesa más que una bañera de porcelana. La Costa Azul, esa trampa de arena y agua. Siempre hay alguna ventajista que trata de sacar lo que no está en los escritos. Y eso no se puede permitir entre llamadas telefónicas cargadas de millones y deseos caprichosos de obtener fácil cualquier cosita. No sé, por ejemplo, una esposa.

Una de las cosas que más sorprenden en esta película es la expresividad que demuestra Gary Cooper, saliéndose totalmente de su habitual tono menor e integrándose con facilidad en esta trama de amor y millones que tiene a Billy Wilder y Charles Brackett como guionistas y a Claudette Colbert, David Niven y el maravilloso Edward Everett Horton de comparsas. Y es increíble comprobar cómo el chiste es fácil, la intención es aguda, la sofisticación está presente y la genialidad campa por sus respetos en un plató que no ha sido ni será jamás la Costa Azul y que, poco a poco, se va convirtiendo en una comedia de puertas cerradas y braguetas de idéntica condición. No es de extrañar que fuera un clamoroso fracaso en su estreno y que Lubitsch la tuviera en mucha estima al creer que, en contra de la opinión del público y de la crítica de la época, era una buena película, cargada de dobles intenciones y de bromas que no eran solo verbales sino también visuales. Y ahora les voy a dejar. Tal vez encuentre una esposa en una playa de lujo y me quiera no solo por mi dinero sino por mi natural encanto lleno de millones. 

viernes, 15 de abril de 2016

VIAJE ALUCINANTE (1966), de Richard Fleischer

La aventura está en el interior del hombre, en su propio cuerpo, lleno de trampas, recovecos, defensas y agresiones. La sangre es un río que fluye con violencia, el cerebro es un misterio que debe ser reparado, los anticuerpos son enemigos que se esconden en la anatomía a la espera de algún intruso al que destruir. Y todo es un abismo de incógnitas que se puebla de tejidos, de células, de ácidos, de auténtica batalla. La miniaturización de un batiscafo con unos cuantos científicos dentro es el primer paso para la cirugía realizada desde el interior, como si Dios dejara de estar fuera, como si el hombre dejara de estar dentro.
Así es como empieza el viaje alucinante por el interior del cuerpo humano que fue dirigido de forma trepidante por Richard Fleischer. El público comenzó a navegar por la más maravillosa maquinaria nunca inventada y sintió los latidos de su propio corazón incluso cuando había que atravesarlo abriendo su diástole para que los intrépidos aventureros interiores pudieran flotar entre las arterias. La fuerza del corazón es tal que ni el más potente de los motores puede poner proa al torrente sanguíneo y ahí nos damos cuenta de que somos aventuras andantes, esperando a ser descubiertas a pesar de los avances de la ciencia. Y ahí, en ese microuniverso, rodeados de un mar de sangre, también se nos descubre la profunda debilidad del ser humano que se precipita por la traición con tanta facilidad como con la que asimilamos los alimentos. No es fácil llegar al destino de este viaje alucinante por mucho que ahí fuera haya unos cuantos que cuidan la expedición desde el exterior.
Y es que en el interior del cuerpo hay demasiadas cosas que pueden salir mal. Más que nada porque la naturaleza es sabia y trata de expulsar cualquier cuerpo extraño que se introduce en un entorno que, en el fondo, trata por todos los medios de mantener su equilibrio. Quizá lo mismo que falte en el interior de esa diminuta nave que surca el flujo corporal con tanta precaución como osadía. Porque el miedo existe y eso también puede llevar a la perdición a toda hélice. Y todo es como un viaje al espacio solo que ese espacio no tiene estrellas ni planetas. Solo el viaje es lo importante, solo la singladura es suficiente para poner en guardia las defensas convirtiendo todo en un periplo maravilloso por el conducto más perfecto que se haya creado jamás. Por eso el viaje es alucinante. Porque nuestra propia naturaleza es fascinante y su reparación es lo que nos debería mover en toda búsqueda. La vida fluye y las pasiones humanas deberían quedar siempre en el plano de la imperfección.

Los alvéolos convierten la aspiración en un huracán para la escala más pequeña de tamaño. Una simple gota puede contener la misma existencia. La presión es tan importante como la de un submarino en el fondo del mar. Y maravillados y extremos contemplamos tanto cartón-piedra que no nos importa porque queremos saber qué es lo que les espera a los héroes en la próxima curva de la vena.

jueves, 14 de abril de 2016

JULIETA (2016), de Pedro Almodóvar

En ocasiones, el dolor es esa doblez de la personalidad que ha sido sistemáticamente silenciado por la supervivencia. En algún rincón de nuestra alma, ha ido haciéndose un sitio, tan normal y rutinario, que se ha instalado como un elemento más del día a día y ha pasado a ser la regla antes que la excepción. Parece como adormecido, respira con suavidad, se mueve de vez en cuando pero no causa daño, no parece un enemigo. Sin embargo, un día, un encuentro, una casualidad, un saludo efímero en la calle es capaz de despertarlo hasta hacerlo insoportable. Y es entonces cuando se echa la vista atrás llegando el momento de volver a las raíces de su presencia.
Y así la vida pasa de nuevo por delante de la vista. Con esas burlas ingratas del destino que nunca se ha mostrado demasiado amable y, cuando lo ha hecho, siempre se ha apresurado a compensar lo bueno con algún cargo de conciencia. Es como si la soledad fuera la narradora de la historia, agazapada sobre un escritorio sobre el que cae un rayo de sol de esperanza tibia. Todo ha ido dirigido a ella. Todo se ha hecho mil pedazos para que la vida se quedase en un estado permanente de reconstrucción inacabada. Todo se ha quebrado en cristal porque la felicidad, esa gran fugitiva, corre siempre en dirección contraria.
Quizá el problema resida en estar en el momento oportuno en el sitio equivocado. La tormenta dibuja el enfado del mar con trazos blancos mientras el corazón se retira, herido y también desbocado, hacia la orilla para convertirse en un mero espectador que espera su recompensa. Y lo que se espera, nunca llega. Y lo que llega, siempre es insuficiente. La nada está a la vuelta de la esquina. Basta con doblar la calle de los años y dejar que la vejez sea la excusa. Todos desaparecen. La muerte se presenta como un invitado sonriente, deseoso de poner a prueba la perseverancia del aguante. Y el derrumbe aparece con las grietas de las arrugas y la mirada buscando respuestas. La verdad está. Y el cariño parece tan indiferente…

Pedro Almodóvar ha dirigido su mejor película en los últimos años, con un estilo austero en la narración y fascinante en lo visual. Cuenta con la colaboración de unos intérpretes que se integran en la naturalidad de la vida y del entorno y, también, con una banda sonora de belleza oblicua con la firma de Alberto Iglesias. Esta vez sí ha conseguido que nos asomemos a las razones de un dolor que está tan pegado como la piel mancillada por un tatuaje. Y sufrimos y nos perdemos en los vericuetos de lo razonable intentando encontrar una causa ante tanto desconcierto y tanto absurdo en una vida que debería recrearse en los paisajes de la belleza física y moral. Más allá de eso, nos hundimos en la desesperanza del abandono porque siempre hay un culpable como el egoísmo. Algún fleco no demasiado creíble salta de un fotograma a otro pero se perdona porque asistimos al ajuste de cuentas de un destino que debería ser encarcelado por delinquir en contra de la ternura que todos deseamos. Y lo hace premeditadamente, repetidamente, implacablemente. Algo que siempre es atractivo. Más que nada porque nunca estaremos demasiado seguros de que nuestra compañía sea suficiente como para cerrar unas cicatrices que son pecados contra la tranquilidad del alma.

miércoles, 13 de abril de 2016

EL DIABLO SOBRE RUEDAS (1971), de Steven Spielberg

Un viaje por cuestiones de trabajo, por lo general, no lleva a ninguna parte. Es tan solo un buen puñado de kilómetros aburridos, con su camino de gris ataviado de rayas de distinto diseño y de paisajes que no significan nada. Eso, por otro lado, adormece a la fiera que todos llevamos dentro cuando nos ponemos al volante. Está ahí quieta, sin hacer nada, sin asomarse. Sin embargo, las carreteras están pobladas de diablos que retan a duelos absurdos con vehículos que parecen salidos del mismo infierno. Todo empieza con una simple protesta por un adelantamiento. El pique sigue tomando lugar sobre el tapete de asfalto y siempre va hacia arriba. En ningún momento se puede localizar el rostro del dueño del camión. La sombra de la ira sin razón se aparece a cada momento. El duelo va tomando proporciones de asesinato. Solo sobrevivirá el más hábil.
Y es que, en el fondo, uno de los lugares más inhóspitos del mundo es una carretera. Por esa cinta estirada pasan bestias a gran velocidad mientras solo el ruido de las ruedas pone música al polvo que yace a los bordes del camino. Se exige el máximo de esas maquinarias que trabajan sin piedad para llevarnos a nuestro destino. Y aún más cuando aparece un gigante dispuesto a arrasar con tu vehículo y contigo dentro. Eso es un desafío de proporciones mayúsculas y es entonces cuando sale la fiera, cuando esa bestia que llevamos dentro y que sale muy a menudo cuando conducimos se desboca y se pone a la altura del contrincante para hacer una herida en el paisaje, para ser testigo de un dragón revolviéndose en su dolor de muerte. Quizá lo único que quede más tarde sea la locura, la conciencia de haber sido, también, un diablo. Todo puede pasar cuando los motores se calientan. Incluso la muerte.
Habrá distintas paradas por el camino. La típica cafetería repleta de camioneros, otro de los lugares más tristes que existen. La pareja de ancianos que huirá despavorida. El autobús de escuela que se halla en dificultades y resulta ser una coartada perfecta que acaba en la sombra de lo más temible. Cuento largo de fantasías latentes que pueblan pesadillas de interminables noches, como un viaje que nunca acaba, como un duelo de cañones hecho de tubos de escape y sudores fríos en los riñones.

Steven Spielberg dirigió con veintidós años esta película modesta y, en ningún modo, redonda, pero hizo que ya nos diéramos cuenta del enorme talento de un joven entusiasta que quería rodar y exponer con claridad, perturbar, conocer y poner el dedo en la llaga de la moral equívoca que a todos nos cerca. La velocidad es la protagonista de una falsa sensación (hay escenas que se rodaron a treinta kilómetros por hora cuando simula que están en una verdadera carrera) y las gomas de los neumáticos se desgastan por momentos cuando hay que luchar por la propia vida. En especial cuando en el mismo carril se encuentra el mismo diablo sobre ruedas.

martes, 12 de abril de 2016

CUANDO LLEGA LA NOCHE (1985), de John Landis

Si tenéis ganas de escuchar lo que comentamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "La huella", de Joseph L. Mankiewicz podéis hacerlo aquí.

Las noches se hacen aún más largas cuando todo se desmorona alrededor. Las luces de la calle parecen emprender un brillo de burla porque el trabajo es una ratonera sin salida, el matrimonio se derrumba en una falacia de traición y solo la noche parece ofrecer unas horas de cobijo con sus misterios y sus aventuras nunca contadas. Basta con salir a dar una vuelta con el coche, poner la música de B.B. King y pronto una mujer se hará dueña de la mirada derrotada. A partir de ahí, todo será un torbellino de calles sumidas en la oscuridad, de momentos increíbles que solo pueden pertenecer al mundo de los sueños cuando, en realidad, están pasando ahí mismo, ahí delante, sin previo aviso, sin ningún control. Habrá personajes pululando en medio de una intriga internacional que nadie se creería de estar en su sano juicio. Quizá ése sea el problema de Ed Okin, que hace ya tiempo que perdió el juicio.
La chica que se tiene que poner unos vaqueros tan ajustados que parecen una segunda piel alrededor de sus inacabables piernas hacen que la noche, de repente, sea una inspiración en la que el bueno de Okin comienza a tomar partido. No vale con dejar que la vida pase anclándose en el tedio, en la seguridad de un matrimonio fracasado, en unos iraníes bastante torpes en medio de una noche que parece no tener fin igual que no tuvo principio. La comedia está presente porque en el fondo todo es bastante ridículo y anormal y, sin embargo, los ojos siempre encendidos de Okin asisten atónitos al grotesco espectáculo de un teatro de oscuridades sin demasiado sentido. La parodia es un hecho apenas presentido y Ed Okin sabe que eso no puede ser verdad. Lo único que tiene la capacidad de ser tangible es la chica. La chica sí. La chica siempre. La chica debe ser real. Aún cuando aparezca así, de golpe, sobre el capó del coche de Ed. Hay que mantenerse despierto e intentar dormir cuando ella esté al lado. Si no, todo es una burda y extraña mentira. La noche, esa dama que juega al engaño…

Jeff Goldblum y Michelle Pfeiffer protagonizaron esta película dirigida por John Landis y que ha caído inmerecidamente en el olvido porque, tal vez, sea hija de una década demasiada sujeta a las modas. En el camino, Landis reservó apariciones especiales para unos cuantos amigos que llevaban los nombres de David Cronenberg, Colin Higgins (el director de la exitosa por aquellos años Cómo eliminar a su jefe), Waldo Salt (guionista de Cowboy de medianoche y El regreso), Paul Mazursky (director de Bob, Carol, Ted y Alice), Daniel Petrie (responsable de Distrito Apache), el mítico maquillador Rick Baker, el legendario Don Siegel, el creador de Los teleñecos Jim Henson, David Bowie, Jack Arnold (director de El increíble hombre menguante), Roger Vadim, Lawrence Kasdan, Vera Miles, Irene Papas, Jonathan Demme (algunos años antes de que dirigiese El silencio de los corderos). El resultado es una película divertida, trepidante, inteligente y muy entretenida que hizo que muchos perdiéramos la cabeza por Michelle Pfeiffer y pasáramos unas cuantas noches de insomnio pensando en una aventura como la que vive el protagonista. Es lo que tiene la noche…que está llena de secretos que no nos atreveríamos a reconocer a plena luz del día.

viernes, 8 de abril de 2016

PLAN DIABÓLICO (1966), de John Frankenheimer

Estás cansado de una vida aburrida. Tanto que la ropa huele a tergal y en el salón de tu casa solo se oye el tic-tac del reloj de la pared. Ha sido una vida en las que has hecho exactamente lo que se esperaba de ti. Te has dedicado a los negocios, te ha ido bien, has mantenido a una familia, has dejado que los años pasaran para que la pasión que sentías por tu mujer se diluyera hasta quedar en nada. Estás harto de sentarte en la mesa de despacho de tu casa y ver ese trofeo que ganaste jugando al tenis. Te miras al espejo y ya no queda nada del hombre que fuiste. Tus cejas están pobladas de plata, tu pelo ha huido a algún lugar ignoto, tu piel se cae derrengada cediendo a la presión de los años. ¿De lo años? ¿O más bien del desgaste? Has creído ser todo y, sin embargo, no has realizado ni uno solo de tus sueños. Nunca tuviste tiempo para dedicarlo a la pintura, nunca te has dejado llevar hasta caer embriagado por una vendimia de lujuria, nunca has tenido una amante en la que dejar reposar las frustraciones. Ya nada queda. Solo el suspiro que todos los días exhalas cuando te levantas de la cama. Para ti, hasta el pijama es aburrido.
Y sabes que no hay segundas oportunidades, Sin embargo, se te presenta un plan diabólico que te va a permitir vivir lo que siempre has sentido y nunca has probado. Es un plan fantástico que te va a dar la libertad para hacer lo que quieras. Montar fiestas, pintar cuadros, parecer el intelectual que nunca fuiste, presumir de tu vida bohemia. Incluso dejarás ese rostro ajado e irremediablemente apelmazado en la madurez para convertirte en un hombre atractivo y deseable. A tu paso, todos te mirarán. Será divertido vivir de nuevo una segunda madurez. Con el olor a pintura entre los dedos, con una copa cuando vengan las ganas, con una playa cercana en la que desnudarse y hacer el amor con las olas. La risa desbocada que tantos años has estado ahogando saldrá sola, como por arte de magia. Y sentirás que el deseo se desboca y que todo lo que pasó de largo en tu vida, se detendrá para quedarse muchos años. Y, sin embargo, no. No hay segundas oportunidades.

Tampoco puede haber arrepentimientos cuando se toman las decisiones importantes porque el castigo puede ser aún peor que ese rostro grisáceo y descompuesto o que esa existencia inútil y aburguesada. Puede que no haya ni la oportunidad de soñar con las luces que desfilan por tu mirada. Y todo será tras una larga espera en el limbo. Y es que quizá el cielo en la vida no sea como nos lo imaginamos. Como tampoco el infierno. Hay propuestas que parecen hechas por el mismísimo diablo para que aprendamos una lección que jamás podremos poner en práctica. Bien lo saben los que desean fervientemente volver a tener otra vida para hacer realidad los anhelos nunca cumplidos. Bien lo saben los que desean volver de un lugar al que nunca debieron ir sin tener conciencia de que los momentos son únicos y que esa es la verdadera riqueza de cada individuo.

jueves, 7 de abril de 2016

HITCHCOCK/TRUFFAUT (2015), de Kent Jones

Probablemente El cine según Hitchcock es el mejor libro que se ha escrito jamás sobre cine. A través de él no solo descubrimos la personalidad del creador sino también el universo que poblaba su mente compleja, llena de obsesiones, de desafíos técnicos a los que hacía frente con una imaginación privilegiada, de narrativas rompedoras que, definitivamente, cambiaron la historia del Séptimo Arte. Pero también marcó el encuentro de dos cineastas que representaron el punto de inflexión más importante entre el viejo y el nuevo cine. François Truffaut estaba en la curva ascendente de su carrera y su entusiasmo por Hitchcock era más que evidente. Alfred Hitchcock comenzaba su declive después del mayor éxito de su filmografía y estaba llegando al límite de su creación.
Así, mediante las declaraciones de otros cineastas, llegamos a darnos cuenta de que una de las mejores obras de François Truffaut como director fue, precisamente, escribir este libro, obra indispensable en cualquier biblioteca cinéfila que se precie y más aún si se trata de la librería de cualquier aspirante a realizador porque contiene todas las claves que Hitchcock manejaba para llegar al público, algo que él anteponía a cualquier manifestación económica o estética. La pretensión era turbar, provocar una reacción inmediata, asumir la posición del que todo lo sabe para introducirle en esa trama que, si hubiese seguido los senderos de la lógica, hubiera resultado irremediablemente aburrida. Pero todo ello daba exactamente igual. El poderío visual y el sentido del ritmo de Alfred Hitchcock eran tan abrumadores que alienaban cualquier consideración de verosimilitud centrándose en el cine en sí mismo, en su manifestación más pura, en su desnudez como arte.
La corriente de simpatía que se estableció entre los dos fue tan notable que mantuvieron la amistad a lo largo de los años. Ambos eran creadores en su estado más depurado, querían conectar con el público para que el espectador también se sintiera parte del mismo cine. Por un lado, el director que sabía manejar el suspense como nadie (“el suspense no quiere decir miedo”) y por otro el hombre que amaba todas las películas porque amaba el cine tanto como la vida. El encaje fue sorprendente y el libro, la obra maestra definitiva sobre la creación y el arte de hacer películas.
Y no deja de haber obsesiones con significado, autoría en grado sumo para un director que, hasta que Truffaut decidió hacer el libro, era considerado un simple artesano sin más objetivos que el mero entretenimiento. Hitchcock era tan grande, física y artísticamente, que supo compaginar el atractivo de lo que nos estaba narrando con las obsesiones que acosaban sus moralidades y actitudes descubriendo, también, al hombre que estaba detrás de todas esas maravillosas películas que a tantos nos han dejado boquiabiertos.

No puede haber la más mínima sombra de duda de que Hitchcock era un hombre que sabía demasiado y nos dejaba encadenados a un cine excepcional que se aparecía como una ventana indiscreta, lienzo de psicosis y de cabezas llenas de pájaros de millones de espectadores que entonaban un yo confieso al final de los treinta y nueve escalones de su sospecha. Y nadie dio más que él.

miércoles, 6 de abril de 2016

YO CREO EN TI (1948), de Henry Hathaway

Quizá hubo un tiempo en el que no poder explicar con pelos y señales una coartada era suficiente como para sufrir una condena de cadena perpetua. Solo los buscadores de la verdad eran capaces de entrever que allí había algo muy extraño. Tal vez los intereses políticos del momento que se vanagloriaban de atajar la delincuencia en una ciudad en la que la Mafia campaba por sus respetos. O puede que fuera simplemente para lavarse la cara frente a la opinión pública respondiendo rápidamente al ominoso asesinato de un policía. Pero detrás de cada condena injusta hay una vida. Y eso es muy difícil de condenar para siempre. La inocencia proclamada a los cuatro vientos no es suficiente. El valor y el coraje de una madre que ofrece cinco mil dólares para cualquiera que ofrezca información sobre los verdaderos culpables tampoco lo es. Tiene que ser un periodista competente, con voz y letra, el que diga a los cuatro vientos que todo aquello tiene que ser un error, deliberado o no, que mantiene en prisión a un hombre durante once años.
Sin embargo, no basta con la claridad periodística, con la conmovedora gramática de unos cuantos artículos que buscan movilizar las conciencias de los lectores. Hay que reunir pruebas para que ese hombre salga de la cárcel y pueda ver a su hijo, de la misma edad que el tiempo que lleva encerrado. Hay que convencer a testigos clave de que digan la verdad y eso es muy difícil cuando el testigo se ha creído su propia mentira. La única salida es buscar otro tipo de pruebas que sirvan para destruir el testimonio del testigo. Y eso requiere paciencia, perseverancia y no pocas dosis de inteligencia. Todo ello visto con una mirada imparcial de periodista ávido de verdad y despojado de cualquier sensacionalismo. Y una cosa más. Creer en la inocencia del condenado.

James Stewart se movió con agilidad para dar carne y tinta al periodista que remueve cielo y tierra para demostrar la inocencia de Richard Conte. Henry Hathaway coloca la cámara lejos, muy lejos de los personajes, para narrar una crónica imparcial sobre el compromiso que todos los que informan deben contraer con la verdad, algo que a mediados del siglo XX no era muy frecuente, como tampoco lo es ahora. Lo cierto es que creer en las personas es el mejor motor de las palabras y demostrar que alguien ha mentido con pruebas irrefutables es el mayor vendedor de periódicos. Pero eso se ha olvidado. Igual que se olvida al artífice del milagro cuando llegan los abrazos, los parabienes y la certeza de que la vida es buena fuera del encierro. Allí quedan las sombras de una época llena de alcohol prohibido, de sospechas habituales, de coartadas que no están demasiado bien explicadas, de rabias nacidas al amparo de las balas, de renuncias crueles por una falsa culpabilidad y, sobre todo, de películas que querían decir algo incluso cuando solo contaban la historia de un hombre que defendió su inocencia y de otro que, por fin, le creyó.

martes, 5 de abril de 2016

LA HUELLA (1972), de Joseph L. Mankiewicz

Si queréis escuchar lo que se habló en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Drive", de Nicolas Winding Refn, podéis hacerlo aquí.
Y no solo eso: el especial de cine de terror que hicimos hace cuatro semanas ha sido elegido por el Ivoox Magazine como uno de los mejores programas de cine. Si aún no lo has escuchado, puedes hacerlo aquí.

¿Quién se habrá creído que es este italiano advenedizo para venir y robarme mi esposa? Siempre he dicho que el Reino Unido no debería ser tan hospitalario con los extranjeros. Y ahora un maldito peluquero relamido de chaqueta cruzada viene para enseñarme cómo se vive. Yo le enseñaré cómo se vive. Palabra de Andrew Wyke. Un buen juego de humillación para que se vaya con la libido calentita y el orgullo bajo punto. Unas joyas bien brillantes, una trampa tejida con paciencia y la charada estará servido como un buen caviar con tostadas. Y ya no será un italiano relamido y arribista. Será un gañán arrastrado por el barro. Le voy a hacer suplicar por su vida. Mi querido Saint John Lord Melidue, la creación de mi vida, el más sublime detective de la ficción novelesca británica, disfrutará con un último misterio que no podrá resolver la torpe policía. El marinero jovial reirá la gracia y el italiano del demonio seguirá siendo el amante de mi mujer pero se habrá llevado su maldito merecido. Por supuesto que sí.
¿Quién se habrá creído ese estirado inglés para citarme y desafiarme en su propia casa? ¿Cree que así renunciaré a su esposa? Estoy harto de estos ingleses de clase alta que se creen más de lo que nadie ha sido nunca. Sus mansiones, sus irritantes juegos, sus copas aguadas, sus billares estúpidos, sus excentricidades de isleños paletos…No me dejaré humillar porque estoy seguro de que eso es lo que quiere ese escritor de tres al cuarto que hace sus ficciones solo para dejar en ridículo a la policía. Me presentaré bien vestido y le demostraré que soy tan caballero como lo puede ser él. Me pondré a su altura y le diré bien claro que Milo Tindle no es un gigoló cualquiera que se ha enamorado de su esposa para ascender en la posición social. Milo Tindle es un tipo que ha perdido demasiadas veces como para permitirse el lujo de perder una vez más. Y él no me va a vencer. Le daré suficientes razones para pensar que soy más listo de lo que cree y que mi sentido del humor llega aún más lejos. Y que esas son las razones por las cuales Marguerite se ha enamorado de mí y ha decidido dejarle. Maldito británico arrogante. Maldito burgués ignorante.

¿Quiénes se habrán creído que son estos personajes para hablar así, como si fueran los protagonistas de una película? No cabe duda de que hay que meterlos en cintura y enfrentarlos. Hacer de la humillación, un estilo de vida. Hacer que el engaño se instale en su pensamiento y piensen en clave de truco y no de honestidad. Son personajes que buscan venganza y se van a llevar su merecido. Para algo soy el director, Joe Mankiewicz. Para algo sé lo que es una obra de teatro llevada hasta sus últimas consecuencias. Para algo soy un artista que ha puesto en solfa las apariencias desde hace unos cuantos años en este negocio de hacer películas. Yo también he sido humillado, por eso me parece la película perfecta para hacer con Michael Caine y Laurence Olivier, dos actores excepcionales dentro de una historia excepcional que hará que el espectador también se sienta excepcional. ¿Quíén sabe? Lo mismo todos, incluido el público, gritamos pidiendo piedad cuando nos vemos perdidos tras ceder a una proposición verdaderamente indecente. Y es que hay algo indecente en la apariencia y en el engaño ¿verdad? Demoledoramente turbio. Arrebatadoramente atractivo. Como Milo y Andrew, mis personajes que ya se van colocando en el teatrillo hecho de cartón y sátira.

viernes, 1 de abril de 2016

PICNIC (1955), de Joshua Logan

En una tranquila y ordenada ciudad, con sus jardines de hierba, sus pasteles apetitosos y su correspondiente fábrica, llega el deseo a hacer una visita. Quiere quedarse pero todo el que osa mirarle acaba embrujado con la ardiente piel de un sueño que no se puede alcanzar. Todo ocurre en una tarde de verano en la que el calor se convierte en uno de los principales invitados. De repente, un baile inolvidable, mecido por las notas del jazz más balanceante y el volcán estalla. La envidia sale a relucir y el forastero deseo se convierte en un fugitivo sin destino. Es un fracasado porque nunca ha acabado nada de lo que se atrevió a empezar pero, aún así, la mujer deseosa de ser acariciada ruega por un poco de cariño, el antiguo compañero de universidad ve cómo todo su equilibrio se tambalea porque es consciente de que él es el blanco de todas las miradas y la chica que veía conformada cómo se iba escribiendo un aburrido futuro encuentra que la noche contiene todos los viajes, todos los sueños, todas las verdades y también todas las dificultades. Es un picnic cualquiera en una ciudad de escondidas pasiones. Pasión, ésa es la palabra, ése es el sentimiento, ésa es la perdición.
No importa que el deseo se disfrace de fanfarrón con un afán algo infantil de destacar algo, por nimio que sea, entre su abrumador fracaso. Eso es lo de menos. Lo de más es que él encarna la aventura y la incertidumbre, la sonrisa y el torso desnudo, la sexualidad latente y nunca dicha. Quizá el amor se confunda y también se enamore del deseo. El orden se resquebraja porque el deseo no tiene límites y sabe que una mirada en el momento adecuado hace más que mil palabras dichas sin elegancia a la luz de la luna. El sudor encharca los anhelos y la bebida nubla cualquier atisbo de razón. Los juegos se suceden y los labios parece que piden de rodillas la humedad fugaz de un beso de libertad. Todos pierden con el deseo. Todos creen que eso es lo que hace falta en una sociedad que está adormecida por la comodidad y la rutina repetida. En el fondo todos quieren lo mejor para el deseo pero no aguantan su compañía. Es un visitante inoportuno que altera la programación con sus historias, con sus tontas mentiras, con sus locas verdades, con su torso desnudo como símbolo de un paraíso de placer y amor. Y solo un baile es capaz de expresar todo eso apartando de un golpe las reglas no escritas de la falsa tranquilidad. La huida será la solución. La de siempre. La única. Solo que esta vez será diferente.

Basada en una obra teatral de William Inge, Picnic clava sus garras bañadas en deseo al denunciar la hipocresía de la sociedad americana, siempre aburrida, siembre frustrada a través de los rostros de un William Holden de categoría y de una Kim Novak terriblemente seductora dentro de una mujer que aún no ha empezado a vivir. El resultado es una película con fuerza, que pone en juego una serie de universos personales que están cansados de vivir en la cómoda mentira mientras el deseo solo quiere ser verdad. Y eso es algo que no se puede permitir.