viernes, 29 de octubre de 2021

EL ESPÍA (2007), de Billy Ray

 

Primero, todo se disfraza de una operación de seguimiento hacia un supuesto directivo del FBI que, con toda probabilidad, está pasando y consumiendo material pornográfico. Más tarde, todo encaja con mayor precisión. Ese tipo, ese jefe que siempre mira con cara de asco, que ordena todo con una precisión milimétrica y que desconfía de cualquiera que entre en contacto con él, está pasando información a los rusos. Los motivos son difíciles de determinar porque, en realidad, el fulano es un católico devoto que va a misa todos los días y que guarda una estricta fidelidad familiar. Su vida es un canon inviolable. Su mujer, sus nietos, su inamovible horario. No hay nada que haga sospechar que es un topo infiltrado. Y va a ser una prueba de fuego para un agente joven que quiere estar en primera línea, trabajando por su país en misiones de verdad, mucho más allá de simples operativos de vigilancia. Espiar es su profesión y quiere ejercerla en primera división.

Sin embargo, el espionaje nunca es algo agradable. Hay que traicionar, hurgar en secretos que, en el fondo, también violan algo de la intimidad propia, correr para que las cosas cuadren, improvisar en momentos de apuro, fingir algo que no se es e, incluso, aficionarse a los rezos. La confidencialidad de un trabajo tan delicado también acaba por afectar a la convivencia y urdir una traición acaba por ser un auténtico infierno moral y físico.

No cabe duda de que esta película se sostiene en diversos pilares de cierta solidez. Uno de ellos es la austeridad con la que está contada, acercando el fondo a la forma del personaje que interpreta, con su habitual solvencia, Chris Cooper. El despacho en un sótano, la sospecha de que se hace un trabajo que nadie quiere saber, el conflicto moral porque la visión se ve deformada por la apariencia son elementos que ayudan a que la historia tenga algún rasgo de sordidez ética, como si hacer justicia, en realidad, fuera lo peor. Ryan Philippe también realiza un excelente trabajo y no cabe duda de que, en algún momento, sabe transmitir esa sensación de tener la vida avasallada por un jefe que no deja de ser un tipo que catequiza a quien coge afecto. Aunque ese afecto, de alguna manera, también esté envenenado.

El director Billy Ray dirige con enorme contención esta película de espías que también se erige como un drama, insistiendo en las razones ocultas del traidor y en esa evidencia que acaba siendo, como siempre, la decepción. La rutina gris y totalmente carente de atractivo de un trabajo basado en la mentira y en el engaño puede llevar a la corrupción del pensamiento y eso es precisamente lo que el espía quiere evitar. La brecha emocional puede llegar a ser irreparable. Y se abre algo más que la propia carne. Se puede servir a un país sin llegar a participar de sus cloacas. Tal vez siendo un trabajador más en una oficina cualquiera que no requiera espiar al jefe de turno y arruinar toda su vida con lo que se pueda llegar a averiguar.

jueves, 28 de octubre de 2021

LA CRÓNICA FRANCESA (2021), de Wes Anderson

 

No hay ninguna duda de que es mucho mejor publicar una revista en Francia que en medio de Kansas porque todo el mundo sabe que allí, en la vieja Europa, es donde se da cita el deseo del turismo, el poder del arte, la auténtica progresía y la más alta de las cocinas. La muerte, sin embargo, es igual en todas partes. Así que es la hora de publicar un último número de esa revista absurda, ilógica y perpleja para honrar a su fundador. El pobre se ha ido de repente y la herencia es explícitamente de cerrojazo y buenos días.

Así que, de alguna manera, se nos van a contar visualmente los últimos artículos de tan espléndida edición. Las mejores plumas refugiadas van a escribir líneas maravillosas sobre sus temas preferidos. El problema es que la estructura de la película es brillante, pero lo que se cuenta no lo es tanto. Wes Anderson, con su habitual estilo plano y perplejo, nos irá desgranando el absurdo de esas eminentes teclas con unas historias que no llegan, que resultan plomizas y, ni siquiera, son demasiado graciosas. En algún momento, incluso, se puede adivinar algún que otro signo de arrogancia porque cree que, entre homenajes a Tati, a Hitchcock y a Hergé, es agudo e ingenioso y si el público no lo cree así, es que no entiende nada.

Sin embargo, Wes Anderson coloca algunas trampas, como es colocar toda una retahíla de rostros conocidos en las cuatro historias que narra, con sus correspondientes prólogo y epílogo, para rendir una especie de parodia ridícula hacia el llamado “creador” frente al testimonio de amor al cuerpo resultante del esfuerzo colectivo a la hora de la edición de cualquier publicación. El resultado es largo, bastante aburrido y un poco vacío de contenido. No todo puede ser envoltorio que, eso sí, en esta ocasión es maravilloso con su manejo de los colores, sus composiciones de plano casi pictóricas y sus idas y venidas entre los más variados recursos.

Ya se sabe que, en muchas ocasiones, el columnista de prestigio está algo falto de ideas y trata de hacer interesante y grandilocuente lo que es meramente anecdótico. Muchas líneas se rellenan con alguna que otra digresión, con detalles ilógicos y demás trucos del folio. Puede que, incluso, lo mejor se quede en la papelera. Son gajes del oficio. Es mejor no molestar demasiado a las plumas prestigiosas del exilio y dejar que sus cerebros funcionen con libertad. Lo malo es que no siempre la genialidad está dispuesta a dejarse ver en sus frases y en sus temas. Y el último número de esa publicación algo estrambótica que no permite llorar en el despacho del director sea enormemente intrascendente. Mientras tanto, las mismas firmas al pie, asistirán incrédulas a sus propias historias porque, al fin y al cabo, el hombre y la mujer son animales de emociones muy básicas que lloran, rara vez ríen, luchan y rara vez triunfan.

Además es fácil tratar de discurrir por los senderos de la visita, de la revolución, de la locura que suele ser el artista y de la operación culinaria que se monta para resolver un secuestro que también se adentra en el absurdo sin complejos. De algún modo, son tópicos de una idea de Europa que seguro que se aprecian en Kansas sin sorpresa ni perplejidad. La gente de Liberty, Kansas, disfrutará como un lector ávido de curiosidades europeas esta última crónica francesa. Al espectador que acude al cine le costará un poco más porque ya se sabe cuando se lee cualquier artículo. Si no te atrapa en las primeras líneas, se deja y se pasa a otra cosa… ¿Han llegado hasta aquí?

miércoles, 27 de octubre de 2021

LA TORRE DE LOS AMBICIOSOS (1954), de Robert Wise

 

Loren Phineas Shaw es un hombre práctico. Es el típico tiburón de las finanzas. Maximizará el beneficio reduciendo al mínimo los costes. La calidad, el prestigio, la imagen, la cuota de mercado…eso son conceptos que Shaw, sencillamente, no tiene en cuenta. Lo que verdaderamente hay que agarrar con fuerza son los números y cuantos más ceros, mejor. Si los beneficios se disparan, los Muebles Treadway se dispararán en Bolsa y entonces el dinero lloverá a espuertas. Tan fácil como eso. Rápido, fácil y cómodo. La inversión dará sus frutos y mientras los pobres incautos que se acerquen a cualquier tienda a comprar un mueble Treadway se llevarán un cachivache de una corta vida útil. Se siente. No haber comprado.

Frederick Alderson es el hombre para todo. El útil, el que siempre está dispuesto detrás de cada puerta. El que sabe qué necesita todo el mundo en el momento oportuno. Sin embargo, está seguro de que no está capacitado como para llevar un emporio como los Muebles Treadway. Eso era cosa del viejo, al que apreciaba mucho y, luego, trasladó el aprecio al Presidente Avery Bullard. Ahora ya no está y los peces están dando vueltas alrededor del barril. Se trata de que pique el adecuado, que es lo que hubiera querido el viejo. La cuestión es cómo hacerlo sin que se note demasiado. Tal vez haya que poner unas cuantas fichas sobre el tablero que no participan en el juego.

Josiah Walter Dudley es el vendedor colosal. Es el tipo que coloca la distribución de Muebles Treadway en el filo de una navaja y, aún así, es capaz de venderlo. Quizá sea un hombre sin demasiada imaginación empresarial. Puede que, incluso, tenga algo del empuje necesario para dirigir la empresa, pero le viene demasiado grande. No se puede exportar esa mentalidad de vendedor de coches de una tienda de carretera a una gran empresa empeñada en mantener sus beneficios y expandirse. No, Dudley no sirve, por mucho que lo parezca. Es un hombre rudo, sin demasiados conocimientos culturales. Sólo ventas. Vender. Ya está.

Jesse Grimm hubiera podido ser una baza segura para suceder al viejo. Pero a Jesse ya le han podido los años y, lo que es peor, todos los engaños que ha tenido que soportar a lo largo de una extensa carrera profesional. De despacho en despacho, tratando de ir con la sinceridad por delante, sólo ha recibido bofetadas. No ve la honestidad por ningún lado e, incluso, se avergüenza de su profesión. Tendrá que votar a Shaw porque no queda otro remedio. O eso o la empresa se va a pique. Claro que, con Shaw, sólo será una muerte lenta y financieramente prolongada. Los principios de Grimm están en un callejón sin salida.

George Nyle Caswell es el jugador de ventaja. Es el especulador nato. El individuo que vende un puñado de acciones en apalancamiento y luego saca un buen montón de cientos de miles de dólares creyendo que la astucia ha sido su única arma. Caswell va a tener que domar esa sonrisa falsa de hombre de negocios y congelarse en medio de su propia trampa. No va a tener más remedio. Los cheques se van a ir en dirección contraria.

Julia Treadway es la hija del viejo. No cree que haya nadie capaz de coger ese imperio mobiliario y ponerlo a trabajar como hizo su padre. Sólo lo hizo Avery Bullard y él ya no está. La tristeza la embarga y es incapaz de mover ficha porque sólo ve subrepticias trampas que van a ser aprovechadas por la fiera más devoradora como es la ambición. Ella ya no tiene ambición. Su padre se ha ido. Su amor, si es que se puede llamar así, también. Y no queda nadie al mando. Aunque, tal vez…

MacDonald Walling es el Vicepresidente de Investigación y Desarrollo. Es joven, tiene empuje e ilusión por ofrecer lo mejor al potencial cliente de Muebles Treadway. No quiere coger responsabilidades mayores porque tiene un hijo al que enseñar a jugar al béisbol y una esposa con la que desea estar el mayor tiempo posible. La ambición no va con él. Él tiene la honestidad y, sobre todo, la seguridad de que un trabajo bien hecho traerá, por similitud, beneficios a la empresa. Todo es calidad. Es prestigio. Y el dinero comenzará a llegar. Falta por saber si Walling tiene la energía suficiente como para quitarse de en medio ese mar de pirañas que se abre delante de él.

Robert Wise dirigió está espléndida película en la que su mayor virtud es el certero diseño de personajes de alta empresa y alrededores mientras se dirime la ansiada sucesión de un emporio mobiliario. El reparto es inmejorable: William Holden, Fredric March, Paul Douglas, Dean Jagger, Louis Calhern, Barbara Stanwyck, Nina Foch, Walter Pidgeon, June Allyson, Shelley Winters. Todos son nombres impresionantes para una película que pedía, por fin, que se pensara en el público, último consumidor de todos los productos que la alta empresa pone a nuestra disposición. En esta ocasión, la guerra está en la última planta.

lunes, 25 de octubre de 2021

TÚ Y YO (1957), de Leo McCarey

 

Leo McCarey sobrecoge el corazón y arranca de cualquier todas las emociones y sensaciones que están a medio camino entre el dolor y la dulzura. Sabe dirigir a dos actores fantásticos, dosificando la ternura de sus miradas, pero, cuando miran, parece que lo están haciendo directamente a los ojos de quien tiene el privilegio de verles. Se sufre como un condenado viendo a Deborah Kerr escondiendo lo que no se puede ocultar porque es una prohibición al amor y a la felicidad. Y no se puede más que acompañar a Cary Grant intentando descifrar el por qué de la ausencia de la mujer que ama en lo alto de un rascacielos que sólo existe en los sueños, pero que se alza, imponente, en la línea del cielo de Nueva York. ¿Por qué después de tanto buscar se niega lo encontrado?

Y quizá todo esto es porque la elegante, sobria y cuidada dirección de Leo McCarey hace que nos enamoremos de los dos y que la cámara sólo sea un ojo por el que asoman nuestras propias lágrimas, y que el color parezca de una suavidad tan cómoda como el permanecer entre los brazos de la mujer que se ama. Tal vez McCarey obró el milagro de hacer que la cámara mirase dentro de nosotros mismos, y que Grant y Kerr fueran los espectadores y que la mujer que amamos tenga un leve pestañeo de veinticuatro veces por segundo y se llamara cinema y cambie de rostro cada vez que volvamos a verla y caigamos en el embrujo de su atractivo en todas y cada una de esas veces.

Aquí, Leo McCarey nos hizo reír y llorar. Y tengo que pedir disculpas a aquellos que han escrito más sabiamente sobre él porque sé que estas líneas no aportan nada nuevo. Sólo es el torpe intento de conseguir una cita con él en algún sitio del cielo (para que él no tenga que bajar mucho, ni yo subir demasiado) para que me explique su forma de arrancarme una sonrisa y me descubra a dónde van a parar mis lágrimas.

Sólo porque ahí delante, en esta historia en la que dos personajes sin rumbo se conocen, se enamoran, se separan, se pierden e, inevitablemente, se recuperan, se entonó una melodía que podía estar hecha en clave de tú y yo. Con todos los instrumentos tratando de encontrar su aire y su mano maestra. Con todos los sentimientos intentando hallar una razón por la que seguir existiendo. Con todos los momentos pasados los dos juntos, haciendo de la vida, una eternidad, y de la eternidad, sólo una vida. Esa misma que hay que seguir viviendo pase lo que pase, con nuestros ojos entrelazados, con nuestros silencios elocuentes, con nuestros días repetidos y separados, con nuestros días diferentes y juntos. El amor es ese cazador furtivo que, muy a menudo, se esconde y se tapa con una manta para que no sea evidente que exista. Y está ahí. Esperando un último abrazo que no será más que el primero. Esperando una última mirada que siempre será la última.


viernes, 22 de octubre de 2021

EL PRECIO DE LA MUERTE (1968), de Carol Reed

 

Fingir la propia muerte tiene unos cuantos inconvenientes aunque, en principio, parezca la mejor solución para cobrar una póliza de vida de unos cuantos ceros. Sólo se trata de convencer, huir a España y esperar allí a la chica de tus sueños con un buen fajo de billetes que permita una muerte…digo, una vida cómoda y sin preocupaciones. Sin embargo, hay un pequeño problema. Un investigador de la compañía de seguros está dispuesto a jugar al gato y al ratón y también anda por los alrededores de Málaga. Es un tipo con cierta agudeza y consigue poner nervioso a Rex Black, que es el fulano que ha decidido poseer un certificado de defunción sin morir. Tanto es así, que hasta la chica parece que cae presa de los encantos del investigador. Cuidado. Así es cómo empiezan los incendios.

Y es que ella comienza a ver quién es realmente su marido cuando él cambia de identidad. Una contradicción causada, con toda probabilidad, por los números de la cuenta corriente. Antes de eso, era un hombre bastante honesto, con un cierto amor por el riesgo y apasionadamente enamorado. Después, ya se sabe, la ambición por querer más es algo que acaba por destruir cualquier personalidad. En las cercanías, ese molesto investigador que siempre hace unas preguntas que hacen pensar que sabe más de lo que parece y que pone nervioso al más osado. Y no deja de ser un atrevimiento invitar al tipo que te investiga para compartir el sol español, el mar apacible y la apariencia de ser un australiano que se ha enamorado de la viuda reciente.

Totalmente olvidada, Carol Reed dirigió esta película que combina con rigor el suspense y el humor, con tres intérpretes eficaces y, de alguna manera, divertidos como Laurence Harvey, Lee Remick y Alan Bates. Un triángulo de difícil solución si la meta es el dinero. Con estupendas localizaciones en Málaga y rodada en un esplendoroso color, quizá sea un relato tortuoso sobre el alcance de la redención, o sobre los peligros de compartir unos días de vacaciones despreocupadas con el hombre que te persigue, o sobre la felicidad que siempre causa la infelicidad de otros. Es hora de ponerse bajo el sol y ver la dirección que toman los cangrejos y disfrutar de una película que contiene grandes cantidades de energía.

Siempre es atractivo ver cómo alguien juega en tono bajo mientras el ratón se vuelve cada vez más oscuro y agresivo. Hay que ir con mucho cuidado. Cualquier paso en falso se puede girar en contra. Está muy lejos de esa obra maestra que es El tercer hombre, que también dirigió Carol Reed, pero no deja de ser una historia que divierte en todas sus facetas, con la ambigüedad presente en buena parte del metraje. Quizá haya alguna que otra incoherencia en el argumento, pero eso se disculpa con facilidad. No como una póliza de seguros en la que hay que insistir en sus circunstancias porque no es ninguna broma lo que se cobra. Puede que las arenas de playas españolas tengan un buen puñado de respuestas para que la estafa se aclare de una forma que nadie espera.

jueves, 21 de octubre de 2021

EL BUEN PATRÓN (2021), de Fernando León de Aranoa

 

Quizá no haya ninguna duda de que, detrás de esos intentos de amistad y de ese ensayo de paternalismo algo irritante que exhiben algunos empresarios, siempre está la sonrisa del dividendo. Todo por el bien de la empresa que, al fin y al cabo, es la casa de todos y el lugar donde confluyen los intereses de unos y de otros. Eso también incluye el hecho de que hay importantes vueltas de tuerca atribuibles a las personas bajo su mando. Lo que comúnmente viene siendo la sempiterna tocada de narices, por no decir algo peor.

Y esa imagen de razón, de comprensión algo forzada, de tiempo perdido en beneficio de un mejor y mayor rendimiento, tiene un límite. Llegado determinado momento, el poseedor del capital irá a la raíz del problema y tratará de ponerle fin como sea, aunque tenga que tragar sus raciones de cesión, también por no decir algo peor. Claro que, en muchas ocasiones, él mismo se lo busca. Menos amistad, menos paternalismo y más justicia porque la erótica del poder esconderá todos los sentimientos. Los de los subordinados y los suyos. Y esa represión nunca es buena. Lo dicen las horas echadas en busca de un euro más, o de un reconocimiento más, o de una buena porción de vanidad.

El director Fernando León de Aranoa no desaprovecha la oportunidad para que siempre se tenga la sensación de que, tras esa máscara de amabilidad, tras esa búsqueda desesperada de la palabra adecuada para cada situación, existe un cinismo que bordea lo pecaminoso. Para ello, cuenta con la colaboración de un Javier Bardem que resulta divertido en algunos momentos y que se acerca peligrosamente a los registros de un Anthony Quinn moviéndose por trechos incómodos y convincentes. En algún momento parece que se entretiene en asuntos sin demasiada importancia, pero el conjunto no deja de ser una especie de tragedia con una cuenta de explotación cómica. Y es que la tensión empresarial por ensanchar el horizonte de los resultados a través de subvenciones y prebendas es muy tentadora en determinadas circunstancias.

Así que más vale hacerse valioso de alguna manera porque, si no es así, cualquiera puede convertirse en un elemento prescindible. Y a veces, incluso, en un estorbo. Por el camino habrá alguna que otra treta para extraer información, perplejidad a raudales porque, muchas veces, se oye la misa a medias y, desde luego, un buen puñado de versiones de hechos tergiversados que siempre juegan a favor del más poderoso. Eso sí, sin dejar de tomar unos cuantos gin-tonic, un cafetito de vez en cuando y  alguna juerga a cargo del presupuesto. Los dividendos son así de caprichosos.

La música interpretará un papel fundamental en la función porque la realidad, sin melodía, es sólo el oficio de protestar en balde. Las balanzas deben estar calibradas, equilibradas y dispuestas, aunque escondan algún que otro proyectil y más de un defecto del siempre veleidoso devenir empresarial. Son muchas voluntades encontradas y los fallos sólo se permiten hasta cierto punto. Y que cada uno se apañe como pueda, señores. Sólo faltaría que, además de pagar un sueldo, y seguros sociales, e impuestos de renta y de sociedades, también haya que ocuparse de los problemas personales de cada uno para que vayan contentos a trabajar. Dentro de una familia, todos van encantados de la vida, porque se crean vínculos muy fuertes. Todos los que emanan del artículo treinta y tres.

miércoles, 20 de octubre de 2021

EL PRESIDENTE (1961), de Henri Verneuil

La soledad en la cima puede ser utilizada de maneras muy diversas. El ex presidente Beaufort pasa sus días en el campo, intentando acabar alguno de sus libros de filosofía o, tal vez, dar rienda suelta a sus recuerdos en unas inacabables memorias. Uno de sus sueños cuando se dedicaba a la política, era crear una unión política europea, pero esa iniciativa no tuvo ningún apoyo entre sus colegas. La inteligencia, a pesar de la edad, no le ha abandonado y la relación con uno de sus oponentes, Chalamont, ha sido difícil porque, a pesar de que era un hombre competente, se oponía con frecuencia a su idea de Francia. Beaufort era uno de esos oradores que siempre tenía la palabra justa en el momento adecuado. Un político que ya no existe. De alguna manera, él siempre trató de unir su idealismo con la realidad, algo que, normalmente, no se empareja con demasiada facilidad. Ha sido un hombre al que siempre le gustaron los riesgos y, quizá, eso es precisamente lo que le llevó a ocupar el lugar más alto. La salud ya está huyendo de su cuerpo y, quizá, haya tiempo para un último discurso, unas últimas palabras que calen con profundidad en la gente que espera, al fin y al cabo, que los dirigentes de un país solucionen muchos de sus problemas.

Beaufort sólo estuvo casado durante diez años, pero mantuvo un romance de cuarenta años con su amante, y ésta no fue otra que Francia. Chalamont estuvo a punto de descarrilar la recuperación del país después de la Segunda Guerra Mundial. Quizá haya que pensarse los legados que se dejan antes de que la salud termine por irse. Beaufort ha visto de todo a través de tantos años entre los pasillos del poder. La dificultad de que un continente que ha optado siempre por la guerra llegue a un entendimiento, la inexistente moral de muchos políticos que tratan de esconder detrás de un discurso vacío y estúpido, tomando a los ciudadanos por bobos sin dirección, la especulación salvaje que se da en los escaños de la Asamblea Nacional con el único fin de mantenerse en las entrañas de la clase dirigente…La venganza, en realidad, siempre es un plato que se sirve frío y, allí, en la campiña, el ex presidente Beaufort tramará su resonante venganza. Quizá sea algo efímero, que perdure durante unos pocos días, pero será recordado como el último acto de un hombre que siempre se preocupó, de verdad, por su país.

Jean Gabin realiza un papel gigantesco en esta película basada en una novela de Georges Simenon, pero aquí no hay más misterios que la propia astucia política y el llamamiento moral a preocuparse de verdad por los problemas de una nación. Y se puede hacer, a pesar de la cantidad de intereses que forcejean en direcciones contrarias, desde la integridad. Ejercer la oposición cuando es necesario, no por defender posiciones ideológicas que sólo buscan propaganda. Estar de acuerdo cuando se trata de unir criterios, trabajar juntos, remar en la misma dirección. Tal vez, vivimos tiempos en los que hombres como Beaufort ya no existen, ya no están, y ni siquiera se les espera.

martes, 19 de octubre de 2021

LA CASA RUSIA (1990), de Fred Schepsi

 

Tengo que contestar a un puñado de preguntas estúpidas y sólo quiero que me dejen en paz al lado de un buen vaso de whisky y un poco de jazz. Sin quererlo, he acabado trabajando para los Servicios Secretos británicos y no dudaré en traicionarlos si el precio eres tú. Prefiero la libertad de la persona que amo antes que participar en el supuesto juego de ajedrez que se trae el mundo occidental con la apertura de la Unión Soviética. El objeto de la operación está muerto. Nada me ata a mi patria porque, sencillamente, mi patria eres tú, Katya. En ti están todas las letras que nunca se han escrito, todos los cariños que he ido ahogando en alcohol durante tantos años, todas las veces que he mirado por la ventana en Lisboa tratando de encontrar algún sentido a mi vida. Sí, siempre he huido de la autoridad, de la imposición, de la apelación a los sentimientos más trasnochados porque prefería buscar las respuestas en el fondo de un vaso antes que vender mi integridad y poner en juego la vida de nadie. Y mucho menos la tuya. Tú, Katya, eres mi melodía, mi improvisación, mi destino y mi traición.

En el frío de Moscú, conseguiste que te quisiera cada vez que me asomaba a tus ojos, haciéndome que me preguntara cómo podía existir alguien como tú. Alguien que hacía, de la timidez, una virtud; de una mirada, una obra de arte; de unas palabras susurradas con un acento suave, un poema. Trataré de escribir uno para ti, Katya, porque la vida ya no tiene ninguna rima si tú no estás. Me sumergiré en tus cariños y en tu gratitud para que la mentira tenga todas las razones. Seré una parte inseparable de ti, una prolongación, un complemento para que tu vida pueda ser, al menos, soportable. Te espero aquí, en el otro lado, como el beneficio de una negociación imposible, como el producto del espionaje que nunca debió ocurrir y, desde luego, no utilizarme para sus ocultos propósitos. Y al infierno con los que creyeron en mí y, sobre todo, con los americanos. Ellos no quieren ser más que los marionetistas que manejan los hilos de una intriga que sólo existe en las pizarras de los inductores. Al infierno, al infierno con todos ellos. Traicionarles por ti será la decisión más fácil de toda mi vida.

El abrazo no será suficiente recompensa aunque, tal vez, puede que sea uno de los momentos más felices que podré disfrutar. A partir de ese momento, todos los días serán unas cuantas notas de saxo soprano lanzadas al aire para que también sean libres. El whisky puede que ya sea un compañero del que no me pueda separar, pero tendrá otro sabor más saciante. Mis libros, en el fondo, serán un acto de amor. Y, después de todo, tú serás el horizonte de mis años, mi respiración, el calor en mi frío y el reflejo de una nación que se graba, a cada instante, en mi recuerdo. Será allí, lejos de la casa Rusia.

viernes, 15 de octubre de 2021

ALGUIEN ESTÁ VIGILÁNDOTE (2016), de Kasra Farahani

 

Dos niñatos ociosos deciden practicar el viejo, viejísimo juego de espiar al vecino. Esta vez, la tecnología está de su parte. Uno de ello tiene el dinero y los medios para hacerlo. El otro posee el empuje y algún que otro motivo más. La víctima, en esta ocasión, es ese vecino cascarrabias con más años que el tabaco que sólo sale de vez en cuando a la compra y que vive sólo en una buena casa a la que no deja entrar a la policía. Seguro que ese tipo tiene algo que esconder. Así que, haciendo gala de tontería juvenil, instalan cámaras en el interior de la casa y se disponen a vigilarlo en todo lo que hace, dice o reacciona. Apasionante. Un experimento sin igual.

Sin embargo, hay algo desconcertante en todo el asunto. El viejo no reacciona de una forma normal ante los estímulos que, astutamente, han colocado los dos zagales. Quieren que el anciano decrépito huya espantado ante una puerta que se abre y se cierra misteriosamente, o que muestre algún signo de pánico con el que alimentar sus risotadas estúpidas. Pero no es así. El individuo en cuestión no reacciona del todo y no saben por qué. El destino se alía con la casualidad y entonces es cuando aparece la tragedia. Uno de los chavales incluso tendrá algo parecido al remordimiento. El otro…ha encontrado una forma de recompensa.

No cabe duda de que, en un principio, esta película puede llegar a irritar en algunos pasajes. Muchísimas secuencias vistas a través de una supuesta cámara de vídeo, el comportamiento gamberro e impune de dos muchachos que no saben hacia dónde mirar, el misterio que rodea al anciano que, en el fondo, es absolutamente comprensible…James Caan se encarga de dotar de equilibrio a la película con su estupenda interpretación y todo cobra cierto sentido cuando la verdad se hace evidente. No hay que espiar a nadie. Asomarse a la ventana del vecino es, además de un acto de soberana mala educación, una violación flagrante de la intimidad. Lo que ocurre en una casa de puertas para adentro no le importa a nadie. No debe importar a nadie. No puede importar a nadie. Es así de sencillo.

Tal vez, en los rincones de la soledad se quiera ver lo que no existe y los recuerdos se agolpen en tal cantidad que parecen las imágenes de esa televisión que siempre está encendida. El dolor, en muchas ocasiones, es un visitante que no se quiere ir y condiciona todos los actos que se pueden llegar a hacer. Y, a veces, se quiere terminar con él porque no se puede más. Es algo bastante comprensible cuando no se tiene a nadie con quien compartir las inquietudes del invierno de la vida. Tal vez sea mejor que una corriente de aire helado acabe con uno mismo, o que los perros dejen de curiosear en la entrada del jardín. Cuando ya nada tiene importancia, los días son todos iguales y sólo se espera un fin que se hace de rogar. El experimento de los niños puede ser un juguete muy peligroso porque las interpretaciones pueden ser tergiversadas. Y la muerte está ahí mismo, esperando con una sonrisa entre los dientes.

miércoles, 13 de octubre de 2021

EL DUODÉCIMO HOMBRE (2017), de Harald Zwirt

 

Jan Baalsrud va a poder comprobar por sí mismo hasta dónde puede aguantar un hombre. En plena guerra, en las costas de Noruega, un comando de saboteadores nativos entrenados en Inglaterra va a desembarcar. Sin embargo, todo sale mal. Y lo que iba a ser una misión llena de gloria y de golpes clave contra los alemanes, se convierte en una fuga de desgaste. Baalsrud estará dispuesto a todo con tal de seguir viviendo y siempre con la conciencia bien clara de que no debe arriesgar más de lo necesario a las personas que le van a ayudar. El invierno en Noruega es inclemente y el comando tendrá que esconderse en los lugares más inhóspitos, empezando por el agua insoportable de los Fiordos. Como perro de caza, el Mayor Kurt Stage, que, en cualquier caso, demuestra que no es demasiado competente, pero es perseverante detrás de esa máscara de crueldad que no deja de exhibir para atemorizar a cualquiera que no le dé la razón. La nieve es un desierto, y Baalsrud tendrá que atravesarlo, hundirse en él, resucitar, soportar tormentas, hielo, avalanchas e, incluso, alojarse en el Savoy, una pequeña cabaña a la que bautiza así, simplemente, porque es un lugar que le proporciona algo de refugio.

Lo que no puede suponer Baalsrud es que su huida, su empecinada resistencia a la muerte, su increíble frentismo al final, pueda convertirse en un símbolo para todos los que ansían la libertad. Su nombre corre de aldea en aldea, y todos quieren ayudar a ese fugitivo que quiere volver a Londres y empezar de nuevo. Él ya ha conocido el mundo, pero, tal vez, nunca tuvo la oportunidad de calibrar hasta qué punto puede llegar a ser cruel y devastador. En las frías latitudes cercanas al Círculo Polar Ártico lo podrá comprobar, convirtiéndose, al final, en un carámbano con vida que es incapaz de dejar de respirar. Toda Noruega sintió que ellos eran Baalsrud.

Excelente película danesa, con un mensaje de supervivencia estremecedor, con una notable interpretación de Thomas Gullestad como Jan Baalsrud y la presencia, por una vez bastante acertada, de Jonathan Rhys-Meyers en el papel del Mayor Stege, encarnizado enemigo que no tiene recursos más que cuando la oportunidad se le brinda en bandeja. La película es trepidante y angustiosa, con el filo de la aniquilación pendiendo de un hilo mientras todos huimos al lado de ese Baalsrud que no sabe morir y que conoce tanto el miedo que no tiene ningún problema en presentárselo a los que van a enfrentarse con él.

Y es que Jan Baalsrud no dejó que el frío helador paralizase su sangre, ni que la gangrena se adueñara de su pie, ni que las gotas del deshielo se extendieran por la manta que le abrigaba, ni que el desánimo se hiciera un hueco en los valles y montañas infranqueables de su lenta huida. Siempre siguió hacia adelante, con coraje y responsabilidad y sufriendo más allá de lo que se puede imaginar. Él era el duodécimo hombre de un grupo que iba a asaltar instalaciones militares nazis y se convirtió en el primer hombre que reunió el sentimiento de toda una nación.

viernes, 8 de octubre de 2021

LOS GRITOS DEL SILENCIO (1984), de Roland Joffe

 

El horror sólo se puede narrar si se ve de cerca. El periodismo de guerra necesita algún guía para que moverse por un país en descomposición sea un poco más fácil. Sin embargo, es difícil encontrar otra limpieza tan cruel y tan terrible como la que realizaron los Khmeres Rojos de Pol Pot en la Camboya de los años setenta. En esas condiciones, la vida no vale absolutamente nada. Se arrebata en un abrir y cerrar de ojos. Se aprieta un gatillo y ya está. Y cuando se emprende la huida, puedes acabar nadando en un mar de cadáveres, de esqueletos pidiendo piedad, del odio más encarnizado y repleto de ira. Por supuesto, los americanos tienen su parte de culpa, y no dudan en abandonar sus pretensiones sobre el Sureste Asiático dejando a su suerte a todos los que habían confiado en ellos detrás de un rastro infernal de bombas. Pero las matanzas se sucedieron y los comunistas dejaron dos millones de muertos en su política de represión sin límites. Y todo esto se narra desde el punto de vista de un reportero que no era, precisamente, sospechoso de tendencias derechistas como Sidney Schanberg, del New York Times.

Lo cierto es que los gritos del silencio se elevan en esa tierra en la que parece haberse instalado el apocalipsis dentro de un paisaje de muerte y destrucción. Y todos, con un frágil hilo de esperanza, seguimos a ese intérprete llamado Dith Pran, que decide quedarse, a riesgo de su vida, con Schanberg para acompañarle y que sea posible contar al mundo lo que allí estaba ocurriendo. La matanza impresionante se extiende por todos los rincones del país y ya no hay otro objetivo más que la supervivencia. Pran, como ciudadano camboyano, no tiene ningún derecho más que a morir. Y esos gritos mudos resultarán atronadores.

No cabe duda de que uno ve esta película y acaba sobrecogido, incrédulo ante tanta exhibición de exterminio, de absoluto desprecio hacia la vida humana. Y, de alguna manera, es una historia que ha ido cayendo en el olvido cuando es algo que debería permanecer en la memoria de todos. Las interpretaciones de Sam Waterston como Schanberg y Haing S. Ngor como Pran son realistas e intensas, profundas y horrorizadas. La dirección de Roland Joffé no sólo se centra en los impensables hechos sino también en la relación de amistad de los dos hombres porque conserva el acierto de ofrecer la historia desde ambos puntos de vista. John Malkovich realiza un espléndido trabajo mientras retrata la realidad y la fotografía de Chris Menges llega a ser mágica. Y es que el asombro también forma parte del equipo técnico.

Tal vez, un abrazo jamás haya significado tanto como en esta película. La sensación de tener siempre la vida al filo del abismo debería acallar muchas voces demagógicas y partidistas que siempre se olvidan de que las dictaduras, vengan de donde vengan, son todas iguales. Aquí, un cuenco de arroz significa un día más pisando la tierra. Y un simple disparo siembra los campos de la muerte de cadáveres sin nombre, desaparecidos sin patria, miradas sin respuesta y la certeza de que nunca debería repetirse algo así.

jueves, 7 de octubre de 2021

SIN TIEMPO PARA MORIR (2021), de Cary Joji Fukunaga

 

James Bond conduce. Y el clásico Aston Martin se embala por las intrincadas carreteras de algún lugar de la costa italiana para fundirse con el último modelo de la marca en un encuentro imposible entre un ayer que se va y un mañana incierto. Lo impensable se hace realidad y la fiera mirada del agente secreto retirado se torna más mansa, más sabia, más humana. Tal vez sea hora de sentar la cabeza y las ruedas chirrían ya demasiado a la vuelta de cada curva, aunque sea disparando sin tiempo ni época para morir.

James Bond seduce. Y es posible que no sea más que un cruce de miradas con esa chica cubana de nombre curioso que sólo comparte balas y evasiones, quedándonos siempre con ganas de más porque es lo mejor de la historia en una noche de ambientes cargados de alcohol y de sorpresas inauditas. Todo porque lo invisible es lo temible y 007 ha perdido su número en un abandono incomprensible que casi es una pérdida irreparable. Una copa de whisky puede ser un brindis adecuado cuando la aventura acaba. Y no haya, de nuevo, demasiadas oportunidades para morir, una vez más.

James Bond dispara. Y las balas parecen más lentas, más pensadas, menos mordientes. Al fin y al cabo, tenemos todo el tiempo del mundo para que el amor sea lo más breve e intenso posible. Un guiño en el fondo de un túnel para recuperar lo perdido y mutilar los planes del villano herido, en una espera inútil de lógica y piedad en el fondo de unos ojos azules. Quizá haya que cambiarlo todo para que todo siga igual y, a la vuelta del siguiente recuerdo, aguarden sorpresas que hagan que el mundo, como siempre, sólo sea una trampa para atrapar al héroe. Y ya es un obstáculo casi insalvable porque la memoria suele debilitar a los que pierden la batalla contra el tiempo. No, no hay tiempo para morir. Sólo para matar.

James Bond se despide. Y Daniel Craig dice adiós con la mano, con una mirada de cariño hacia un personaje que forma parte de la leyenda y que se resiste como una fiera salvaje en los recodos del silencio. Por otro lado, Rami Malek encarna al malvado sutil que no tiene nada que perder y que tampoco tiene tanto que ganar. En el fondo, Bond debe debatirse en una historia que oscila entre la venganza y la vergüenza de haber alimentado una bestia en el desarrollo de un arma de consecuencias imprevistas. Al fondo, en el Caribe, Ana de Armas proporciona los mejores momentos de la película y la dirección de Cary Joji Fukunaga resulta bastante acertada en todas las secuencias de acción y en un argumento que, por una vez, es un poco más enrevesado de lo que suele ser costumbre. Bond es así. Puede que tenga motivaciones más profundas que conservar un doble cero con licencia para matar. Aunque no tenga tiempo para morir.

Así que James Bond corre y sufre. Y debe cuidarse esa rodilla que no le funciona demasiado bien, esa edad que escala sin piedad en la medida de su alma y esa estabilidad que parece ansiar en un corazón maltrecho. Puede que ya no tenga pensamiento para cazar los engaños y sólo desee un par de puñetazos para mantenerse en forma y tomarse un Martini con vodka agitado, no removido convenientemente preparado antes de un último vuelco, con la valentía en su traje de etiqueta y la duda instalada en el fondo de su alma. Es lo que ocurre cuando un agente secreto no tiene ya tiempo para morir y debe recorrer las estaciones de la madurez. La vida sigue. Y James Bond tendrá tiempo para comprobar que todo está bien. 

miércoles, 6 de octubre de 2021

DESTINO: TOKYO (1943), de Delmer Daves

 

Las redes se abren y la bestia de aguas profundas se introduce en la guarida del lobo para establecer un punto de vigilancia y espionaje en las mismas orillas del enemigo. El viaje ha sido largo y los japoneses han echado el cerrojo a su bahía de Tokyo como si fuera el redil de donde salen todas las furias. Hay que camuflarse bajo la quilla de sus destructores para engañar radares y trampas, minas y cargas. Los hombres del Copperfin son valientes, pero la tensión, en ocasiones, no se domina. Hay que permanecer en silencio en el fondo, tratando de parecer una roca inmóvil mientras se desarrolla toda la infraestructura que va a permitir el primer bombardeo en suelo japonés. Y luego hay que salir rápido, sin dejar huella, con una estela del motor y tres o cuatro torpedos ante el maldito gato que no quiere dejar escapar al ratón. No hay nada peor que esperar el estallido de las cargas de profundidad, el insoportable traqueteo de las ondas expansivas mientras el submarino se va agrietando, aflojando sus tuercas, separando sus mamparos. Para complicar aún más las cosas, un muchacho novato sufre de apendicitis y hay que operar. Maldita guerra. Obliga a convertir en realidad lo que es sencillamente imposible.

Todos los marineros del submarino se acuerdan de sus casas, bromean e, incluso, celebran la Navidad. Eso forma parte del melodrama, pero cuando hay que acudir a los puestos de combate, no se lo piensan dos veces. La supervivencia es el objetivo principal y si, de paso, se dejan unos cuantos regalos en las aguas niponas, misión cumplida. Habrá que correr, habrá que disparar, habrá que guardar un silencio de muerte, habrá que sudar porque esa es la única manifestación permitida del miedo. Incluso habrá que recoger a un piloto enemigo del agua para comprobar que no merece más que el cuerpo se llene de balas. Los torpedos en un disparo de proa van a poner a prueba la habilidad del capitán y todo se rodea de un mortecino color metálico a bordo del viaje donde se pusieron ciertas semillas para el bombardeo de la capital del Japón.

Delmer Daves, uno de esos artesanos que hacía estupendas películas, dirigió Destino: Tokyo con brío, pasando un poco de puntillas por la parte más sentimental y poniendo todo el vigor en las tensas esperas, en las órdenes firmes, en los silencios que aguardan el ruido enemigo. Cary Grant interpreta al capitán de ese submarino que se arriesga en una misión sin límites de audacia y lo hace con algunas secuencias de mérito, con el rostro apropiado y el paternalismo algo trasnochado. John Garfield interpreta al marinero arrojado, fanfarrón, pero indudablemente bravo que se arriesga tanto dentro de la cáscara de nuez como fuera. Por supuesto, toda una nómina de estupendos secundarios se mueven en las salas del Copperfin porque Daves, en una sabia decisión que no hace más que aumentar la inquietud, nunca enseña al enemigo salvo en sus barcos. Las maquetas son antiguas, pero efectivas y Destino: Tokyo es una de esas películas de propaganda que salieron muy bien durante los años de la Segunda Guerra Mundial. No cabe duda de que hay que dar la orden de elevar el periscopio y atisbar atentamente esta historia que, hoy en día, se erige como un estupendo entretenimiento de sesión de tarde.

martes, 5 de octubre de 2021

UN DOMINGO CUALQUIERA (1999), de Oliver Stone

Las cosas en el campo se pueden torcer en el momento menos pensado. Se lesiona el quarterback titular, entra el segundo y, aparte de que es un tipo que no le echa demasiadas ganas, también se lesiona. Así que entra el tercero, aquel que nunca iba a jugar salvo en algún amistoso, aquel con el que nadie contaba. Su confianza está bajo cero, pero tiene que hacerse con la responsabilidad del equipo. A partir de ahí, todo es un infierno de conspiraciones. El equipo está a punto de no entrar en los playoff, el viejo deporte está en estado ruinoso, el negocio manda por encima de cualquier otra consideración. La nueva estrella es el sol en donde se va a apoyar el futuro. Y, de paso, quizá un traslado a otra ciudad que es capaz de sufragar algo más los gastos del estadio. Las piezas se mueven, la lealtad es un concepto en desuso. El chaval se lo cree hasta límites insospechados. La soberbia y la arrogancia están ahí mismo, haciéndose notar. Mientras tanto, los partidos pasan, las victorias se suceden. La traición está dentro del cuadro técnico. E incluso hay alguna práctica no demasiado convencional en el cuadro médico. Éste es el retrato de un domingo cualquiera en un partido de fútbol americano.

Sin duda, aquel que se dedique al deporte es consciente de que la presión es algo inherente a su práctica. Sólo hay dinero si el triunfo es el compañero habitual. Ya se sabe. El éxito tiene muchos padres, mientras que el fracaso sólo suele tener uno. Se repiten jugadas, se oyen estrategias, se equivocan las tácticas. El milagro ocurre, sí, pero sólo muy de vez en cuando. Hay que luchar pulgada a pulgada y, todas juntas, son las que construyen las victorias. Los trenes chocan y las secuelas se dejan sentir. Las rodillas, las cabezas, los razonamientos, las charlas, las arengas, la certeza de que son los nuevos gladiadores que deben de ofrecer espectáculo para las masas hambrientas de colusiones y violencias. Un touchdown es la vida. Perder el balón es la desafiante decepción. Y el dinero, sólo el dinero, es lo que mueve el grito, el fanatismo, la desencajada mueca de la orden desesperada. Luego, quizá, si todo sale bien y cada uno conserva la cabeza en su sitio, vendrá la dulce venganza. Y es que los tiempos no siempre están acompasados.

No cabe duda de que Oliver Stone dirigió con brío y agilidad esta historia de fútbol americano y de todo el espectáculo que rodea al deporte, con sus cargantes pesos de negociación, de jugada política y de perversión económica. Rodeado de un gran reparto con un muy acertado Al Pacino al frente, el director articula un mosaico de ambiciones a base de golpes, de montaje acelerado y diálogos de hierro. Nadie está de acuerdo con nada, pero el negocio está ahí y no va a renunciar ni el más débil. Es el momento de recibir el pase y de correr como alma que lleva al diablo. Y si se puede saltar ante el placaje del contrario, entonces el tanto subirá al marcador. Sólo importa la siguiente carrera, el próximo lanzamiento y cuál será la cabeza que acabará abriéndose delante de miles de espectadores.

viernes, 1 de octubre de 2021

LA BARRERA INVISIBLE (1947), de Elia Kazan

 

Todo cambia cuando se yergue la barrera invisible con una palabra mágica. El prestigio, la convivencia, la consideración no valen nada en una sociedad tan enferma que no puede saber la verdad. El racismo inconsciente se mueve, late y se manifiesta a cada momento cuando alguien les hace saber que es judío. Y es algo increíble. Estados Unidos fue uno de los contendientes más fundamentales en la Segunda Guerra Mundial y colaboró decisivamente en la derrota nazi. Y ahora, con la paz, de una forma terriblemente endogámica, no hace más que poner obstáculos a cualquiera que se confiese judío. Ese es el objetivo de un prestigioso escritor que ha sido contratado por un poderoso periódico para escribir una serie de artículos sobre el antisemitismo. Para probarlo de primera mano, dirá a todos que, en realidad, él es judío. Y la actitud de la gente, de una forma refleja y temible, cambia radicalmente. Ya no es ese escritor de prestigio. Ya no tiene un sitio en un lugar de la élite. Ya no es americano de pura cepa.

La película, lejos de ser una obra maestra, se pierde en algunos agujeros sin resolución y pasa de ser un apasionante estudio de investigación racial a un melodrama que se aleja un tanto de la pasión. Aún así, es valiente, arriesgada y necesaria porque puso un espejo delante de todos y preguntó abiertamente si, de verdad, podríamos decir que ninguno de nosotros es racista y que no tiene nada en contra del que es diferente, simplemente, por nacimiento. Y la historia no se acobarda cuando pone de manifiesto que el Holocausto ya se conoce, que todo el mundo está informado, que se ha luchado por muchas cosas, pero que una de ellas fue la matanza de los judíos de toda Europa. También es cierto que, en algún momento, la trama se pierde en referencias de política interior que no es familiar para el espectador no estadounidense, pero no hay que dejarse llevar por ello. Son los mismos de siempre, pero con otros nombres. Cualquier pueblo que ha vivido en democracia sabe cuál es el pulso de la política y hacia dónde decae.

Habría que destacar el excelente trabajo de Gregory Peck, que interioriza su papel de forma admirable, dejando que el dolor se amontone en el alma y no en la carne. Por fuera, ese escritor-periodista no parece afectado por los golpes impresionantes del rechazo y la marginación, pero hay suficiente sabiduría en su interpretación como para sentir que sí está sufriendo, que no comprende por qué aún no se han curado esos prejuicios y que incluso su entorno más cercano cambia su actitud cuando les cuenta su falsa condición. Al otro lado de la cámara, Elia Kazan resulta incisivo y algo menos contemplativo que en otras ocasiones, con una clara vocación de denuncia aunque tratando de recargar las conciencias con otras cuestiones más propias del melodrama que de la protesta.

El consentimiento de los caballeros es una rígida condición para ser aceptado en sociedad. El poder de las líneas escritas desde la experiencia es el primer paso para que el rigor sea un arma definitiva contra las injusticias y los prejuicios. Siempre desde la objetividad. Siempre desde la serenidad.