miércoles, 30 de septiembre de 2015

LOS PASOS DEL DESTINO (1964), de Ralph Nelson

El destino es el cazador. Sin duda lo es. Está pendiente de cualquier hecho, por mínimo que parezca, para hacer que todos nos encontremos con el final. Lo que pasa es que, en muchas ocasiones, el destino no tiene piedad. Lo barre todo de un plumazo para que no queden rastros, ni huellas, ni explicaciones lógicas y para que la culpa recaiga en alguien que no tuvo ninguna culpa, todo lo contrario. Ése que es señalado como culpable era el mejor para el puesto que ocupaba, era un hombre acostumbrado a las situaciones límite y a mantener la sangre fría, a tomar decisiones en situaciones extremas. Y, sin embargo, el destino, maldito traidor, deja algo en un sitio que no debía, conspira para que se den cita una serie de casualidades, hace que alguien se vaya de pesca cuando debería haber realizado ya un trabajo, un viejo amigo se cita con otro para tomar unas copas, la gente muere, la pérdida es infinita…la suerte no existe…existe el destino.
Y entonces ahí es cuando entra la amistad. La capacidad para no creer que alguien a quien has conocido casi como un hermano, con sus defectos y sus virtudes, haya cometido un error cuando parecía haber nacido con un motor a reacción en las manos. La investigación comienza y se pasa de una rica heredera con la que se estaba prometido a una chica de rasgos orientales de la que se estaba enamorado. Por el camino, un amigo, quizá dos, una azafata que le conocía muy bien y que no quiere revivir el momento del accidente, un competidor que siempre tiene una sonrisa en los labios pero una idea de la competencia muy discutible entre las cejas, unos recuerdos imborrables de la guerra donde se pone en evidencia la cantidad de recursos…no, el fallo no pudo ser humano. Debió de ser una burla del destino.

Estupenda película sobre la investigación de un accidente aéreo que Ralph Nelson dirige con sencillez y claridad narrativa ejemplar con un estupendo reparto en el que se incluyen nombres como Glenn Ford, Rod Taylor, Suzanne Pleshette, Mark Stevens, Nehemiah Persoff, Dorothy Malone, Nancy Kwan, Jane Russell, Wally Cox y Constante Towers. Todos ellos brillantes y acertados, dando textura a una historia que ayuda a hacer creíbles todo ese cúmulo de casualidades que llevan al desastre y que desatan a la imaginación sobre los caprichos de un destino que conspira para llevar a cabo sus propios designios. Lo que ocurre no deja de ser algo que resulta muy difícil de aceptar, pero es real, contado con la mínima expresión, dejando a los intérpretes hacer bien su trabajo, y siendo conscientes de que el destino es esa variable que ninguno ha sabido despejar, se mueve a menudo por caminos que no pueden ser controlados ni siquiera desde la torre de un aeropuerto. Solo hay que sentarse y mirar…y rezar para que el aterrizaje sea liderado por un hombre que sepa hacer muy bien su trabajo.

lunes, 28 de septiembre de 2015

EL ÚLTIMO GOLPE (2001), de David Mamet

Si queréis escuchar el estupendo debate que sostuvimos en "La gran evasión" sobre "París, Texas", de Wim Wenders, podéis hacerlo aquí.

-         ¿Es duro Joe?
-         Es tan duro que, cuando duerme, las ovejitas le cuentan a él.

Y es que Joe no es un atracador cualquiera. Es un tipo experimentado que se las sabe todas. Se las sabe todas para escaparse de la ley pero también se las sabe todas para que la gente del hampa no acabe por meterle una bala en la cabeza. Son muchos años de oficio, de vérselas con gente que cree que el dinero da la autoridad para decidir sobre la vida y la muerte. Y el único dueño de la vida de Joe es el propio Joe. Por mucho que su mujer, Fran, crea que es mejor darle una lección. Por mucho que el advenedizo de turno intente arrebatarle lo que Joe ha conseguido afanar a base de esfuerzo, de trabajo y de pensárselo mucho. Son solo peones, Joe. El verdadero juego está en la mente.

-         El mundo se mueve por el dinero.
-         Yo creía que el mundo se movía por amor.
-         Sí…por amor…al dinero…

Y Joe lo sabe bien porque el amor es tan efímero como el tiempo en que dura el dinero en el bolsillo. La honestidad, incluso en un oficio de ladrones, tiene que estar en alguna parte. Por eso Joe se porta bien con la gente que trabaja con él y dan lo mejor de sí mismos. Todo tiene que ser un puñetero mecanismo de relojería que viene preparado de mucho tiempo atrás. Cada detalle es importante. Los descuidos son el motivo de que las cosas se vayan por el sumidero. Hace barcos nuevos porque es un armador cuidadoso pero de ninguna manera va a dar su propio barco. Ese no porque es fácil de manejar. No hay que planearlo, hay que hacer que planee…Ese es el concepto de la vida según Joe.

-         ¿No quieres escuchar mis últimas palabras?
-         Ya las he escuchado.

Y es que Joe, cuando la ocasión lo requiere, no tiene ningún problema en ser todo lo duro que sea necesario. Si hay que disparar, se hace y luego se echa el cuerpo por la borda. Si hay que mandar a su mujer para que seduzca el enemigo, se hace y punto. Cuando uno trata de ser inteligente, no tiene que ser melindroso. La gente es lo primero, lo segundo son las consideraciones personales. Y ningún mafioso confeccionador de ropa le va a quitar algo que, por derecho es suyo. Es así de fácil. ¿No paga? No hay problema, el próximo golpe no se reparte. Sobre todo si lo que quiere Joe es retirarse. Bien merecido lo tiene. Ir con algo de oro a algún lugar de la costa de Brasil y echarse al sol.

-         ¿Dónde está el oro?
-         En el corazón de la pureza.


Y encima un poeta. Gene Hackman no podía ser un intérprete mejor para los diálogos de David Mamet. Un último golpe de gran actor. Una última trama de gran guionista y director. Vamos a destruirlo todo, señores. No hay que dejar pistas. Solo el rastro de un corazón que no existe, de un oro que siempre, siempre, se escapa.

viernes, 25 de septiembre de 2015

MADAME DE... (1953), de Max Ophüls

Todo por unos pendientes. Y seamos sinceros, tampoco son tan bonitos. Unos pendientes que van a delatar relaciones ilícitas, pasiones no correspondidas, escándalos tapados, recompras absurdas y un universo entero de deseo y de felicidad que se rompe en añicos porque los pendientes…los malditos pendientes no hacen más que ir y venir de mano en mano, desde Constantinopla a París, como si el amor estuviera encerrado en ellos y se empeñara en volver a su legítima propietaria.
Allí está ella, radiante, sensual. Nunca deja de ser una dama excepto en sus desmayos, nunca aclarados, que son un poco más extensos de lo normal en la alta sociedad. Ella es pura sofisticación. Se sorprende cuando la pasión aparece en su vida, como unos pendientes de los que ella se deshizo porque no les tenía ningún aprecio. Es tan maravillosa, tan tersa, tan única que hasta levanta miradas en medio de la casa de Dios. Ella cree pero no quiere perder nada. En el fondo, cuando los pendientes vuelven a ella, su significado ha cambiado tanto que son una segunda piel, un segundo corazón, una segunda oportunidad. Y lo que ella no sabe es que los sentimientos de los demás condicionan todo su mundo aunque no estén expresados con espontaneidad. Es así de simple. Es como una vía del tren de la que no hay que apartarse. Todo lo demás son vías muertas o, como mucho, secundarias.
Allí está él, atractivo, seductor, con su pelo manchado de plata y su mirada tierna y desnuda. Solo el roce de una mejilla en un eterno baile es suficiente como para elevar los sueños de una mujer acomodada hacia el cielo más allá del lujo y de la sofisticación. Sabe que su destino está unido al de esa mujer porque ha vagado por medio mundo, ha conocido a muchas, ha estrechado en sus brazos al mismo amor pero ella…ella es diferente. Compró unos pendientes y se los dio. Y ahí es donde todo comenzó a perder sentido. Como la misma pasión. Como el mismo amor que se deshace al igual que la espuma del champagne en el bufé de una recepción cualquiera. Ella es el mundo y, si no está ella, lo mejor es entregarse.
Allí está él, imponente y marcial, impecable, experto ocultador de sentimientos que no deja salir ni siquiera en una situación de emergencia. Compra y recompra los pendientes para que, al fin y al cabo, no estén donde deben estar sino donde se puedan perder de vista. Está bien situado, es bastante atractivo aunque palidece al lado de algún que otro diplomático italiano. Se toma la vida con unas ciertas dosis de ironía y no deja de ser elegante e hiriente cuando la ocasión lo requiere. También ha tenido algún desliz que otro pero siempre destinado a un feliz y temprano término. Es la vida del soldado. Es una verdad inmutable. Soldado siempre. Marido, a veces.

Max Ophüls dirigió esta perfecta obra maestra sobre las apariencias y el amor que parece revolotear alrededor de Danielle Darrieux, del amante Vittorio de Sica y del marido y gran dominador de todo Charles Boyer en uno de los mejores papeles de su carrera. El resultado es…bueno, permítanme, este es mi baile…

jueves, 24 de septiembre de 2015

EVEREST (2015), de Baltasar Kormákur

Allí donde las cumbres desafían al cielo y la Tierra parece que abre sus gargantas escarpadas para tragarse cualquier vida, donde el sol castiga sin calentar y el frío entra por los pulmones para helar todo a su paso, donde el aire es tan débil que el oxígeno parece en permanente huida, es donde se halla la verdad del esfuerzo humano que afronta un reto que no lleva a ninguna parte.
Todos los que intentan coronar la cima más alta del planeta tienen distintos motivos para hacerlo pero no deja de ser sangrante que ese reto casi sobrehumano esté sometido a la explotación turística del deporte-aventura cuando, en realidad, es un lugar hostil para cualquiera que se acerque. Hay competidores, hay vanidades, hay descuidos que ensucian la belleza del desafío, hay miedos que esperan ser vencidos cuando es el sitio menos adecuado para ello. Y cuando las circunstancias se apropian de los destinos es cuando todo tiene una caída de más de ocho mil metros.
Quizá allí, en lo más alto, es cuando uno se siente más cerca de lo que ama. La nieve ciega los ojos y el frío adormece los huesos hasta llegar a la congelación y, sin embargo, hay algo que hace que el viaje sea un aprendizaje, una cuesta arriba salpicada de pisadas anteriores a las que hay que igualar como sea. Y el cuerpo, no obstante, va diciendo que ese no es su sitio, que, poco a poco, la sangre se ralentiza, el corazón queda atrapado y los pulmones parece que no se llenan nunca. Es entonces cuando el drama se hace tan real como un viento del infierno helado y la vida depende solo de la circunstancia de ese mismo instante.
El director Baltasar Kormákur consigue una película irregular, fuerte en los planteamientos, algo descuidada en las aventuras. Tal vez porque es muy consciente de que lo que nos está contando no es una odisea, ni un hecho heroico sino un drama humano que roza la inconsciencia. Trafica con el sentimentalismo que, en esta ocasión, resulta irresponsable. Critica con razón la explotación de uno de los rincones más hermosos del mundo. Sabe estremecer con las tomas espectaculares de las paredes verticales y de las laderas blancas del gigante de piedra. Agobia con cierta soltura cuando los problemas arrecian y la salvación pende de una cuerda. El reparto está razonablemente correcto sin grandes interpretaciones por parte de ninguno de los ilustres nombres que lo componen salvo, quizá, Emily Watson que aglutina la angustia del momento. Y, en conjunto, hay un cierto aire de que el intento es fallido y de que no ha conseguido coronar la cima.

Respirar es la hazaña, mover un pie detrás de otro cuando toda la Naturaleza ha trabajado por la congelación es lo increíble, conservar la honestidad es todo un logro. Los precipicios parece que se hacen más grandes según cae la noche y es posible que sea la última cima para algunos. El Everest es implacable en sus veredictos, como lo es cualquier cumbre que esté por encima de los ocho mil metros. Es como si el Edén todavía existiera en la Tierra y hubiera unos cuántos árboles que es mejor no tocar. Al fin y al cabo, estar tan cerca del cielo no puede ser gratis. 

martes, 22 de septiembre de 2015

SEVEN (1995), de David Fincher

Estos policías no tienen ni idea. No saben que el mundo está lleno de pecado y que hay que barrerlo de alguna manera, de forma definitiva y coherente, con el martillo de Dios y la razón de tu parte. Quizá haya que dejar un reguero de sangre para que se den cuenta de la grandeza de mi obra pero eso qué más da. Lo que de verdad importa es que el mundo se dé cuenta de que la justicia divina existe, de que lo de los pecados capitales no es la típica fábula bíblica que solo sirve para ir a misa y darse golpes en el pecho. Todo tiene que estar muy pensado. No llegan a saber en ningún momento por dónde voy a salir. Sé que mi objetivo es ese policía airado, impulsivo y poco preparado mentalmente… ¿cómo se llama? Mills. Ése es un blanco fácil porque seguro que cae en la ira sin esfuerzo. Es joven y no demasiado competente. No tiene paciencia. Y eso seguro que le mete por sí solo en la espiral de la violencia.
El que me preocupa es ése otro, Somerset. Más que nada porque el tipo no tiene pareja, tiene una vida ordenada, práctica. Es metódico, se piensa mucho las cosas antes de actuar. Contra la soberbia, el tipo tiene humildad. Contra la avaricia, el muy tonto es generoso. Contra la lujuria, el negro luce castidad, no va con mujeres, las dejó atrás hace tiempo. Contra la ira, el fulano exhibe paciencia. Contra la gula, tiene templanza. Contra la envidia incluso parece caritativo. Contra la pereza, es diligente porque se viste impecablemente, todo lo ordena, todo lo piensa…este pies planos es diferente y peligroso. Se puede venir todo el asunto abajo si no me ando con cuidado. La ciudad es muy cruel y parece un ejemplar único entre tanta suciedad y tanto pecado.
No deja de llover. Todo parece más gris a cada asesinato. A Mills es fácil cazarlo en la calle. Es muy espectacular cuando persigue a un criminal pero es muy poco efectivo porque tiene el defecto de la precipitación. Me buscan como si fuese un monstruo al que destruir pero no se dan cuenta de que, en el fondo, los monstruos son ellos.
Un gordo al que no dudaríamos en tomar el pelo cuando nos los cruzásemos por la calle, una prostituta despreciable que merece que la abran en canal, un abogado que se enriquece con la desgracia de los demás y cuando se le pide una libra de carne, llora como un crío; un vago pederasta que lo único que merece es una muerte lenta…paciencia, Mills, paciencia…no aprendes nada de los pecados. Maldita sea, Somerset, parece que tú lo aprendes todo…

Solo falta el toque final y ya dejo de escribir todas estas palabras sueltas en estos inacabables cuadernos. Son solo pensamientos, cosas que sé que no se van a cumplir, deseos lejanos, teorías delirantes…pero voy a hacer realidad parte de todo eso. Al fin y al cabo, soy un Juan Nadie que tiene que escribir su obra en letras de sangre para que el mundo perciba cómo es el hoyo en el que anda metido. Agentes, deténganme. Hay que acabar con esto y mi hora se acerca…

lunes, 21 de septiembre de 2015

PARÍS, TEXAS (1984), de Wim Wenders

Éxito rotundo del debate que sostuvimos a propósito de "Vértigo", de Alfred Hitchcock siendo destacado como uno de los mejores programas de la semana en Ivoox. Si queréis escucharlo, está aquí.

Un hombre camina solo y perdido por en medio del desierto. Por su cabeza habita el pasado lleno de errores, de palabras dichas a destiempo, de abandonos que nunca deberían haber ocurrido. Es un mendigo del acierto porque lo único que quiere es intentar reparar las equivocaciones. Es el elemento que distorsiona la realidad de un lugar inhóspito y frío a pesar de que el calor es implacable. Quiere alcanzar París. Quiere volver a tener días de ilusión y de suavidad en las manos. Quiere respirar tranquilo y creer que todo ha merecido la pena. No ha sido un buen hombre porque condenó a lo que más quería a una vida despegada, sin asideros, sin mañana y sin espejo. Camina con rumbo pero sin destino. Ya no le quedan lágrimas. Solo disculpas. Y aún así sabe que nada volverá a ser como antes porque ha negado cualquier posibilidad de cambiar el futuro. Quiere sentir el amor, aunque sabe que no es para él.
Su silencio es elocuente. Es un silencio de miedo porque al decir las cosas, mueren las intenciones. Quiere mirar sin ser visto. Ser espectador de una realidad que su presencia no distorsione. Quiere llorar con libertad pensando que ha hecho lo correcto. Tal vez sabe que hay errores que son muy difíciles de reparar. Tal vez sabe que tiene que alterar vidas para que las piezas encajen. Es un hombre desvalido en un mundo al que nunca perteneció. Conserva el humor. Se fija en los detalles, sobre todo en todos aquellos a los que jamás dio importancia. Se olvidó de vivir e hizo que otros sufrieran. No fue un buen hombre y, sin embargo, es un hombre. Él será siempre una incógnita. El problema es resolver los vacíos de los demás. Y cree que puede hacerlo.
París, Texas. Una foto en un paisaje lleno de nada. La felicidad en un recuadro. El sueño en la aridez. Allí, donde no había ni una gota de verde, quiso hacer un hogar. Malditos sueños que siempre frustran las ilusiones. Malditos días rellenos de rencor hacia sí mismo. Eso sí que es un motivo de silencio. Y no basta con mirar. Hay que intervenir. Si no, la realidad se escapa, se pone en fuga para convertirse en un velo de amargura y oscuridad. Travis es luz aunque ni él mismo está seguro de eso. Siempre lo fue. El problema es que nunca lo supo.

Wim Wenders abundó en sus obsesiones sobre realidades alteradas por la presencia de los que observan con lo cual dejan de ser realidades en esta fábula acerca de un hombre perdido que ya no se puede encontrar salvo encajando vidas rotas. La soledad es un requisito indispensable para ver la realidad tal cual, sin elementos que distorsionen la visión y el personaje que tan maravillosamente encarna Harry Dean Stanton trata de hacerlo cuando sabe que él mismo es lo que ha perturbado el equilibrio. Días de miradas que buscan cobijo en paisajes tan enormes que la vista no puede alcanzar, en viajes tan largos que los ojos no pueden soportar, en sentimientos tan grandes que los párpados no se pueden sostener. Y ahí es donde Travis sigue siendo un cobarde. Aunque las cosas estén en orden. Aunque el paisaje sea un erial con un solitario cartel sin horizonte.

viernes, 18 de septiembre de 2015

ALIEN, EL OCTAVO PASAJERO (1979), de Ridley Scott

Un espacio cerrado donde los mismos cables de la enorme nave espacial parecen los tentáculos en reposo de una bestia insaciable de sangre. Siete personajes que actúan por impulsos humanos…menos uno. Una expedición equivocada en un planeta que es hostil y que, desde lejos, está diciendo que es mejor no posarse allí. Unos huevos que parecen incubar criaturas sacadas del mismo infierno. Poco a poco, cada tripulante del Nostromo caerá en las garras del monstruo de doble boca y organismo perfecto. Porque se ha dejado entrar el mal en las entrañas. Porque el hombre, como especie débil, tiene que desaparecer.
El espacio, vacío e inerte, enorme en su inmensidad, silencioso en su lenguaje misterioso que lo mismo encierra a la belleza que a la maldad más inimaginable. Los pasillos estrechos de esa nave que más parece un castillo flotante en un inmenso decorado plagado de estrellas. La respiración agitada porque la criatura es más inteligente de lo que se podría esperar de algo que parece un animal. El gato, verdadero octavo pasajero. El sintético, que trata de preservar una misión para la división de armamento de la compañía porque, tal vez, no posee ninguna consideración humana. Las unidades de calor con su saliva humeante abriéndose paso por un laberinto de corredores que no llevan a ninguna parte salvo a la destrucción total. Hay que acabar con el bicho pero es demasiado feroz como para que la solución pase por el pensamiento. Él también se mueve, también planea, también conspira. Y lo hace mejor que el ser humano. Porque está preparado para matar.

Ridley Scott abrió el cielo hacia el terror con una mirada seria y repleta de agobio, única y genial, a través de una película que puso en juego el antiguo juego del gato y del ratón que hizo que algunos críticos de la época dijeran que estábamos ante el nuevo Stanley Kubrick. Lo cierto es que aquí derrochó talento porque no cedió a la comercialidad imperante en el momento, muy influenciada por la fiebre de La guerra de las galaxias, de George Lucas, y creó una historia agobiante, claustrofóbica y creíble sobre uno de los mayores enemigos que el hombre podría encontrar en el espacio. Luego ya vinieron secuelas variadas que se adaptaron a los tiempos y que bajaron la calidad a la mera anécdota pero ninguna como la original, la primera, la que nos puso el vello de punta y la tensión en los huesos. Y también nos quedamos prendados, por primera vez, de la Suboficial Ripley y de Sigourney Weaver, toda una desconocida que ponía ímpetu y ganas a un personaje que podría haber pasado desapercibido en manos de cualquier otra actriz. Y ahora, permítanme. Voy a comer algo porque siento que en el estómago se me remueve algo extraño y no es precisamente comida. Tengo algo de acidez, eso sí. Será una cuestión de sangre.

jueves, 17 de septiembre de 2015

LA VISITA (2015), de M. Night Shyamalan

Tal vez hacer un viaje para conocer a los abuelos después de muchos años de rencor sea la oportunidad perfecta para ajustar cuentas y encontrar el elixir del perdón y de la felicidad. Puede que todo sea blanco como la nieve y que el miedo no sea negro como siempre se ha creído. Incluso es posible que, en unos pocos días, se complete un viaje hacia la madurez, hacia la sugerencia fuera de campo, hacia la verdad de una conciencia que nunca necesitó de ayuda.
Y es cierto que la inquietud se hace corpórea, como un leño esperando a ser partido en dos. Los sucesos extraños ocurren porque, sencillamente, uno no puede esperar a que el delantero deje de avanzar. Tiene que lanzarse sobre él y afrontar con decisión todos los complejos que llegan a ser semillas de psicosis. La oscuridad no es el enemigo. La verdad sí puede que lo sea.
Pasteles cocinados con amor aunque con algo de veneno dentro, juegos inocentes clausurados por el temor, visitas al pasado imaginado de una madre que nunca habló de lo difícil que fue todo a pesar de que la edad fue impulso y, también, problema. La necesidad de saber será el móvil para que la adolescencia investigue en los obstáculos morales y físicos. Y muy a menudo pueden llegar a dar una lección de vida ante el terror más evidente. Hay que mirarse al espejo y llegar a ver la valentía que hay detrás de los ojos. Porque todos somos valientes. Aunque alguna vez nos comportemos como auténticos cobardes.
Las puertas cerradas son infranqueables por la rabia. Quizás porque se llega a pensar que todo es por causa del rencor de los ancianos cuando, en realidad, nunca hubo nada de eso. También puede ser la edad avanzada que, demasiado a menudo, nos indica el fin de la razón pero tampoco va a ser eso. El agua está ahí, amenazante como siempre en el universo de Night Shyamalan, al igual que la mirada de la niñez, con el humor latente que tanto espanta al pánico. Y, de nuevo, caemos en la trampa de probar el sabor del miedo porque Shyamalan nos conduce con calma hacia la moraleja final. Entre tópicos y una acertadísima dirección de actores, volvemos a creer que vemos muertos, que somos irrompibles o que todo en la vida es una auténtica señal que llegará a ser útil en el momento más difícil. Y queremos abrir la puerta aunque sepamos que la inquietud está diciéndonos en nuestro interior que no, que no se nos ocurra, que somos unos imprudentes. Es lo que tiene visitar a unos abuelos a los que nunca se ha visto. Nunca sabes a qué atenerte.

Así, mientras se nos narra todo con un estilo documental porque, al fin y al cabo, al artista hay que dejarlo salir, deambulamos por la casa con furia, intentando encontrar una respuesta que resulta tan evidente que apenas podemos percibirla. Es lo desconocido que también se abre paso entre el miedo blanco y la noche perdida. Es la cantinela de una culpabilidad que nunca existió. Es la seguridad de que los fantasmas existen en la penumbra que cruje en los suelos de madera de un caserón misterioso. Es Night Shyamalan que ha vuelto para decirnos que el miedo está ahí y no tiene forma de susto sino de situación.

martes, 15 de septiembre de 2015

MISERY (1990), de Rob Reiner

La obsesión como modo de vida. Las letras hacen que la locura escape por los ojos pero la semilla está ahí dentro, deseando germinar y hacer del cerebro una salvaje excursión. El aislamiento es estremecedor pero más aún es la certeza de que no se puede pedir socorro porque nada, excepto los árboles, te puede escuchar. A la locura sin razón hay que combatirla con sus mismas armas, volviéndose brutal, despiadado, certero y sabiendo que cada acción va a ser aún más tremenda que la anterior.
Y todo ocurre en una casa, en medio del frío. Solo porque alguien condena a escribir sobre un personaje que ha aportado dinero pero muy poca satisfacción personal. Cuando ya se tiene un nombre, es la hora de dejarse de recursos facilones para hacer que la gente se alimente de tontos mitos y escribir con algo más de hondura, de verdad interior, de calma sosegada y dejar de lado la precipitación, la literatura barata y folletinesca, la fuente del dinero que tiene que empezar a manar menos y saciar más.
Un maldito accidente en una curva y uno tiene la impresión de que es un ángel el que te ha salvado. Allí, en medio del bosque, donde no hay más humanidad que la de las ramas peladas del invierno hostil. Hay que escribir una nueva novela que diga exactamente aquello que el lector espera y si el lector no recibe lo que quiere entonces no dudará en partir los tobillos del escritor. Es así de fácil. El fuego quema, el hielo abrasa y el lector juzga. Todo lo demás son maldiciones disfrazadas de buenas maneras. En el fondo, escribir y tener la ambición de vivir de lo escrito no es más que el principio de la prostitución intelectual.
Es difícil manejar a prácticamente dos personajes en un espacio cerrado y crear una atmósfera de terror que surge de lo que es absolutamente posible. Aquí no hay fantasmas ni espíritus, solo hay obsesión por realizar los sueños a través de una heroína que no existe y obligar a alguien a escribir sobre algo que no tiene más futuro que un minuto en el pensamiento. Misery tiene que vivir una última historia de amor y de aventura vital, no puede desaparecer así como así. Y si hay que cortar algunos lazos con el autor, con el creador de esa criatura que, en el fondo, ha terminado por devorarle, pues se hace y ya está. Para eso están las sillas de ruedas, para acoger los sueños rotos de unos cuantos que se creen con poder para acabar con ese espejo deformante que lo único que hace es convertir lo sórdido en bonito.

Rob Reiner dirigió con un pulso espléndido y colocó a Kathy Bates en lo alto de una de las más impresionantes interpretaciones al dar vida a una enfermera psicópata que ahoga todos sus complejos en un personaje literario condenado a morir. James Caan busca respuestas en una mirada que resulta perpleja ante toda una historia que merece ser contada de esa manera en la que los lectores quedan anonadados ante tanta crueldad. Y eso es lo que nos depara el mundo: una fascinación imparable por la maldad, por la vileza y por la brutalidad que siempre resulta justificada por unos sueños que solo son papel quemado en el momento de despertar.

VÉRTIGO (De entre los muertos) (1958), de Alfred Hitchcock

Si queréis escuchar los debates de "La gran evasión" de las últimas dos semanas, envueltos en ternura y con momentos realmente conmovedores, tenéis el de "Primavera tardía", de Yasujiro Ozu aquí y el de "Nebraska", de Alexander Payne aquí. Disfrutadlos. Merecen la pena.

Volver una y otra vez a la imagen perdida en una interminable espiral de amor y muerte. Sentir que el fracaso se ha instalado definitivamente porque no se ha sido capaz de vencer los miedos. Creer que el mundo se ha acabado porque el ideal de la belleza ha caído desde lo más alto y ha destrozado todos los sueños que llegaron a intuirse por pura fascinación. La porcelana en la piel que ya no se verá más porque se ha quebrado en mil pedazos y se ha convertido en las piezas de una obsesión que no se va. Mirar hacia abajo y sentir que el suelo se aleja. Mirar hacia arriba y sentir que el sueño no se deja. Vértigo. De entre los muertos.
No hay besos, hay sensaciones que giran en torno a la mente y al corazón. Nada puede salvar de la melancolía. La tristeza por la pérdida es tan abrumadora que solo se quiere recrear de nuevo lo que, un día, fue la perfección. Hay que esculpir de nuevo el sueño, sin dejarse ningún detalle, como los prolegómenos de un largo e inacabable acto amoroso. Los fantasmas vuelven y es imposible asirlos para que sean parte de esa terrible obsesión. Las empinadas calles de San Francisco son un laberinto de emociones que no se entienden salvo cuando ella aparece de nuevo, con su traje, su pelo, su mirada, su forma de caminar femenina y, sin embargo, casi desvalida. La felicidad, turbia y desalmada, apenas se queda unos instantes porque el descuido aparece y esfuma el sueño. Es el vértigo de amar. Es amar de entre los muertos.
El bosque, la casa, el moño en el pelo, la misión española, el campanario, la desolación. Sísifo revisitado. Orfeo en los infiernos de las alturas. Suenan las campanas y solo puede esperar la locura de haber perdido dos veces de forma definitiva por culpa de una obsesión por los muertos, por culpa de una culpa entre los vivos. Allí, en lo alto, siempre quedará la sombra de un hombre sin respuestas, recluido en los motivos de su mente mientras los demás nos agarramos a las cornisas de ese campanario que no es más que el escenario de la más terrible de las derrotas. El proceso de humillación se ha completado y solo resta el silencio. Y es que no hay más explicaciones, no puede haberlas. Porque no se puede hablar sobre la belleza, sobre la pérdida, sobre la derrota repetida y no tener la sensación de que algo se deja por el camino, algún detalle inoportuno que se resiste a salir. El hombre incompleto ha nacido. Es el vértigo de no caer. De no caer entre los muertos.

Alfred Hitchcock realizó una de sus películas más personales con una de las exhibiciones más impresionantemente visuales que haya hecho ningún director en toda la historia del cine. Sus silencios medidos, con escenas de hasta ocho minutos sin una línea de diálogo, su repertorio de planos, su sentido estético con un uso del color que desplegaba toda la paleta del pintor más acusadoramente estético. Saul Bass dibujó la frustración y la sensación de la misma acrofobia y Bernard Herrmann compuso una de las bandas sonoras más románticas, apasionadas e inquietantes que se hayan hecho nunca Y al fondo, dando cuerpo a la obsesión James Stewart en uno de los papeles más turbios de su carrera, y Kim Novak encarnando a la misma sexualidad nacida del vértigo. El vértigo del sexo. Del sexo entre los muertos.

viernes, 11 de septiembre de 2015

LOS INTOCABLES (1987), de Brian de Palma

Luchar contra el mal y la corrupción puede ser una tarea muy ingrata y hacerlo dentro de la legalidad es aún peor. Todo está podrido porque los que manejan el dinero no tienen piedad con la gente y hay que ser tan impío como ellos. Es de recibo entrar en locales donde se sabe que se está delinquiendo para asegurar un triunfo que dé sentido a la honestidad. A partir de ahí, todo tendrá que convertirse en una jugada sucia para sacar algo en limpio. Si ellos sacan la porra, se debe sacar la pistola. Si hieren a uno de los tuyos, hay que matar a uno de los suyos. Es así de sencillo. Lo que hay que asegurar sin ninguna duda es que el golpe definitivo sea a través de la legalidad porque si no, la razón huirá e incluso los que solo quieren aprovecharse de la situación serán los primeros en desacreditar una labor que pone en riesgo unas cuantas vidas.
Capone lo sabe bien. No basta con ser un simple bateador que juega por libre. Hay que hacerlo todo en equipo. Y no es necesario venderlo todo como si fuera un juego de venganza, solo hay que presentarlo como la respuesta necesaria ante un abuso de la autoridad, o de un socio, o de un denunciante, o de un simple contable que está dispuesto a cantar una ópera entera. Por eso, él agarra el bate y golpea con toda la fuerza de la que es capaz. Total, solo son vidas. Lo mismo que vienen, se van.
Cuatro hombres íntegros que deciden acabar de una vez por todas con un imperio que se autojustifica y se presenta como simple servidor de una necesidad pública. Beber, drogarse, prostituir, corromper. Todo eso es el día a día de una sociedad enferma que necesita de esos escapes y, por tanto, están justificados. Y eso no es así. Eso no es más que una conspiración para amasar dinero y poder, porque ese imperio sabe perfectamente que cuanto más dinero y más poder, más difícil será acabar con ellos…más que nada porque todo el mundo tiene un precio. Incluso se verá con buenos ojos acudir a la venganza…un mal necesario para terminar con esos arrogantes agentes del orden que quieren unos días mejores y, tal vez, tomarse una copa con tranquilidad.

Quizá ésta sea una de las mejores película de Brian de Palma porque, entre otras cosas, supo juntar a una serie de talentos que dieron lo mejor de sí mismos (eso es lo que hace falta, dar lo mejor de cada uno de nosotros) para construir una historia sobre la valentía y la falsedad, sobre la honestidad y el latrocinio que tiene en Kevin Costner, Andy Garcia, Charles Martin Smith y, sobre todo, en los impresionantes Sean Connery y Robert de Niro como máximos exponentes de una intensidad que se recoge de un texto maravilloso de David Mamet y de una música especialmente inspirada de Ennio Morricone. Y todos estos nombres son los verdaderos intocables porque supieron hacer de la razón, una razón más. Una razón más para los protagonistas de esta historia, una razón más para ver esta película y disfrutar con cada uno de sus planos, de sus escenarios, de su vestuario debido a Giorgio Armani y de su inquebrantable fe en derrotar a los lobos que se visten con la piel de cordero que les proporciona el manto de la publicidad y de la falsa simpatía. Eso no existe, señores. Busquen el dinero.  

jueves, 10 de septiembre de 2015

ÁTICO SIN ASCENSOR (2014), de Richard Loncraine

Cuando cada uno de los peldaños que llevan a casa se convierte en un mensaje de la edad entonces es cuando hay que plantearse una pequeña mudanza. Y no es fácil abandonar el hogar que fue la piedra angular donde se construyó toda una vida de felicidad y complicidad con quien ha sido amiga, compañera, amante y confesora. Más que nada porque se llega a pensar algo tan peregrino como que abandonando lo que ha sido refugio y atalaya, no se volverá a ser feliz nunca más.
Y es que el hecho de emprender una nueva vida en otro sitio no tiene por qué implicar una renuncia. Somos lo que somos y también lo que hemos hecho, y cuando se trata de cambiarlo todo, hay algo que no se puede cambiar y es el pasado. No se puede cambiar aquella taza de té en la terraza del ático, no se puede cambiar el regalo que tanta ilusión le hizo, no se pueden cambiar todas aquellas risas que poblaron cada uno de los rincones de la casa, no se pueden cambiar las valentías como tampoco los malos momentos porque ellos, sí también, son parte de la felicidad. Y no se pueden entregar a cualquiera las cuatro paredes donde se ha vivido, se ha dormido, se ha amado, se ha reído y se ha llorado. Tiene que haber un proyecto de felicidad detrás, como lo hubo en su día y se construyó año tras año. Solo que la cuestión de los escalones implica buscarse otro nido. Y todo el mundo sabe que buscarse otro nido ya es otra cuestión.
Película de sonrisa permanente y comodidad agradable con Morgan Freeman y Diane Keaton construyendo con sabiduría unos personajes que se mueven por Nueva York con la relajación propia de la edad, con el billete de vuelta de todo pero que todavía tienen que ir a por algo, con la ilusión de una vejez que se acerca a pasos agigantados pero que todavía no es una amenaza. Ellos son maravillosos. En todas sus miradas hay dobles sentidos, químicas aparentes, complicidades insinuadas. Dan ganas de comprarles el piso para saborear todas sus experiencias y la mirada cae y los párpados acompañan a los labios para que el gesto sea el de espectador agradecido y complaciente. Al fin y al cabo, les vamos a perdonar todo. Incluso sus rarezas. Incluso su perrita harto fea.

Como bien dice el personaje de Morgan Freeman: “Ninguna casa tendrá la vista que tenía la nuestra. Aunque bien es verdad que, tal vez, ya hayamos visto todo y no la necesitemos”. Todo depende de la disposición para llevar la mochila de las experiencias o si la ruptura implica necesariamente que el carácter sea distinto cuando ni siquiera los amigos son los mismos. Basta con pintar siempre al amor de tu vida o ser el contrapeso ideal cuando hay demasiadas cosas en contra. Eso, quizá, sea el amor. Mirar a tu pareja y darse cuenta de que la miras por primera vez. Tener aún la capacidad de sorprender y sorprenderse. Darse cuenta de que la felicidad, hecha a base de momentos, se ha instalado cómodamente en algún sitio de una casa que no merece otro dueño. Mientras tanto, vivir. Con los problemas, con la ropa nueva, con la ropa cómoda, con la ropa vieja, con la luz cálida y las manos suaves, con el café que sabe a casa, con el caos controlado del completo desorden que solo uno mismo entiende. El amor se acostumbra a todo eso. Y la felicidad también. Y el sentido del humor, por supuesto. Ese mismo que tanta falta nos hace cuando vemos la cantidad de estúpidos que van a usurpar algo que es nuestro. Nuestro. Solo nuestro.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

OPERACIÓN U.N.C.L.E. (2015), de Guy Ritchie

No hay nada como mantener la cabeza fría y los puños calientes. La cabeza fría, naturalmente, es un agente llamado Napoleón Solo. Los puños calientes tienen la fuerza y la contundencia de otro agente que responde al nombre de Ilya Kuryakin. Y así es cómo se forma un gran equipo aunque ambos sean como la noche y el día. Uno es fino, con clase, sin alteraciones en su impecable vestimenta. El otro es rudo, muy primitivo, con una fuerza de gigante y, en ocasiones, un cerebro un poco más limitado. Son el equipo perfecto. Y la demostración preclara de que la Unión Soviética y Estados Unidos deben colaborar para evitar que haya locos que enrarezcan aún más el ambiente de la Guerra Fría. Incluso para discutir qué hacen con un fulanito mientras éste se hace a la parrilla en una suerte de silla eléctrica.
Así pues tenemos clase y fuerza, energía y velocidad, toques de humor y buen ritmo. Una película que contentará a rusos y a americanos. El código es fácil y se asimila con gusto porque entra al igual que una botella de vino guardada en una cesta esperando un rato de placer. La chica también está pero se decanta con facilidad. Más vale pistola en mano. Por otro lado, no faltan las desconfianzas porque aunque capitalistas y bolcheviques vayan a colaborar eso no quiere decir que estén exentos de traiciones. Todo lo contrario. Hay que andarse con mucho más cuidado porque quizá duela más. Aunque la clase lo resuelva todo. Aunque los sesenta estén ahí, abriéndose paso con la moda de James Bond, con la explosión de la Fórmula 1, con las chicas vestidas de Dior hasta las cejas y con una combinación de colores que, a menudo, consiguen entornar los ojos.
Guy Ritchie consigue una buena diversión, desenfadada y en su punto acerca de esta aproximación a aquella serie que en los años sesenta protagonizaron Robert Vaughn y David McCallum con el nombre español de El agente de la CIPOL. Ahora, como ya nadie se acuerda de aquello salvo los que estamos alrededor de la nostalgia más añeja, se lanzan de nuevo las aventuras de Solo y Kuryakin, una pareja perfecta en un mundo imperfecto, demasiado frío, demasiado materialista y, sin embargo, demasiado elegante.
Y es que no es fácil ser un espía en esos tiempos en los que todo se basaba en la última moda. Henry Cavill consigue una buena caracterización del espía americano y Armie Hammer está acoplado con solvencia en el más ingrato del ruso. Hugh Grant le pone solidez a ese Wetherby que en la serie tuvo el rostro del legendario Leo G. Carroll (el jefe del servicio secreto de Con la muerte en los talones) y hay un excelente trabajo de ambientación, vestuario, y muy especialmente, con la banda sonora llena de éxitos sesenteros. Se pasa un buen rato. Tanto es así que nada más salir del cine estuve pensando en ir a comprarme un traje, unas gafas de sol, un par de jerseys de cuello alto y  un par de discos de vinilo que levantan mágicamente las ganas de bailar. A ver si así soy un poco más cool.


martes, 8 de septiembre de 2015

MISIÓN IMPOSIBLE 5: NACIÓN SECRETA (2015), de Christopher McQuarrie

Ser un renegado tiene sus ventajas. Quizá se puede uno deslizar como una sombra por medio mundo sin darse a conocer, con la única pretensión de ponerse en forma o, también puede montar una jaleo de leyenda en una sala operística mientras se canta el Nessun dorma, del Turandot, de Puccini con un aroma que recuerda mucho al Alfred Hitchcock de El hombre que sabía demasiado. El caso es que no hay nada más rentable que hacer que los buenos parezcan malos para tener un añadido de presión y ya tenemos una película que da lo que se espera, por mucho que haya un guión no demasiado bien cerrado (la aparición de un oportuno desfibrilador portátil no deja de ser algo que me intriga), o la descripción del peor día que se le puede presentar a un tipo que antes de comer ya ha muerto, ha resucitado, ha tenido un accidente con un coche dando unas siete vueltas de campana de través y se pega un leñazo con la moto saliendo ileso. Desde luego, hay días en los que uno más vale que no se levante de la cama.
Eso sí, espectacularidad, escenarios, explosiones, tiros, persecuciones, la típica historia de amor “made Ethan Hunt” del tipo “me molas, te molo, pero nos dedicamos a una cosa en la que un día nos amamos y al día siguiente nos traicionamos así que mejor no tocarte porque podría devorarte” . Hay una cierta carencia de humor que sí se había introducido con acierto en Misión:Imposible: Protocolo fantasma. Conclusión. Para los poco exigentes y poco dados a fijarse en los detalles, la cosa funciona. Para los avezados, picajosos y exigentes, todo el asunto es uno más del montón. Hasta hay una cierta sensación de que a Tom Cruise no le apetece mucho actuar, como que no posee su intensidad habitual, como que no es Tom si no que es otro, que nos lo han cambiado.
Y es que no es fácil seguir siendo Ethan Hunt en una saga que se prolonga, que apunta a otras direcciones, que cambia de realizador en cada entrega y que, inevitablemente, ya comienza a copiarse a sí misma con peligrosidad y alevosía. Es más, si ya nos ponemos en plan fino podríamos darnos cuenta de que la trama se parece bastante a lo que ya nos contó Brian de Palma en la primera entrega pero es posible que yo esté muerto y no tenga un desfibrilador portátil a mano. La falta de previsión me abruma en ocasiones.

Y también resulta ya necesariamente repetitiva la dependencia tecnológica de cualquier película de acción que se precie. Así se llenan minutos enteros (el fallo en los circuitos en algún momento tiene que pasar) y hay un montón de excusas que uno no llega a entender del todo porque no tiene la formación suficiente. Sí, sí, lo sé. Paleto. No todos podemos llegar a ser Ethan Hunt, qué le vamos a hacer. Eso sí, de vez en cuando le echamos más ganas. 

viernes, 4 de septiembre de 2015

LÍO EN BROADWAY (2014), de Peter Bogdanovich


“Fíjate en toda esa gente que pasea por el parque y le da nueces a las ardillas. Eso está muy bien. Pero imagínate que hay alguien que en lugar de dar nueces a las ardillas da ardillas a las nueces… ¿qué hay de malo en ello?”
De hecho no hay nada de malo en ello porque es tiempo de puertas cerradas y braguetas con candado, de hoteles lujosos llenos de equívocos de regalo, de llamadas embarazosas y de sobreentendidos para gente inteligente. Y es que la comedia siempre tiene a unos cuantos aliados que saben hacerla con clase, con sentido, con ganas de dar unas cuantas ardillas a las nueces.

Y es entonces cuando el espíritu del viejo Ernst Lubitsch parece que toma forma en esta época de teléfonos móviles y de histerismos baratos. Una serie de personajes neuróticos se dan cita alrededor de unos ensayos teatrales. No hay centro ni periferia porque el lío es lo principal. Decepciones a gritos, vergüenzas destapadas, sueños realizados y alguna que otra sorpresa al final porque quien está detrás de las cámaras es Peter Bogdanovich, un tipo que sabe muy bien cómo dirigir y hacer que nos riamos con el acento puesto en la inteligencia. Es fácil. Solo hace falta tener buen gusto.
Así que Bogdanovich coge a Owen Wilson, a Rhys Ifans, a Imogen Potts, a Jennifer Aniston, a Austin Pendleton (aquel mecenas de la música que tanto se enamoraba de la inaguantable Madeline Kahn de ¿Qué me pasa, doctor?), a Kathryn Hahn, a su vieja amiga Cybill Shepherd y a unos cuantos camaradas y nos brinda una auténtica delicia para el espíritu. La alta sociedad vista a través de un nuevo toque Lubitsch (en especial El pecado de Cluny Brown) y el resultado es la invariable sensación de que se ha visto un placer para los labios, que se distienden y se aflojan, desean besar y ser besados y, al mismo tiempo, uno rebusca en sus secretos, no sea que salga uno hacia la luz.
Claro que también hay una vuelta certera por el mundo del psicoanálisis porque no hay nada que nos garantice que los terapeutas estén libres de obsesiones y de traumas. Sí, sí, como lo oyen. Puede haber doctoras alcohólicas, puede haber doctoras en permanente crisis sentimental, puede haber doctoras de los nervios (nunca mejor dicho) y puede haber doctoras que desean descubrir algo nuevo aunque la frase ya esté más dicha que una vieja película de los años cuarenta. Incluso podríamos decir que hay personas que ejercen de doctores psicoanalistas sin necesidad de desván, despacho y minuta. Y eso es algo maravilloso…aunque también tengan sus defectillos…no sé, por ejemplo que les gusta llamar a una casa de citas en cuanto tienen una oportunidad.
El caso es que se disfruta con la película porque te lleva en volandas, te hace ensayar las frases ininteligibles que se traban cuando se te pilla, te das cuenta de la cantidad de situaciones absurdamente reales que se pueden llegar a plantear en cuanto hay tres o cuatro personas girando en tu órbita, te mueves con soltura por el lujo porque la vida, incluso cuando hay deslices que enfadarían a más de uno, es en sí misma un lujo. Y hay que aprovecharla cuando viejos directores de viejas sabidurías deciden ponerse una vez más detrás de las cámaras y brindarnos una historia como las de antes, con los mismos mimbres, con los mismos enredos y, aún es más, con diferentes actores que parecen los mismos de entonces. No es fácil. Y menos en estos tiempos de amores rápidos y seguridades huidas. Háganme caso. Reírse es lo fácil. Y esta película, lejos de malos gustos, bromas tontas, grotescas actuaciones y tontos problemas, nos da un rato de buena risa y guiños cómplices. Solo reservado para los que, de verdad, aman el cine y no son infieles. Bueno, sí, de vez en cuando. Pero no es lo que parece. Solo es un ensayo. Es lo que tienen los auténticos cineastas. Te hacen dudar hasta de tu propio sentido del humor. Y ése es el que tienen los que conquistan con la imagen y con la palabra bien dicha. Broadway y sus líos. Luces de neón llamando a la gente con clase. Ardillas a las nueces.

jueves, 3 de septiembre de 2015

UN DÍA PERFECTO (2015), de Fernando León de Aranoa

La teoría de cuerdas es un modelo fundamental de la Ciencia Física que asume que las partículas materiales puntuales son, en realidad, estados vibracionales  de un objeto más básico llamado cuerda. Y todo el mundo sabe que la Física es tan completa y tan compleja que se puede aplicar al estado anímico de las personas en cualquiera de sus acepciones. Por ejemplo, en la vibración anímica de unos cuantos personajes perdidos en medio de una guerra que resulta tan absurda como anacrónica, tan real como repetida, tan verdad que todo parece mentira.
No es fácil mantener la cordura buscando una cuerda allí donde todo falta y el odio se ha desatado de forma tan brutal que apenas hay un lugar para la infancia. Todo se reduce al momento. A poseer un balón de fútbol. A pasar por encima o por el lado de una vaca por miedo a las minas. A la abuela que sabe cuál es el camino porque su ganado sabe por dónde ha pisado el mal. Cuando la guerra es el fondo, los problemas que nos parecen tan cercanos, tan inmediatos, tan difíciles de resolver no son más que menudencias en medio de un grito de horror que clama todos los días por una solución de conciencia. Y ahí es donde nace el humor porque aquello que parece tan espantoso, se vuelve absurdo porque siempre habrá alguien que entorne los ojos con sabiduría y sepa sacar la punta inversa de la situación. Es muy fácil. Allí donde hay color negro, por fuerza, tiene que haber también color blanco.
Es cierto que la película, después de haberte introducido en unos personajes que llegas a querer, que deambulan por la decepción y el ánimo inquebrantable, quizá se desentienda en algún momento de ellos para dar realce a un mensaje que resulta del todo innecesario pero el director Fernando León de Aranoa consigue la empatía a través de la huida de evidentes maniqueísmos que han salpicado otras películas suyas. Y lo hace con sabiduría porque nos coloca en medio de esa terrible y encomiable labor que realizan algunos cooperantes en países en situación de emergencia e introduce partes de sus vidas en la herida del conflicto. Y eso termina por hacer mella en el ánimo de cualquiera que piense dos veces en la película. Si todo eso fuera poco, León de Aranoa consigue dos estupendas actuaciones en los rostros de Benicio del Toro, meditado, comedido y humano en esa máscara de lobo; y Tim Robbins, sencillo en su genialidad, tanto que se puede pensar que en la sencillez radica la locura. Dos razones muy poderosas para no dejar de ver esta historia de ayudas y dificultades, de cuerdas en estados de vibración que pertenecen a un todo que está demasiado estirado, demasiado afilado, demasiado hundido en la mayor maldad que se le puede ocurrir al ser humano.

La guerra es un cadáver en el agua que se niega a salir, es una cuerda que se niega a existir, es un continuo ahogo de sentimientos, es el miedo en medio de ninguna parte, es una noche de frío y confidencias que termina en un enorme vaho en el cristal. Y también es una mentira continua para esconder la terrible pena que significa perder todo lo que se tiene para, tal vez, no recuperarlo nunca más. Quizá un puñado de hombres y mujeres valientes están allí, donde el fuego más quema, para decirnos una vez más que una sonrisa hace que una vida merezca la pena. 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

DEL REVÉS (Inside out) (2015), de Pete Docter

Nuestros sentimientos están dominados por emociones que, en el fondo son muy primarias. Alegría, tristeza, ira, asco, miedo…muchas veces querríamos prescindir de ellos para alcanzar eso tan difícil que se llama felicidad pero el secreto está en que todos y cada uno de nosotros somos una mezcla, a menudo casi perfecta, de todo ello. Todas esas sensaciones, convenientemente matizadas por las demás, hacen que tendamos puentes hacia todo lo que nos realmente nos importa, por mucho que el tiempo y, sobre todo, la edad se encarguen de derribar lo que creemos sólido y que nos mantiene amarrados en el equilibrio.
Es obvio que al cumplir determinada edad va cambiando nuestra escala de valores y aquello que nos parece inamovible se despeña por el acantilado del desinterés porque, al hacernos adultos, comenzamos a no sentir, a olvidar ilusiones, a embargar sueños, a condenar las miradas que nos hicieron niños. Y es entonces cuando hay que agarrar con fuerza los recuerdos esenciales y dejar que las emociones también tengan su oportunidad porque, de lo contrario, no somos más que pedazos de carne con ojos que destacan por su insensibilidad, por no diferenciar la frontera entre el bien y el mal, por no plantearnos siquiera el daño que podemos hacer a los demás. Es el momento de ser persona por mucho que no deseemos serlo. Es el momento de empezar a tenerlo todo bajo control.
Mientras tanto, en nuestro interior, puede que se desaten tormentas de personalidad, vacíos inestables de alegría porque todo tiene un color negro en el que no cabe la esperanza de volver a empezar. Más que nada porque los sentimientos se acomodan y aceptan rutinas y, en muchas ocasiones, se empeñan en hacernos creer diferentes cuando, en el fondo, no lo somos tanto. Siempre habrá un sueño por ahí suelto, una melodía machacona que se nos ha quedado gracias a un resorte desconocido de la memoria…somos lo que somos porque hemos vivido lo que hemos vivido y renunciar a ello es arrinconarse en el espíritu y dejar que todo pase a nuestro lado sin dañarnos porque quien no siente, en realidad, jamás podrá amar.

Maravillosa obra maestra, llena de originalidad y de mensajes, que explica los comportamientos imprevisibles que nos azotan, no solo en las puertas de la adolescencia, sino también en el dormitorio de la madurez. El equipo de Pixar capitaneado por John Lasseter y, en esta ocasión, liderado por Pete Docter consigue una película de dibujos animados que va mucho más allá del simple entretenimiento de la aventura para emocionar a grandes, pequeños, medianos y mayores. Pocas películas han tenido esa capacidad y aquí descubrimos, de forma simple y juguetona, cuáles son los mecanismos que mueven la mente para que crezcamos por dentro y seamos luz cada uno de nuestros días, con sus arrebatos de ira, con sus gestos de rechazo y asco, con sus miedos nerviosos y sus alegrías contagiosas. Todo ello nos conforma como seres humanos y no debemos renunciar a nada de todo eso porque somos iguales pero también somos diferentes y tenemos derecho a construir una personalidad que nos valga como un traje a medida. Igual que unos cuantos genios que trabajan en una factoría de dibujos animados y que nos ponen a pensar con un cuento psicológico que descifra las claves de todo lo que soñamos ser y, a menudo, creemos que nunca llegamos a conseguir cuando está ahí mismo, en nuestro interior, como un tesoro que nos impulsa a conquistar cada nuevo día.

martes, 1 de septiembre de 2015

PRIMAVERA TARDÍA (1949), de Yasujiro Ozu

El arpa de hierba toca su melodía con delicadeza porque, al fin y al cabo, el viento tiene manos de mujer. La quietud del aire trae consigo la paz del espíritu y ella, Noriko, la mujer que, cuando sonríe, ilumina el universo, no quiere romper ese estado de ánimo. Quiere vivir la vida tal y como es, sin ataduras, sin más obligaciones que coquetear con quien le place, cuidar de su padre, ver a sus amigas, ser espectadora de un tiempo que la abandona con urgencia. La primavera llega tarde este año, Noriko. No dejes pasar el último tren para una última aventura.
El sake llena de sabor todo el paladar para dar una idea de la fuerza de la misma felicidad. “La felicidad hay que merecerla”, le dice el padre de Noriko a su hija. Y es así. Hay que trabajar por ella porque si no, se aburre y se va, en busca de un viento favorable, de una paz duradera, de un lugar donde todo encaja y nada hay que forzar. Noriko no quiere casarse, no quiere esa felicidad. Le basta con su padre, con la tranquilidad que siempre emana de él porque es un hombre que, en todo momento, sabe lo que está haciendo. Y lo hace sin vehemencias y sin importancias. Solo porque tiene la necesidad de hacerlo. Y hombres como ese ya no quedan demasiados. Tal vez, por eso, Noriko no quiere abandonarlo. Ella es una roca y lo será para el hombre que tenga la fortuna de dar con ella y quiere serlo para su padre. Y solo una mentira podrá darle una idea de la necesidad de que viva su propia vida. La vida de Noriko. Una vida que, todos y cada uno de los espectadores, saben que será feliz porque ella irradia la cualidad de atraer lo mejor de cada uno.

Noriko, Noriko, Noriko. Tres veces dijo tu nombre el gran director Yasujiro Ozu. Tal vez para dar lecciones sobre cómo vivir y sobre cómo comportarse. Ésta, Principios de verano y Cuentos de Tokio fueron los poemas donde se escribieron las estrofas de una mujer que Ozu sabía que existía pero que él mismo no quiso buscar salvo en sus películas. Quizá porque supo desde el primer instante que la ausencia de una Noriko en su vida sería como quitar la cáscara a la manzana, o, tal vez, quitar al mar su propia orilla. Y, en ocasiones, se prefiere la seguridad a la búsqueda incansable de un futuro que se abre a cada momento cuando la belleza, la luz, la ilusión, la verdad y el ansia de vivir están presentes ahí mismo, en los umbrales donde hay que quitarse los zapatos, en los pasteles de una charla intrascendente con una vieja amiga, en el momento eterno de estar en una playa con dos bicicletas y dejando vagar al espíritu que siempre pide libertad. Y ahí, sentados de rodillas, como un invitado más, Yasujiro Ozu nos invita a una última copa de sake para decirnos bien a las claras que tenemos corazón, que poseemos alma, que somos algo más que pedazos de carne con ambiciones, que el amor es todo lo que nos debería mover y que eso lo olvidamos, en muchas ocasiones, cuando decidimos buscar el refugio más seguro, se llame como se llame. Incluso aunque su nombre sea hogar.