El destino es el cazador. Sin
duda lo es. Está pendiente de cualquier hecho, por mínimo que parezca, para
hacer que todos nos encontremos con el final. Lo que pasa es que, en muchas
ocasiones, el destino no tiene piedad. Lo barre todo de un plumazo para que no
queden rastros, ni huellas, ni explicaciones lógicas y para que la culpa
recaiga en alguien que no tuvo ninguna culpa, todo lo contrario. Ése que es
señalado como culpable era el mejor para el puesto que ocupaba, era un hombre acostumbrado
a las situaciones límite y a mantener la sangre fría, a tomar decisiones en
situaciones extremas. Y, sin embargo, el destino, maldito traidor, deja algo en
un sitio que no debía, conspira para que se den cita una serie de casualidades,
hace que alguien se vaya de pesca cuando debería haber realizado ya un trabajo,
un viejo amigo se cita con otro para tomar unas copas, la gente muere, la
pérdida es infinita…la suerte no existe…existe el destino.
Y entonces ahí es cuando entra la
amistad. La capacidad para no creer que alguien a quien has conocido casi como
un hermano, con sus defectos y sus virtudes, haya cometido un error cuando
parecía haber nacido con un motor a reacción en las manos. La investigación
comienza y se pasa de una rica heredera con la que se estaba prometido a una
chica de rasgos orientales de la que se estaba enamorado. Por el camino, un
amigo, quizá dos, una azafata que le conocía muy bien y que no quiere revivir
el momento del accidente, un competidor que siempre tiene una sonrisa en los
labios pero una idea de la competencia muy discutible entre las cejas, unos
recuerdos imborrables de la guerra donde se pone en evidencia la cantidad de
recursos…no, el fallo no pudo ser humano. Debió de ser una burla del destino.
Estupenda película sobre la
investigación de un accidente aéreo que Ralph Nelson dirige con sencillez y
claridad narrativa ejemplar con un estupendo reparto en el que se incluyen
nombres como Glenn Ford, Rod Taylor, Suzanne Pleshette, Mark Stevens, Nehemiah
Persoff, Dorothy Malone, Nancy Kwan, Jane Russell, Wally Cox y Constante
Towers. Todos ellos brillantes y acertados, dando textura a una historia que
ayuda a hacer creíbles todo ese cúmulo de casualidades que llevan al desastre y
que desatan a la imaginación sobre los caprichos de un destino que conspira
para llevar a cabo sus propios designios. Lo que ocurre no deja de ser algo que
resulta muy difícil de aceptar, pero es real, contado con la mínima expresión,
dejando a los intérpretes hacer bien su trabajo, y siendo conscientes de que el
destino es esa variable que ninguno ha sabido despejar, se mueve a menudo por
caminos que no pueden ser controlados ni siquiera desde la torre de un
aeropuerto. Solo hay que sentarse y mirar…y rezar para que el aterrizaje sea
liderado por un hombre que sepa hacer muy bien su trabajo.