jueves, 28 de junio de 2018

LA CAJA 507 (2002), de Enrique Urbizu

En una noche se puede pensar muchas cosas. Los recuerdos pueden venir de improviso y se presentan como algo muy real bajo la luz de los fluorescentes. Más aún cuando, alrededor, hay unas cuantas cajas de seguridad reventadas, exponiendo algunos secretos a la vista de cualquiera. Se lee mientras los minutos pasan con lentitud, mientras la noche, ajena, se aleja con paso cansino. El dolor inmenso y estrangulador vuelve, pero allá, en un algún rincón íntimo del consuelo, la venganza puede llegar a ser aliviadora. De paso, se arreglan las vidas, aunque nunca se podrán reparar del todo cuando la pérdida ha sido tan grande. Los mecanismos se ponen en marcha mientras sólo hay que esperar la intervención en el momento adecuado. Todo va a saltar por los aires. Y va a ser muy fácil poner nerviosos a los poderosos.
Todo comenzó con una irresponsabilidad juvenil, preludio de una tragedia que arrasa el interior con la fuerza del fuego. Más tarde, la impotencia y la rabia que siempre saben nadar en el mar de las lágrimas. La oportunidad insospechada se presenta en forma de un atraco. Así que ya es hora de que los de más abajo comiencen a moverse, a sospechar, a remover la confianza que tuvieron unos con otros. Eso, al final, acaba por carcomer los cimientos de cualquier trama de corrupción, sea cuales sean las alturas. A alguien se le va la mano de forma equivocada y entonces la trampa se desata. Se va escalando poco a poco, sin prisa, pero con efectividad. Dando el tiempo justo para pensar a cada uno de los actores de este drama criminal con urbanización al fondo. Si quiere usted seguir conservando la caja, sólo tiene que firmar sobre la línea de puntos. Bien, gracias.

Espléndida película de Enrique Urbizu que maneja los resortes de la intriga con una maestría envidiable poniendo a Antonio Resines como un hombre normal que decide hacer algo para disminuir su dolor, y a José Coronado, duro y brutal, tratando de limpiar vestigios donde nunca tuvo que haberlos, Conduciendo un guión lleno de lógicas elípticas e imponiendo un ritmo que acaba por atrapar, Urbizu consigue una historia que hubiera merecido mejor suerte, incluso saliendo al mercado internacional con un cierto empuje. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que la corrupción es un virus que traspasa fronteras y que cualquier espectador es capaz de descifrar que, allí donde hay cemento y playa, la especulación ilegal, los sobornos y el silencio son compañeros eternos en cualquier corporación municipal. Es el signo de los tiempos. Tal vez, también, haya que corromperse un poco para poder saborear el agridulce gusto de la venganza.

HEREDITARY (2018), de Ari Aster

Un extraño acuerdo entre una familia dominada por la abuela. La seguridad de que la muerte no es el final. El peso de la herencia genética. La maldad acunada desde el nacimiento. El horror que camina en el interior. Todas esas cosas se van descubriendo cuando la matriarca familiar fallece y, de repente, hay un sentimiento de culpa que se cierne sobre sus miembros. La niña, alérgica y extraña, siente desamparo. El joven se desorienta. La madre se hunde en el pánico. El padre trata de exudar serenidad. Algo flota en el ambiente. Y no es precisamente bueno.
Lo normal es buscar consuelo cuando se sufre una pérdida. Y, sin embargo, esa abuela, esa mujer que nunca aparece y que, no obstante, está, no inspira compasión, ni sentimiento que vaya más allá del alivio. Y entonces comienza la culpa. Culpa por no sentir pena. Culpa porque el dolor que ha causado es mucho mayor que el dolor que ha dejado. La confusión se adueña de los pensamientos y el alma comienza a corromperse porque vaga sin rumbo, sin asideros, sin demasiada razón. La verdad se presenta de repente, por culpa de una desgracia. Y ya caen todas las defensas. Esa familia es la representación física de la vulnerabilidad. Todo se reduce a la búsqueda de un rey. Y las fuerzas del mal son demasiado fuertes como para evitarlo.
Es cierto que Hereditary se mueve con maestría en los terrenos de la tensión, de la confusión, de la intriga y del mantenimiento de la curiosidad que supone no saber hacia dónde conduce la historia. Hay suficiente inquietud en todo como para removerse en la butaca buscando algún regreso a la realidad. Sin embargo, tiene un gravísimo defecto. Teniendo al público de su parte, entregado, rendido a una historia que interesa y atrapa, no sabe desenlazar con coherencia, con interés. La película cae irremediablemente por una cuesta abajo que hace que se salga de la sala con un sabor agridulce, con cierta seguridad de que, con algo más de trabajo y algo menos de efectismo, la historia se hubiese deslizado con un sobresaliente hacia el territorio de los clásicos. Ese final que contiene, no sólo es desacertado y hace que desaparezcan todos los vestigios de miedo, aunque su intención es exactamente la contraria, sino que llega a rozar el ridículo. Es como si sus creadores hubieran tenido muy clara la trama, pero no supieran cómo terminar. Y eso es pecado mortal en esta película porque uno de sus puntos álgidos consiste en la intriga de no saber cómo va a acabar y cuando acaba, lo hace mal, sin gracia, sin inquietud, sin mucho sentido, sin concordar con lo que se ha visto hasta ese momento.

Aún así, también habría que destacar el trabajo esforzado y difícil de Toni Collette en el papel protagonista, convirtiendo a su rostro en un hechizo que, por momentos, parece más difícil de descifrar, navegando entre el rencor, la ternura y la vergüenza. Ella se eleva sobre el resto del reparto como una gran actriz que es consciente de sus recursos y los aprovecha a conciencia. Y dos horas después de empezar la película, uno no sabe si lo que ha visto es la consecuencia de la falta de trabajo o es que, directamente, se ha intentado tomar el pelo a los que se acercan a verla. Por mucho que seamos almas puras que buscan un lugar donde depositar todos sus miedos.

miércoles, 27 de junio de 2018

DETOUR (1945), de Edgar G. Ulmer

Al está perdido en medio de ninguna parte. Su futuro se presenta como una carretera interminable en la cual tomó un desvío sin retorno. Nada ha salido como él esperaba. Llevaba la ilusión en el bolsillo y el amor en el corazón y ahora, allí, mirando esa taza de café que le escruta con su enorme boca llena de café, lleva la derrota en el destino y la decepción en el alma. Quizá Al ya no pertenezca a este mundo. Es sólo un elemento más en el camino, un mojón que asiste al paso del tiempo mientras se revuelca, una y otra vez, en lo que pudo ser y no fue. Su sueño de ser concertista de piano es aquella nube que pasa. Su idea de pasar el resto de su vida con la chica a la que ama, es una luz que se aleja, igual que la de un vehículo diciendo adiós con sus pilotos rojos. Maldito desvío. ¿Por qué tuvo que decir a aquella chica que subiera al coche? No sabía que estaba invitando a la desgracia a devorar su sino. Al está muerto, solo que sigue andando.
Todo comenzó porque no tenía dinero para ir a Los Ángeles para poder casarse y decidió hacer auto-stop. No, no es divertido hacer dedo en medio de la desolación del paisaje desértico. Los coches pasan y parece que, con el rugir de sus motores, se están riendo del pobre desgraciado que trata de pedir un favor a alguien. Las plantas de los pies arden como lagartijas al sol y el sudor se instala por debajo del sombrero. La barba crece y el ánimo disminuye. Al fin, para alguien y es cuando el destino decide gastar una broma cruel. Ahí es donde se halló el desvío. Ahí es donde la carretera se torció hasta la vileza. Nadie es quien dice ser. Ni la chica es tan encantadora, ni el hombre es tan desprendido. Es un lío del que hay que deshacerse y el lío se lo hace ella con el cable del teléfono. Y aún así, no se puede desenredar. Una vez que estás dentro, estás condenado. Al ha empezado a pagar su condena. Se llama soledad.

Detour es una película que apenas dura sesenta y cinco minutos, realizada con un presupuesto mínimo y pensada para ser estrenada en programa doble dentro de la más estricta serie Z de los años cuarenta. Rodada con un presupuesto de 30.000 dólares durante apenas quince días, es una demostración de un talento rápido que se detiene en narrar la desesperanzada espiral en la que cae un hombre que no podrá tomar ya ninguna decisión. Sólo podrá andar por un camino que, con toda probabilidad, no tiene final.

martes, 26 de junio de 2018

A VIDA O MUERTE (1948), de Michael Powell y Emeric Pressburger

Si tenéis ganas de escuchar lo que Gervi Navío y yo hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "Opening night", de John Cassavettes, podéis hacerlo aquí.

Lo único que puede sobrevivir a la muerte es el amor. Tal vez, incluso, sea su mayor enemigo. Tanto es así que el amor puede ser la eximente de la condena de morir. Al fin y al cabo, muchos seres humanos han pisado esta Tierra y se han sentido felices por haber sido amados. Cuando llega la hora, todo se reduce a un proceso burocrático para alcanzar el mejor lugar disponible. Sin embargo, hay personas que se resisten a marcharse. Puede que aún tengan algo por hacer. O algo por vivir. O alguien a quien amar. La burocracia no puede ser obviada y que las almas hagan lo que les dé gana. No, todo dentro de un orden. Si un alma quiere seguir viviendo tendrá que exponer sus razones dentro de un juicio con jurado y público. Claro que si el fiscal es un americano que aborrece a los ingleses, el asunto se pone un poco más difícil. Sólo hay que demostrar cuánto merece la pena vivir para que la muerte sea, simplemente, aplazada. El ajedrez se convierte en un juego celestial y el guía que debe enseñar el camino es un francés de cabeza cortada y sensibilidad un tanto superficial. Todo es una especie de compás de espera que no tiene demasiado sentido, aunque quizá sí lo tenga en los vericuetos legislativos del cielo. Por supuesto, el juez es un individuo de bondad en el rostro y peluca creciente, no sé quién debe ser.
Lo bueno de todo es que hay muchas almas, ya fichadas y con destino, que aplauden la rebelión de ese hombre pequeño que decidió enamorarse de una voz y lanzarse a la vida a pesar de las dificultades. La admiración que despierta su acto desafiante resulta sorprendente, a pesar de ser inglés (todo el mundo sabe que los ingleses no entienden nada de amor). Sin embargo, algo hay de diferente en este individuo que se niega a subir al cielo. Un cierto entusiasmo, un pequeño gesto de superación, un rabioso enunciado a favor de la vida. ¿Sería pecado condenar a un alma así y hacer desaparecer su cuerpo de este valle de lágrimas? Habrá que decidirlo, señores, habrá que decidirlo. Imagínense que todas las almas se negasen a entrar en el cielo…sería una catástrofe. Aunque no sería descartable asegurar que lo hace porque en el cielo las cosas son en blanco y negro y en la Tierra, todo tiene su color. Contradicciones de la Creación.

Original película de Michael Powell y Emeric Pressburger, que hurga en la relatividad de los juicios finales y en la certeza de que lo mejor es lo que se está viviendo, por duro que ello sea. David Niven, Kim Hunter y Raymond Massey sacan lo mejor de sí mismos para contárnoslo entre protestas y alegaciones, entre la única verdad que posee el ser humano, como es la seguridad de la muerte, y la mejor verdad que tiene, como es la experiencia del amor. ¿Pueden ir ambas cogidas de la mano?

viernes, 22 de junio de 2018

LA MILLA VERDE (1999), de Frank Darabont

Hay demasiada maldad en este mundo y eso es muy difícil de aguantar para un ser puro, inocente y milagroso como John Coffey. No merecería estar en la milla verde, esperando a que la vieja chispas le dé su último calambrazo. Tiene un don y no debería perderse, como tantas cosas buenas que hemos dejado ir. Paul Edgecomb, jefe del corredor de la muerte de la prisión donde se ejecuta a los condenados, lo sabe muy bien. Ha tenido una vida muy larga, llena de experiencias increíbles, siendo testigo de acontecimientos por los que se siente un privilegiado, aunque también ha tenido que dejar atrás a sus seres más queridos porque no han vivido tanto como él. Sin embargo, algo pesa en él como una losa que hace que su última milla, su milla verde, se esté haciendo demasiado larga. Tuvo que ejecutar a un ángel, a un enviado del cielo que no sabía muy bien qué estaba haciendo en este mundo cuando solamente trató de curar los males ajenos. Así es cómo pagan los hombres a los que hacen el bien en el mundo. Les enchufa a la corriente eléctrica.
En aquellos días en los que Paul guardaba las celdas de la milla verde, intentó que los últimos días de los reos fueran un poco más agradables, que se les tratara como a personas y no como a animales que iban a acudir a un lento sacrificio en el matadero. No hacía falta ser inhumano para que recibieran su castigo. Bastante era que tenían que esperar la fatídica hora en la que ya no iban a ver nunca más nada de este mundo, ni de esta vida. No, no hacía falta ser cruel.
Y eso es algo que John Coffey supo valorar desde el principio. Su enorme masa corporal no era más que un inmenso recipiente de bondad, capaz de absorber las enfermedades de los demás como si fuera la esponja de nuestras miserias. John sabe que Paul es un buen hombre y que merece recibir un último regalo antes de que todo acabe. John es un milagro de la Naturaleza, un ser que está más allá de la razón, un atisbo de lo que podría ser la felicidad. Y Paul no puede aguantar la vergüenza de haber sido el hombre que lo llevó a la silla eléctrica para pagar por un crimen que no había cometido.

Excelente y conmovedora película de Frank Darabont, basada en un relato de Stephen King, que presta una especial atención a la dirección de actores, todos ellos maravillosos y sobrecogedores. Tom Hanks y Michael Clarke Duncan a la cabeza, pero también esos secundarios interpretados por James Cromwell, Jeffrey deMunn, David Morse, Barry Pepper, Patricia Clarkson, Bonnie Hunt e, incluso, los odiosos y casi repugnantes Sam Rockwell y Doug Hutchison, espejo de esa maldad que John Coffey no puede soportar y que le hiere a cada momento. Por eso, él quiere recorrer de una vez esa milla verde que le separa de la paz y de la tranquilidad, esa misma milla verde que se hace inapelablemente larga a muchos, muchos otros que esperan esa última llamada, ese último grito y esa última corriente que arrebata el aire y deja la exigua huella de un corazón muerto. 

jueves, 21 de junio de 2018

NO DORMIRÁS (2018), de Gustavo Hernández Ibáñez

Anoche soñé que volvía al hospital psiquiátrico. Imaginé traspasar su verja y adentrarme en el tortuoso camino que llevaba a la entrada de ese lugar en el que parecía que los fantasmas y la realidad se confundían hasta ese punto al que nadie ha llegado nunca. Soñé de nuevo con sus largos pasillos, con su entrada suntuosa, con aquella escalera que llevaba a los pisos superiores y hacía que olvidase todo lo que era yo misma antes de entrar en sus misterios. Y soñé con sus llamas. Aquellas que consumían cualquier vestigio de creación. Fuera cual fuese.
En las noches de vigilia, traté de encontrar a mi personaje hasta fundirme en ella como si fuésemos dos destinos repetidos. Así, de esa manera, pude saber hasta la última décima de sus pensamientos, hasta la última motivación de sus actos. Traspasar el umbral de la realidad y de la imaginación está al alcance de muy pocos y, aunque se trate de ver lo que pasa al otro lado de la lucidez para pisotear la locura, también sé que nunca fui más verdadera, más yo misma, más muerte y más vida.
Explorar los sentimientos del portador de las palabras resulta un trabajo agotador que requiere demasiadas horas de tensión acumulada. Dormir, en el fondo, resulta una molestia porque no se sabe hasta qué punto hay que llegar para que la interpretación comience a ser realidad. Como experimento de teatro alternativo, consigue ser fascinante. Como forma artística de conocimiento de los límites de la actuación, resulta una tortura en la que sólo existe un deseo de experimentación con la misma muerte. Tal vez, sea la única interpretación de un final que todos intuimos y que todos rechazamos.
Eva di Dominici me presta sus ojos de agua para el recorrido que separa la inocencia del miedo y, de ahí, a la locura. Belén Rueda, con su caracterización de dominadora de toda la función, se eleva por encima de la autoridad que le confiere un personaje fuerte y manipulador. Ambas resultan el principal activo de este sueño de retorno, que se implica en búsquedas extrasensoriales sin llegar a transmitir lo que todo el mundo espera, pero con la suficiente inquietud como para llegar a los límites del nerviosismo. Algo nada fácil cuando se trata de hacer miedo de verdad, ése que te coloca en la situación incómoda del eterno aguardar. Ése mismo que hace que el susto aparezca y se vaya con la misma facilidad con la que llegó. Ése que hace que, en el fondo, nos conozcamos un poco más y entornemos los ojos un poco menos, descreídos y de vuelta de todo cuando aún nos quedan unas cuantas experiencias a las que llegar.

En todo caso, bien es verdad que este regreso, en algunos pasajes, parece perderse sin rumbo, como si quisiera retorcer tanto el sueño que la realidad resulta no creíble y el sueño, demasiado real. Y yo, mientras tanto, lloro, sufro y grito porque estar en contacto con el mundo de lo intangible a través de la vigilia, pasa por ser algo que crea adicción. Por eso regreso una y otra vez a ese psiquiátrico, a esas llamas, a esa manipulación, a esa oscuridad atrayente, a ese descubrimiento continuo de las fronteras de lo humano. No hay mucho más al otro lado de la falta de sueño salvo la confirmación de enfrentarse a tus propios miedos, a rebasar los límites del cansancio y llegar a la visión esfumada a través del fuego. No cierren los ojos. Pueden perderse la auténtica revelación.

miércoles, 20 de junio de 2018

YO, ROBOT (2004), de Alex Proyas

Primera ley: Un robot no puede hacer daño a ningún ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sea lastimado.
Quizá las almas de metal no pueden sentir emociones y sólo responden a un programa… ¿hasta qué momento? Si un robot, en base al desarrollo de sus experiencias, comienza a pensar, no tardará en sentir odio, ira, complicidad, amor, desprecio o culpa. Es algo lógico en todo ser viviente… ¿he dicho viviente? Un robot no tiene vida. Sólo es un buen montón de cables, de aleaciones ligeras, de programas introducidos por un terminal, de chips ordenados milimétricamente. Tal vez, los robots comiencen a pensar y a sentir por sí mismos en el mismo momento en que el ser humano deje de pensar y de sentir por sí mismo. En el fondo, de eso se trata. De hacer que esas almas de metal cobren vida y de matar el alma en el fondo de las personas. Así quedaría un equilibrio de poder que mantendría encantados a los grandes fabricantes de la electrónica inteligente, tanto que comenzarían a dominar en todo el mundo. ¿Dominar? Sí, eso siempre se hace en el nombre del propio ser humano, por su bien, para que nadie resulte lastimado, para que nadie se deje lastimar.
Segunda ley: Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes sean contrarias a la primera ley.
Mantengamos a la cibernética dentro de unos márgenes. Los suficientes como para que creamos a pie juntillas que el ser humano es superior aunque eso no sea necesariamente así. ¿Cómo puede ser? ¿El robot tiene que obedecer las órdenes que proceden de un ser humano? ¿Y el ser humano a quíén obedece? ¿A sus propios instintos? ¿Es que acaso un robot no puede seguir un instinto? Al fin y al cabo, el instinto es el paso previo de la emoción. El Inspector Spooner lo sabe bien. Él sigue sus instintos y hay algo también de robot en él. Si tiene que cargarse a unos cuantos robots para resolver un asesinato, lo hará sin contemplaciones. Algo que un robot nunca haría. Por favor, formule las preguntas adecuadas. Mis respuestas son limitadas.
Tercera ley: Un robot debe protegerse a sí mismo, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con alguna de las dos primeras leyes.
Ya vamos llegando a algún sitio. El robot se protege a sí mismo. ¿Y si un ser humano le da la orden de matarlo? Técnicamente sería un suicidio. ¿Y si un ser humano le dice que debe de mantenerse a salvo porque es un robot especial, una especie de futuro líder de la razón y de la justicia? ¿También habría contradicción con las dos primeras leyes? Sonny es un robot que debe resolver todas estas preguntas en un corto espacio de tiempo. Y hacer llegar el mensaje de que la tecnología es beneficiosa para el ser humano, pero sólo hasta un punto determinado. A partir de ahí, si se rebasa ese punto, la Humanidad entra en un peligro de tales dimensiones que nunca podrá salir de él.

Era un reto adaptar la novela de Asimov y, con esta película, se consigue un buen espectáculo de entretenimiento, pero un deficiente pensamiento filosófico que podría haber derivado hacia muchas facetas de enorme interés. Alex Proyas dirige bien, con profesionalidad, desliza el mensaje cuando puede y se entrega a la acción con cierta maestría. Will Smith encarna al Inspector Spooner, ese hombre que no soporta a los robots porque cree que, en un momento determinado, pueden tener un cruce de cables en forma de muerte. El hombre es imperfecto y, como tal, no puede crear una criatura perfecta. Eso es imposible. Bridget Moynahan está espléndida como esa doctora que conoce los secretos de la inteligencia artificial, pero que está muy lejos de la verdad. Yo, robot, les pido disculpas, amables lectores. Todo ha sido un malentendido. El crítico en cuestión no está y yo solo quería ofrecerles uno de sus artículos habituales. ¿Les ha gustado?

jueves, 14 de junio de 2018

NOCHES EN LA CIUDAD (1968), de Bob Fosse

Charity es una chica ingenua que se refugia en sus sueños para no tener que enfrentarse a la realidad. Conoce a un hombre y prefiere creer que es el hombre de su vida aunque solo sea un aprovechado que quiere lo que todos los hombres quieren. Desea conocer al actor de sus sueños porque cree que es un tipo normal que va a desplegar su capacidad para fascinar a la primera de cambio. Es una taxi-girl de tres al cuarto y desea escapar de allí cuanto antes. Por eso, se imagina unos números fantásticamente coreografiados, todo un ballet de evasión, soñando que ya no estará allí al minuto siguiente. Y siempre termina haciéndose daño porque la noche no es amable, los hombres no son amables y la verdad es de todo, menos amable.
Sube a la azotea del club para fumarse un cigarrillo y cantar con sus amigas Nickie y Helene que se va a levantar, que se va a ir, que quiere un abrigo como éste y unas perlas como aquellas, que desea una vida fácil y libre porque ya se ha arrastrado lo suficiente y las arrugas de la experiencia comienzan a poblar su rostro que ya tiene poco de angelical. Hasta un desfile imagina con la banda tocando y haciendo pasos imposibles de marcha. Tal vez, Charity, el amor está a la vuelta de la esquina. Sólo tienes que doblar una esquina más.
En su interminable vagar por la noche de Nueva York, Charity sabe que la luz está en un parque, y el sueño se apodera de ella en un garaje. Allí verá al más moderno de los predicadores intentando descifrar el misterio de la vida para ella. No será suficiente. Sus razones son etéreas, probablemente causadas por un poco más de hierba y un poco menos de cabalidad. La versión de los caballeros se pone en marcha en un restaurante de bailarines muy tiesos y ella ríe porque, en el fondo, sabe que la vida se compone de momentos y ése, al lado de su estrella del cine, es uno de ellos.

Shirley McLaine está enorme en la piel de Charity, porque se mete bajo su piel con facilidad convirtiéndola en una chica ingenua, vital, charlatana, verdadera, soñadora, enérgica, abandonada, despechada, genial, torpe, ausente, real. Tras ella, espléndidas Paula Kelly y Chita Rivera y, por supuesto, los bailes diseñados y dirigidos por Bob Fosse, en especial esa auténtica maravilla que es Big spender. Las noches en la ciudad, con ellos, son eternas, diferentes, atolondradas, engañosas. Quizá eso es lo que está haciendo la pobre Charity. Se está preparando para la vida real en la escuela más difícil de todas. Y lo hace bailando y cantando con la rabia propia de toda una mujer que sólo quiere amar y ser amada. No es pedir mucho ¿verdad? 

JURASSIC WORLD II: EL REINO CAÍDO (2018), de Juan Antonio Bayona

A menudo, la ambición es tan temible que parece que quiera devorar todo lo que toca y se acerca. Puede que parezca dormida, o que sea algo que pasa desapercibido, pero no son más que las viejas trampas de la caza. Los colmillos se afilan, la aventura se provoca, la idea se agranda y el paladar se llena del regusto de las víctimas. Hay que tener mucho cuidado con la ocurrencia de jugar a ser Dios y, además, sacar un beneficio de todo ello. El resultado, con frecuencia, es la Naturaleza desbocada, la vida en un perpetuo desequilibrio salvaje y la certeza de que el hombre, en esas ocasiones, es un elemento totalmente prescindible.
Así que es tiempo de cerrar las jaulas a esos ejemplares que tratan de sacar el máximo número de ceros en cualquier loca subasta que sólo juega a poner en evidencia la falta de valores y la desorientación de una élite aburrida. Si los hombres llegan a convivir con las fieras, se puede deducir sin ninguna dificultad quién sería el vencedor y los rugidos del hambre saciada se podrán escuchar desde cualquier rincón del parque más cercano. Los dinosaurios ya tuvieron su oportunidad y desaparecieron porque ése era su destino. Es absurdo tratar de conservarlos para que todo se convierta en el sucio negocio de la extinción. El hombre no aprende y, tal vez, algunos dinosaurios sí.
Volvemos a los personajes que ya conocimos en la anterior aventura, pero esta vez Juan Antonio Bayona, a partir de un guión mediocre que recuerda mucho a la serie B clásica, ha conseguido imprimir un saludable sentido del humor, con secuencias perfectamente engrasadas, que funcionan con soltura, yendo del cine de puro entretenimiento al terror sin transiciones difíciles, con sus correspondientes sustos, sus tramas facilonas, sus tensiones manejadas y sus espectáculos visuales. Bayona trabaja con oficio y consigue una buena película, con cierto sentido, con homenajes preclaros a Frankenstein, o a De aquí a la eternidad y dejando un inquietante final para tener ganas de algo más. No es poco.
Pujen por esta película, puede que no valga millones, pero acaba ofreciendo un rato de cine. Y no es poco habida cuenta del material con el que se partía. En algún momento hay que abrir la boca para tentar al bocado más cercano y manejar la cola con maestría para apartar a los facinerosos que, por puro interés, quieren ganancias rápidas y crueldades morales. Tal vez, los animales, por muy salvajes que puedan llegar a ser, son más sabios que los hombres. Conocen olores, comportamientos, intuiciones y crianzas. Y adquieren la certeza de que hay depredadores más devastadores que aquellos que son de su misma especie. Las llamas pueden devorarlo todo y no cabe duda de que hay situaciones con auténtico peligro que crispan los dedos sobre los brazos de la butaca y aceleran los latidos. Hay que salir corriendo si se quiere sobrevivir y no hay ningún problema en dejarse caer en los brazos de esa especie de domador de dinosaurios que encarna de manera efectiva Chris Pratt y de esa ingenua ecologista bajo el rostro angelical de Bryce Dallas Howard. El resto, ya saben, será un buen puñado de fantasía generada por ordenador, unos rugidos de alto volumen, una conclusión que puede ser el principio y la consabida certeza de que estamos en manos de unos cuantos desalmados que, con tal de ganar millones, no dudarán en poner en riesgo a toda la Humanidad.

martes, 12 de junio de 2018

UN CONDENADO A MUERTE SE HA ESCAPADO (1956), de Robert Bresson

Lo primero, la desesperación. Lo segundo, no dar nunca a entender que se está desesperado. El teniente Fontaine sirvió primero al ejército y, después, se unió a la resistencia contra el invasor. Ha sido apresado. Y desde el primer momento su deseo es escapar, dejarles con un palmo de narices y con la soga colgando. Así que en su impasible rostro se aprende la paciencia que hay que guardar para escaparse de una cárcel en medio de la ciudad de Lyon. Con Fontaine, aprenderemos a tener recursos anímicos y, también, a desplegar la imaginación con un solo objetivo: evadirse. La cárcel es antigua y eso ayuda. Las puertas son de madera y con el mango de una cuchara afilada contra el suelo se puede fabricar un instrumento que horade los límites de la celda. Habrá que establecer un código de contacto con los vecinos de uno y de otro lado, Habrá que excavar en los poros de esa madera vieja que es el primer paso hacia la libertad. Y no dejar huellas. Esconder todo lo que se está haciendo. Paciencia, Fontaine, paciencia. Hay que esperar al momento adecuado.
Fontaine se va a escapar de todas formas. No importa si los demás le apoyan o no, él se irá saltando cualquier obstáculo. La fuga no será rápida. Durará varias horas porque hay que fabricar unas sogas resistentes para salvar las alturas. Hay que esconder esa cuchara afilada por el mango, hay que comer la maldita bazofia que los guardias dejan todos los días en el mismo umbral de la puerta. La madera se desgasta, se astilla y hay que restaurar todo lo que se consigue. La condena a muerte cae porque no puede ser de otra manera. Fontaine ha trabajado mucho para la resistencia y lo ha hecho muy bien. Tiene sangre fría aunque a primera vista no lo parece. Y se aprovechará de la rutina de todos los días. El vaciado de los cubos, el pequeño aseo que se les permite, el murmullo que no se puede oír, los ánimos y los rezos que provoca su aventura. Se va, se va, y nada en el mundo lo podrá impedir.

En el camino de salida, Fontaine tendrá que hacer lo más difícil. Deberá matar a alguien con sus propias manos. Y eso es algo que no veremos porque él tampoco quiso hacerlo. Lo hace por obligación, porque si se queda no habrá marcha atrás y el verdugo espera. Es un soldado y tiene que conseguirlo, reintegrarse a su cédula, aunque sea en la total clandestinidad, implicar a los menos compañeros posibles, respirar el aire nuevo de la calle que, solitaria, espera su heroicidad. Aunque esa heroicidad sólo consista en salvar la propia vida. Al día siguiente, cuando Fontaine tenga a Mozart en su mente y se meta en un agujero para esconderse, alguien gritará en la prisión que un condenado a muerte se ha escapado. Y nosotros, con él.

lunes, 11 de junio de 2018

EL FANTASMA DE LA ÓPERA (2004), de Joel Schumacher

En tu losa nunca faltará una rosa con un lazo negro. Te amé como nadie podrá amarte nunca y eso es algo que sabes aunque, posiblemente, ya lo habrás olvidado. Te quise para mí, pero, quizá, eso fue un sentimiento de rabia, una especie de rebelión contra un destino que me había condenado a la deformidad y al rechazo, que me aprisionaba para asistir, impotente, cómo te enamorabas de otro y compartías tu vida con él. Y esa vida, sin pecar de arrogancia, me la debes a mí. Yo te saqué del coro e hice que demostraras tu talento. Yo obligué a esos ciegos ambiciosos que dirigían la ópera a que te otorgaran los mejores papeles. Y no podía ni acercarme a ti. Mi horrible rostro me limitaba hasta la inacción. Quise tenerte un momento entre mis brazos y comprendí, en ese mismo instante, que no eras para mí, que la fortuna de poseerte iba a ser siempre para otro. Así que hice lo único que podía hacer. Entregarte a él y desaparecer detrás de mi propia imagen. Sin máscaras, sin corazón, sin esperanza, pero con la seguridad de que, por una vez, contigo, hice lo correcto.
Toda la ciudad de París es un enorme escenario de ópera que se distingue por su falsedad, su estiramiento fingido y su insultante clasismo. El vestuario es rico y elegante y la música suena por todos los rincones, incluso con sus notas más disonantes. Yo solo podía esconderme detrás de las estatuas e imaginar tus besos, tus caricias y tus palabras. Yo solo podía asumir el ingrato papel del perdedor que había hecho todo por ti y que jamás era merecedor de una recompensa a la misma altura. La belleza se lleva en el interior y creo que tú supiste verla, pero tampoco fue suficiente. No era posible tenerte a costa de ningún sacrificio porque entonces la partitura se deshace y ese maravilloso castillo de música se derrumba sin piedad. Tal vez, algún día, se subasten los objetos que rodearon aquellos éxitos que tuviste en el escenario y aquella rabia que tanto rumié en el laberinto de mis propias catacumbas, rodeado de ratas, de candelabros en forma de brazo humano, de luz abriéndose paso entre unas tinieblas que no, cariño, nunca me han dejado. Y entonces quizá alguien que fue importante para ti, que te amó con todas sus fuerzas, se dé cuenta de que él fue un comparsa necesario, pero quien te quiso de verdad, más allá de toda comprensión y de toda ternura, fui yo. Lo siento, mi amor, aquí está mi rosa, la música de la noche, el pensamiento de ti, el punto sin retorno y el fin de la mascarada.
“La noche afila
las cumbres de cada sensación.
La oscuridad remueve
y despierta la imaginación.
Y silenciosamente los sentidos,
abandonan sus defensas.
Lenta y dulcemente,
la noche despliega su esplendor.
Agárrala, siéntela,
temblorosa y tierna.
Vuelve tu rostro
a la estridente luz del día.
Trae tus pensamientos,
desde el frío, desde la luz insensible
y escucha la música de la noche.

Cierra tus ojos y ríndete a tus sueños más oscuros,
deja atrás los pensamientos de la vida que conociste.
Cierra tus ojos, deja que tu espíritu empiece a renacer
y vivirás
como nunca has vivido.
Suavemente, con destreza,
la música acabará rodeándote.
Óyela, siéntela,
muy cerca, a tu alrededor,
abriendo tu mente,
dejando tus fantasías al viento,
en esta oscuridad contra la que sabes
que no puedes luchar,
la oscuridad de la música de la noche.

Deja que tu mente empiece un viaje a un extraño y nuevo mundo,
y abandona todo lo que piensas del mundo que conociste,
deja que tu alma te lleve a donde quieres estar
y sólo entonces,
tú…me pertenecerás.
Flotando, cayendo,
en una dulce intoxicación.
Tócame, confía en mí,
saborea cada sensación.
Deja que el sueño comience,
deja que tu lado más oscuro se rinda,
al poder de la música que escribo,
el poder de la música de la noche.

Tú puedes hacer que mi canción vuele
Ayúdame a crear

la música de la noche.” 

viernes, 8 de junio de 2018

ALICIA YA NO VIVE AQUÍ (1974), de Martin Scorsese

Alicia solo quiere tener una vida tranquila. Tiene un hombre a su lado y un niño. Su marido no es gran cosa. Es iracundo, tiene poca paciencia, paga su nerviosismo con el niño, no tiene demasiado interés por la casa…pero es suyo. Y todos los días trae lo suficiente como para vivir con cierta comodidad, sin grandes lujos. Un mal día, Alicia pierde a su hombre. Y Alicia ya no vivirá aquí nunca más.
Ella, en su memoria, recuerda su infancia en Monterrey como si fuera una película enrojecida de El mago de Oz, aunque no fuera tan feliz. Cree que allí es donde encontró razones suficientes como para existir y piensa que, si vuelve con su hijo, encontrará de nuevo todo lo que dejó atrás. Necesita algo de dinero y el problema es que lo único que sabe hacer es cantar y tocar un poco el piano. Alicia ya no vive aquí…pero, en realidad, ya no vive en ningún sitio.
Y su deseo de encontrar un puerto donde recalar se convierte en una quimera porque sabe que, en el fondo, ella ya no pertenece a ninguna parte. Solo, tal vez, a los brazos de un hombre que la quiera. A ella y a su hijo. Pero también eso es difícil. Al principio cree haberlo encontrado…pero no, ése no era el hombre. Los cristales rotos y el estallido de furia acabo por convencerla y cerró la maleta a toda prisa y tuvo que huir de nuevo. Alicia siempre huye. Es lógico. Ha permanecido tanto tiempo a resguardo de la intemperie que, cuando tiene que hacerle frente, no sabe cómo hacerlo. Tendrá que abandonar sus sueños de cantar y de tocar el piano para depositarlos encima de una bandeja y servir mesas. No queda más remedio porque la necesidad aprieta y en algún lugar hay que vivir. Tal vez allí, en el bosque de cafés americanos, de huevos y jamón y de hamburguesas con sabor a mantequilla, hallará a alguien que deje que Alicia descanse su cabeza en su hombro. Un hombre de verdad. Un tipo que, de forma amable y sólo por amor, sea capaz de renunciar a todo con tal de hacer realidad los sueños de Alicia. Aunque luego no sea necesario. Alicia…sí…Alicia ahora vive aquí.

Extraña incursión de Martin Scorsese en el drama femenino que, en realidad, no hace más que confirmar lo gran director que siempre ha sido, hurgando en las heridas de una mujer que trata de encontrar un nido donde sentirse arropada y querida. Ellen Burstyn realiza una de las mejores interpretaciones de su carrera porque consigue tocar todos los registros posibles. Está graciosa, está dramática, está patética, está amedrentada, está maravillosa, está sola… Pero lo cierto es que consigue que Alicia tenga un lugar donde vivir dentro de su rostro y de su cuerpo de mujer de mediana edad. Al final, todos iremos con Alicia caminando por la calle principal de un pueblo cualquiera del medio Oeste, con su hijo de la mano, tratando de encontrar algo de optimismo en un día que, a buen seguro, estará lleno de dificultades.

jueves, 7 de junio de 2018

BASADA EN HECHOS REALES (2018), de Roman Polanski

Nadie que no se haya enfrentado a la virginidad de una hoja de papel puede saber la sensación que emana del bloqueo literario. Sabes lo que quieres expresar, pero no sabes cómo. Las palabras no brotan, hay que extraerlas con sacacorchos si hay suerte. Comienzas con los dedos suspendidos en el teclado esperando que venga esa frase, ese pistoletazo de salida, que permita nacer toda una idea representada en un texto. Pero no viene. Y entonces empiezas a sentirte inútil, incapaz, despreciable. Es como sentir la muerte agónica de tu propia creatividad.
Sin embargo, el bloqueo tiene una virtud intrínseca que no es fácil de percibir. Posee unas espuelas que obligan al escritor a estrujarse las neuronas para que salga algo que bien puede ser malo, pero que también puede alcanzar la excelencia. La mente, en esas situaciones, se dispara en mil y una direcciones y, quizá, en una de esas autopistas de la imaginación es donde se encuentra el germen de una gran historia, o ese fino y casi invisible hilillo que da comienzo a la cascada de fantasía que se está conteniendo como una presa de agua a reventar. Y no sólo eso. Es posible que, de alguna forma mágica, vivas aquello que escribes…y sientas aquello que expresas.
El peligro está ahí, justo en una sonrisa seductora que plantea la ósmosis como primer paso hacia la creación. La admiración suele ser traidora y a todo el mundo le gustaría ponerse en la piel de una escritora de éxito, que consigue una cola infinita cuando se anuncia una firma de ejemplares o que es solicitada por foros culturales y mediáticos para que exprese una opinión que puede ser tan válida como cualquier otra. En medio del marasmo de la sequía imaginativa, se puede querer renunciar a todo ello, se puede tener la intención de arrojar ese arma de destrucción individual que es el ordenador y dejar que la vida fluya en lugar de las letras. Es la atracción que se opone brutalmente a la fantasía.
Roman Polanski construye una obra agobiante y certera, que además, aprovecha sus oportunidades para ofrecer un profundo estudio sobre la condición femenina en esa época en la que las responsabilidades parecen una novela pasada de moda. Excelente el trabajo de Emmanuelle Seigner, moviéndose siempre en los complicados registros de la inseguridad, y también el de Eva Green, dominando las miradas que oscilan inquietantemente entre la amenaza y la simpatía. Con mimbres tomados a El sirviente, de Joseph Losey; a Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewicz, e, incluso, a Misery, de Rob Reiner, Polanski fabrica un vehículo inteligente y persuasivo, enormemente descriptivo y mucho más atinado que su otra incursión girada hacia la fantasmagoría literaria que fue El escritor.

Y es que hay fantasmas muy reales acechando a la vuelta de cualquier renglón, tratando de cortar por lo sano ese río de palabras que parece que sale a borbotones de los dedos inquietos del autor. A menudo, hay que cambiar litros enteros de esa agua que, muchas veces, fluye con naturalidad y que otras, en cambio, se estanca peligrosamente, tratando de recordar, a cada paso, que nada de lo que escribes merece auténticamente la pena. Al fin y al cabo… ¿a quién le puede interesar mi opinión sobre una película cualquiera?

miércoles, 6 de junio de 2018

LA AMENAZA DE ANDRÓMEDA (1972), de Robert Wise

Alguien jugó con algo que no debía ni tocarse. Y es letal. Una unidad de científicos en máxima alerta debe de investigar hasta la extenuación. La bacteria puede invadir toda la Tierra en unos pocos días y acabar con todo vestigio de Humanidad. La contingencia estaba prevista. Basta con aislar a la bacteria y a los investigadores en un laboratorio absolutamente estéril. Tanto es así que, durante dos días, traspasar una puerta significa lavarse un poco más intensamente.
Los colores van cambiando, y una solución final expeditiva y definitiva está preparada bajo la teoría del “hombre extraño”, un elemento ajeno que es el único que tendrá la responsabilidad de detener la catástrofe. Andrómeda es el nombre que tiene esa bacteria que crece y se reproduce a una velocidad pasmosa. Solo un viejo y un recién nacido saben el secreto para hacer frente a una amenaza tan rápida. Se halla en su organismo y hay que descubrir cuál es el remedio. El agotamiento aparece y las torturas para lograr el máximo grado de esterilidad se suceden. El laboratorio se hunde en la Tierra para conseguir la mayor seguridad posible y, poco a poco, se va convirtiendo en una ratonera que parece imposible de burlar. Las horas se suceden y las luces rojas parpadean en busca de una presa de la distracción. Andrómeda crece. Los hombres conocen. Queda poco tiempo, señores. Todo puede convertirse en cenizas.
Con un reparto de nombres que pueden sonar a desconocidos como Arthur Hill, un actor de una enorme seguridad; David Wayne, venerable y sabio, o James Olson, joven e irreverente, Robert Wise adaptó al cine la primera de las novelas de Michael Crichton con unas magistrales dosis de suspense que convierten a la ciencia en verdadera pasión, al misterio en tragedia, a la amenaza en una realidad demasiado cercana. La película sorprende por lo avanzado de alguno de sus gráficos informáticos y juega continuamente con las extremas medidas de seguridad que se convierten en papel mojado en cuanto la bacteria decide escapar a su confinamiento.

Y es que no es fácil pasar por infinitas horas de trabajo y seguir sacando conclusiones sobre un asesino microscópico que ataca a traición y quita el aire en unos pocos segundos. Una ciudad fantasma sabe muy bien sobre todo ello. Los buitres, incautos, bajan a por su comida y también terminan devorados por un rival tan minúsculo. Andrómeda está ahí y es necesario dominarla. No se puede volver la cara ante su agresividad. Pónganse las mascarillas, lávense las manos, expongan sus cuerpos a las lámparas de zenón, hagan pruebas, lo imposible, lo que sea…pero no dejen que conozca a ningún ser viviente…

martes, 5 de junio de 2018

EL AMERICANO IMPASIBLE (2002), de Philip Noyce

Vietnam (de nuestro corresponsal): Hoy ha sido hallado sin vida el cuerpo de Alden Pyle, colaborador de Cruz Roja en Vietnam. Fuentes de la policía aseguran de que el caso se halla en fase de investigación, pues se ha descubierto que Pyle era un hombre tranquilo, tal vez demasiado tranquilo. Varios testigos visuales aseguran haberle visto deambular con mucha calma y sangre fría en medio del escenario donde hace pocos días estalló una bomba en Saigón, algo que no sería demasiado adecuado para un hombre que dijo venir en misión humanitaria.
Varios testimonios aseguran que Pyle se hallaba enamorado de Fong, una taxi-girl de un local de cierta clase de la ciudad. Fong, a su vez, mantenía una relación estable con John Fowler, corresponsal del London Times en Vietnam quien, a su vez, estaba casado con una dama inglesa residente en Londres. Parece ser que la relación de Pyle con Fowler era cordial y, a la vez, no exenta de rivalidad por la mujer, lo que convierte a Fowler en el principal sospechoso de su asesinato. Sin embargo, este extremo no ha sido confirmado por la policía.
Fowler es un perro viejo de las corresponsalías de prensa. Parece ser que, en los últimos tiempos, había dejado de lado algo de su celo en el envío de reportajes y que, animado por el ultimátum que le había formulado su propio periódico, se había desplazado varias veces a la zona más caliente de Vietnam donde se libran combates entre el ejército francés y la guerrilla comunista. Fowler respondía al tipo de hombre decepcionado, con muy pocas cosas por las que luchar, de vuelta de todo, envidioso de los que poseían juventud y elegancia por el mero temor de que Fong, su amante, le abandonara por otro. Además de todo ello, Fowler tiene un ayudante en su oficina de prensa que es famoso por conocer a todo el mundo en Saigón. Este cúmulo de circunstancias convierten a Fowler en el sospechoso perfecto, pero, en el momento de la escritura de este artículo, la policía no ha hallado prueba alguna al respecto.
Detrás de esta historia, en las letras que emanan de los labios del actor Michael Caine en la piel de John Fowler, se halla Graham Greene y, sorprendentemente, en sus imágenes, está Philip Noyce realizando la que es, con toda probabilidad, su mejor película. Fuentes de la investigación señalan que El americano impasible recrea la novela de Greene con absoluta fidelidad, dejando que se penetre en la mente del mentado John Fowler hasta llegar a comprender cuál es el límite de su insidia hacia Alden Pyle, ese americano que, en el fondo, solo vino a Vietnam a ayudar. A ayudar con la mayor ambigüedad posible. Aparentemente.

Según vaya avanzando la investigación de este hecho, seguiremos informando. Desde Vietnam, sin amor.

viernes, 1 de junio de 2018

EL SHOW DE TRUMAN (1998), de Peter Weir

¿Quién no ha pensado alguna vez que está siendo observado? En ocasiones, parece que todo en la vida es fingido, que los gestos del compañero de trabajo no son del todo naturales, que hay actos incomprensibles, como si estuvieran ensayados de antemano. Y resulta que la vida se convierte en un acto surrealista, que hay una especie de mentira en todos y cada uno de tus movimientos, que lo falso se erige en enormes paneles de cartón-piedra detrás de las casas en las que nunca se entra. Los coches salen a patadas cuando no se les necesita, la calle se despeja por arte de magia, todas las mañanas se ven las mismas caras, a la misma hora, en el mismo sitio. ¿Hay un Dios que está filmando todo esto?
Y, de repente, echas la vista atrás y te das cuenta de que nunca has hecho lo que realmente te ha apetecido porque siempre te has encontrado con un “no” que te hizo desistir. No puedes ver el mar porque alguien muy querido falleció supuestamente en él, no puedes salir de tu ciudad aunque quieras y no has disfrutado nunca de unas vacaciones más allá de los límites del lugar donde vives. La chica que verdaderamente te gustaba desapareció por arte de magia, de una forma irreal, abrupta, violenta, sin sentido. Si Dios existe, es muy cruel por su parte haber edificado una cárcel existencial alrededor de una persona que nunca hizo mal a nadie, que solo se ha dedicado a vivir. Aunque quizá ese plano secuencia mal realizado que es la vida también incluya frases absurdas de un buen montón de gente que conoces sobre lo buenas que son unas tijeras para podar el jardín, o la energía que contiene el desayuno de los campeones. Es igual, Truman, has estado perdiendo toda tu vida en las paredes de un cielo que nunca existió. Es hora de ganar.

Uno de los mejores papeles de Jim Carrey se halla dentro de esta película que va mucho más allá del simple juego televisivo de meter las narices en una vida, que en el fondo, es más falsa que inventada. Los actos de Truman son dirigidos a conveniencia por ese realizador-Dios que actúa de forma omnipotente en aras de los millonarios niveles de audiencia que cosecha la observación continua de una vida ajena. Hasta el amigo de toda la vida no es amigo. El padre no es padre. La esposa no es esposa. El trabajo no es trabajo. Y aún pretenden que eso cuele en todos los hogares como la constatación de una realidad. El engaño es doble. La audiencia aumenta. Y, por si no nos vemos luego, buenos días, buenas tardes, buenas noches.