Vivimos
en un mundo tan demoledoramente deshumanizado que no somos más que números al
lado de grandes cifras. Si esas grandes cifras descienden, los números se
borran. Y ya está. No hay ningún cargo de conciencia, no hay nada que
reprocharse. Son solo negocios, nada personal. Y siempre ganan los mismos, por
mucho que haya unos cuantos listos que hayan visto venir la hecatombe y que
también saquen su buena tajada. Ellos son elementos dentro de un sistema que,
simplemente, dejó de funcionar hace tiempo y que, como tales, se dieron cuenta
de que los cuentos de hadas siempre tienen un final.
Resumiendo. La crisis fue por
culpa, básicamente, de los bancos y de las agencias de calificación porque no
quisieron parar la rueda del dinero cuando los daños hubieran sido mínimos.
Todo porque se dieron facilidades extraordinarias para que el ciudadano de
dudosa solvencia consiguiera acceder a un préstamo. Y ahí empieza a sostenerse
todo en el aire, a hacer un interminable juego de manos y de cifras confusas
para disfrazar el derrumbe de toda una forma de vida, de toda una progresión de
datos que afianzaban crecimientos que no eran más que mentiras sobre mentiras.
De repente, todo se esfuma y los grandes emporios financieros quiebran. Y nadie
asume la responsabilidad. Nadie dice que es el culpable de que eso ocurriera.
¿Usted quería una casa? Endéudese. ¿Un coche? Estaremos encantados de
financiárselo. ¿Un apartamento en la playa? No se preocupe. Venga al banco.
Allí su dinero estará seguro.
Lo preocupante es que algunos
de mente ágil y visión aguda consiguieron atisbar la claridad en el bosque de
datos y supieron que aquello, algún día no demasiado lejano, iba a estallar en
la cara de las entidades financieras y no hicieron absolutamente nada por
evitarlo. Todo lo contrario. Movieron fichas y piezas para que encajaran en
beneficios multimillonarios aprovechándose de una crisis que ha afectado a
millones de personas con nombres y apellidos, llegando incluso a quitarse la
vida o a romper sus sueños o a quebrar sus estabilidades. Se callaron,
apostaron y ganaron mientras veían que todo se iba al vertedero. Ése es el
mundo en el que vivimos. El que gana es porque le importa un bledo lo que pase
al resto de la gente.
Ágil, divertida, muy confusa en
algunos términos para quien no haya estudiado el vocabulario financiero, con
interpretaciones notables de Christian Bale, Steve Carell y Ryan Gosling, La gran apuesta es una clase ligeramente
avanzada sobre las razones que llevaron a la crisis y de cómo algunos supieron
ver los beneficios de su futura aparición. No son héroes, ni siquiera tienen
por qué ser simpáticos. Son monstruos sin demasiados escrúpulos que jugaron con
dinero y ganaron mientras otros lo perdían todo. Hay una medida contraposición
de tiempos rápidos y lentos que benefician a una narración que es difícil y
engorrosa por su propia naturaleza y el resultado es efectivo aunque levemente
incompleto. Y es que no es fácil adentrarse en los laberintos de la ingeniería
financiera y sacar algo en claro de tantas hipotecas subprime, de tanta burbuja inmobiliaria y de tanto desaprensivo que
oscila peligrosamente entre la maldad y la estupidez. Es lo que tiene confiarlo
todo a hacer que el dinero sea deuda.