viernes, 29 de enero de 2010

UP IN THE AIR (2009), de Jason Reitman


Un tipo tiene un trabajo en el que se dedica a dar la cara por aquellos que no se atreven a decir a sus empleados que están despedidos. Viaja casi todos los días del año y acumula millas en un hogar hecho de nubes y cielos azules. Lleva una maleta básica y una mochila vacía y se siente libre allí arriba, donde no hay ataduras ni con personas, ni con cosas, ni con vidas que destruye, ni con sucesos de una rutina que ni siquiera conoce. Él cree que entre las nubes están todas las respuestas que necesita.
Poco a poco, esa armadura que se ha creado y que le protege hasta vagar sin alma va cayendo a pedazos mientras toma tierra en el aterrizaje forzoso de su existencia. Piensa que su trabajo es creativo y que es necesario porque sabe cómo tratar asuntos tan delicados como la pérdida de la esperanza de una persona cuando ya no tiene empleo. Intenta llenar todas sus carencias con una meta tan absurda como alcanzar la posesión de una tarjeta de cliente privilegiado de unas líneas aéreas. Las grietas se suceden y siente que esa felicidad perfecta que se ha buscado no es más que vapor de agua acumulado en el cielo, una falsa coartada para arrastrar un equipaje tan ligero que no tiene ni carga vital que acarrear.
Detrás de las ventajas falsamente añadidas de no tener que esperar colas, de ser saludado en todos los aeropuertos como un viejo conocido, de acumular puntos de fidelidad en huecas promociones de hoteles y de viajes, se esconde la tragedia de la soledad más infinita aún más acentuada por obligarse a vivir en un continuo trasiego que le rodea de gente que desconoce y, lo que es aún peor, por la que no siente el más mínimo deseo de conocer. En el fondo, él es tan trágico como lo es su trabajo. Y tiene menos esperanzas que los empleados que despide.
Y es que comienza a tener la certeza de que en las nubes no están las auténticas respuestas. Tan sólo hay un escondite perfecto para el lujo y para la ausencia de responsabilidades. Él no sabe lo que es el calor de unos brazos en unas sábanas que consuelan de un día demasiado duro. Tampoco tiene ni idea de lo que es llegar a una casa y oír el griterío de unos niños que juegan, saltan y trastean en busca de una diversión que la edad adulta se empeñará en negar. Es un hombre solo con una maleta como único asidero y cuando intenta buscar otro, se da cuenta de que las nubes no son sólidas y allí no hay agarraderos donde echar raíces.
Jason Reitman dirige con sobriedad y acierto una película que contiene una excelente banda sonora y que se apoya en la actuación maravillosa de un George Clooney al que no le hace falta hablar para expresar todo lo que siente. Detrás de él, hay un par de actrices que están en primera clase como Vera Farmiga y, sobre todo, Anna Kendrick en su intento de forjarse una coraza de las mismas hechuras que lleva el protagonista y que se despedaza porque no encuentra ni un leve rastro de humanidad con la que engrasarla. El resultado de todo ello es una fábula del hombre moderno que concluye con un intento de amanecer entre nubes porque, quizá, sea la única respuesta que ellas guardan para todos aquellos que dejaron de tener trabajo o que fueron despedidos de la vida porque no renovaron el contrato del sentimiento.

jueves, 28 de enero de 2010

NINE (2009), de Rob Marshall


Al ver esta película es inevitable referirse a la maravillosa Ocho y medio, de Federico Fellini, donde el cineasta italiano nos proponía una reflexión en tono de pesadilla de lo que le ocurría a un director de cine cuando siente que su inspiración está en fuga, cuando ve que nada de lo que le rodea es real porque, quizá, ya ha dado lo mejor de sí mismo y cuando se da cuenta de que lo quiere todo porque no le queda más salida que el rechazo.
Con este material de partida, se montó Nine en Broadway (en uno de los más resonantes éxitos que ha tenido nunca Antonio Banderas) haciendo que, en donde había un ligero discernimiento entre fantasía y realidad en la autobiografía escondida de Fellini, aquí fuera la música la que marcase las fronteras difusas de un hombre que ya no distingue entre el desequilibrio y la armonía. Y ahora nos llega la película basada en ese musical donde Rob Marshall sigue muy de cerca las lecciones que le dejó bien impartidas su maestro Bob Fosse, del que fue ayudante de coreografía, y articula un musical que entremezcla acción real con la imaginación que despierta una melodía que deja sin inspiración a ese creador que no es capaz de llenar la primera página del guión de una película que está a punto de comenzar.
Lo que está claro es que el centro y razón de la película está en ese actor intenso y contenido, muy sujeto en esta ocasión (a años luz de esa mediocridad con ínfulas de obra maestra que fue Pozos de ambición), que es Daniel Day Lewis y que los dos pilares fundamentales que acompañan la nada que encarna su personaje están sujetos por dos actrices inmensas, versátiles, estremecedoras e impresionantes como son Judi Dench y Marion Cotillard. La parte musical se sustenta, sin lugar a dudas, en el número que interpreta Stacey Ferguson en ese fantástico Be Italian. Al contrario del de Kate Hudson con el errado Cinema italiano rodado por Marshall con técnicas de videoclip convirtiendo un número memorable en demasiado vulgar para lo que se ha visto a esas alturas del metraje.
En cuanto al resto del reparto, cumple con eficacia su cometido y Penélope Cruz obtiene una de sus mejores interpretaciones en ese contoneo repleto de sensualidad más que evidente que exhibe en su canción A call from the Vatican bajando estrepitosamente al infierno de lo regular en la poca y falseada carne dramática que el guión le da oportunidad de demostrar. Mientras tanto, ahí tenemos al director de cine, incapaz de dar el primer golpe de manivela a su rodaje; perdido en sus recuerdos del pasado; en la comodidad y calidez que le proporcionaba su madre; en la idealización de una mujer inalcanzable porque él ya sólo sabe mirar a través del objetivo de una cámara; en el extravío del auténtico amor que se le escapa entre los dedos como la arena de las playas que pisaba de niño; en ocurrencias que es incapaz de asir y de dar forma porque ya no dirige su vida y, por tanto, no puede dar aliento a una realidad paralela en forma de cine.
Así pues (y no me olvido de las fugaces y casi decorativas y prestigiosas apariciones de Sophia Loren y de Nicole Kidman) la angustia y la ansiedad son las notas escritas sobre el pentagrama de un hombre que perdió el compás. Con él llegamos a tener la certeza de que quien no siente, no puede amar. Y quien no ama, es incapaz de crear.

miércoles, 27 de enero de 2010

LOS INDESTRUCTIBLES (1969), de Andrew V. McLaglen


Rock Hudson siempre pensó que el éxito de esta película fue la consecuencia más directa de estrenarse justo después del enorme campanazo que fue Valor de ley, de Henry Hathaway y que significó el único Oscar en la carrera de John Wayne, pero también guardó un bonito recuerdo del rodaje porque, según él, le dio la oportunidad de convertirse en un íntimo amigo del vaquero por excelencia, del hombre que personificaba al americano del viejo Oeste y de un actor que llenaba la pantalla con su sola presencia. Hudson también relataba la profunda profesionalidad de Wayne pues se cayó del caballo en una toma y, después de parar el trabajo durante dos semanas debido a la fractura de tres costillas, volvió al rodaje con intensos dolores que no se dejan traslucir en ninguna de las escenas en las que aparece.
En cuanto a la película en sí, es una de esas que tantas y tantas veces nos han mantenido pegado al televisor, viendo con tensión en la mano y sonrisa en el pensamiento, interminables cabalgadas en medio del marronáceo color del desierto en la imposible mezcla de una misión en la que se ven obligados a colaborar, por obra y causa del caprichoso azar, los yanquis y los confederados en plena Guerra Civil (idea ya apuntada unos años antes por Sam Peckinpah en Mayor Dundee e insistida después por Howard Hawks en Río Lobo). El resultado es una historia llena de entretenimiento, con suficientes dosis de encanto como para no despegar nuestras narices de la rivalidad que surge entre hombres enfrentados y obligados a trabajar juntos con una cierta conciencia de que, en otra vida, serían vecinos de buena voluntad. No cabe duda de que el pretendido enfrentamiento entre estos dos hombres se convierte en el auténtico leitmotiv de la película en detrimento de la acostumbrada acción que imperan en las películas de John Wayne pero, en contrapartida, tenemos unos diálogos de cierta agudeza, rellenados con un más que saludable sentido del humor que hacen que la acción pueda provenir del pensamiento más que de la rapidez en desenfundar.
En el apartado interpretativo, es evidente que la película se halla dominada de principio a fin por el trabajo de John Wayne y de Rock Hudson y que la balanza, a pesar de que siempre he pensado que Hudson ha sido un actor que en algunas ocasiones ha estado por debajo de sus posibilidades y, en otras, ha sido indefectiblemente criticado a pesar de trabajos más que destacables, se decanta a favor del primero que sabe dónde colocarse en cada momento, que sabe domar el ojo del espectador con una presencia implacable que roba, en cada instante, a quien comparta la escena con él porque...sí, sí, Wayne era un reaccionario, un tipo ideológicamente reprochable y todo eso...pero a todos aquellos que nos ha gustado el cine de verdad...¿quién no ha querido ser John Wayne alguna vez?
Por otro lado, es muy nítida la experiencia de Andrew McLaglen en la dirección de este tipo de películas, sin más metas que hacernos tragar un poco de polvo al galopar y parapetarnos detrás de unas oportunas rocas en las que silban rebotados unos cuantos balazos y cabe destacar la excelente y climática banda sonora del pocas veces reconocido compositor Hugo Montenegro que, por esta vez, se luce poniendo ritmo al son de unos caballos golpeando con sus cascos en el tambor de la llanura.
Y como dice John Wayne en un momento de la película: “Vamos a Méjico”...Estoy seguro de que disfrutarán del galope...

lunes, 25 de enero de 2010

JEAN SIMMONS: LA DELICADA MANO EN UN ÁNFORA


El prestigioso guionista William Goldman (autor de, entre otras, Dos hombres y un destino, de George Roy Hill; o de Marathon Man, de John Schlesinger) ha sostenido siempre que “todos los guionistas, cuando escribimos, tenemos en la cabeza al actor o a la actriz que pone cara a los personajes que creamos. Yo hace años que todas mis protagonistas femeninas han tenido las maneras y el rostro de Jean Simmons”.
Yo no soy guionista pero he de confesar que allá como a los dieciocho años, le puse los cuernos a Audrey Hepburn con Jean Simmons (luego llegó Ingrid Bergman). Y hay que reconocer que Jean tenía mucho ángel pero es que, además poseía un no sé qué morboso que hacía que la imaginación volara muy bajo, casi por debajo de la cintura, como si fuera una de esas chicas (que todos hemos conocidos alguna vez) que se mostraban modosas y formales y, una vez que conseguías traspasar las almenas de su aparente y fortificada distancia, conseguían que los niños se convirtieran en hombres y los hombres, en niños (Los profesionales dixit, dirigida por el marido de Jean, afortunado él, Richard Brooks, encima se casaba con hombres con los que yo no podía competir). Por otro lado, Jean Simmons era una extraordinaria actriz, de rígida formación clásica (no puedo imaginar a ninguna otra Ofelia para Hamlet mejor que ella) que, sin embargo, salvo raras excepciones fue muy desaprovechada en el cine con una filmografía pequeña, de muy pocos y selectos títulos.
Estrella juvenil en los años cuarenta, David Lean en Cadenas rotas; Powell y Pressburger en Narciso negro y, sobre todo, Olivier en Hamlet hacen que Hollywood vuelva los ojos hacia esta actriz de rara intensidad dramática, de perfecta declamación y de voz un tanto peculiar y, cómo no, es Otto Preminger, de la mano de Howard Hughes, quien atisba sus enormes posibilidades con un papel tremendamente difícil en Cara de ángel, en la piel de una mujer mimada y desequilibrada, capaz de hacer cualquier cosa con tal de retener al hombre que ama, Robert Mitchum. La interpretación de Simmons es cruel y atractiva, en el mismo filo de la locura, con una extensa gama de matices que la convierten en una malvada inolvidable que nadie se atrevería a rechazar.
Más tarde, aprovechando su matrimonio ideal con Stewart Granger que acabó como el rosario de la aurora debido a las continuas infidelidades de él, algún lumbreras se empeñó en que fuera la Reina Isabel I de Inglaterra en sus años jóvenes, en La reina virgen, de George Sidney y, claro, eso no se lo creía ni el más pintado. Para mí que Jean Simmons hubiera sido una perfecta Ana Bolena, pero la Reina Isabel era tarea para alguien un poco menos atractivo y bastante menos femenino, como Bette Davis por ejemplo, por muy buen reparto que la pusieran alrededor y por más que se empeñaran en defender la castidad de una reina a través de un imposible romance de juventud.
Pero la cámara se enamoraba de ella tanto como yo y la pusieron como protagonista de grandes producciones de calidad más que discutible como la aborrecible La túnica sagrada, de Henry Koster; Sinuhé, el egipcio, de Michael Curtiz (uno de los mayores fiascos de casting de la historia del cine); o la espantosa Desirée, también de Koster con un Marlon Brando buscando su derrota como improbable Napoleón.
Una película menor pero muy inquietante de aquellos desastrosos años fue Pasos en la niebla, de Arthur Lubin, nuevamente con su marido Stewart Granger en la que caminaba peligrosamente por la sugeridora posibilidad de una psicopatía incurable o de una inocencia imposible. Lo maquiavélico de la trama hace que merezca una revisión para adentrarnos en la espesa y misteriosa niebla londinense donde la muerte puede llegar impulsada por la ceguera de un amor que siempre ha tomado el camino equivocado.
Con Ellos y ellas comienza la recuperación al descubrirse como una actriz versátil que se ajusta perfectamente al papel de Sargento del Ejército de Salvación, una puritana recalcitrante y que, a la vez, se nos aparece como una muy aceptable bailarina y cantante y que asombra por su capacidad de convertirse en una mujer sensual de pasiones desatadas en cuanto toma un par de dulces de leche bajo el poderoso influjo de la luna cubana. Y no saben lo que yo hubiera dado por agarrarla de la cintura y bailar con ella en una cantina de La Habana.
Luego, trabaja con Wyler poniendo un inusual empuje a su papel de mujer valerosa y decidida en Horizontes de grandeza al tiempo que se divorcia de Stewart Granger. En el rodaje de El fuego y la palabra, conoce a su segundo marido, el gran Richard Brooks y hace con él una fantástica película que habla sobre la fe, el engaño, la salvación, la charlatanería y la interpretación que, en manos de su compañero en la película Burt Lancaster, alcanza cotas inimaginables. La actuación de ella es toda una lección de delicadeza dentro de un personaje clave en el desarrollo fuertemente dramático de la historia que pone de manifiesto la sensibilidad de una actriz que, con 31 años, llegaba a la cima de su carrera.
Recién acabado el rodaje, se casa con Brooks y tiene una hija, y a los pocos días de nacer recibe la llamada de Kirk Douglas, que ya estaba inmerso en el rodaje de Espartaco y que no estaba nada satisfecho con el trabajo de la candidata inicial para el personaje de Varinia, la modelo alemana Sabine Bethmann (que llegó a rodar algunos planos) y, al grito de: “¡Por favor, Jean! ¡Mueve el culo hacia aquí!”, le rogó que aceptara el papel. Y la decisión de Douglas fue acertada porque la actriz compuso un bellísimo personaje, de frágil belleza pero de una fortaleza interior y de una extraña sensualidad que hace que sea imposible no seguir enamorado de ella. Además de todo eso, da una dimensión fantástica al Marco Licinio Craso que interpreta Laurence Olivier y todo ello realzado con la atinada visión de los momentos íntimos de la historia a través del cuidado que Stanley Kubrick puso en la dirección interpretativa (que mimó hasta el exceso en todos los papeles interpretados por actores británicos) y que encuentra su más perfecta definición en la imagen con la que la representa Saul Bass en esos irrepetibles títulos de crédito con los que cuenta la película: una mano que, casi con ternura, sostiene un ánfora a punto de verter el oro transparente del agua de su cariño, la cortina de cristal tras la que se halla una mujer que sólo busca el verdadero amor de su vida en un mundo demasiado difícil, el tremendo cuidado de la servidumbre de quien espera al hombre que la saque del trabajo y de la esclavitud.
Pero aún teníamos que verla en un registro puramente cómico, una asignatura pendiente que aprobó con nota en el papel de una cotilla oportunista con un puntito de mala leche en la maravillosa Página en blanco, de Stanley Donen, luciendo una espléndida figura y arrancando risas cada vez que abre la boca. Parecía que, a partir de aquí, iba a desarrollar una brillante carrera pero ella decidió desintoxicarse del alcohol que la hundía en un infierno, y cuando pudo conseguirlo, prefirió ser esa gran mujer detrás de un gran hombre como su marido y dedicarse a él y a su hija recién nacida, Kate, y desde el año 1961, Jean Simmons tan sólo rodó diez películas de la que, obligatoriamente, hay que destacar su abrumador papel en el drama Con los ojos cerrados, que Richard Brooks escribió expresamente para ella, describiendo la realidad de una mujer que se ha prolongado en su matrimonio por inercia, que se ha dado cuenta de que no es imprescindible para nadie y que sale en busca de un camino que haga que, al menos una parte de su vida, sea su deseo y no su final. Una interpretación al borde de la madurez que hace que apreciemos su enorme talento como actriz y su impresionante presencia como mujer.
En su serena ancianidad, Jean Simmons siguió teniendo su cara de ángel. Yo, en mi agobiada madurez, sigo soñando con ella y con su sonrisa y con su cuerpo húmedo bajo la manta de un gladiador que quiso ser libre y fue leyenda y que supo conquistarla sin decir ni una palabra. Ahora que Jean Simmons se ha ido, dejaré de escribir para ver si, en mis estúpidos sueños, mi silencio da algún resultado.

viernes, 22 de enero de 2010

SHERLOCK HOLMES (2009), de Guy Ritchie

El estilo del director Guy Ritchie siempre me pareció algo impostado, más propio de nuevas generaciones que de clásicos de butaca. Sin embargo, hay que reconocer que aquí ha tenido aciertos, amén de algunos errores, sin que ello quite para que el resultado sea una película que se deja ver con simpatía y que entremezcla con acierto algunos elementos clásicos del personaje con otros ciertamente novedosos.
Es evidente que el intento de Ritchie es hacer una reinvención a partir de una imitación. El menos avezado ya se ha dado cuenta hace tiempo de que la serie House nace a partir del personaje imaginado por Sir Arthur Conan Doyle. Pues bien, Ritchie lo que consigue es volver al personaje original con la agudeza y rasgos propios del amargado y brillante doctor televisivo. A partir de ahí, tenemos, cómo no, a un protagonista que maneja con maestría técnicas de lucha más propias del cine de adolescentes que las más propias de la Inglaterra victoriana.
Hasta aquí, los defectos. Pero Ritchie da en la diana con la ambientación prodigiosa de un Londres embarrado e impresionante, obra y gracia de una directora artística que ha hecho un soberbio trabajo como Sarah Greenwood (responsable de Expiación, de Joe Wright) y que se confirma por un diseño de vestuario fantástico procedente de una de las más grandes responsables de guardarropía del cine contemporáneo como Jenny Beavan (compañera inseparable del cine de James Ivory en películas como Regreso a Howard´s End o Lo que queda del día y de otras costuras memorables en Sentido y sensibilidad, de Ang Lee; o en la muy notable y olvidada Las montañas de la luna, de Bob Rafelson). A partir de ahí, Ritchie prescinde del quién y se centra en el cómo de una aventura trepidante, dirigida con cierta inteligencia y con notables muestras de agilidad (a destacar las estupendas escenas en cámara lenta) y que se completan con una muy delicada interpretación de Robert Downey Jr., capaz de sugerirnos el tremendo genio deductivo, el compulsivo descuido y la escondida fragilidad de un personaje que teme al daño interior más que a la propia muerte.
Además, Ritchie coge pequeños detalles de otras películas basadas en Sherlock Holmes aunque ninguna salió de la pluma de su creador original como es el maravilloso retrato de la ciudad de la niebla y de la oscuridad combinado con toques de humor que aparece en Asesinato por decreto, de Bob Clark; o la aparición de un Watson a punto de contraer nupcias que ya se presentan como hecho en Elemental, Doctor Freud, de Herbert Ross; o, sobre todo, en el enamoramiento de Holmes de una mujer que se halla al otro lado de la ley y que le ama y le mata a cada latido de su corazón de detective en la excepcional La vida privada de Sherlock Holmes, del gran Billy Wilder. Hay que destacar por otro lado el Watson de acción e inteligencia que construye Jude Law y la sorpresiva aparición casi episódica de James Fox (recordado intérprete de La jauría humana, entre otras). Con ellos, la cinta resulta entretenida y, cuando menos, curiosa en la descripción de un héroe que no puede sobrevivir sin el misterio del enigma. Y la burla de la muerte está ahí, al otro lado de la soga que nos invita, desafiante, a intuir las notas de un violín. Tal vez porque es el ruido que hace la mente cuando piensa.

jueves, 21 de enero de 2010

LA CINTA BLANCA (2009), de Michael Haneke


Blanco es el color que simboliza la pureza del espíritu. Blanco es el paisaje de preguerra de un pueblo que se parece a tantos otros. Blanco es el amor cuando se presenta con la intención de quedarse para toda la vida. Blanca es la tiza de una pizarra que intenta repartir cariño entre el saber. Blancas son las voces de los niños cuando entonan una canción. Blanco también es el preludio del negro.
Y así, en blanco y negro, es la historia que nos propone Michael Haneke para desvelarnos que los orígenes de la crueldad infinita que se desató con los horrores del nazismo parten de la educación estricta, de la regla tomada como estilo de vida, de la degeneración moral que emerge imparable con el castigo. No en vano, el director ya nos había sumergido en la sangre de una violencia brutal con sus anteriores películas pero en ésta opta por ultrajar la sensibilidad de nuestro carácter de meros espectadores, por forzar la brutalidad que se esconde en la responsabilidad de los que somos padres y por decirnos bien a las claras que de nuestra conducta, nacen los monstruos.
No cabe duda de que la metáfora de Haneke se dirige directamente al mismo corazón de la semilla de un fascismo que no tuvo piedad de los inferiores y que practicó la disciplina como estilo de vida haciendo posible que todos fueran culpables. Los abuelos porque hicieron de la severidad, una norma. Los padres porque solamente supieron transmitir valores a través de la vara de medir y de la humillación. Los hijos porque aprendieron de espejos en los que nunca se debieron mirar. Y lo único que deseas es perderlos a todos de vista, que se extravíen en el discurrir del tiempo y no volver nunca la mirada atrás porque fueron capaces de construir un futuro repleto de oscuridad, de exterminio, de rigidez justificada, de anulación del ser humano.
Para ello, Haneke se sirve de una maravillosa fotografía en blanco y negro de Christian Berger y emparenta temáticamente la historia con la que ya nos contó Volker Schlöndorff en 1965 con El joven Törless donde también se hablaba de la crueldad inherente de una generación que dio lugar a la autoridad del propio horror. Sólo que, mientras en aquella ocasión, el protagonista conseguía una puerta de escape honrosa; en ésta se cierran todas las salidas con siete cerrojos de hipocresía. La falsa moralidad agazapada tras las muestras de bestialidad se completa con la alienación de una religión inoperante, el acomodo de la clase dirigente que había que derribar para que todos se sintieran piezas imprescindibles de un engranaje de ruedas gamadas y la rendición incondicional de los que son capaces de ver algo de belleza en el límite de la actitud.
Bien es cierto que, en algunos pasajes, Haneke tira por caminos demasiado evidentes para hacer comprender lo terrible del relato que ha salido de su cámara pero no cabe duda de que ha hecho una cinta blanca que nos marca y nos incomoda. Y sólo dos palabras se repiten una y otra vez cuando se sale del cine: El horror...El horror...

miércoles, 20 de enero de 2010

...Y LLEGÓ EL DÍA DE LA VENGANZA (1964), de Fred Zinnemann


La obsesión por atrapar a un hombre puede ser mayor que la fe por alcanzar la paz. Y así nunca lograremos superar la maldita vergüenza histórica que supuso que lucháramos entre hermanos, por mucho que las voluntades se agoten y las memorias persistan. Las trampas merodean en el tiempo, haciendo que las miradas se tornen cansadas por una derrota anunciada y por una victoria insultante. La justicia no existe cuando una de las dos Españas ha de helarte el corazón. Y entonces comienza otra guerra, esa que consiste en proyectiles de desconfianza, en granadas de odio, en trincheras de separación, en disparos a bocajarro llenos de psicología del desprecio. Llega el día de la venganza y esta película hace un retrato de lo que somos. Españoles, incapaces de olvidar, de mirar hacia delante, de tender la mano para dejar tranquila a la tierra que nunca tiene color más que el del barro cuando llueve. Y algo hay debajo de nuestra coraza hecha para perseguir que nos atormenta cuando nuestros ojos se cruzan con quien siempre creímos que era el enemigo cuando, en realidad, sólo es una persona que piensa diferente.
Así, un maestro de la talla y categoría de Fred Zinnemann basándose en la maravillosa novela de otro guionista y director, Emeric Pressburger, titulada Matando ratones en domingo, angustiado por todos esos hombres que se enfrentan solos a un destino que parece que se construye a medida de su heroísmo y de su muerte, nos relata el regreso de un miembro del maquis que ya sólo espera la bala que le quite el fracaso, la obsesión de un guardia civil por acabar no sólo con el guerrillero sino también con la idea y la confusión de un sacerdote que no comprende que tanto sufrimiento no haya servido para nada y aún se abran abismos de incomprensión entre personas que nacieron en el mismo lugar, se criaron en la misma escuela y creyeron llevar siempre la razón. Gregory Peck, Anthony Quinn y Omar Sharif nos traen respectivamente a esos personajes y los hacen reales en un pueblo imaginado por el que, posiblemente, sea el mejor director artístico de todos los tiempos, Alexandre Trauner, que tuvo que recrear un pueblecito español fuera de nuestro país porque ni que decir tiene que el régimen de Franco prohibió expresamente el rodaje y, no sólo eso, sino que se negó a dar permiso a la exhibición de cuantas películas pudiera producir la Columbia Pictures en el futuro. Más incomprensión. Más silencio. Y esa reconciliación que tanto merecemos como país (apuntada en una desafortunada película, apenas exhibida y peor distribuida de Antonio Isasi Isasmendi titulada Tierra de todos) aún tiene que esperar porque aquellas cicatrices van abriendo otras heridas y así siempre tendremos cosas que echarnos en cara, que en eso los españoles sí que somos verdaderos virtuosos. Somos iguales. Somos diferentes. Y no nos damos cuenta de ello porque nosotros inventamos el dilema moral transformado en guerra.

martes, 19 de enero de 2010

UN GRAN HOMBRE (1939), de Garson Kanin

Quien fue un gran hombre una vez tal vez sea lo sea siempre. Los infiernos de la bebida pueden hacernos olvidar que un día fuimos lo que realmente somos. Y rara vez ocurre que haya una segunda oportunidad para aquellos que, por pura honestidad, por pura sabiduría, se hundieron en los abismos del alcohol sin que nadie supiera a ciencia cierta cuál fue su verdadera altura. Quizá también haya instantes para esa segunda oportunidad para que podamos entonar un último hurra por quien mereció nuestra admiración. Y para dar aún más credibilidad a la historia nada mejor que contar con un actor que también se estaba ahogando en océanos de alcohol, arrojando su carrera por la borda, diciendo que no a todo lo que el destino le había deparado y convirtiéndose en una leyenda empapada de ebriedad. Ese actor era John Barrymore, aquí en su último papel protagonista (aunque habría que destacar su maravilloso trabajo como secundario de lujo en la excepcional Medianoche, de Mitchell Leisen), conocido en el mundo del cine por “El Perfil”, renombrado actor de cine y de teatro que elevó a Shakespeare hasta lo sublime y que, en virtud del vicio, fue cayendo desde lo más alto lo cual hizo que su desplome fuera aún más doloroso.
En esta fábula de tintes políticos (no se engañen, en ningún momento se dice el nombre de ningún partido), Barrymore alcanza alturas nada desdeñables en una producción que rebosa alguna burbuja de encanto y que no tiene ninguna pretensión mucho más allá de la valoración de que todo ser humano tiene algo que le hace ser grande y más que una fábula política de menor calado, la película prefiere ser el retrato de una personalidad desbordante que, una vez, dejó pasar su tren. Por el camino, Barrymore se nos muestra como el gran actor que era capaz de ser, exhibiendo sus múltiples registros de tristeza, de inocencia, de escrúpulos orgullosos, de sardónico y, por supuesto, de encanto que era, tal vez, lo que más le sobraba.
Es una película que se mueve en el difuso terreno de la tragicomedia que convierte nuestro corazón en un territorio cálido, en donde nos movemos dentro de la adoración de un personaje que no deja de ser pomposo pero que remueve la diástole de nuestros sentimientos con sístoles de energía embotellada. Y a pesar de ser dirigida por un hombre de teatro, de fuerte carácter y que, en todo momento, supo sujetar las riendas de su carrera como fue Garzón Kanin (mejor guionista que director y mejor autor dramático que guionista), la película pertenece por completo a los territorios tragicómicos de John Barrymore. Él domina la película de principio a fin durante sus escasos 74 minutos. Él es quien imprime ritmo a las buenas intenciones que se nos quieren contar. Él es quien estructura toda la trama a su alrededor para que sepamos que sólo de nosotros depende la pérdida de nuestro idealismo. Aquí no caben excusas. Ni decepciones. Ni pérdidas. Ni nada. Nada nos lo puede arrebatar salvo nuestra propia actitud. Y, en el fondo, eso nos hace sentir culpables de todo lo demás porque creemos que hemos desarraigado los sentimientos de todos los seres que nos rodean y que nos hallamos solos por nuestros propios deméritos.
Así pues, en esta ocasión, estamos ante una película que, en realidad, es un festival. El festival de interpretación de un actor que se bebió la cámara y que se fue agotado por la inundación de un éxito que siempre temió perder. Y acabó perdiéndolo. Aquí somos testigos de lo que eran capaces de hacer las leyendas.

viernes, 15 de enero de 2010

ESMERALDA, LA ZÍNGARA (1939), de William Dieterle


La cámara se aleja ofreciéndonos un plano general de una de las más impresionantes catedrales del mundo. Y allí, en un saliente, parece que un ser deforme se confunde, como una piedra tallada más, entre las figuras de las gárgolas que son espectadoras de una maldición rota, de un enamoramiento perverso, de una tragedia a traición, del poder de la poesía cuando las letras se unen para formar frases de protesta. La sordera no inhabilita para apreciar a la misma belleza cuando se tiene delante. La humillación puede destruir pero también fortalecer a aquél que ya nació con todo en contra. Y entonces la leyenda nace y parece que una iglesia cobra vida porque un ser despreciado, torturado y perseguido, que apenas oye, que casi no habla pero que siente más que toda la multitud, salva una vida y hace despertar del letargo a muchas otras.
Estamos ante la mejor adaptación que se ha realizado nunca de El jorobado de Notre Dame, de Víctor Hugo y recogemos el corazón con la forma de un badajo que no tiene metal donde golpear cuando vemos la extraordinaria interpretación de Charles Laughton en el papel de Quasimodo...Casi Hecho. Él es el detalle, la inteligencia en escena, la inferioridad genial, el centro de una aventura que supura venganza y que sacude las letras de París con campanadas de libertad. En este actor de talla tan grande que es casi imposible asir la cuerda de su personaje, se dan cita la fantasía, el misticismo, lo grotesco, lo tierno, lo natural, el mito, la intriga, el encanto, la inocencia, la amargura, el rey de locos, el plebeyo desfigurado y extrañamente bello...Con su presencia, admirablemente secundado por la indiscutible hermosura de Maureen O´Hara, la insuperable sabiduría de ese actor que fue Thomas Mitchell y el debut de un intérprete de intensidad felina como fue Edmond O´Brien, Laughton consigue que la película se eleve hasta contrafuertes de obra maestra, hasta arcos de medio punto labrados con la paciencia del artesano que, poco a poco, va prefigurando la escena que quiere representar. Es la grandeza de un actor que convierte en héroe al que todos hemos visto como bufón y entonces, como si un hechizo se apoderase de las imágenes, nos damos cuenta de que los sentimientos son la fuerza más incontrolable que posee el ser humano. Incluso el ser humano que sólo está Casi Hecho.
En el eco sobrenatural del vacío de un templo, está la inteligencia de un hombre recluido en una atmósfera que tan sólo incluye la soledad, el ruido de las campanas y la compañía, no siempre suficiente, de Dios. El romanticismo fluye de entre las piedras donde han quedado incrustadas las oraciones de tantos fieles que, en la conjunción de todas ellas, surge el monstruo que será testigo y parte, héroe y prisionero, ternura y piedad. Las grandes almas puede que estén construidas a partir de retazos de hombre y, desde allí, desde las alturas, puede que una gárgola se fije en nosotros muy detenidamente esperando un aplauso que no puede escuchar.

jueves, 14 de enero de 2010

UN TIPO SERIO (2009), de Joel y Ethan Coen


Equilibrio. Armonía. Un empleo seguro. Una familia unida. Perspectivas de ascenso. Paz espiritual. De repente, las patas de la silla de la estabilidad comienzan a temblar sin razón aparente. Tu mujer te deja aunque no sabes muy bien por qué. Tus hijos no es que no te quieran, es que nunca te han tenido en cuenta. En el trabajo se reciben unos extraños anónimos que te acusan de Dios sabe qué. Un alumno de tu facultad utiliza el soborno para un aprobado. Pero siempre has sido un tipo serio ¿no? ¿Qué es lo que está fallando?
No hay fallo posible. Tan sólo acierta el principio de incertidumbre que rodea tu vida. Una vida que nunca has tenido controlada aunque en apariencia parecía estar primorosamente cortada y verde en tu jardín. El vecino es un individuo más arisco que la lija del siete. Tu hermano vive en tu casa. Es un genio. Sabe más que tú sobre matemáticas pero es una piscina vacía, nunca ha llegado a tener ni gota de prosperidad. Puedes tener domada una parte de la bestia de tu existencia pero dependes mucho de las variables que influyen sobre ella. Todo comienza a ir mal. Y en lugar de encajarlo, te rebelas y sufres. Te preguntas el porqué y el cómo y el cuándo. Empiezas a tener la sensación de que eres un ser perfectamente prescindible y que lo mismo que estás ahí, podrías estar en otra parte y nadie se daría cuenta. No es verde tu vida. Es gris. O, más bien, una comedia negra que te golpea miserablemente contra la pizarra que contiene tus vetustas fórmulas conformistas para vencer. La religión no te consuela porque sólo genera preguntas y no responde a una sola. Pensar es una derrota. Sólo tienes que aceptar con sencillez lo que te sucede porque, por muy mal que te puedan ir las cosas, tienes que saber que siempre pueden ir a peor.
Especialmente descriptivo es ese prólogo casi fantasmagórico que estos directores llamados Joel y Ethan Coen nos colocan para dejarnos bien nítida la moraleja de la historia que a continuación van a contar. Y, como es usual en ellos, lo hacen describiendo la fauna y flora de los personajes que nos rodean, a cada cual más pintoresco y peligroso para el equilibrio interior de una persona que se considera normal aunque con una más que evidente tendencia hacia el fracaso. Su hijo fuma porros como si fueran chupachups, su hija le roba el dinero de la cartera para reunir lo suficiente como para operarse la nariz y, para colmo, tiene que pagar el entierro del amante de su mujer que no ha llegado a tener relaciones íntimas con ella. Y el infortunado protagonista sólo aspira a algo tan simple como la estabilidad, un cierto orden, unas cuantas sinceridades. Aparece el principio de incertidumbre en todo lo que hace y, cuando cree que algo está asegurado, otra cosa se sale de sus goznes y hace astillas la puerta en la que se esconde la paupérrima felicidad que persigue.
Así que los Coen hacen una película difícil, nada amable, con una sonrisa en la comisura izquierda de sus labios y un colmillo asomando por la derecha. Quieren que el público sienta lo que es ser un tipo serio, que cree que cumpliendo sus obligaciones, alcanzará todos sus derechos. Pero no, estos cineastas tan brillantes no son así. Nos clavan por sorpresa un picahielos y nos dicen bien a las claras que a nadie le importa un pimiento lo que nos pase por mucho que nos quieran consolar, darnos un abrazo, hacer un favor o proporcionarnos el secreto de la paz interior. Joel y Ethan Coen no dudan en decirnos que estamos solos. Y que solos tendremos que salir del pozo, porque al otro lado sólo hay un fulano que quiere vendernos una estúpida colección musical de última moda. Y ésa es la única certidumbre que se distingue en una vida descrita con ecuaciones en una pizarra que siempre se puede borrar. Y ésa, damas y caballeros, también es nuestra vida.

miércoles, 13 de enero de 2010

ERIC ROHMER: ESQUELA PARA UN DIÁLOGO


-. Parece como si los diálogos hubiesen muerto en el cine.
-. Sí. Ahora ya se sabe, mucho efecto visual y poco hablar. Es igual que cuando vas a casa de la suegra que lías un cigarrillo tras otro y, al final, has dicho muy poco.
-. Es lo que tiene cuando se va un cineasta de esos que hacían de la acción, el diálogo y Eric Rohmer… Quiero decir… ¿No crees que Eric Rohmer sabía construir muy bien los diálogos?
-. Era estupendo. El estilo de su cine se basaba en la espontaneidad. No parecía sino que a los actores se les ocurría en ese momento lo que tenían que decir.
-. Sí, pues no, no. Sus diálogos estaban muy ensayados, muy al estilo teatral. De hecho le encantaba dirigir teatro. Fíjate lo mediocre que fue Woody Allen intentando imitar el estilo de Rohmer en ese folleto propagandístico de la perla del Mediterráneo en Vicky Cristina Barcelona.
-. Tienes razón. Quiso hacer un retrato de un paisaje moral y le salió la moral de un paisaje. En eso Rohmer no tenía rival. Comenzaba con una excusa argumental que parecía clavada con alfileres a la cámara y los personajes hablaban y hablaban y no dejaban de hablar pero, al mismo tiempo, ibas descubriendo un panorama de humanismo, una escondida sensualidad o la elocuencia de una mirada…Hombre, ¿es que no te acuerdas de El rayo verde? Una mujer que busca desesperadamente el último rayo de sol del día, lo intenta una y otra vez con una mirada ansiosa y, cuando por fin puede verlo, ella se halla de espaldas. En sí misma, es una película hermosa y desoladora, una mirada hablando con un fenómeno natural…o más bien, con un fenómeno naturalista.
-. Sí, así está mejor definida. Pero te diré algo. El rayo verde está muy bien pero a mí la que de verdad me gusta es Mi noche con Maud.
-. ¿Por qué?
-. No sé. Una noche que surge de la casualidad y se convierte en una causalidad. Una charla inacabable en un ambiente del que no quieres salir. Un pequeño escarceo que ni siquiera llega a ser una historia de amor y, sin embargo, tiene el suficiente gancho como para dejar una huella enamorada, un algo de lo que pudo ser y no fue, una historia de amor que nunca llegó. Tanto es así que hasta Jean-Louis Trintignant miente a su esposa y dice que sí hubo algo cuando en realidad la noche fue con Maud pero sólo pudo quedarse a las puertas de la pasión entregada.
-. No sé, no sé…
-. ¿Qué más quieres que te diga? ¿Quieres que sea categórico? Vale, pues lo soy. Yo creo que Mi noche con Maud es la obra maestra de Eric Rohmer.
-. No tanto, no exageres. Te olvidas de esa sensualidad que emana, como la lluvia cayendo en un jardín, en La rodilla de Clara o la clara intencionalidad que destila La coleccionista con un hombre que busca a una mujer y encuentra a otra para, luego, retornar al punto de partida. Cuento moral que nos lleva a su tema favorito que no es otro que la libertad ética dentro de un entorno dramático. Rohmer no está interesado en reflejar la realidad sino en hacer visible la moralidad.
-. Ahí has estado acertado.
-. Si lo piensas un poco fríamente, Rohmer es el más radical de todos los cineastas que compusieron la nouvelle vague. Si exceptuamos al inolvidable Jacques Rivette, con el que tiene más de un punto en común, su estilo huye del determinismo político de Godard, de la cultura apasionada de Truffaut que le hacía visitar género a género, del enfrentamiento entre ética y culpabilidad que obsesionaba a Malle…
-. Sí, pero, en contrapartida las influencias de Fritz Lang y de Roberto Rossellini en su cine son más que evidentes.
-. Ahí has sido tú el que le has dao.
-. Claro, no hay más que fijarse un poquito. Con Rossellini le une la espera de atrapar el momento del milagro de algo que pasa de repente por delante de la cámara, ya sea la actuación repleta de verbosidad de un actor, o bien un instante de mágico encuentro o desencuentro entre dos personajes que hablan y hablan hasta que sus morales se saludan en un punto de reunión determinado. Con Lang comparte una mirada escéptica, no exenta de dolor, atorada en un destino que somete extrañamente a sus personajes.
-. Estás hecho un teórico del cine. Menudo pedante.
-. Oye, si te pones así, termino la bebida y me voy.
-. No, no, quédate. De alguna forma, hablando sobre él podemos homenajear a un cineasta que se nos ha ido y nos ha dejado mudos.
-. Mira que eres romántico. ¿Por dónde iba?...Ah, sí…Las influencias de Fritz Lang y de Roberto Rossellini sobre Rohmer…
-. Déjate de influencias. También hizo películas que ya, ya…Anda que si me oyeran los apóstoles del vanguardismo…
-. Pues como todo cineasta, tuvo sus más y sus menos. Tienes toda la razón. Por ejemplo, en La Marquesa de O no consigue agarrar el espíritu de Heinrich von Kleist ni de lejos y le sale una cinta aburrida y hasta lindante con la tontería. Y en Perceval, el galo, le sale un pestiño de cuidao.
-. Sí, eso es verdad. Creo que son dos películas decepcionantes. Para mí que Rohmer perdía muchos puntos cuando hacía cine de época, pero tiene cosas interesantísimas como La mujer del aviador ; o me encanta Pauline en la playa. Y es que el mar, bajo la mirada sensible de la cámara de Rohmer a veces es un personaje más que pone fin abierto y cierra el principio de personajes que viven, mueren, sienten, hablan y sueñan intentando encontrar algún sentido a unas existencias que tratan de llenar con apenas un espejismo.
-. ¿Y qué me dices de su prolongada colaboración con Néstor Almendros?
-. Hombre…es que decir Rohmer es llevar pegado el nombre de Almendros a la chepa. Sus fotografías que huyen de las falsas sombras llegan a ser pura poesía en el diálogo sin rima que siempre propone Rohmer.
-. Sí, luego Hollywood llamó a Almendros y Rohmer se quedó sin director de fotografía.
-. Bueno, pero se atrevió a rodar aquellos Cuentos de las cuatro estaciones y nos descubrió a Luc Pagés y a Diane Baratier que trabajaron casi exclusivamente para él y abrieron el objetivo de lo que rodaba como nunca lo había hecho antes.
-. Cierto. Era innovador hasta en su lúcida ancianidad.
-. Siempre había una búsqueda de la felicidad en sus personajes, aunque muy escondida en ese bosque de frondosa verborrea que sabía construir como ningún otro. Y además… ¿te has fijado que en cuanto a formas se parece extrañamente al estilo de Howard Hawks? Colocaba la cámara a la altura de las personas, lo contrario de Yasujiro Ozu que la ponía a la altura del perro, dicho sea con todo el respeto.
-. Eso es muy interesante. Como buen crítico antes que cineasta, no podía dejar de beber de los clásicos a la vez que construía su universo tan particular.
-. Sí, un universo tan particular que hizo que se le colgara la etiqueta de creador intelectual y elitista, muy poco popular.
-. ¿Sabes lo que dijo una vez: “Mi propósito estriba en divertir y emocionar”? ¡Qué desorientados estamos a veces con las intenciones del creador!
-. Creo que tienes mucha razón. Lo único cierto es que Rohmer se nos ha ido y el cine se ha hecho un poco más callado.
-. Guardemos silencio, entonces. El difunto diálogo merece un respeto.
-. Por él.
-. Por Rohmer.

martes, 12 de enero de 2010

SI YO TUVIERA UN MILLÓN (1932), de James Cruze, Bruce Humberstone, Ernst Lubitsch, Norman McLeod, Stephen Roberts, William Seiter, Norman Taurog y Lothar Mendes


Con toda probabilidad, ésta puede ser una de las mejores películas estructuradas en episodios que hayan existido nunca al ser un mosaico que se encarga de unir por sí solo distintos aspectos de la naturaleza humana a través de la misma situación y de la forma de reaccionar de los diferentes personajes con la aparición fortuita de un millón de dólares. Ocho producciones en una sola película bajo una idea que, parece ser, tuvo el gran Joe Mankiewicz y que aglutinó nombres tan ilustres como los de los directores Ernst Lubitsch, Norman Taurog (por entonces ya un afamado director de comedia), James Cruze (que procedía del cine de terror y del oeste de serie Z) y William Seiter (ínclito responsable de diversos productos artesanos con la sonrisa como meta). Además, las letras las pusieron el propio Mankiewicz, ayudado por Lubitsch, por Sidney Buchman, por Lester Cole (uno de los “Diez de Hollywood”) o por Oliver Garrett y en el apartado interpretativo vemos las delicias de la riqueza pasando entre las manos de Gary Cooper, Charles Laughton, George Raft, Jack Oakie, W.C. Fields o May Robson. Después de verla, me reafirmé en mi testarudez de estar en contra de las películas de episodios pero, diablos, junto con la incursión en esta modalidad que Julien Duvivier hizo en 1942 con Seis destinos, también tengo que reconocer que tanto talento junto no podía dar más que un solo resultado y es el de una divertidísima película vestida con ropajes de ética y moral que se convierte en casi una obra maestra del cine, paradigma de la concisión y del saber hacer de un buen grupo de extraordinarios profesionales, capaces de contar ocho historias en apenas 88 minutos de metraje.
Por otro lado, hay que tener en cuenta el terrible impacto que supuso esta historia que significaba poner un millón de dólares en la mano de cualquier ciudadano de a pie para investigar si era un sueño o una pesadilla. La terrible depresión de 1929 estaba en pleno apogeo y la gente acudía en masa al cine a encontrar distracciones a sus tremendos problemas e imagínense qué ojos debían poner al asistir al sueño imposible de tener un millón de dólares caído del cielo en unos años en los que ya era una suerte tener dos pavos en el bolsillo.
No se asusten, la película no se regodea en absoluto en la miseria de los que la ven, sino que pone su acento hilarante en la comedia, en el melodrama, en un par de chistes picantes y en varios coches accidentados en una loca persecución que nos remite a los tiempos del slapstick del cine mudo con un único fin: lograr una catarsis colectiva en unos días de gris que no hacían presagiar ningún rojizo amanecer.
Es evidente que hay una cierta irregularidad en el conjunto de una película que está hecha a trozos, que hay un par de episodios que no terminan de convencer pero es una brillante muestra de lo que Hollywood era capaz de hacer cuando tenía muchas otras metas diferentes a conseguir rápidamente un millón de dólares de recaudación en unos pocos días en cartel.
El final de este artículo es evidente. Antes de encender el televisor, tengan el mando en la mano unos segundos y piensen qué harían si cayera...digamos...un cheque de un millón de euros en esa mano, como quien no quiere la cosa y plantéense si su vida comenzaría a tener sentido o, por el contrario, sería el principio de su propia desorientación vital. ¿Somos lo suficientemente equilibrados como para asumir un golpe de suerte de esa magnitud?...Soy pesimista por naturaleza y yo creo, desde estas letras, que no. Ahora el cheque está encima de su mesa...¿Qué harán con él?

jueves, 7 de enero de 2010

LA CARRERA DEL SIGLO (1965), de Blake Edwards

Un buen día, a Blake Edwards se le ocurrió dejar de hacer tragedias como Días de vino y rosas o experimentos en el terror como Chantaje contra una mujer y decidió pasarse al terreno de la comedia gruesa, de diversión punteada de parodia, de visualidad inmaculada y de ridículas arrogancias disfrazadas de héroe. En este caso, cogió una serie tan celebrada de dibujos animados como los Autos locos de Hannah-Barbera y los convirtió en figuras de carne y hueso, con todos sus defectos y sus expresiones caricaturescas con ligeras variaciones de concepción aunque no de intención.
Así pues tenemos al mejor Pedro Bello que podemos imaginar en los ojos hechizantes y sonrisa refulgente de Tony Curtis. Un héroe ideal. Un piloto consumado. El tipo que es principio y fin de toda aventura y que, además, nos deja un regusto a parodia creada desde la misma visión interior de un ridículo sonrojante. El mérito de Tony Curtis reside precisamente en eso. En crear un personaje a partir de las esquirlas de una parodia de sí mismo. El resultado, como no podía ser otro, es ideal, un derrape.
Por otro lado, poniendo el toque de belleza femenina tenemos una Penélope L´Amour que está algo alejada del dibujo en el que se inspira pero que transpira encanto, desvalimiento aunque es una mujer de armas tomar, suerte femenina y galanteo inspirado con el único tipo que hace que se le resquebrajen las ruedas. Esa chica es Natalie Wood, claro. Y entre adelantamiento y aceleración, se nos encaja la mandíbula en una sonrisa de ojos que también saben reírse de sí mismos en un interminable viaje hacia la conquista del hombre amado. Heroína para el héroe. Volante para el coche. Pedro y Penélope.
Sin embargo, allí donde rugen los motores tenemos a un Pierre Nodoyuna (aquí transformado en el Profesor Fate o, más claramente, en el Profesor Destino) que asume los rasgos y la maldad intrínseca que posee Jack Lemmon. Como no podía ser de otra forma, se nos sirve en forma de fino bigotito y de continuo despropósito como un diabólico competidor que sólo persigue el triunfo como forma de acabar con la fealdad que le produce la belleza inmaculada. Eso sí, Blake Edwards tiene la delicadeza también de mostrarnos el lado más cómico y Lemmon se desdobla en otro papel que manda reír sólo cuando él ríe. Y reímos sin permiso, claro.
Y así vamos cubriendo etapas en una carrera que se convierte en una alocada competición que dirimirá quién está más chalado y se da el morrazo apropiado con unos cacharros que se mueven por milagro. La meta es la risa. La risa que, en un momento dado, brota ya con vida propia porque, en el fondo de tanta velocidad, subyace la certeza de que somos todos unos personajes muy ridículos si los dibujos animados pudieran vernos a través de la pantalla cual espectadores emocionados. Ríanse, ríanse...ahora sí...ahora no...ahora sí...ahora no...

martes, 5 de enero de 2010

NÚMERO 9 (2009), de Shane Acker

Hace cuatro años, Shane Acker consiguió una nominación a los Premios de la Academia por un cortometraje animado de apenas once minutos titulado 9. Después del apoyo expreso y financiero de Tim Burton y del realizador de Wanted, Timur Bekmanbetov, se atrevió a cambiar su idea inicial conservando la estética de aquel cortometraje para narrarnos en clave apocalíptica las aventuras de unos pedazos de alma recubiertos de tela de arpillera.
El resultado es una película de estética fascinante que se atreve, desde una perspectiva adulta, a hablarnos de la ambición tecnológica que nos consume y que nos invade hasta tal punto de crear máquinas con el único fin de encontrar un sustitutivo eficaz en la guerra. La evolución sigue y esas mismas máquinas entrenadas para matar y vencer deciden exterminar a ese ser humano que perdió el alma porque se olvidó de ponerla en cualquiera de sus obras en esta Tierra. Ese argumento suena peligrosamente a Terminator pero la diferencia es que el relato, en esta ocasión, comienza cuando ya es demasiado tarde. No hay resistencias heroicas. No hay robots perfectos. Todo es un campo de batalla sembrado de cadáveres, de hierros retorcidos, de casas rotas, de muerte estéril (lo que nos remite también a El último hombre vivo). Lo único que queda son unos trocitos de saco que hablan, sienten y piensan y que, a diferencia de las máquinas asesinas, tienen algo dentro de su cuerpo de trapo y que se parece al alma.
Y así vemos cómo hay hilos que cuelgan de la esperanza, remiendos enhebrados con la aguja de la unión, el error como parte de una existencia que sólo ve el paisaje en medio de la desolación. El fascismo se yergue al fondo de la escena. Las trincheras nos llevan por los recovecos salpicados de tierra que semejan aquellas que nos enseñó de manera magistral Stanley Kubrick en Senderos de gloria. El panorama yace roto en el horizonte mellado sólo por una iglesia que se mantiene en pie o por las chimeneas de una fábrica que se niega al derrumbe. Quizá la historia no deje de ser una aventura, más o menos vista, más o menos asumida, pero viajamos por parajes de caos gótico y por un trazado de personajes numéricos que es completo y variado. Tal vez como un principio de humanidad sin piel, como un génesis de almas de esparto. Comienzo pequeño para la lluvia que cae en señal de la vida que sigue.
Detrás de toda la fachada está la confianza en el valor intrínseco de quien lucha por salir adelante a pesar de los monstruos que sitian con sus mecanismos de destrucción el ansia de volver a crear, de volver a construir, de volver a inventar, pero de poner toda el alma, aunque sea pequeña, en esos diminutos trabajos que hacen que cada día huyamos un poco más. Es la ilusión agrietada en venas de oscuridad para después de la batalla. En el momento en que olvidamos ese alma que se nos escapa, entonces no importa cuál sea la guerra que emprendamos porque la tendremos perdida de antemano. Somos perdedores. Somos derrota. Y quizá sólo el nacimiento de unos seres nuevos puede hacer que la Tierra tenga agua; el agua, vida; la vida, luz; y la luz, sentido.
Ahí está la película de dibujos animados que han hecho Acker, Burton y Bekmanbetov con la colaboración de una espléndida banda sonora de Danny Elfman y utilizando una mirada desencantada, de ojos ligeramente torneados por la decepción, muy alejada del cortometraje que dio origen a la idea de este futuro en el que los hombres ya no estamos porque, simplemente, no somos necesarios. Ni siquiera para morir. Unos héroes de trapo nos sustituyen para hacerlo mucho mejor. Con más sencillez. Con más ética. Con más amistad. Con más alma. No es para niños. Ellos no necesitan ver esta película porque aún la tienen. A nosotros sólo nos queda encontrar la manera de fracasar.

lunes, 4 de enero de 2010

EL MOTÍN DEL CAINE (1954), de Edward Dmytryk

Lo peor que puede hacer un hombre que por todos los medios intenta llevar la razón es aplastar al fracaso. Por mucho que el sin sentido se haya apoderado del mando, hay que tener un mínimo de respeto por los hombres que siempre están prestos para la defensa. Todo el mundo sabe que los baluartes también se resquebrajan, también se agrietan en algún pedazo de su piedra maciza. El motín en un barco puede que esté justificado pero, tal vez, alguien, con la afrenta despreciativa de una copa arrojada a la cara, nos haga ver que toda conspiración tiene un ejecutor, un teórico y un apoyo y no todos tienen la razón frente al oficial que se derrumba porque ya no puede controlar el pánico que le induce irremisiblemente al error.
Y eso es lo arrebatadoramente apasionante de esta película. Como espectadores, se nos presentará el lado de la razón, el vértice puntiagudo de la única salida posible y nos amotinaremos con los culpables. Más tarde, cuando la condena sea dictada y la fatiga de guerra sea la evidencia del patetismo de un oficial que ya no le queda nada por dar, entonces es cuando empezaremos a sentirnos culpables, a darnos cuenta de que debería haber algunas gotas de indulgencia en el estrecho frasco de nuestra moral, de que cuando los cañones escupen fuego, nosotros no somos los llamados a ser los defensores de lo que creemos justo sino que serán hombres como ese mismo capitán al que hemos condenado y contra el que nos hemos aliado. La diana de nuestra conspiración. El blanco móvil cortado porque la negligencia también es parte de la condición del raciocinio.
Siempre he quedado muy impresionado al ver esta película, porque me ha hecho sentir muy incómodo. Al principio, estamos contra Humphrey Bogart, el capitán. Lo vemos maniático, picajoso, despreciable, algo estúpido, desnortado. De pronto, admiramos la inteligencia de Fred McMurray, ese oficial que sabe esperar el momento adecuado para decir la palabra justa, el poseedor de esa lengua viperina no exenta de razón aunque agresiva en su iniciativa. Más tarde, nos ponemos del lado de Van Johnson, el oficial valeroso que decide tomar el mando porque ve peligrar el equilibrio de un barco que zozobra peligrosamente por un buen puñado de decisiones equivocadas. Por último, cuando estamos bien tranquilos y seguros de que el motín ha sido algo, no solamente justo, sino también necesario, aparece un José Ferrer que nos deja mudos con su lógica de combate, que nos arrincona en la vergüenza con su saber humano, que nos arruga la moral y nos la echa directamente a la cara para que veamos la crueldad con la que prejuzgamos y sintamos la ingratitud de un deber que nunca se debió cumplir. Y entonces, volvemos a nuestro barco con los uniformes impecables pero el sentimiento tocado por los certeros torpedos lanzados por debajo de nuestra línea de flotación. No dejen de ver esta película. El motín es la retirada y nunca el ataque del valor.