Un hombre no quiere volver a ver esa eternidad con la que tiene contacto directo e inmediato. Una mujer ansía dejar testimonio de la sensación tenida al morir. Un niño alimenta el deseo de retener a un hermano muerto. El caos tiene un orden. Nada pasa por casualidad. Cosas que se dejan de decir y de las que nos damos cuenta cuando ya no hay nadie para oírlas. Cuando se tiene la respuesta, aún se abren más interrogantes. Cuando se tiene la certeza de que se está llegando al final del camino, un cineasta en su ancianidad nos muestra una película compuesta de esperanzas, de relaciones escapadas y de callejones sin salida que son una pálida introducción para las grandes avenidas. Hay mucha emoción vertida en esta historia de vida y de muerte y la seguridad de que sólo existen las segundas oportunidades para los que saben leer los acontecimientos en su momento y en su situación.
Más allá de la vida es una película de una corrección narrativa magistral. Todo se construye en acciones paralelas para hacer que el destino encaje las piezas con mortal precisión. Los personajes son creíbles y hay lágrimas rodando allí donde el aviso se hace cariño, donde lo imposible se torna salvación. Tampoco cabe ninguna duda de que está un peldaño por debajo de otras películas de Clint Eastwood al abordar un tema en el que, por naturaleza, nos mostramos escépticos. Y es que Eastwood no nos da ninguna contestación, más bien cree que ha llegado la hora de que un pintor del alma humana como él sienta la obligación de dibujar a unas cuantas en su estado más puro, es decir, después de la muerte.
Si se busca un poco, todo en la película es una mera sugerencia, un esbozo en el que, si se quiere, se puede profundizar. Huir del pasado para encarar el futuro es hacer verdad aquella frase de Lennon que decía que “la vida es lo que ocurre mientras se está ocupado haciendo otros planes”. El miedo agarrota las relaciones y, una vez más, sabemos que cuando alguien muere, no sólo pierde todo lo que tiene, sino también todo lo que puede llegar a tener. Dickens y su Cuento de Navidad; o su cambio de destinos por un parecido físico demasiado evidente en Historia de dos ciudades. El válido sacrificado. El que necesita protección tiene que tomar las riendas. Y el miedo, siempre paraliza. Eso suele ocurrir cuando la muerte pasa a nuestro lado y nos roza levemente con su capa negra y su mueca de horror. A un niño se le prohíbe en clase llevar una gorra que, para él, significa la compañía de su hermano muerto mientras a una chica árabe se le permite llevar la cabeza cubierta por sus creencias. Las contradicciones intrínsecas hacen que seamos vida pero también muerte. Y también, cómo no, las complejas relaciones entre padres e hijos condicionan futuros que se antojan demasiado imperfectos.
Así, no hay final pero sí muchos principios. El don que atormenta se transforma al final en la tranquilidad de unas manos que se estrechan sin temor y en la visión de un futuro largamente querido. La búsqueda interior encuentra consuelo en los brazos a los que se pertenece. El testimonio de la experiencia es un pretexto para encontrar el auténtico amor. Y, de nuevo boquiabiertos, Eastwood nos coloca tres segmentos de vida que no podemos dejar escapar. La muerte, al fondo. La vida, en primer plano.