lunes, 28 de noviembre de 2022

LA ÚLTIMA CARGA (1968), de Tony Richardson

 

El miércoles 30 de noviembre no habrá artículo en el blog porque la Biblioteca Regional de Murcia ha tenido a bien invitarme para una charla en compañía de Antonio Rentero para homenajear a unas cuantas películas que cumplen aniversario señalado en el 2022. Mil gracias a ellos por la invitación. Habrá artículo puntualmente el 1 de diciembre. Por supuesto, todos aquellos que lean estas líneas y estén en las cercanías de Murcia capital están invitados y estaré encantado de darles un abrazo.

A veces, algunos hechos que se consideran heroicos porque conllevaron el sacrificio de muchos no son más que el producto de la mera incompetencia. Y más aún si nos estamos refiriendo al arrogante y elitista ejército británico con aquella carga de una brigada ligera que, en realidad, fue la consecuencia de una horrible planificación en la misma batalla. Los nobles oficiales, embebidos de su propio código de conducta, más despreciable que admirable, combatían entre ellos pugnando por la mayor cuota de poder posible. Los que salían de una academia militar y habían abrazado la carrera castrense por pura pasión, soñaban con una acción heroica, que los elevase a los altares de la loa sin ambages y de los mitos. Incluso, cegados por sus ínfulas épicas, ordenaban la carga sin caer en la cuenta de que enfrente había cañones y que ellos sólo tenían caballos, porque la lucha iba a ser desigual y eso, sin duda, escribiría páginas de gloria en la historia británica. Sólo eran unos ignorantes que no sabían que la muerte tiene muy poco de heroico, aún menos de útil, y prácticamente nada de ejemplar.

Así que los galones, en esta ocasión, casi son motivo de hilaridad. Los comportamientos se rigen por normas absurdas que se basan, principalmente, en el concepto de caballerosidad que poseen los mandos. Y, por supuesto, como corresponde a miembros que han tenido muy poco que ver con la tropa, con la razón y con la mesura justa y ordenada, esas normas suelen ser ridículas, incomprensibles, vanas. La frivolidad de algunas damas que pierden la cabeza a la vista de un uniforme tampoco ayuda demasiado y el amor resulta algo bastante prescindible e intercambiable por el sexo en épocas de guerra. No hay gloria después de desenvainar una espada. No hay nada más que la constatación de la inutilidad militar de unos cuantos desaprensivos que decidieron enfrentar caballos contra cañones porque así les salía la cuenta de efectivos para la batalla. Y la moral debería haber dictado una eterna condena contra ellos.

El director Tony Richardson encontró enormes dificultades para llevar a cabo esta versión sombría y pesimista de la carga de la Brigada Ligera, pero consiguió una película esplendorosamente fotografiada por David Watkin, otorgando texturas de alta alcurnia y lujo a una película que se centra, principalmente, en denigrar a la alta oficialidad británica que, por simple inutilidad, enviaron a la muerte a un puñado de hombres que tampoco merecían ni un solo ápice de admiración. Richardson, con aires de originalidad, también plantea los entreactos con unos dibujos satíricos, poniendo en solfa el patriotismo victoriano y la búsqueda de fulgor postrero por parte de unos individuos que, analizados con frialdad, mueven hacia el desprecio mucho más que hacia la hazaña.

Con un reparto muy competente que incluía a David Hemmings (las crónicas de la época tildaron su comportamiento en rodaje de insoportable en grado máximo), John Gielgud, Trevor Howard, Vanessa Redgrave o Harry Andrews, lo único que se puede pensar después de ver esta película es que habría que agradecer mucho que aquel aciago día que los británicos se han empeñado en considerar heroico, fuera el de una última carga. Ya corrió bastante sangre por no saber hacer las cosas bien.

viernes, 25 de noviembre de 2022

AFLICCIÓN (1997), de Paul Schrader

 

No hay nada que pueda ser más poderoso que un asesinato. O sí. Tal vez un drama de una familia disfuncional, que ha vivido entre el terror y la huida. La sombra del padre es demasiado alargada y eso parece planear sobre todas las vidas de los que tienen contacto con él. Incluso la de su hijo, el sheriff Wade Whitehouse, que también bebe, como su padre, y trata de huir de sí mismo, como su madre. Wade acabará rompiendo sus nervios cuando la tensión sea insoportable. No puede más. Y es incapaz de construir una existencia al lado de nadie porque enseguida se dan cuenta de que la figura del padre le domina, le aflige, le secuestra y le anula. El final será trágico aunque el asesinato sea resuelto. Demasiado ruido alrededor. Demasiadas jugadas en el mismo filo de lo éticamente aceptable. Demasiado alcohol para calentarse en un ambiente congelado.

Glen Whitehouse, el padre, es uno de esos hombres que pueden hacer que el estómago se te vuelva agua. Y esa agua, por supuesto, se vuelve hielo. Todo está contaminado y detenido. No ha habido cariño, ni buenos consejos, ni nada parecido. Sólo la tortura mental como única meta con los miembros de su propia familia. Ha conseguido que todos tengan un trozo de su propio corazón hibernado, incapaz de latir con normalidad, muerto en vida. El frío penetra en los pulmones con tanta fuerza que parece que hay un cuchillo clavado en ellos. Y Glen aumenta esa sensación mil veces. Mil y una. Mil y dos…

Paul Schrader, como siempre, se movió en la incomodidad para dirigir esta pieza de introspección cruel hacia el interior de una familia con la excusa de un asesinato ocurrido en una pequeña localidad de New Hampshire. Aunque el crimen queda en un segundo plano por las terribles tensiones familiares, la película parece convertirse en un arma cortante, desasosegada, intranquila, sin muchos agarraderos a los que asirse. James Coburn demostró que era un actor que estaba mucho más allá de una sonrisa lacónica y una presencia, y Nick Nolte es el hombre ideal para representar la carne hundida en un camino interminable hacia el infierno. En esta ocasión, un infierno helado. Sissy Spacek no puede con lo que ocurre alrededor de su personaje y Willem Dafoe lo narra todo con un dolor que parece que no existe. El resultado es una película incómoda, difícil de tragar, extraordinariamente bien interpretada en todo su reparto y que deja al espectador colgando de un precipicio en el que no sabe muy bien si debe arrojarse.

Y es que cada familia es un mundo que, en muchas ocasiones, no merece la pena ser descubierto. Es cierto que la historia original de Russell Banks no deja que el melodrama doméstico sobrepase al crimen que sirve como punto de partida, móvil y resolución y que Schrader prefiere que todo sea al revés, pero aún así, hay momentos en que el cine te hace preguntarte algunas cosas y sientes como si engulleras una bola de nieve sin dar tiempo a que se derrita. Tal vez porque, en muchas ocasiones, no hay ninguna respuesta.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

ARMAGEDDON TIME (2022), de James Gray

 

La adolescencia es esa edad en la que se dibujan los mejores sueños en el cielo y, según van pasando los días, algunos caen y se estrellan contra el suelo, mientras otros permanecen. Tal vez porque han sido diseñados mejor, o con más convicción, o con más ganas de que se queden ahí, como guía, como meta a alcanzar. La vida, mientras tanto, se encarga de mostrar sus lados más feos, haciendo perder todo rastro de inocencia que se manifiesta de las maneras más raras. Desobedeciendo las reglas. Desafiando a los mayores. Saltándose lo razonable. La infancia quiere quedarse y no sabe que está condenada a morir.

Entre medias, deambularán las ilusiones de los padres, los consejos sabios de los abuelos, las tentaciones perdidas de los amigos e, incluso, los compañeros que, muy pronto, dejarán de serlo. Los profesores, mientras tanto, prosiguen con su labor incansable de intentar educar cercenando, a veces sin piedad, todo rastro de creatividad. Quizá porque el creativo puede llegar a ser el enemigo en una sociedad a la que hay que enseñar a pensar. Quizá porque el que se atreve a crear también osa amar la libertad.

No cabe duda de que, por otro lado, cuando se intentan otros caminos, surgen nuevas tentaciones. Y no faltan nuevas ideas educativas dirigidas exclusivamente a una clase elitista destinada a dominar al resto de los mortales a través de enormes torres de cristal donde se toman las grandes decisiones. Y es posible también que haya algunos que crean que eso está edificado sobre la mayor de las falsedades y que todos aquellos que aspiren a ocupar el último piso son los que, precisamente, merecen mayor desprecio. Luchar no es fácil. Los atajos son siempre callejones sin salida. No hay otra salida más que ponerse de pie y seguir caminando hacia ese dibujo que se ha quedado en el cielo, como un deseo más en el terrible rompecabezas de un niño que ha empezado a dejar de serlo.

Después de ese intento de trasladar Apocalypse now al espacio con Ad Astra, el director James Gray nos coloca este melodrama semiautobiográfico con referencias muy evidentes a Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut, pero sustituyendo la huida de Antoine Doinel por la renuncia de Paul Graff, notablemente bien interpretado por Banks Repeta y bien acompañado por Anne Hathaway y Jeremy Strong y, por supuesto, dominando la escena en cada secuencia por Anthony Hopkins, sabio y sereno, dulce y experimentado. A pesar de la solvencia del elenco, el resultado en conjunto es corto, sin suficiente sabor, desequilibrado en su intento de descrédito de la América trumpista, dirigido a una élite de racismo latente y nunca evidente, despreciativa en maneras, injusta en actitudes tácitas, nunca culpable, siempre acusadora. La película, en sí misma, es bienintencionada, a pesar de sus trazas folletinescas, pero sin poso, con una sensación de vacío que no lleva a ninguna parte salvo, tal vez, a una cabaña en el jardín donde se depositan los sueños de una niñez que se escapa a golpe de realidad. Demasiado poco para tanta ambición.

Así que es posible que haya que adentrarse en los temores de una edad en la que se quiere ser todo y se cree que se puede ser todo y en la que se atisba la fealdad de la edad adulta, con sus debilidades y sus crueldades, sus injusticias y sus silencios. Algo que resulta abrumadoramente difícil de asumir cuando se trata de unos años en los que se quiere hablar aunque no se tenga ninguna vergüenza hacia el error o la equivocación.

EL ENEMIGO SILENCIOSO (1958), de William Fairchild

 

La guerra está ahí abajo, en las profundidades del océano. Tras la cortina de agua, se mueven hombres-torpedo dispuestos a sabotear cualquier convoy que decida pasar del Atlántico al Mediterráneo. Basta con saber dónde están fondeados los barcos y se colocan las minas que harán que todo vuele por los aires. Hasta Gibraltar, punto neurálgico de la navegación de ambos mares, llega el Teniente Lionel Crabb, un arrogante e iracundo oficial británico que debe parar esa avalancha de sabotajes perpetrados por los intrépidos italianos que se la juegan desde el puerto amigo de Algeciras. No tiene muchos medios como para parar a esos hombres-rana dispuestos a todo, pero es listo y sabe colocarse dentro del agua. Instruirá a sus hombres en poco tiempo, ideará una red de interceptación, intentará lo imposible en un mar oscuro y poco amigable. Los vehículos de desplazamiento bajo el mar son auténticos cacharros de diseño imposible, pero servirán para colocar un par de trampas y poner a los italianos en algún que otro aprieto. El enemigo silencioso ya no lo será tanto. Y Crabb tratará de pararlos por todos los medios.

No cabe duda de que un destino como ese, manejando torpedos tripulados, resulta altamente peligroso. Y más aún si se trata de evitar que entre el enemigo entre el enjambre de embarcaciones que fondean en el Peñón. Falta de material, falta de hombres adecuadamente preparados, falta de entusiasmo… Crabb va a arreglar todo eso porque sabe cómo atajar el problema. Se sufrirán pérdidas, se lamentarán derrotas, pero esos italianos que viven y perviven en el nido de espías español acabarán por pagarlo caro. Puede que Crabb sea el hombre necesario en el momento preciso. Y eso lo van a saber los malditos hijos de Mussolini.

No cabe duda de que la originalidad preside esta historia al narrar la guerra que se libraba bajo el agua a cuerpo limpio. Pocas películas se han ocupado de ello y, quizá, ésta sea la mejor de todas. También es verdad que el heroísmo era común entre británicos e italianos navegando bajo las aguas del Estrecho de Gibraltar y que no siempre los ingleses eran tan listos. Sin embargo, hay escenas solventes, descubrimientos sorprendentes, como el diseño de esos torpedos que desplazaban a los hombres-rana hasta sus objetivos y que dejaban sus hocicos como regalo. Y Laurence Harvey se ocupa de dotar de solvencia al personaje del Teniente Lionel Crabb, tozudo lobo de mar que pretende ganar al enemigo con sus mismas armas. El suspense está bien dosificado y, siendo conscientes de que es una película pequeña, se puede llegar a la conclusión de que no es una obra maestra, pero no está nada mal.

Así que es el momento de decir las verdades, como, por ejemplo, que en un destino de agua no se sabe nadar, o que es conveniente capturar un vehículo enemigo para devolver la pelota en su propio campo. Crabb contará con la animadversión de sus oficiales y la típica arrogancia británica creyéndose superiores en todo a cualquier enemigo que se ponga por delante. Error de té, caballeros. Más vale tomar precauciones y navegar junto al mismísimo diablo.

lunes, 21 de noviembre de 2022

MÁS ALLÁ DEL SOL (1975), de Robert Parrish

 

Puede que haya un planeta Tierra al otro lado de esa esfera ardiente que nos calienta y nos alumbra. Y merece la pena ir a investigarlo. Sin embargo, la nave que va hacia allá sufre un accidente y los astronautas vuelven, sanos y salvos, al hogar… ¿o no? Quizá haya un interruptor en el lado contrario de donde solía estar, o las cosas no son exactamente iguales que antes. Puede que la hibernación a la que se han tenido que someter los tripulantes haya influido en su percepción del entorno. El futuro también ha cambiado muchas de las cosas que solían ser cotidianas y, cuando la desorientación se adueña de la razón, entonces es cuando comienza a entrar el pánico. Y, en esta ocasión, el miedo tiene su fundamento.

En el espacio se plantean temas que podrían ser bastante atípicos en este valle de lágrimas. El adulterio, la infertilidad, la corrupción… En el futuro, si realmente es un futuro, no deberían existir esos conceptos. El hombre ha evolucionado no sólo para conseguir una vida más cómoda, sino para superar vetustas limitaciones morales que deben formar parte del pasado. Esas pequeñas diferencias que van notando los astronautas construyen un halo de inquietud que se instala en algún lugar de la incomodidad. No es terror, es ciencia-ficción que causa una sensación de rechazo, de nerviosismo escondido, nunca latente. Tal vez, haya que creer en el absurdo para poder adaptarse de nuevo a un lugar en el que nunca se estuvo antes.

La sombra de 2001: Una odisea en el espacio se dibuja claramente al fondo de esta película, pero hay elementos que resultan interesantes en su concepción e intento de trascender. La tragedia forma parte del destino del ser humano y en el universo hay múltiples posibilidades para ello. Roy Thinnes, un actor que nunca destacó demasiado, realiza un excelente trabajo como ese hombre desorientado, que busca sin encontrar del todo, que camina por el abismo sin saberlo. Robert Parrish da cuenta de su sabiduría tras una cámara, soltando información al espectador en muy pequeñas dosis para que el rompecabezas encaje con la tristeza. Y el juego de simetrías resulta apasionante, como en un espejo con la imagen separada por toda una galaxia. Puede que, incluso, haya una especie de anticipación de un cineasta como M. Night Shyamalan en esta historia.

Y es que también es posible que el espacio no esté en el exterior y que la visión de las cosas sólo sea un reflejo de la propia imaginación. También hay un universo que descubrir en el interior, sondeando las profundidades del pensamiento y de los sueños. O no. La realidad también es pura fascinación mientras el hombre rompe fronteras con sus descubrimientos y sus deseos de ir un poco más allá, un poco más lejos, un poco más cerca del infinito. Ese mismo que se abre en un viaje que no termina nunca aunque no haya más días. Se llama vida. Y debemos ser conscientes de que siempre existe un chiste entre nosotros y nosotros mismos.

viernes, 18 de noviembre de 2022

SEÑORA DOUBTFIRE (1993), de Chris Columbus

 

Mucho se habla del coraje de las mujeres, pero los hombres también tienen su porción de empuje. Quizá un padre cualquiera, algo atolondrado y bohemio, se disponga a hacer lo que sea con tal de seguir viendo a sus hijos. Al fin y al cabo, es lo mejor que ha hecho en su vida y no va a dejar que se escapen así como así para verlos una vez cada quince días en horario pactado. Puede que lo mejor sea actuar como una madre. Sí. Es actor y puede darse unos retoques aquí y allá, ponerse una peluca, fabricarse una máscara de látex, agenciarse unos pechos redondos y grandes de abuela y un buen trasero, unos tacones, algo de ropa de mujer…y ya está. Es la niñera perfecta. Sus hijos no tendrán ninguna mejor. Él mismo se contrataría a sí mismo. Claro que se va a tropezar con unos cuantos problemas más. Su ex mujer también quiere rehacer su vida y el guapo de turno se va a cruzar por el camino. Los niños crecen y se van dando cuenta de algunas cosas. Cocinar es pasar un apuro. Y lo último es que él y ella, que son el mismo, tienen que coincidir en el mismo lugar y en el mismo momento. Agotador. Imposible.

Así que la Señora Doubtfire, una amable dama inglesa, de educación exquisita y paciencia interminable, se hará un hueco en un hogar del que fue echada no hace demasiado tiempo. Lo hará con enorme cariño y, de paso, también aprenderá un par de lecciones de por qué aquello no funcionó, qué es lo que falló, dónde se encontraban sus debilidades como hombre y, desde luego, dónde se escondían sus fortalezas como mujer. En situaciones de necesidad, sin duda, los hombres tienen su coraje. Algo especial. Algo escondido. Algo tímido. Pero coraje, al fin y al cabo.

Robin Williams realiza un esfuerzo extraordinario en una película que, sin duda, recorre mucho de los tópicos de cualquier historia que toca cómicamente el travestismo. Es notable su tendencia a la improvisación y cómo Chris Columbus, el director, le da una cierta carta blanca para expandirla a su gusto y conveniencia. Los mejores momentos de la película están a su cargo, con unos diálogos agudos, ingeniosos, en los que el doble sentido se pone el delantal y trabaja con ahínco entre fogones y deberes. La película se deja ver muy bien, es amable y entretenida y, sin duda, guarda un par de carcajadas para quien se atreva a acercarse.

Así que no dejen de contratar a una señora Doubtfire en sus casas. Ella nunca tiene una sílaba más alta que la otra. Siempre con la palabra justa y el gesto suave. Se ofrece como confidente, como niñera, como mujer para todo porque tratará a sus hijos como si fueran propios. Lo mismo lo son. Estarán encantados con ella para pasar un gran rato de apuros, tensiones, risas, ridiculeces y tópicos que siempre funcionan. No cabe duda de que el torturador que inventó los tacones altos tendrá que pasar por la guillotina, pero eso es apenas un detalle entre tanto cariño y tanto deseo de estar con quien más se quiere. Y tenemos muy pocas oportunidades.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

AS BESTAS (2022), de Rodrigo Sorogoyen

 

Quizá haya personas que se despierten de repente en algún lugar perdido y piensen que merece la pena empezar un proyecto de vida allí. Las montañas parecen anuncios de Dios, el verde campea por la mirada, la lluvia es la verdad y puede que no esté nada mal rehabilitar algunas casas para ver si alguien se anima a repoblar el paraíso. El viento también sopla y, por supuesto, las energías renovables alquilan terrenos para instalar sus enormes molinos. Es la lucha entre lo tradicional y lo nuevo, el deseo de conservar la esencia del sabor de vivir y la certeza de que ya es hora de salir del sacrificio y mirar al cielo con sensación de libertad. Y allí, en el mismo centro del paraíso, la tensión puede ser el abono de toda la ira.

Y es que siempre subyace un cierto sentimiento de inferioridad en las profundidades del territorio cuando algún extraño viene con ideas nuevas, como si ellos fueran los únicos con derecho a cambiar las cosas. Y, tal vez, los lugareños sientan que el derecho se lo han ganado ellos a base de sudor, de limpiar corrales, de años y años de encallecerse las manos, de trabajo dura y ninguna satisfacción porque no ha habido más diversión que las partidas de dominó, el chato de vino en la única taberna del pueblo y marcharse de caza de vez en cuando. Sin embargo, hay que entender el otro punto de vista, el del forastero que creyó ver allí, en la inmensidad de la misma Naturaleza, una oportunidad para vivir en consonancia con sus ambiciones de tranquilidad, de trabajo duro, sí, pero también de satisfacción. Esa misma que da el devorar un buen plato de jamón serrano con pan gallego mientras se admira la huella de un monte que siempre regala un amanecer tras sus laderas.

Impresionante trabajo de Rodrigo Sorogoyen a la dirección de una película que destaca por la virtud de la contención, midiendo con precisión los tiempos y contando con la colaboración de un actor con la convicción y la solidez de Luis Zahera, que transforma cada palabra en una sentencia y que hace de la virtud, precisamente, la peor debilidad de la película porque, sencillamente, cuando él no está en escena, la trama muere levemente. Sin duda, también hay que destacar el papel desempeñado por Marina Fois, dominadora de miradas, también enormemente contenidas en todo momento, con un momento cumbre en la terrible y emocionante discusión con su hija en la cocina de la casa en el que se pone de manifiesto el salto generacional casi insalvable que se ha construido entre una juventud que ni admite, ni quiere ser aconsejada, que desprecia a sus mayores y que sólo la experiencia puede curar de sus males. Mención especial también para Denis Menochet, el recordado señor Lapatite de Malditos bastardos, de Quentin Tarantino, pusilánime aunque decidido; y para Diego Anido, penetrante con su forma de mirar pétrea que esconde todos los rencores que luchan por salir y rapar a la bestia que impide su progreso.

Este extraño cruce de Perros de paja, de Sam Peckinpah, y de Conspiración de silencio, de John Sturges, nos sumerge en el miedo rural, en la belleza siniestra que se puede esconder en tierras que han sido labradas y heridas, en animales que se han dado mil paseos y han pastado en el verde del Edén para dar la mejor leche y la carne más sabrosa mientras la rabia por el sacrificio diario puede crecer dentro de personas que, más allá de todo lo que puede inspirar un paisaje bucólico y abrumadoramente sano, quieren dejar de levantarse a las cinco de la mañana, no les apetece seguir oliendo a estiércol y no pueden ver más allá del hecho de que cada día es exactamente igual al anterior. 

ACCIÓN EJECUTIVA (1973), de David Miller

 

De repente, es como si una familia real de izquierdas se hubiera instalado en los alrededores de la Casa Blanca. Se supone que ya es suficiente con un solo Kennedy en la Casablanca. Cuando llegue el momento, ya nos ocuparemos de los otros dos. Un tipo que quiere regalar nuestras posiciones en el Sudeste Asiático, llegar a un ramillete de acuerdos en materia nuclear con Kruschev y permitir el ascenso de los derechos civiles de los negros no es bueno para el país, ni para nuestra causa. Y no hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que nuestra causa es el dinero. Nuestros negocios, nuestros mercados potenciales corren un gran peligro con este traidor en la presidencia. Así que lo mejor es que se planeen bien las cosas. Y consultar con auténticos especialistas sobre el arte del francotirador. El fuego cruzado triangular es la clave. Cuando Kennedy esté en Elm Street, es hombre muerto.

Así que no hay que reparar en gastos. Lo primero es ganarse a nuestro favor a unos cuantos infiltrados dentro de las altas esferas. En la CIA, en el FBI y en la misma Casa Blanca. Lo segundo, es practicar con los mejores tiradores del país que, por aquellas cosas de la política de restricciones en los servicios de espionaje, están disponibles. Blancos móviles sobre vehículos descubiertos. Lo tercero, es permanecer bien atentos a la agenda política del presidente y elegir cuidadosamente el lugar. Lo cuarto, es preparar a un tal Lee Harvey Oswald como cordero preparado para el sacrificio. Es un hombre de los servicios secretos, eso está claro. Lo único que hay que hacer es servir su cabeza en una bandeja para que nadie meta las narices en el mundo de las finanzas. Kennedy, esté donde esté, será un hombre muerto.

Muchos, muchos años antes de que Oliver Stone se decidiera a hacer una película tan extraordinaria como JFK, el guionista Dalton Trumbo se aventuró a construir su propia teoría de la conspiración sobre el magnicidio más famoso de toda la historia metiendo el mundo de la alta empresa, aquellos que verdaderamente manejan los hilos, en la cúspide del complot. Hay alguna que otra teoría nueva, algún dato rematadamente erróneo, posiblemente desmentido con el tiempo, algún modus operandi que coincide plenamente con Stone, motivos idénticos, y un interrogante muy interesante al final sobre la coincidencia de la muerte de dieciocho testigos directos del asesinato que murieron, muchos en extrañas circunstancias, en los cuatro años siguientes a la consumación de los hechos. La película, por supuesto, se resiente del paso del tiempo. Lo que entonces parecería novedoso, hoy resulta irremediablemente antiguo e, incluso, barato. Por supuesto, se rehúye el estilo documental, a excepción del rescate de algunas imágenes televisivas de la época, y se deja sin explicación alguna la acción de Jack Ruby sobre Oswald. Al frente, Burt Lancaster y Robert Ryan, que planean milimétricamente todos los pasos con la introducción de errores de pura lógica. Aún así, la película resulta interesante, descriptiva en cuanto a la visión que se tenía a principios de los setenta sobre el hecho y, desde luego, valiente, porque fue la primera que se atrevió a hablar de este tema de forma abierta. Dalton Trumbo era así. No se pensaba demasiado a las teclas lo que iba a decir, pero lo decía sin ningún tapujo. Allí, el 22 de noviembre de 1963, se llevó a cabo una acción ejecutiva al más alto nivel empresarial.

martes, 15 de noviembre de 2022

QUIERO LA CABEZA DE ALFREDO GARCIA (1974), de Sam Peckinpah

Nunca es fácil viajar al infierno. Descender todos los peldaños hasta allí mismo, donde el diablo espera  con el tenedor y el cuchillo preparados, es duro y va a ser necesario sortear distintas pruebas ideadas por alguna mente más perversa que el mismo Lucifer. Al fin y al cabo, ¿qué puede hacer un simple pianista? Sí, es verdad, la cabeza de ese tipo que preñó a la hija de un todopoderoso mafioso mexicano, es bastante fácil de localizar, pero el trayecto va a ser muy extraño. Sobre todo porque, por ahí en medio, están esperando dos asesinos profesionales muy particulares que creen que las balas son las sílabas con las que se debe hablar. Y es entonces cuando esta odisea con cabeza se convierte en un periplo descabezado, feo, violento y, aún así, fascinante. La crueldad se transforma en el móvil de los protagonistas. Y no cabe duda de que, al final, habrá sangre. La recompensa es que, en el fondo, hay algo que no se dice, que no es y que, además, no parece. Eso es algo inevitable cuando hay que tratar con el mismísimo diablo.

A la interpretación áspera y difícil de Warren Oates en la piel de ese pianista atribulado, incauto y más listo de lo que, en principio, parece, hay que sumar esa atípica pareja de asesinos sanguinarios que incorporan dos actores tan poco cercanos a estos registros como Robert Webber y Gig Young. Pareja más allá del par de gatillos que manejan, en sus breves apariciones resultan magnéticos y misteriosos, a la par que evidentes en muchos de sus gestos. Un millón de dólares es un buen montón de motivos para ser ligero con el percutor y llevarse por delante a cualquiera. Y detrás de la cámara se halla un director salvaje y desatado como Sam Peckinpah. Sí, por supuesto, en algún momento parece que Peckinpah resulta algo chapucero en el acabado formal de la película, pero la historia parece incardinarse dentro de su piel, como si fuera parte de su personalidad puesta en celuloide. La impresión final es de un título hecho con ira, sin contemplaciones, en la línea de lo que él sentía en su indomable corazón, con la vileza propia del combate a bocajarro, con los días abrasadores de México en el ojo, con el rojo intenso de la violencia desbocada en su legendaria cámara lenta.

Bennie va a ser el catalizador de toda esta búsqueda y de este regreso. Y dentro de esta poesía de muerte, con sabor a polvo y a pólvora, parece que algo intrínsecamente hermoso que rellena sólo parte de las expectativas, como si Peckinpah quisiera enviar el mensaje de que esto no es lo más heroico del mundo, pero que, entre tanta orgía de sangre, es lo mejor que se puede ofrecer en una época a la que él ya no pertenece. Esa tierra de perdedores hartos de derrota sólo puede inundarse de rabia y venganza. La ferocidad forma parte del ser humano y también es hora de que el maligno se dé cuenta de que, de alguna manera, es un enemigo temible si decide enfrentarse a él. Y todo eso sin olvidar de que existe la camaradería, la amistad, el amor…Complicado, muy complicado. No todo el mundo es capaz de acompañar a Bennie mientras trae la cabeza de Alfredo García.

viernes, 11 de noviembre de 2022

BIRDY (1984), de Alan Parker

 

Al siempre ha sido muy diferente a Birdy. Él fue uno de esos alumnos extrovertidos, atléticos, que atraía las miradas de las chicas, mientras Birdy fue un chico tímido, sin carisma, raro y difícil. La vida lleva a un buen puñado de lugares y ambos son reclutados para ir a Vietnam. Al (que, no por casualidad, se llama Columbato de apellido) regresa con el rostro deshecho y hay que hacerle una cirugía facial extremadamente complicada. Birdy se pierde en la selva durante un mes, dándosele como desaparecido en combate, y, cuando vuelve, se ha encerrado en su obsesión preferida. Quiere ser un pájaro. Pero, en esta ocasión, ni siquiera canta. No habla. No se expresa. Ni siquiera extiende sus alas. Birdy sólo quiere quedarse agarrado a las barras de la cama y mirar por la ventana. Como un pájaro que ha perdido su alegría.

Sin embargo, la amistad está por encima de muchas cosas y, antes de que los psiquiatras den por perdida la mente de Birdy, está dispuesto a sacarle de su estado catatónico para que vuelva a ser el tímido, perdido y raro Birdy de siempre. Y acudirá a todo. A recuerdos. A viejas complicidades. A nuevas tácticas. Al recuerdo de las bombas estallando alrededor. A la libertad de volar. A aquellos días de escuela, de inocencia y de tontería. Al necesita a Birdy y no va a dejar que su pensamiento se extravíe y también sea declarado desaparecido en combate. Va a luchar por él. Hasta la última pluma. Hasta con el rostro desencajado por el dolor.

Esta es una película que merece rescatarse del lastimoso olvido en el que ha caído. Galardonada en 1984 con el Gran Premio del Jurado de Cannes, Alan Parker articuló una historia tremendamente personal, con la conexión de dos seres humanos como hilo principal de una trama que se desarrolla más hacia adentro que hacia afuera. Nicolas Cage está perfecto en el papel de Al Columbato, ese hombre que llega a explotar de rabia porque no permite que se lleven a su amigo a un internamiento definitivo. Matthew Modine llega a tener la mirada de ave de Birdy, ave de luna llena que no se atreve a salir porque, como pájaro, no puede soportar lo que ha visto, ni lo que ha tenido que vivir. Sólo lo puede hacer como hombre. Y no puede ser un hombre. Con la amistad de estos dos personajes, el espectador vuela hacia sus propias sintonías, hacia sus puntos comunes con las personas con las que han tenido experiencias de hermanos. Al y Birdy lo son, sólo que, quizá, no son del mismo nido.

Todo valdrá con tal de traer a Birdy a este lado de la existencia. Los planeos a vista de pájaro sirven como clave de fuga, pero no serán suficientes para elevarse por encima de las debilidades humanas. Los hombres parecen muy pequeños desde el cielo y el aire en el pico es la misma sensación de libertad. Y Birdy no puede estar encerrado en una jaula. Hay que abrirle la puerta y dejar que intente el vuelo. Lo contrario sería adentrarse en un coto de caza y cobrarse una presa que no corresponde al destino.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

BARDO (Falsa crónica de unas cuantas verdades) (2022), de Alejandro González Iñárritu

 

Quizá, en el momento justo de antes, se entremezclan todos los pensamientos, todos los sentimientos y todos los sufrimientos. El dolor se olvida y renace, el trabajo se convierte en un bucle interminable sobre lo que se quería haber dicho y nunca se dijo, el juego con la pareja es un busca y pierde en el que siempre se interpone el instante más difícil de dejar atrás. Los homenajes se confunden con los deseos, la identidad se pone al descubierto, se tiene conciencia de todo lo inútil que se ha hecho y que tanto ha costado y, también, es la oportunidad de mirarse al espejo para darse cuenta de que jamás se ha llegado a las suelas de los zapatos de los que nos han precedido. Es el sueño alucinógeno de antes de la última llamada. Es la vida contada en una falsa crónica.

Así, es posible que esa existencia de la que tantas veces hemos perdido el sentido, se transforme en una balada cantada por un bardo que volverá una y otra vez al principio, al día deforme de la felicidad desgraciada. Dejar marchar los tormentos, esos mismos que mixturan lo agridulce con la ternura, la ilusión con la derrota, no es nada fácil, porque también se va una parte de nosotros mismos, de lo que hemos sido y de lo que hemos pretendido ser y casi nunca hemos llegado a ser. El sueño de antes deforma la percepción de la realidad y lo que es onírico se vuelve verdad, lo que es ayer se torna lejano como si hiciera tres o cuatro años que ocurrió, lo que es sinceridad se ahoga irremisiblemente en un océano de inquietudes insatisfechas, de frustraciones conseguidas o de plenitudes incompletas. No importa nada porque es el sueño de antes y sólo queda encaminarse hacia la luz, hacia ese cielo largamente deseado, hacia la creación y la imaginación que siempre ha estado ahí, latente, agazapada, presta a saltar y que nunca tuvo su oportunidad.

Es bastante complicado adivinar cuál es el sentido de la comedia según Alejandro González Iñárritu porque esta película está anunciada como tal y no lo es. Bucea en abismos insondables de sí mismo para componer su particular Ocho y medio en una estructura que recuerda bastante al All that jazz, de Bob Fosse, pero sin canciones. No cabe duda de que González Iñárritu quiere exorcizar fantasmas que le acosaron en sus horas más difíciles y que siempre estuvieron ahí, saltando a su alrededor, sin tocarle, pero sin dejarle avanzar. La muerte, cuando se presenta, no es fácil de echar. Y lo que es aún peor, deja su presentimiento, su esencia, su seguridad y su inevitabilidad. Tal vez, la única forma de dejar de sufrir sea con ese sueño de antes de la muerte, cuando se ajustan las cuentas con la propia conciencia.

El resultado no deja de ser un acercamiento muy surrealista en la línea de Luis Buñuel, con una interpretación muy destacada del español Daniel Giménez Cacho y una sucesión de escenas en las que se fusiona el sueño, la realidad, el deseo, la pena, la decepción y el final, con una vuelta completa a ese enorme plano secuencia que llega a ser la vida. Por supuesto, González Iñárritu tiene momentos de enorme brillo con la realización de largos y complicados planos en los que mezcla técnica con narración y situación. Sin embargo, en algún pasaje, parece como que hay una cierta complacencia hacia su agudeza, hacia las cosas que se plantea, hacia las dudas que a todos acosan y, en un instante concreto, puede caer incluso en la ingenuidad a pesar de que no lo pretende. No es su mejor película, pero está a gran altura. La misma a la que se coloca nuestro espíritu justo cuando entra en la fase más profunda del sueño de antes.

martes, 8 de noviembre de 2022

THE PAPER (Detrás de la noticia) (1994), de Ron Howard

Henry es un adicto al trabajo y a la coca-cola que no puede dejar escapar su presa. Sí, él es un perro de caza nervioso y competente que va detrás de la noticia porque, al fin y al cabo, se considera un vendedor de la verdad. No le gusta que le pisoteen, que pasen por encima de él. Ni dentro, ni fuera del periódico. Ni siquiera en una entrevista para un trabajo más cómodo. Él cree que el periodismo es una profesión que exige dedicación absoluta y que no va a tener muchas más oportunidades de contar lo que el público merece saber porque, además de todo eso, también va a ser padre. Y es entonces cuando las horas se hacen minutos y los instantes ni siquiera pasan. Debe correr porque la edición está en marcha y lo está haciendo con una noticia que es falsa. Y eso ningún periodista de bien lo debe permitir. Por mucho que sea económicamente correcto. Por mucho que eso venda ejemplares que al día siguiente sirvan para envolver el pescado en cualquier mercado de mala muerte. El rigor debe ser la enseña. Y contarlo, la obligación.

Henry, además, está rodeado de gente que le quiere…o le odia. No hay término medio con él. Quizá su nerviosismo patológico ponga, a su vez, nerviosos a muchos o, tal vez, cause admiración por el nivel de actividad y entrega que demuestra. Bien es verdad que, en ocasiones, se olvida de lo que es realmente importante en su vida porque la noticia está ahí, debe ser cazada, confirmada, exhibida y relatada. No cabe ninguna discusión sobre ello. El periódico no puede quedarse en el titular antiguo y cómodo, en esparcir una noticia que, en el fondo, también va a hacer daño a la reputación de los aludidos. Necesita, necesita, necesita la noticia. Y ya. Ahora mismo. Sin tardanza. Sin dilación. ¡Vamos! Y si hay que parar la rotativa, se para. Da igual. Un niño viene en camino y hay que estar al lado de la auténtica noticia. Y esa es la de ser padre.

Michael Keaton realiza un trabajo excelente, inquieto, certero y muy preciso en la piel de ese jefe de redacción local que destaca por su capacidad de trabajo, por su empuje dentro de una película que, en sí misma, posee un ritmo endiablado. A su lado, todo un reparto de lujo en el que todos están realmente bien como Glenn Close, Robert Duvall, que, solamente con su presencia, niquela la escena más tierna de la historia, Marisa Tomei, Randy Quaid y la aparición cómplice de Jason Robards, inolvidable en Todos los hombres del presidente y aquí también pone dos o tres gestos de autoridad sin perder la afabilidad. Todo ello manejado con eficacia por Ron Howard en la que es una de sus mejores películas y rubricado por la excelente banda sonora, cómplice del tiempo, de Randy Newman. Vayan deprisa y corriendo. El tic-tac no se detiene y hay que estar a la última. Esta película habla de una profesión que ya no es así y que, incluso, ha conseguido que la gente se olvide de que, una vez, fueron así. Y es que la verdad debería estar por encima de todo cuando se trata de abrir cualquier página, física o digital, buscando la información correcta.

viernes, 4 de noviembre de 2022

A LA CAZA DEL LOBO ROJO (1989), de Andrew Davies

El Sargento Gallagher es uno de esos tipos que llevan el uniforme como una segunda piel. Su vida ha sido el ejército y no quiere fallar a lo que ha sido su hogar durante tantos años. En esta ocasión, la misión parece sencilla. Se trata de entregar un paquete, un prisionero, desde Alemania a los Estados Unidos. Pan comido. Sin embargo, el individuo consigue escapar y Gallagher irá tras él con toda la sabiduría de su enorme experiencia. Lo más increíble de todo es que, con la persecución, se irá descubriendo todo un complot para asesinar a alguien muy importante.

Gallagher tiene la mirada sabia y sabe muchos trucos. Sabe cómo piensa el fulano y no va a perder ninguna oportunidad para acorralarle. Todo con tal de que no apriete el gatillo. Porque Boyette, que así se llama el fugado, es un experto de altos vuelos echando el ojo por la mirilla. Bala en la recámara, paciencia, respiración calmada y ya está. Un objetivo menos. Un muerto más. Sin embargo, Gallagher tiene muchos amigos e, incluso, recurrirá a su ex mujer para atrapar a Boyette. No hay nada como volver a lucir los viejos galones en aquellos lugares donde dejaron huella.

No cabe duda de que esta película es una de esas grandes desconocidas dentro de la filmografía de un actor de primerísima línea como Gene Hackman. Tuvo mala suerte en su estreno. Se hizo antes de la caída del Muro y se estrenó después y, por supuesto, ya no estaba de moda cualquier misterio que tuviese algo que ver con la Guerra Fría. Aún así, la película está muy bien realizada por Andrew Davis, que pocos años después triunfaría con El fugitivo, y el suspense sobrevuela toda la trama, llena de trucos, engaños, adelantamientos por la izquierda y jugadas audaces. Como oponente, Tommy Lee Jones que, en la época, todavía no había dado ese salto de calidad con el que nos ha deleitado en la segunda parte de su carrera y que aquí ya empieza a dibujar la certeza de que era mejor actor de lo que parecía en su momento. Joanna Cassidy completa el reparto con su habitual belleza y tranquilidad, dando réplicas brillantes a Hackman y poniéndose a su altura.

Así que el entretenimiento está asegurado en esta historia de cazadores y lobos que no se arredran ante nada con tal de conseguir lo que se han propuesto. El tiempo será vital y habrá que achicar los espacios rápidamente o la presa huirá con el cañón caliente. El Sargento Johnny Gallagher también va a tener que correr mucho porque la policía va tras sus talones. Debe restaurar la confianza que el ejército puso en él. Y hará todo lo posible porque es un profesional de los pies a la cabeza. Bien lo saben todos aquellos que han servido a su lado. La lealtad es una de sus mayores virtudes y no le importa que le consideren culpable mientras haya conseguido demostrar lo que vale. Ya no hay muchos hombres así, incapaces de rendirse ante los blancos dientes del lobo rojo.

 

jueves, 3 de noviembre de 2022

AMSTERDAM (2022), de David O. Russell

 

El fascismo, cuando se mueve, siempre trata de revestir formas de seducción suficientemente atractivas para atrapar a los incautos de personalidad débil y voluble. No cabe duda de que un asesinato puede ser el ínfimo desencadenante de una supuesta investigación que destape las veleidades dictatoriales de elegantes empresas deseosas de aumentar beneficios con futuras alianzas con los nacientes regímenes totalitarios de Europa. Y puede ser también que unos cuantos desgraciados que dejaron escapar la felicidad sean los encargados de sacarlo todo a la luz.

Sin embargo, no es menos cierto que esos seres que se han dejado arrastrar por la corriente de sus experiencias en la Primera Guerra Mundial son luchadores incansables porque no han dejado de buscar lo que les pertenecía, a pesar de que viven en un ambiente de incomprensión e, incluso, de burla. Todo empieza con un favor y termina con una fiesta que aprisiona a los conspiradores. Entre medias, conversaciones interminables, diálogos que matan a base de superficialidad, rutas que acaban en ninguna parte y ese ambiente prebélico que profetiza la entrada en una guerra que no va a convenir a los poderes fácticos. Ahí es donde siempre se mueve el fascismo, porque ellos son los que manejan los hilos de cualquier rumbo político. Y si ese rumbo no les parece adecuada, nada mejor que un golpe de estado para poner las cosas en su sitio.

Siete años llevaba David O. Russell sin ponerse tras las cámaras y, a pesar de que aquí posee un atractivo punto de partida, se deja llevar por un tono de cierta levedad que, a ratos, se torna aburrido y sin gracia. El resultado es una película que quiere inscribirse dentro del género negro con unos personajes centrales perdidos y algo marginales, que no dejan de hablar para no llegar a ninguna parte aunque, parece ser, llegan a conclusiones cercanas al miedo. Por supuesto, por una vez, Christian Bale parece caracterizarse como suele ser habitual en él, pero no se le notan tanto los engranajes como en otras ocasiones. Margot Robbie, por su parte, no deja de demostrar que es una actriz más que competente y John David Washington sigue siendo un palo de color sin expresión ni entidad. Por detrás, un elenco de lujo con Rami Malek tratando de confundir con charlas, Chris Rock que se muere por poner caras sin llegar a ser gracioso y Robert de Niro que se contiene y consigue una buena colección de miradas que siempre han permanecido en la memoria de los que más han querido al cine. En definitiva, una historia que lo tenía todo para ser buena y se queda en menos que mediocre.

Y es que no es fácil mantener el interés cuando la película se detiene en detalles de importancia nimia, dejando al espectador con dos palmos de narices tratando de sacar la enjundia de la escena. Tal vez porque Russell no quiere cargar demasiado las tintas declarando con nitidez la raíz fascista que anida en cualquier americano medio. Tampoco ahorra crueldades a pesar de que quiere imprimir esa pátina desenfadada en algo que pretende ser un híbrido desnaturalizado entre comedia y suspense porque ni es una cosa, ni tampoco la otra. Más vale ir identificando a los que tratan de sacar adelante esta especie de conspiración de la nada, porque suelen irse de copas como si no hubiera pasado más que un par de entierros necesarios en aras de sacrificar la libertad. Como si eso fuera algo propio del pasado. Cuidado, cuidado. El fascismo se mueve, se siente y se presiente y, si avanza, más vale volver a los sitios donde, un día, la felicidad parece que fue eterna.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

DONDE ESTÉ EL DINERO (2000), de Marek Kanievska

 

Quizá este título haya pasado penosamente desapercibido dentro de los últimos años de Paul Newman porque nadie se acuerda de él cuando es su penúltima aparición en pantalla, justo después de Mensaje en una botella, de Luis Mandoki, y antes de Camino a la perdición, de Sam Mendes. Y lo cierto es que es una espléndida película, en la que Newman nos demuestra que también podía ser brillantemente divertido en la piel de ese pícaro ladrón que finge una parálisis por derrame cerebral con una avispada enfermera a su alrededor sospechando del engaño. Por supuesto, hay algunos tópicos como la contraposición entre el impulso juvenil y la experiencia de la madurez, pero es una película que se ve con una sonrisa continua en la boca y en la que uno disfruta con la sabiduría de un actor que moviendo un solo músculo del rostro nos hace darnos cuenta de que un espejo indiscreto se ha movido para ver mejor los encantos de la enfermera.

Sin duda, las mujeres son perseverantes, y la enfermera hará todo lo posible para demostrar que ese tipo, legendario ladrón de bancos, está manteniendo una farsa para no ir a la cárcel. Y, entre otras cosas, ve en él una salida para una vida que se le ha vuelto demasiado aburrida al lado de un marido más bien torpe aunque terriblemente enamorado que se quedó enganchada a ella cuando, en el instituto, fue reina del baile. Así que es hora de escrutar en los ojos muertos de ese vivo y tratar de descubrirle, a ver si idea algún golpe interesante que le ponga sal al lento discurrir de los días.

Al lado de Paul Newman, saldando con notable sus actuaciones, están la maravillosa y hoy algo desaparecida Linda Fiorentino y el más irritante Dermot Mulroney. El conjunto resulta ligero, divertido, con algunas escenas sorprendentes y, desde luego, con el establecimiento de un extraño triángulo que, en ningún momento, llega a ser completo. Asistir a la interpretación de Newman es toda una lección de lo que puede decir un actor de categoría cuando no necesita las palabras. La película, por otra parte, renuncia a cualquier trascendencia, es consciente de su limitación y no hay que esperar mucho más de una comedia traviesa, sin pretensiones, levemente ácida y algo desequilibrada.

Lo que sea con tal de cambiar de estilo de vida. Cuando la existencia está muy cerca de la inanidad, sólo se quiere beber cada minuto con algo de excitación aunque llegue a emborrachar porque, en el fondo, es mucho más tóxico esperar algo de una profesión ingrata y rutinaria, o de un individuo que no vale para nada. Quizá el viejo ratero tenga algo que enseñar detrás de su rostro de hierro. Entre otras cosas puede que deje bien evidente que la libertad se lleva por dentro y que es algo que no se puede aprender. Sólo se puede experimentar. No habrá conclusiones morales. Sólo la certeza de que el día siguiente puede ser mucho más atractivo que el anterior. Y eso sólo ocurre cuando hay dinero cerca y un tipo que sabe cómo ganarlo.