Correr puede convertirse en una obra de arte. Basta con ser pobre y, de repente, recibir una herencia de ensueño. Te salen novias desde debajo de las piedras. Lo malo es que es literal. Casi, casi, como que es preferible enfrentarse a una avalancha pétrea que a una legión de mujeres deseosas de desposarse con un tipo con los bolsillos llenos, el entusiasmo repleto y la condición de pasar por el altar para convertirse en un nuevo rico. Corre, muchacho, corre. Quizá la chica de tus sueños, aquella que no le importa que seas rico, pobre o pordiosero, te esté esperando.
Una tortuga en la corbata mientras se corre, vaya, todo son inconvenientes. Siete proposiciones de matrimonio para llevarse siete decepciones. Las ocasiones son eso, decepciones, porque la tortuga no es tortuga, amigo, es tortura. Corre, muchacho, corre. Corre sin parar. Tanto que te vas a emborrachar de correr. Vas a bajar una ladera dando volteretas, huyendo…o, tal vez no, lo que estás haciendo en realidad es correr en busca de la felicidad. Y, de paso, te disipas esa timidez, ese miedo que te ha hecho perder tantas veces y estar a punto de cometer la locura de casarte con las diez mil primeras que se presenten. Corre, muchacho, un ejército de mujeres te persigue.
Por la mañana, en el club, con tu socio que aspira a saldar las deudas con esa herencia imprevista y ese encantador y feísimo notario que desea fervientemente que encuentren una novia. Por la tarde, dormido en la iglesia, agotado de tanta negativa pero que terminará arrasado por tanto sí. Con una valla enganchada a la pierna, un perro mordiéndole, un reloj presuroso, la victoria estará ahí. Una hora maravillosa para correrla, nadarla, revolcarla, huirla, encontrarla, maldecirla y zarandearla. Una hora que parecen cinco. O cinco horas que se transforman en una. Según se corra en una dirección u otra.
Es lo que pasa en el cine cuando los gestos de todo un cuerpo se dirigen en contra de la voz. No tendría ningún sentido hacer esta película con palabras. Serían siete ocasiones desperdiciadas. Buster Keaton puso su cara de palo para actuar con un cuerpo que, por sí mismo, ya sonreía. Y todos, con él. Todos corrimos para huir de la horda furiosa de mujeres salvajes que se pelean por un dinero que es prisionero del amor. Pero… ¿a quién le importa el amor? Cada vez a menos gente. Tal vez solo a algún idealista estúpido que pretende compartir su fortuna con una persona con la que quiere envejecer. El resto es solo juego, es una carrera imposible, es un muestrario de monstruos que, lejos de la imagen virginal y sumisa del sexo femenino, es capaz de las mayores vilezas con tal de llegar a la comodidad eterna distinta de la muerte. Así que volvámonos todos, hagamos frente a la tormenta de piedras y que los que quieran aprovecharse de nosotros se queden con dos palmos de narices. Con sus velos y sus lágrimas de cocodrilo.