Hace muchos, muchos
años, cuando el niño era niño, las máquinas infernales y tecnológicas nos
empezaban a invadir y a ser argumento para el cine. Cuanto más grandes, más
temibles y, en esta ocasión, era la más grande de todas. Un super cerebro
electrónico que controlaba el sistema de defensa de los Estados Unidos además
de muchas otras cosas. Jugaba al ajedrez, al laberinto de Falken, al tres en
raya…y dejaba al factor humano obsoleto, pasado de moda. Por aquel entonces, ya
había cerebros precoces que navegaban por la red telefónica y que modificaban
las notas desde su propia casa para impresionar a la chica en cuestión. Claro
que también podían entrar en una máquina que escapaba a la imaginación y
proponerle un juego muy peligroso aunque muy atrayente: la guerra mundial
termonuclear.
El juego era sencillo,
solo había que elegir los objetivos preferentes, la cantidad de armamento que
se iba a mover y realizar una previsión de víctimas para conseguir la victoria
con la mayor destrucción posible. El resto es un puñado de probabilidades que
el ordenador maneja con maestría para provocar la máxima destrucción. Solo hay
un problema. Un problema apenas probable. No es un juego.
Y entonces es cuando se
desata la aventura porque solo el pequeño pirata informático sabe que el
ordenador, el frío e impersonal reflejo de la tecnología que tenemos hoy en
día, anticuado y demasiado grande, está preparándose para desencadenar la
tercera guerra mundial, el conflicto definitivo de orden nuclear. Una guerra en
la que apenas se dejará rastro de la Humanidad. Hay que correr para detener a
un ordenador que ejecuta al milímetro las órdenes recibidas. El ordenador
quiere jugar pero no entiende las consecuencias. Todo está en alerta. Todo está
listo para recibir el ataque y dar una respuesta inmediata en cuanto los
códigos de lanzamientos sean descifrados. Es el momento de asistir a la guerra
desde una sala de mapas con muchos gráficos, con muchos botones, con muchos
estados de emergencia. Solo hay que hacerle comprender que en un juego así, no
puede haber ganador y que la única manera de ganar es no jugar. Y no hay nada
como la osadía, la juventud y la experiencia para conseguirlo.
Han pasado muchos años,
quizá demasiados, desde que se estrenó esta película. Los gráficos están
lamentablemente pasados de tecnología y la cibernética se nos antoja
prehistórica pero aún así, y de forma sorprendente, la película de John Badham
funciona como historia de suspense y aventura, como fábula apocalíptica de un
mundo que parece que está deseando entrar en guerra, como inquietud juvenil de
un héroe de teclado que aún tiene la suficiente chispa como para desear haber
sido como él. Y aún es maravilloso comprobar lo bien que se pasa viéndola. Con
Matthew Broderick haciendo gala de ingenio, con Ally Sheedy encarnando los
sueños húmedos de la pubertad más olvidada, con Dabney Coleman engañándonos
como el sabio que no sabe y, sobre todo, con John Wood, un actor sólido e
injustamente tratado por el cine, como Stephen Falken, un hombre que casi
prefiere que la Tierra sea arrasada para que la raza humana desaparezca como
especie. Y todavía hay alguno que otro que sigue pensando lo mismo.