viernes, 31 de enero de 2020

AGUAS OSCURAS (2019), de Todd Haynes



Es difícil encontrar hombres que estén dispuestos a arriesgarlo todo con tal de dar a conocer el lento envenenamiento de la población mundial. Hay demasiados intereses en juego y el poder de los emporios empresariales llega a ser temible y gigantesco. Puede que todo empiece con una simple denuncia a través de un conocido. Tal vez una alarma infundada, una casualidad o una evaluación equivocada sea el primer pensamiento antes de comenzar una furibunda defensa a favor de los más débiles, que, casi siempre, suelen ser los que menos voz tienen. Por delante, sólo queda una tarea reservada a titanes y no, no todos los hombres están hechos de la materia con la que se hace la verdadera justicia.
Se recurrirán a los más viejos trucos del procedimiento legal. Inundar de papeles la oficina del contrincante para, así, despertar sus ganas de abandonarlo todo, negar cualquier vinculación con los vertidos más tóxicos, alterar los niveles admisibles de tolerancia o cualquier otra cosa que haga que el asunto se diluya y no pase de ser una escaramuza en los tribunales. Se necesita perseverancia, resistencia, unas buenas dosis de honradez, un apoyo en el momento adecuado por parte de los que están más arriba, la certeza de que se está haciendo lo correcto y ese gran resorte que significa una mujer de valor sosteniendo todo el entramado familiar. Son demasiados requisitos, demasiados condicionantes, demasiadas decepciones.
Sin embargo, puede que, de vez en cuando, esos hombres estén dispuestos a salir a la palestra y luchar por el derecho a vivir, a beber un agua limpia, a proseguir una existencia que debería ser apacible para todos. La salud también será un enemigo a batir y la moral, un obstáculo casi insalvable. Los papeles y los requerimientos se suceden y habrá que dejar unas cuantas amistades por el camino. Las aguas oscuras se convierten en líquidos turbios y será obligatorio morir unas cuantas veces. No todos sobreviven en el enfrentamiento contra gigantes. Al fin y al cabo, son sólo hombres.
Todd Haynes dirige una película incómoda, con vocación de denuncia, y consigue que el miedo se instale dentro de cualquier que se acerque a la historia. Mark Ruffalo, como protagonista, consigue transmitir el matiz grisáceo de un personaje que está muy lejos de aproximarse al arquetipo del héroe. Tim Robbins baja de la cima y dice las palabras indicadas en el momento oportuno y Anne Hathaway intenta situarse a la altura con la confusión propia de quien sabe que se puede perder todo. El resultado es una película brillante en sus dos primeros tercios y algo morosa e innecesaria en el último, prolongado en una larga espera de unas conclusiones vitales que no llegan porque la burocracia y la lentitud se convierten en enemigos prácticamente imbatibles.
Fijar la mirada en un punto concreto y no apartar la vista para que nadie se sienta olvidado, seguir con constancia el objetivo, batallar incluso en campos donde se sabe que la derrota es lo más probable, sentirse liberado y, al instante, nuevamente atrapado. Por todos estos trances pasa el personaje protagonista de esta historia que trata de llevar los principios más naturales hasta sus últimas consecuencias. Y, de paso, deja un par de lecciones sobre la capacidad y la búsqueda incesante de la verdad. Sí, es muy difícil encontrar a estos héroes auténticos y discretos que ponen encima de la mesa lo que nadie quiere oír. Y si quieren saber por qué este artículo tiene este título, es mejor que vayan a ver la película y se esperen hasta el final. Les aseguro que podrán sentir el escalofrío muy cerca de su espinazo.

jueves, 30 de enero de 2020

PARÁSITOS (2019), de Bong Joon-Ho



Existen algunos organismos microscópicos que sólo pueden vivir si viven pegados a un animal, o, quizás, a una persona. Son totalmente dependientes y, en algunos casos, también son invisibles para el anfitrión. Simplemente se camuflan y tratan de absorber algo de la vida que no son capaces de buscar. Sin embargo, todo ser vivo comete errores. Es posible que haya un exceso de confianza en el disfraz, o que no se haya contado con otros organismos que también se aprovechan del anfitrión. En cualquier caso, nadie puede negar que hay una cierta dosis de maldad en esa forma de vida.
Todo puede comenzar como por casualidad, prolongarse por inercia y establecerse por insistencia. La cuestión es sembrar el camino de trampas para que el todopoderoso anfitrión se sienta cómodo, asegurado, en buenas manos, ajeno a las intenciones del huésped. Puede que, en el fondo, sea un intento de probar algo de un estilo de vida cruelmente vedado a algunos. O que haya un poso de rabia en una venganza social de consecuencias imprevisibles. La lluvia se lo llevará todo y la miseria siempre amenaza con sus largas manos oliendo a callejón. Basta con engañar a los ingenuos, beber hasta perder la noción del tiempo, tener un par de detalles con clase y querer algo más. En esas condiciones, el organismo huésped permanecerá hasta que ya no haya más sangre para chupar. Es la eterna y mimetizada confrontación entre lo alto y lo bajo, entre la clase más privilegiada y la más castigada, entre la arrogancia y la humildad. Muchas batallas en un entorno postmoderno y amplio, como la moral de unos y de otros.
Podríamos decir que el director surcoreano Bong Jung-Ho, que ya sorprendió hace algunos años con Memorias de un asesino en serie, ha realizado la película que a Joseph Losey le hubiese gustado hacer. La invasión en la intimidad, la asunción de papeles y personalidades ajenas, la sorpresa y el desencanto están presentes en esta película a la que no se puede negar la calidad. Quizá, en algún momento, haya concesiones al retorcimiento un tanto delirante, pero el entramado en esta historia de terrorismo social es apasionante y duro, pensado y sugerente, y también ágil y con capacidad para la sorpresa. Al mismo tiempo, contiene una cierta vocación de denuncia incómoda contada con la inclusión de ciertos detalles que guardan importancia. Tanto como la vida arrastrada. Tanto como la vida regalada.
Los sueños, en el fondo, también son un esbozo para los planes y casi nunca se cumplen. Puede que el instante de la catarsis llegue con un abrazo, o sea sólo un deseo que se pierde en un papel y en una señal. Por el camino, habrá mucho dolor por la pérdida de la dignidad, y la certeza de que no se puede conseguir nada por el lado de la honestidad. Tal vez porque vivimos en un mundo en que sólo hace falta parecer honrado sin necesidad de serlo. Tal vez porque ansiamos demasiado cuando el recorrido vital se empeña en encerrar todos los deseos en un semi-sótano. También esos organismos huésped saben, y se mienten, que arruinan todo lo que tocan, pero que quieren seguir existiendo a pesar de todo. Aunque al día siguiente puede que tengan que emigrar para buscar a otro anfitrión. No hay demasiadas salidas y el olor a rábano lo inunda todo para hacer aún más grande la humillación. Para quitárselo de encima, puede que el mejor plan, por una vez, sea no tener ninguno. Y habrá que esconderse mucho para que nadie acabe con todas las esperanzas, por pequeñas que sean.

miércoles, 29 de enero de 2020

NO HAY SALIDA (1987), de Roger Donaldson



Quizá todo sea una trampa para coger a esa especie de fantasma ruso que pulula por el Pentágono y que nadie sabe quién es. O, tal vez, todo sea una venganza tramada desde altas instancias para vengar los celos de un tipo demasiado poderoso. Da lo mismo. El problema es que Tom Farrell está en el centro del huracán y no ve muchas salidas para que no le cuelguen todos los muertos. Y el caso es que ella era tan dulce, y los días pasados a su lado fueron tan volátiles, tan maravillosos, que apenas se pudo saborear la felicidad de un momento. Todo se precipita. La foto nunca revelada. Los regalos que nunca debieron ser aceptados. Comandante Farrell, tendrá que correr y mucho. El cerco se estrecha y el pentágono en el que trabaja se está convirtiendo paulatinamente en una soga que se aprieta.
Las lealtades hay que medirlas con exactitud porque es posible que, cuando se necesite algo de vuelta, la mejor solución sea volarse la tapa de los sesos. Habrá que registrarlo todo, hay algún que otro testigo de un amor que fue, sobre todo, injusto, y el tiempo apremia. No se ve salida ninguna, Comandante. Y las soluciones deben ser rápidas y reflejas. Sin tiempo para pensarlas. Incluso tendrás que recurrir a algún viejo amigo para que se retrase el veredicto final y te tomarán por desquiciado. Lo importante es que el Secretario de Defensa no se vea salpicado y que cualquier infiltración pase por un desliz. El peligro crece. El agobio aumenta. Los pasillos se cierran y no hay demasiado por lo que seguir luchando porque lo único que cuenta es la libertad. Aunque tal vez, sólo tal vez, no sea así.
Excelente suspense para una película que se erige como una revisión de El gran reloj, de John Farrow, pero introduciendo algunas claves políticas que enriquecen la trama, la hacen más angustiosa, más presurosa, más inquietante. Al fin y al cabo, la búsqueda de un espía fantasma se mezcla con la de un asesino y uno y otro se van confundiendo en sus límites hasta que parece que todo queda resuelto en un final que no deja de ser sorprendente. El ritmo es trepidante, el misterio, absorbente y la mente apenas tiene tiempo de dispararse en todas las direcciones buscando las respuestas que plantea la charada. No hay salida. Todo acabó por ser peligroso, intocable, indigno, tramposo y, tal vez, equívoco. Kevin Costner, Gene Hackman, Will Patton y Sean Young se encargan de dar cuerpo a este misterio que, en el fondo, resulta ser una caza. Y el espectador, ávido de emociones, corre junto al Comandante Farrell deseando su salvación.
El uniforme blanco de la Marina es un signo de limpieza, de honestidad, de auténtico servicio. Resulta lamentable mancharlo con falsas acusaciones que, además, no están muy demostradas. Más allá de eso, seguro que es hora de dar unas cuantas patadas a los perros chacales que tratan de facilitar el trabajo a un cobarde y timorato político que no tiene redaños como para aceptar una acusación de asesinato. No, no hay salida.

martes, 28 de enero de 2020

LA MUERTE Y LA DONCELLA (1994), de Roman Polanski



En el duro tránsito de la tiranía a la democracia hay demasiados rencores deseando una satisfacción. La venganza, más allá de la justicia, es una palabra muy dulce para quien padeció tortura y represión que, al fin y al cabo, es la peor cara de cualquier dictadura. Los nuevos tiempos quieren ajustarse a la ley, a comisiones interminables de investigación que determinen quién hizo qué y cuándo, a juicios empapados de repercusión mediática que sacien las ganas de dar su merecido a quien tanto se propasó. Y siempre, siempre, el renacimiento de un país pasa por tener una buena dosis de olvido. De lo contrario, todo volverá a empezar de un modo u otro.
En una casa al borde de un acantilado aparece una voz del pasado. Su sonido produce lágrimas, rabia, un avivamiento del rencor que parece arder en las heridas aún tan recientes, un deseo de morderse los puños para tratar de ahogar un nuevo grito de pánico al escuchar de nuevo aquella voz que era el preludio de tantísimo sufrimiento. Y el alma, el corazón y el cuerpo claman venganza, chilla porque el propietario de esa voz reconozca sus crímenes, sus desmanes, su terrible abandono hacia el sentimiento de dominación, voraz y depredador, que produce ver a un ser humano indefenso, desnudo y dispuesto a recibir toda la humillación de la que es capaz. Hay demasiado dolor como para que quede encerrado en el silencio de la libertad y el tirano debe gritar bien alto sus terribles actos de crueldad, situados más allá de cualquier palabra de moderación y que merecen el castigo del reconocimiento público. Lo demás, debe ser pasto del olvido porque, si no, no habrá nunca un mañana. Sólo un ayer. Machacón e insistente. Un ayer que pedirá la cabeza de los responsables y que obcecará cualquier pensamiento de normalización del país. La muerte se ceba sobre la doncella y ésta deberá devolver la pena de la indiferencia.
Basada en una obra de teatro de Ariel Dorfman y estrenada en Broadway por Glenn Close, Gene Hackman y Richard Dreyfuss, Roman Polanski respetó su espíritu escénico y se centró en la interpretación de los tres personajes que deambulan a través de los residuos del sufrimiento para llegar a lo más parecido a la paz con los rostros de Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Craig. El resultado es una historia agobiante que hace reflexionar sobre memorias históricas, venganzas personales, olvidos necesarios, coartadas imposibles, acusaciones probables, defensas ingenuas, encaramientos con la realidad, verdades que aumentan el dolor, necesidades que tranquilizan el alma. Todo ello por ese imperioso deseo de ajustar cuentas que siente todo ser humano que ha visto a la muerte muy de cerca y que, sin embargo, todavía sigue vivo. Tal vez para gritar toda la injusticia que se practicó en un tiempo de canallas sin nombre, para propagar a los cuatro vientos que habrá vidas destrozadas para siempre y que, aún así, ni siquiera la venganza podrá arreglar ni una sola de sus trizas. Quizás, si todos queremos que se ajusticie a los responsables, todos acabemos de rodillas con un cañón en la nuca.

viernes, 24 de enero de 2020

JOJO RABBIT (2019), de Taika Waititi



No hay nada más influenciable que la mente de un niño. Es muy fácil meter cualquier idea en su cabeza si se envuelve adecuadamente. Quizá los uniformes puedan ser un buen gancho. Y más aún si se le dice una y otra vez que es una pieza única de un engranaje que es perfecto y que sirve a los más altos ideales posibles. El problema es cuando el niño deja de tener pájaros en la cabeza y comienza a sentir las mariposas en el estómago, cuando los afectos ya no van de fuera hacia dentro sino al revés. Un mundo de posibilidades, que hasta ese instante no había contemplado, se abre ante él. Y lo peor es que son todas mucho más razonables.
En ese estado de dulce inconsciencia que es la infancia siempre hay sitio para un amigo imaginario, para creer a pie juntillas que su país es el mejor de los mejores, que el enemigo es monstruoso no sólo moralmente, sino, sobre todo, físicamente y que tiene garras, colmillos, cola y hasta escupe corrupción en lugar de palabras. Son los últimos meses de la guerra y todo está perdido, pero resulta mucho más agradable pensar que Alemania va por delante, que la victoria está cerca y que ese incomprensible mundo de adultos es el que se encarga de las noticias agoreras.
Una de las cosas peores de la guerra es que no es tiempo para niños. Son seres que ni saben, ni comprenden, aunque crean dominar los dos verbos. La perfección racial se puede ir al traste por un estúpido accidente y las cosas comienzan a descuadrarse peligrosamente. El amigo imaginario de bigote incompleto no busca su felicidad, sino machacarla hasta la desgracia, las referencias desaparecen y se abre un abismo insalvable de falta de cariño y de protección. Todo ello, sin perder el humor, sin salirse de la sátira, pero tampoco del cuento para niños de más de doce años. Las mariposas en el estómago van creciendo y es hora de encarar la vida con las cicatrices bien cerradas, la alegría bien liberada y el baile presto para celebrar algo tan liviano como la libertad.
Taika Waititi ha escrito, interpretado y dirigido la película con un saludable desenfado dejando una película curiosa, que nunca se sabe hacia dónde te lleva, con la ironía algo desenfrenada y algunos toques grotescos para confundir la realidad con lo que cree ver esa mente infantil embaucada y reanimada. No deja de ser un intento original, a ratos divertido, con un trasfondo ineludiblemente trágico y obligatoriamente suave que mueve más a la media sonrisa que a la media tristeza. El propio Taika Waititi interpreta al amigo imaginario del niño protagonista dando rienda suelta al histrionismo y deja la tarea de interpretar a Scarlett Johansson y, sobre todo, a Sam Rockwell que vuelve a dar un par de lecciones sobre un personaje deliberadamente ridículo y enternecedoramente noble. Mención especial merece esa escena de la visita inesperada de la Gestapo en la casa del chaval en la que se combina una inusitada amabilidad con un terrible fondo agresivo y ladino.
Así que es tiempo de ponerse en los ojos de Roman Griffin Davis, el niño-actor que da vida al personaje principal, y asistir a su apertura, a su inicial camino hacia la madurez a través del desengaño. El enemigo se halla a las puertas y más vale esquivar las últimas bombas y ponerse a resguardo para lo más difícil que viene después. La simpatía va de mirada en mirada y se acaba con la impresión de que ha sido mejor tener tres cuartos de alma de niño que ver esta película con la retorcida mente de un adulto.

jueves, 23 de enero de 2020

EL FARO (2019), de Robert Eggers



Dos seres al borde del desquiciamiento quedan aislados en una roca en medio del mar para cuidar de un faro. Uno se pierde en ensoñaciones fantásticas que simulan al Capitán Achab en busca de la ballena blanca. El otro sólo quiere olvidar su pasado, su odio hacia todos y su alcoholismo enfermizo. La tormenta se cierne y el ambiente es irrespirable. Hasta las gaviotas parecen oler la carroña y se atreven a porfiar con una extraña confianza en el territorio vital de los dos náufragos de la razón. Mientras tanto, la luz del faro sigue dando vueltas y la sirena de aviso no deja de atronar y aturdir. Son los sonidos de la locura.
Lo que podría ser un apasionante duelo de terror se convierte en un absurdo juego de humillaciones que no conducen a ninguna parte salvo a lo que se prevé desde un principio. El agua ponzoñosa resbala por la garganta de estos dos lisiados morales acompañada de mentiras, alucinaciones y onanismos dolorosos. Los diálogos comienzan a perder el sentido y todo se transforma en un drama de sentimientos heridos, de supersticiones marinas hundidas en el alma, de engaños amorfos y comidas intragables. El mar se enfurece y la violencia entra al derribo. La razón se suicida y ya sólo queda un áspero sabor a tiempo perdido e interminable.
Es justo reconocer en esta película el espléndido trabajo fotográfico de Jarin Blaschke, con un apasionante uso de la luz en un formato de banda estrecha en el fotograma y, desde luego, es obligatorio destacar el esforzado intento de los dos intérpretes, Robert Pattinson y Willem Dafoe, por mantener la intensidad entre las iras de un mar embravecido, pero la película no contiene mucho más. Hay quien ha dicho que se puede adivinar la influencia de Fritz Lang, algo que se antoja rematadamente falso al obviar la principal de sus constantes como era el destino extrañamente dominador sobre sus personajes. La trama se reduce a una serie de parlamentos grandilocuentes extraídos de los textos de Herman Melville y a contemplar cómo dos hombres se torturan olvidándose de la sutilidad y de la inquietud que se podría haber generado. En lugar de eso, pasamos de un estado de ánimo al otro, poniendo especial énfasis en lo desagradable y en la obsesión por componer una serie de estampas relacionadas con la muerte que no sostienen en absoluto al resto del conjunto. Al final, la luz del faro acaba quemando a quien se atreve a acercarse.
Así que más vale que se sacudan los párpados ante la vileza de algunas situaciones o frente a algunas imágenes nacidas de la obsesión y del aislamiento. Esa roca de lamentos en la que dos fareros tratan de desahogar sus pecados se convierte, también, en una insoportable masa impávida que no sugiere nada al público, siendo solamente un rompeolas abatible ante los embates de esa crítica que se deja impresionar por la atractiva situación de partida y obvia el cargante desarrollo de la historia. Por lo demás, se asistirá al asesinato de Neptuno, a la represión sexual, al irresistible canto de las sirenas, al traicionero capricho del viento, a la irritante familiaridad de las gaviotas como si fueran almas dispuestas a llevar el mensaje del infierno, a la atrayente luz que acaba por ser un árbol del Edén y a la seguridad de que cualquiera que haya visto dos o tres películas camina por el abismo de la tomadura de pelo. 

miércoles, 22 de enero de 2020

ASÍ ES LA VIDA (1986), de Blake Edwards



Llegar a los sesenta años siempre es un motivo para estar muy nervioso. Al fin y al cabo, el fin está mucho más cerca que el principio y comienzas a recapitular, a ver si tu vida ha merecido la pena, si has hecho todas las cosas con las que habías soñado, si eres el hombre que has querido ser. Tal vez, también, sea una edad demasiado egoísta porque miras hacia adentro, hacia tus problemas, hacia esa piel que empieza a volverse de un ajado color sonrosado, anunciando la irremediable vejez. Y no te das cuenta de que ahí mismo, detrás de ti, siempre ha estado la mujer de tu vida, engullendo lo peor de ti a la vez que tratando de salir delante de sus propias angustias. Ella vale mucho y sólo te has dado cuenta en ocasiones muy determinadas. Y mientras tú te preocupas por esos sesenta años que no sólo son el testimonio de todo lo que te queda por hacer sino que también es la prueba definitiva de todo lo que has hecho, ella espera, por ejemplo, el resultado de una biopsia de garganta con preocupación y silencio, desempeñando el sempiterno papel de roca incólume que te aguanta con una fortaleza que te permite el lujo de quejarte y lloriquear.
La vida es así. A veces es una comedia grotesca, que nos convierte en ridículos bufones de nuestra propia existencia. En otras, es un drama insoportable, un folletín que jamás iríamos a ver al cine. Y aún en otras, es un continuo descubrimiento del mundo y de la misma vida que te rodea. Será mejor o peor. Será más divertida o más aburrida, pero está ahí, esperando tener un reconocimiento…igual que la chica que siempre ha ocupado tus pensamientos.
Ese imposible combinado bien agitado por el destino compuesto de risa y llanto, a menudo, es difícil de tragar, pero, en otras ocasiones, es un dulce néctar que te hace dar cuenta de que lo que tienes es la misma felicidad. Y que la has tenido siempre revoloteando a tu alrededor, haciéndote sentir su presencia aunque, por supuesto, algunas veces no se posara en tu hombro. Y ahora vienen los hijos, ya crecidos, con sus propias vidas, para celebrar los sesenta años. Otra buena ración de sonrisas falsas, de chistes estúpidos sobre la edad y sus achaques y de perder el tiempo dejando que la calma huya despavorida. Ingenuos somos. Bastaría con volverse y mirarla. Y darte cuenta de lo que te necesita para que dejes tus infantiles quejidos a un lado. Abrazarla por las buenas después de un agotador esfuerzo en la maldita bicicleta estática y susurrarle algo al oído. Vale más que mil medicinas.
Blake Edwards se salió de lo habitual al dirigir esta espléndida película con Jack Lemmon y Julie Andrews en los papeles principales. Consiguió encajar la comedia de sonrisa leve con el drama de lágrima volátil para ofrecer un retazo de vida en una historia que ha caído en un lastimoso olvido cuando es maravillosamente tierna, esperanzadoramente real y abrumadoramente viva. Y con dos intérpretes que saben muy bien lo que hacen. Tanto que se llegan a meter en tu interior y, a poco que les dejes, se quedan ahí para siempre recordándote que la vida es así.

martes, 21 de enero de 2020

FAT CITY (1972), de John Huston



El vaivén del viento determina que algunas carreras declinen y otras asciendan. El mundo real puede llegar a ser tan duro como un piso de lona y los golpes siguen cayendo sin cesar. Quizá la misma naturaleza sea la encargada de tirar hacia el fracaso porque intentar construir una vida más allá de las cuerdas siempre es complicado. Por otro lado, los sueños siguen intactos en las caras vírgenes, ausentes de cicatrices y heridas, y el reflejo de esa imagen hace que aún crean que la gloria está al alcance. En realidad, sólo unos pocos llegan a ella. Como en todos los deportes. Y más aún si se trata de dar puñetazos en combates que, en determinado momento, parece que no tienen fin. Los rostros se suceden, las pieles se abren, los ojos se cierran, los sudores salpican y las cuentas acaban. Siguiente pelea. Siguiente derrota. Aunque se gane.
Sin embargo, estos personajes que se mueven entre guantes no tienen conciencia de que son auténticos perdedores. Reiteran sus sueños como si fueran, tal vez, el último clavo ardiendo al que se pueden agarrar ignorando que ya han empezado a caer. Se rinden todos los días y, eso no se puede negar, vuelven a luchar. Porque, para ellos, el que pierde no es el que espera en la lona, sino el que no se puede levantar. La victoria está allí, a la vuelta de la esquina, y nunca se muestra. Es como una chica a la que persigues durante toda la vida y acaba por desilusionarte. Al final, ya da igual ganar o perder. Sólo resistir tiene algún sentido.
Al fondo, una ciudad triste, gastada, con sus tristes tabernas, sus sucios restaurantes, sus ínfimos cubículos para vivir con la cocina integrada en la estancia. No hay demasiado sitio para la esperanza. Y si asoma la cabeza, no irá muy lejos. La carne se irá cayendo a trozos, y la moral se dejó en algún lugar en la cuenta hasta diez.
John Huston dirigió esta película de perdedores, no fracasados, con cariño y astucia hacia estos personajes que se pierden en una vida que no ofrece nada. Stacy Keach, quizá, realizó el papel de su carrera y Jeff Bridges ya aparecía como una promesa dando ese entusiasmo que apisona el declive del viejo boxeador. Hay que pelear, pelear y nada más. Sin esperar la recompensa del brazo en alto, sin ambicionar una gran bolsa por salir con las cejas reventadas y el ánimo derrengado. Y no, no es una película sobre boxeo, sino sobre gente que boxea. Y también un tratado sobre la valentía. Es una mirada sobre vidas que no funcionan, pero que es todo lo que se tiene. Más allá de eso, sólo está la aparente felicidad ajena, las gotas de sangre en las toallas, la falta de respiración, el brillante sudor bajo los focos que nunca enmarcan el triunfo y la sensación de que, esta vez sí, habrá un último puñetazo en el pómulo que hará que todo acabe por ser una pesadilla que mereció la pena.

viernes, 17 de enero de 2020

EL ENIGMA DE GASPAR HAUSER (1974), de Werner Herzog



Una figura estática en una plaza cualquiera de algún lugar de Alemania. Es un hombre y no se mueve. Ha aparecido de la nada y es bastante probable que también quiera desaparecer en la nada. En su rostro, miedo. Es un entorno que no conoce, al que teme. Un territorio ignoto que está más allá de sus difusas y muy limitadas fronteras de la razón. Él sólo ha conocido unas paredes de piedra, una minúscula ventana, un suelo de heno. No sabe lo que es una cama, una voz amiga, un libro, un carruaje, un caballo o un simple pañuelo. Es una sombra inmóvil en medio de ninguna parte esperando no se sabe muy bien el qué. Y ese hombre apareció en la realidad para constatar que había sido un náufrago de la vida, varado desde su nacimiento, olvidado por todos, aislado por crueldad, privado de las más elementales necesidades, sin saber hablar, sin saber interpretar ninguno de los sonidos que le llegan, sin saber enfrentarse al próximo paso en ese extraño suelo hecho con baldosas de cemento que se halla por toda la plaza. Está solo. Completamente. Y eso, posiblemente, es lo que más miedo le da. Porque, por primera vez, ve el cielo tal cual y le parece tan grande que no hace más que sentirse más pequeño. La vida espera. Y va a ser de repente.
Sin embargo, ese momento de pánico solitario, de tentación para apartar la vista y cerrar los ojos para no abrirlos nunca más, da paso a un maravilloso mundo de conocimiento que también espera a ese hombre. Es adulto y tendrá que empezar de cero, pero cualquier descubrimiento se transformará en todo un acontecimiento. Cualquier observación ante el espectáculo de la vida será un gozo para unos sentidos plenamente desarrollados. El lenguaje se hará presente por necesidad, la escritura vendrá pausadamente, a ritmo de hormiga. La lógica expresada con candor será lo siguiente y así, poco a poco, Gaspar Hauser se irá transformando desde ese hombre sin pasado ni razón hacia un ser privilegiadamente inteligente, consciente del auténtico milagro que supone la capacidad de aprender, de sentir, de abrirse a un mundo que, desde luego, es hostil, pero que, en muchos de sus rincones, ofrece conocimiento, cultura, belleza, naturaleza, fascinación y la transgresión de todas sus fronteras. Así es cómo Gaspar Hauser se convertirá en un enigma repleto de admiración.
Werner Herzog dirigió su primera película con una delicadeza extraordinaria para hablarnos de este caso real que ocurrió en Alemania en el siglo XIX. El cuidado de sus imágenes, de sus composiciones y de su lenta y elegante narrativa nos hace ver a un cineasta que, más tarde, renunció a todas sus virtudes para centrarse en sus obsesiones. Aquí, Herzog, se descubre como impecable y verdadero, con una historia muy interesante para contar, con múltiples visiones sobre la gracia o desgracia de este joven que apareció de la nada en una plaza de una villa cualquiera. Sólo para darse cuenta de que, al salir del encierro, hay todo un mundo que conquistar y toda una fantasía para absorber. Es el destino del hombre, por muy ingenuo que sea.

jueves, 16 de enero de 2020

1917 (2019), de Sam Mendes



Las grietas que se abren en la tierra, entre sacos y barro, escupen hombres que se aprestan al combate en una carrera imposible hacia la muerte. Quizá entre ellos haya uno o dos que tengan como misión evitar una masacre que decida el curso de la batalla. Y por el camino tendrá que atravesar esas grietas, hundirse en la oscuridad de tramposos pasadizos, visitar la miserable condición humana que siempre empuja hacia la nada y darse cuenta de que la verdadera condecoración es volver a casa y sentir que, más allá de la podredumbre de los cadáveres corruptos, existe el suficiente cariño como para hacer que merezca la pena la supervivencia.
Para visitar ese paisaje derruido por las bombas, los disparos y las alambradas, es necesario agacharse, luchar hasta más allá del valor, correr para llevar a cabo un último favor al amigo que ha sido derribado en medio de los senderos que conducen hacia la gloria. De entre las brumas, surgirá la figura desconocida que puede tomar el rostro del enemigo, contemplar el fuego destructor que arrasa con todo, esquivar las balas que muerden con su sonido letal, encontrar un resquicio de inocencia que implora por la protección, atravesar la tierra de nadie con la sensación de que, en cualquier momento, la vida se va a escapar por las heridas de las entrañas, cruzar entre montañas de muerte y decidir que el riesgo no es tan fuerte como la voluntad. Mientras tanto, la tierra saltará en pedazos tratando de alcanzar el blanco móvil, el polvo se quedará incrustado en la garganta y las ratas seguirán buscando su comida en la carne corrompida. Las grietas siguen enviando a los hombres a la muerte y sobrevivir entre ellas será el mejor signo de heroísmo entendido como ir un poco más allá, sin dejar de avanzar, soslayando el absurdo del infierno que estalla alrededor y sabiendo que, aunque se haya iniciado el camino de vuelta, no se puede evitar el regreso a otro esfuerzo por conseguir lo que parecía imposible. Es sobrevivir, otra vez.
Puede que no haya novedad en el frente porque el juego de estrategias se pone sobre el tablero de las trincheras, con soldados como peones, incapaces de ponerse a salvo de una lluvia de balas sin chaqueta metálica, intentando salvar a soldados que están mucho más allá de las líneas enemigas, allí donde los ríos se encrespan y las miradas se preparan para cruzar el Jordán. Todo con vista contenida y única, todo con la tensión angustiosa de un frente difuso y sórdido, hundido en el cieno de batallas de días anteriores, con la esperanza engañando con unas horas más de vida. La sangre se volverá seca y la impresión perdura después de haber recorrido los rincones más oscuros de la crueldad. Al terminar, sólo la satisfacción podrá posarse sobre todos aquellos que se hayan atrevido a mirar, a acompañar a los que se han lanzado hacia una épica que no se desea y que sólo piensa en el siguiente paso. Lean el mensaje y esperen. Estamos ante una grandísima película.
Tal vez haya que disfrutar de unas imágenes soberbiamente tratadas o de una música que puede ser una de las mejores bandas sonoras del año, pero, sumergidos en el día 6 de abril de 1917 también se puede llorar de desesperación porque el objetivo parece alejarse cada vez más a pesar de que la perseverancia y la fuerza sean las mejores armas para derrotar a un enemigo sin cara mientras las luces de las bengalas proyectan las sombras de toda una ciudad en ruinas. Al salir, sólo se podrá ser capaz de sentarse bajo un árbol y darse cuenta de que el cine aún no ha muerto y de que el gesto de aprobación ante lo que nos acaban de narrar queda entre un hombre llamado Sam Mendes y todos los que se han asomado al abismo de esta apasionante historia llena de elegancia, contención e intensidad.

martes, 14 de enero de 2020

EL CONTABLE (2016), de Gavin O´Connor



El mundo no sería nada si no se pudieran completar las tareas. Son todos esos trabajos que pueden ser considerados normales por el resto de los mortales. Ya se sabe. Un rompecabezas, la revisión de quince años de cuentas empresariales, el asesoramiento del pago de menos impuestos o cargarse a unos cuantos tíos sin la menor contemplación. Al fin y al cabo, para alguien que sufre de autismo, el mundo es un lugar agresivo y hay que adaptarse como sea. No es fácil la relación con los demás así que no hay demasiados remordimientos al disparar balas como si fueran cifras de un interminable balance de situación. Lo importante es terminarlo todo. Dejarlo bien cerrado y listo. Tampoco hay que dar mucha importancia a que pueda pasar algo. Se trata simplemente de elegir entre ser víctima o ser agresor y la elección estuvo clara desde que aquellos chicos de la escuela se comenzaron a reír porque notaron la diferencia. Saldar cuentas también incluye la reestructuración del personal. Sobre todo, cuando descubres lo que nadie debería haber notado.
Y es que detrás del fraude puede haber hasta una motivación altruista, aunque, en el fondo, no sea nada honesta. La vida, para Christian Wolff, es blanca o negra, sin matices. Si alguien realiza un desfalco, que pague. Si se le contrata para acabar con unos cuantos indeseables, se hace. Si se apunta con el cañón de una pistola a un hombre que confiesa ser un buen padre, se le perdona. De vez en cuando, aunque sólo sea para dar un poco de luz a esa parte de la humanidad que se esconde en algún lugar del corazón autista de un asesino profesional, hay que reflejar un ligero descuadre, nada importante. Sólo la certeza de que se aprecia lo que hacen las personas de bien.
Hay que reconocer que El contable es una interesante película que habla del autismo inteligente desde una perspectiva de thriller. Incluso un actor tan carente de recursos como Ben Affleck realiza un trabajo creíble y centrado a la hora de construir a ese profesional que controla su enfermedad sólo hasta cierto punto y que se mueve por un mundo demoledoramente frío y hostil. Impresionante la interpretación de J.K. Simmons como ese agente del tesoro al borde de la jubilación que está fascinado por el trabajo de quien persigue. Sólido es John Lithgow, como siempre, y Anna Kendrick se entona, sobre todo, gracias a su peculiar físico. La dirección de Gavin O´Connor es ágil y, en algunos momentos, de cierto mérito, con algunas secuencias de fuerza e impacto. No cabe duda de que a la película le salen las cuentas con holgura y con beneficios antes de impuestos.
Así que déjense llevar por la sorprendente actitud de un hombre que se pierde en cuadros de Jackson Pollock, que se entusiasma cuando detecta errores en números ajenos, que, detrás de su extravío visual, se esconde una enorme concentración, que trata de agradar y salvar a la única persona que le importa, pero que es incapaz de iniciar una relación y que no se lo piensa dos veces a la hora de apretar el gatillo. Todo ello hace que su limitada gama de acciones y reacciones sea fascinante.

ENSAYO DE UN CRIMEN (La vida criminal de Archibaldo de la Cruz) (1955), de Luis Buñuel



Archibaldo de la Cruz tiene un trauma. Y no es baladí. Quiere ser un asesino en serie de tronío y no le sale demasiado bien. Todo empezó en su casa, con aquella cajita de música que parecía encerrar los misterios de los deseos del Archibaldo más niño y que hizo que se librara de aquella institutriz a la que mató una bala perdida mientras sonaba la musiquita en cuestión. Y además fue la primera mujer a la que le vio las ligas. Y, claro, pues el sexo y el crimen parece que tienen una unión indisoluble dentro de la mente del pobre Archibaldo. Sí, porque se cree culpable aunque no ha matado a nadie. Y el comisario, pobre hombre, le dice que no puede encerrar a la gente por el mero hecho de querer matar a alguien porque, si no, tendría a media Humanidad entre rejas. Porque las confesiones son muy peliagudas. En muchas ocasiones, se mezcla realidad y ficción así como sin querer y, la verdad, resulta muy farragoso intentar separar la una de la otra. ¿Quiere usted matar? Mate. ¿Sueña usted con matar? No mate. Pero el verbo tiene que estar claro. Y el motivo, prístino. Si quiere usted que sea económico, adelante, pero lo va a tener que demostrar. Y más aún si su afición es hacer cerámica con maniquíes. No, Archibaldo, va a tener que curarse de sus traumas en otra parte. Esto es la justicia y actúa siempre después, no antes. Mal que nos pese.
La misoginia parece que es una de las obsesiones que asedian a Archibaldo, pero lo gracioso es que nunca ejecuta sus fantasías. Todo ocurre a un nivel por debajo de lo psicológico porque Buñuel, además de reírse de la burguesía y de sus tontos caprichos malcriados, también se recrea en la surrealista vida de este pobre hombre que, al fin y al cabo, de lo que se queja es de no alcanzar ninguno de sus sueños. Quizá don Luis sabía que todo era demasiado cruel como para reírse de ello y, sin embargo, en alguna ocasión nos arranca esa carcajada. Más que nada porque es difícil ver a un no-asesino tan torpe como el ínclito de la Cruz. En la cajita de música está encerrada su virilidad, su poder y su falso dominio sobre las mujeres. Sí, porque en realidad, esa misoginia que parece tan cultivada y tan elaborada no es más que la excusa perfecta para ser dominado. Y así, como quien no quiere la cosa, Buñuel llega a un acuerdo con el espectador. Usted relájese, no forje opiniones, no crea que aquí se odia a las mujeres. Más bien es al contrario, por muy irritantes que sean, no mueren. El que merece todo el desprecio es ese justiciero de la conciencia que se llama Archibaldo de la Cruz y que, en el fondo, es un perdedor como una casa colonial. Y, sobre todo y ante todo, quédense con eso que dice el potencial asesino: “Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestro sentimiento e, incluso, nuestra acción”. A partir de aquí decidan si quieren ser amantes y devotos esposos y esposas o asesinos en serie aupados por la premura de sus deseos.

viernes, 10 de enero de 2020

RICHARD JEWELL (2019), de Clint Eastwood



Del mismo modo en que el principal sospechoso en un asesinato es el último que vio a la víctima, el objetivo de la policía debe centrarse en el primero que ve el paquete que contiene una bomba. De esa manera, y con la inestimable colaboración de la prensa voraz que sólo quiere el titular del día siguiente, se hace pasar a un tipo de héroe a villano en apenas tres días. Para añadir más leña al fuego, responde a todos los perfiles psicológicos de alguien que quiere llamar la atención para demostrar al mundo que existe. Aunque la verdad, casi siempre, suele ser la explicación más sencilla. Y, en este caso, es que Richard Jewell era el prototipo de ciudadano que cree en la justicia, en las fuerzas del orden. Tanto, que incluso quiere formar parte de ellas.
Así que alrededor de este pobre hombre, de inteligencia corta e ingenuidad larga, se tejen una serie de burdas pruebas para demostrar que la policía actúa con prontitud. Los periódicos colaboran en el empeño porque, en realidad, es un hombre tan ridículo que casi merece la humillación de todos los días en las portadas más sensacionalistas. Sólo es un peón más en la inmensa maquinaria del espectáculo que rodea un posible caso de terrorismo. Sin embargo, no se les ocurre pensar en algo tan simple como que ese hombre es el equivocado. Siempre insistirá en su inocencia y, cuando alguien es tan demoledoramente inocente, por mucho pasado que tenga y mucho perfil se acerque, no se van a poder encontrar pruebas de cargo. En este caso, la resistencia será la victoria. Y, a pesar de la perseverancia de algunos, las lágrimas serán el desahogo de los ganadores.
No cabe duda de que Richard Jewell es una buena película. Eastwood, a sus casi noventa años, sigue estando lejos de Sin perdón o de Mystic River, pero ha rodado una película interesante que puede estar al mismo nivel de Sully, por nombrar alguno de sus títulos de los últimos años. Para ello tiene la colaboración de esa enorme masa de humanidad que es Paul Walter Hauser, secundado con ternura por la gran Kathy Bates. Y, sobre todo, por el gran dominador de todas las escenas en las que aparece y que responde al nombre de Sam Rockwell. Con secuencias brillantes, compone un personaje que pasa de mirar por encima del hombro a batallar en las mismas trincheras que el protagonista, poniendo en duda la garantía de los derechos constitucionales más básicos cuando los intereses se conjuntan para lograr culpabilizar a un inocente. Por lo demás, la película está inundada de corrección, de secuencias brillantes y de diálogos para recordar, alcanzando, incluso, la excelencia en algún momento aislado.
Así que no hay que olvidar a aquellos que creen de verdad en que el servicio a los demás es la razón de su vida. Sólo porque tengan fe en ello no les convierte en sospechosos de nada. El Estado, cuando se mueve, piensa y actúa como una apisonadora tratando de alcanzar un objetivo de cara a la galería, es el verdadero enemigo. Tal vez, incluso, porque rehúsa mirar en la dirección correcta, porque destina recursos a la inutilidad o porque se preocupa de fabricar unas falsedades gigantescas con tal de sostener una razón obcecada y demasiado difusa. Más que nada porque ése es el auténtico fascismo que pretende denunciar ese pintor del alma humana que es Clint Eastwood. Y olvídense de todo lo demás que se ha dicho de esta película. Si hacen caso a los voceros de la infamia, se perderán una estupenda muestra de la corrupción y de la integridad en un solo largometraje.

jueves, 9 de enero de 2020

EL OFICIAL Y EL ESPÍA (2019), de Roman Polanski



Es absurdo creer que esta versión sobre el caso Dreyfus, realizada por Roman Polanski, se ha hecho con el fin de denunciar su propia situación. El propio Polanski lo ha negado con vehemencia y, aún así, no se deja de repetir una mentira con el fin de que, a base de reiterarla, se convierta en verdad. No resulta casual comenzar este artículo con estas aseveraciones porque el propio caso en el que fija su mirada el director polaco es un claro ejemplo de ello. Interesaba quitarse de en medio al único oficial judío del Estado Mayor francés sin que nadie advirtiese que era un claro ejemplo de racismo. Así que toda la plana más alta del Ejército decidió repetir una y otra vez que era un espía. La sociedad se polarizó, se fabricaron pruebas falsas, se dieron por buenas otras que eran dudosas y, muerto el perro, se acabó la rabia.
Y Polanski, de manera muy inteligente, también pone al descubierto que hay un arma muy eficaz contra todas estas conspiraciones de piel de cordero, pero enormemente peligrosas. Se trata de la conciencia. Quizá, en algún rincón insospechado, haya alguien que siga su dictado más allá de sus afinidades y lealtades. Ahí es donde, precisamente, reside la integridad de cualquier hombre o mujer. Y ahí es donde se mide también que no todo debe ser tomado como verdad sin cuestión.
Así que Roman Polanski asume un profundo cuidado en la puesta en escena, llena de una formalidad casi exquisita, y pone en juego también la moralidad siempre justificada de quien comete el verdadero delito. Casi siempre el respeto y la dignidad entra en juego, o la necesidad de que las instituciones mantengan una imagen impoluta frente a una sociedad que mendiga sangre y humillación para el supuesto culpable. Mientras tanto, se olvida la presunción de inocencia, los derechos humanos quedan en entredicho y se desprecia a todos los que se hallan a pie de calle. La prensa, por supuesto, trata de tirar de la maroma para su propio provecho, de acuerdo con sus ideas de raza, religión, política o beligerancia. Hasta que llega un escritor que se atreve a poner en el que, quizá, sea el mejor artículo nunca redactado de columnismo periodístico, los nombres de los verdaderos culpables de inventar una razón para acusar falsamente a un inocente. Yo acuso no deja de ser algo que todos podríamos decir en nuestra rebelión frente al puñado de payasos que se atreven a dirigir un país que no les merece.
Por el camino, Polanski construye una película sólida, absorbente, ágil en los diálogos, que flojea un tanto en cada una de las apariciones de su esposa, Emmanuelle Segnier, con un esforzado trabajo de Jean Dujardin, aunque puede que algo reconcentrado, en la piel del verdadero héroe de la travesía de la honestidad y de la luz sobre el encubrimiento que fue el Coronel Picquard. Sosteniendo la imagen, está la impactante banda sonora de Alexandre Desplat y el resultado es mucho más convincente que la sorprendentemente sobria Prisionero del honor, de Ken Russell, que interpretó Richard Dreyfuss en 1991 que podría ser, hasta la fecha, la mejor adaptación de este caso que conmocionó los cimientos políticos y militares de Francia a finales del siglo XIX y principios del XX.
Y es que Roman Polanski quiere rendir homenaje a aquellos que no se rinden por una cuestión de conciencia, por la certeza de que saben que la razón es la que debe ser a pesar de que no se sienta simpatía, porque no se pliegan a la ceguera impuesta por los superiores. Polanski rinde tributo a esas personas porque, sencillamente, ya no existen.

miércoles, 8 de enero de 2020

LA COSECHA DE HIELO (2005), de Harold Ramis



Charlie Arglist es un abogado de medio pelo que trabaja para un mafioso local de Wichita, Kansas. Quizá llegue un momento en la vida de todo hombre en el que se está harto de tantas humillaciones o de lavar los trapos sucios de otros y Charlie decide cobrarse los honorarios por tantos servicios. Dos millones de dólares no están nada mal si se quiere comenzar una nueva vida lejos de Wichita. De paso, tal vez, se puede ligar a ese pedazo de mujer que se llama Renata y que regenta el club de striptease con más clase de la ciudad. Lo malo es que Charlie tiene que asociarse con Vic Cavanaugh, un sicario del mafioso y ahí las cosas comienzan a torcerse. Más que nada porque Charlie no es un hombre de acción. A él le van los papeles, las demandas, las peticiones al juez o los procedimientos de habeas corpus, pero no le pongas un arma en la mano, no va a saber utilizarla.
Así que aquella noche de Navidad congelada va a estar jalonada de sorpresas, una detrás de otra. Dos millones de dólares son un buen reclamo para todo aquel que quiera dejar Wichita que, en realidad, es una ciudad en medio de la nada. Los moscones comienzan a volar alrededor de la presa y Charlie va a tener que tomar determinaciones drásticas si quiere disfrutar del dinero. El mafioso está fuera de la ciudad, pasando la Navidad en familia así que, con suerte, se enterará del fraude a la vuelta. Sin embargo, hay un tipo por ahí haciendo preguntas que pueden ser de rutina o pueden ser de caza. Lo cierto es que Charlie va recolectando su cosecha de hielo en una noche con muchos grados bajo cero. Y, sí, tendrá que coger un arma y comenzar a quitarse obstáculos de en medio. Va a ser una Navidad gloriosa, difícil de olvidar. Y ya se sabe que cuando Wichita cae, lo hace con más fuerza que las cascadas de Wichita. Charlie va a descender por los rápidos más crueles hacia el infierno helador. Y, por supuesto, perderá su alma al precio de dos millones de dólares.
Harold Ramis dirigió con cierto estilo esta historia de fraudes y asesinatos, con algún que otro toque de humor, pero siempre moviéndose dentro del clasicismo del género negro y con un reparto muy competente. Al frente, John Cusack, dando carne y entidad a un personaje que se antoja ridículo y, a la vez, decidido. Justo detrás, a la derecha, Billy Bob Thornton, ambiguo y retorcido dando siempre un rostro de opaca sinceridad. El encanto lo pone Connie Nielsen que sustituyó a última hora a Monica Bellucci. Y el hielo es de verdad, en Kansas, a través de orificios de bala en baúles imposibles, de muelles cochambrosos  que se derrumban con facilidad, de facinerosos de inteligencia muy limitada y de tentaciones que se hallan demasiado al alcance de la mano. No está mal para ser una cosecha de hielo en un lugar donde todo te pasa por encima.

martes, 7 de enero de 2020

THE COMMITMENTS (1991), de Alan Parker



Juntar a varios músicos de procedencia obrera para hacer un soul proletario no deja de ser un ejercicio de equilibrista. Más que nada porque ninguno de ellos ha conocido el éxito y no tienen ni idea de que es una bestia insaciable que destruye amistades, infla egos y machaca complicidades. Sin embargo, en la Irlanda deprimida de principios de los noventa tal vez merezca la pena. Basta con coger a unos cuantos que sepan tocar, que estén dispuestos a ensayar fuera de las horas de trabajo, con tres chicas de voz melódica para enmarcar el conjunto. Sin embargo, no todo sale lo bien que debería. El tipo que maneja el saxo quiere evolucionar en su música como si fuera un lumbreras del soplo y comienza a meter acordes de jazz. El solista, dueño de una voz privilegiadamente quebrada, es un grosero que se cree el mejor. El trompetista, ave veterana que ha tocado allí y allá con los mejores, sabe más que nadie que tantas horas juntos acaban por pagar tributo en la cama con las chicas y una detrás de otra. El batería acaba abandonando la banda porque no aguanta a ninguno. El teclista, siempre en segundo plano, también quiere algo de protagonismo. Las chicas son más ligeras de lo que cabría esperar. Y, por último, el chico que les lleva la representación tiene que lidiar con este rompecabezas musical sólo para que tengan una posibilidad en el competitivo mercado discográfico.
Y es que el camino del éxito está jalonado de fracasos y estos novatos no lo saben. Habrá que tocar en muchos tugurios gratis y tragar muchos orgullos. Y, justo cuando están a las puertas del gran salto, cuando se les ofrece grabar su primer disco y van a ser elogiados por uno de los más grandes, más vale deshacerse de todo. Ya no son ni músicos, ni obreros, ni proletarios, ni nada. Sólo un cúmulo de envidias y posturas que acaban llegando a las manos. Luego, quizá, alguno llegue a ser algo en el mundo de la música, pero nadie se acordará de aquel grupo que tenía todo para triunfar, que cabalgaba sobre un Mustang que se llamaba Sally, que esperaba con ilusión la hora de la medianoche o que lo intentaba para dar un poco más de ternura. ¿Qué más da? Los sueños se rompen con la misma facilidad con la que se construyen y cuando se tienen muy cerca es muy posible que ni siquiera seamos capaces de reconocerlos. Y Los Commitments se quedaron en la nada del intento.
Alan Parker dirigió una estupenda película sobre el éxito y sus tributos cuando todavía no hay éxito y tocó la comedia, el drama, el realismo, con una fantástica banda sonora que ya se ha convertido en mítica. Y, por una vez, se transita por senderos nada previsibles porque ni un solo tópico aparece, convirtiéndose, de alguna manera, en un musical deconstruido que ni siquiera juega con las ilusiones del espectador. Algo complicado para un público al que le encanta viajar por los caminos de neón.

jueves, 2 de enero de 2020

CATS (2019), de Tom Hooper



A veces se puede llegar a la conclusión de que no todo lo que funciona en el teatro también vale para el cine. Quizá la impresión de un escenario replicado a tamaño gigantesco resulta impresionante desde la escena y no causa la misma impresión cuando se quiere hacer lo mismo con un buen puñado de efectos infográficos dentro de una visión poco afortunada. O, tal vez, resulte un error cambiar la coreografía original, uno de los puntos más fuertes de la versión teatral, por otros pasos de  baile, en teoría, más modernos, con ínfulas de espectacularidad, pero indudablemente menos acertados. Lo cierto es que todo es una cuestión de talento. O de falta de ello, más bien.
No es mejor insistir en un montaje de tiros cortos para negar una visión general de un conjunto que acababa por ser escalofriante. Y eso es algo que el director Tom Hooper ya hizo con premeditación y alevosía en Los miserables. No cabe duda de que la partitura de Andrew Lloyd Webber sigue siendo igual de brillante (a pesar de que alguna lumbrera del oficio crítico llegue a afirmar que la música es floja) y que Jennifer Hudson dista mucho de hacerse con el mítico Memory aunque tenga voz más que suficiente para ello. Es toda una experiencia la interpretación de Ian McKellen en la piel del viejo Asparagus mientras que lo de Idris Elba como Macavity es casi un chiste. Quita seriedad al intento la invención de hacer volar a los mininos incluso por arte de magia cuando Míster Mistoffeles era una auténtica fiera bailando. Y no hace falta insistir tanto en movimientos felinos imposibles cuando basta con sugerirlos esporádicamente debido a que tienes un maquillaje que ya está suficientemente recargado.
Cats, por tanto, deja de ser una experiencia fascinante con un argumento cogido siempre con las pinzas de un poemario a través de la presentación de unos cuantos felinos dispuestos a asumir una vida más divina y pasa a convertirse en una ensoñación bastante esclava de unos innecesarios efectos informáticos repletos de croma y algo de chapucería. Incluso contiene algunas escenas que parecen repletos de broma y algo de tontería. El caso es que se queda muy lejos de ser aquel espectáculo místico y total que se llegó a ver en el teatro de Madrid (también alguna mente preclara ha llegado a declarar por esas líneas del mundo que fue un fracaso cuando fue todo un éxito) y no es más que una alucinación con algunos momentos de tenue brillantez que no consigue atrapar, ni arañar, ni siquiera maullar con entidad de buen musical.
Así que no valen las razones felinas para esa mítica reunión de gatos jélicos que tratan de renovar sus espíritus una vez al año. Los humanos casi huyen de sus garras despavoridos porque el día comienza de nuevo y el tiempo corre en contra de esos seres de siete vidas que siempre caen de pie. En esta ocasión, no se puede disfrutar de aquellos bailarines que asombraban con unas interpretaciones coreográficamente impecables, ni de aquellos escenarios que despertaban tanta admiración y curiosidad. La magia ya ha pasado y no se puede volver a contemplar en todo su esplendor. Esto es sólo un sucedáneo que, al ser un musical, ya lo tiene todo en contra de despreciadores habituales porque ni siquiera han podido ver lo que fue en las tablas. Se quedarán con la idea simplista de que los gatos sólo son animales que juegan cuando ellos quieren, aman cuando les apetece y mueren como todos los demás.