Y es que el mundo de las finanzas no es más que un ejercicio de negociación continua con abultadas comisiones de ambición. Como dice uno de los personajes “el único objetivo de la banca es convertir a todos, desde naciones enteras a simples particulares, en esclavos de la deuda” y un hombre solo, que decide saltarse todos los convencionalismos no es enemigo para el vicio del dinero. Tal vez conseguirá alguna victoria ínfima que satisfaga su ansia de castigo pero nada puede parar un entramado que hemos dejado crecer de tal forma que se ha convertido en una bestia sedienta de ceros.
Es gratificante comprobar, una vez más, cómo un actor como Clive Owen es capaz de otorgar suficiente densidad a un personaje que cualquier otro despacharía con dos carreras, un par de tomatazos en la cara y unos tiros bien dados. En su expresión desaliñada se esconde un fondo de amargura provocada por demasiadas derrotas a lo largo de su carrera de cazador de corrupciones. Sus miradas son intensas, de una profundidad severa, dejando aparcado esa sensación de ser el más listo de la clase que hemos comprobado en películas como las excelentes Plan oculto y Duplicity y aquí se aplica con seriedad, llevando él solo todo el peso de una película que no deja de ser un mero entretenimiento realizado con cierto rigor. El caso de Naomi Watts es diferente puesto que es incapaz de otorgar a su personaje más carne al no tener un papel de importancia decisiva, hasta tal punto que es apartada bruscamente del desenlace porque tiene por delante a un tipo que es un verdadero tifón.
La película está sobriamente dirigida por el alemán Tom Twyker y crea varias escenas que merecen ser recordadas. Se esfuerza en que se desprenda algo de ácido corrosivo en la escena del ascensor entre Owen y Watts y, sobre todo, dirige de manera soberbia el tiroteo en el Museo Guggenheim de Nueva York, una secuencia que se erige en centro de la película, con un manejo excepcional de la cámara y una claridad de ideas que merecería la pena poner de ejemplo a un par o tres de directores que se empeñan en trucar la acción meneando cámara a granel y sin piedad.
En cuanto a la trama en sí, hay que reconocer que es apasionante seguir el desarrollo de los acontecimientos, la intriga está servida y hay un ritmo trepidante que consigue atrapar al espectador. El defecto simplemente radica en que es una de esas películas en las que uno se lo pasa tan bien que el tiempo apenas cuenta pero que se olvida de ella tan sólo cinco minutos después de salir de la sala.
Sin embargo, hay que valorar que una película sin muchas pretensiones pero que maneja estupendamente los espectaculares escenarios en los que transcurre la acción, sea lo suficientemente valiente como para describirnos que finanzas, banca, dinero, préstamos, deuda, débitos, cobros, negociaciones, números, beneficios, pérdidas razonables, activos, créditos, intereses, comisiones, informes, cajas, efectivos, amortizaciones y balances positivos sean sólo eufemísticos sinónimos de una maldad que parece nacida directamente del diablo. Y es que el infierno está hecho de pagos pendientes.
Es gratificante comprobar, una vez más, cómo un actor como Clive Owen es capaz de otorgar suficiente densidad a un personaje que cualquier otro despacharía con dos carreras, un par de tomatazos en la cara y unos tiros bien dados. En su expresión desaliñada se esconde un fondo de amargura provocada por demasiadas derrotas a lo largo de su carrera de cazador de corrupciones. Sus miradas son intensas, de una profundidad severa, dejando aparcado esa sensación de ser el más listo de la clase que hemos comprobado en películas como las excelentes Plan oculto y Duplicity y aquí se aplica con seriedad, llevando él solo todo el peso de una película que no deja de ser un mero entretenimiento realizado con cierto rigor. El caso de Naomi Watts es diferente puesto que es incapaz de otorgar a su personaje más carne al no tener un papel de importancia decisiva, hasta tal punto que es apartada bruscamente del desenlace porque tiene por delante a un tipo que es un verdadero tifón.
La película está sobriamente dirigida por el alemán Tom Twyker y crea varias escenas que merecen ser recordadas. Se esfuerza en que se desprenda algo de ácido corrosivo en la escena del ascensor entre Owen y Watts y, sobre todo, dirige de manera soberbia el tiroteo en el Museo Guggenheim de Nueva York, una secuencia que se erige en centro de la película, con un manejo excepcional de la cámara y una claridad de ideas que merecería la pena poner de ejemplo a un par o tres de directores que se empeñan en trucar la acción meneando cámara a granel y sin piedad.
En cuanto a la trama en sí, hay que reconocer que es apasionante seguir el desarrollo de los acontecimientos, la intriga está servida y hay un ritmo trepidante que consigue atrapar al espectador. El defecto simplemente radica en que es una de esas películas en las que uno se lo pasa tan bien que el tiempo apenas cuenta pero que se olvida de ella tan sólo cinco minutos después de salir de la sala.
Sin embargo, hay que valorar que una película sin muchas pretensiones pero que maneja estupendamente los espectaculares escenarios en los que transcurre la acción, sea lo suficientemente valiente como para describirnos que finanzas, banca, dinero, préstamos, deuda, débitos, cobros, negociaciones, números, beneficios, pérdidas razonables, activos, créditos, intereses, comisiones, informes, cajas, efectivos, amortizaciones y balances positivos sean sólo eufemísticos sinónimos de una maldad que parece nacida directamente del diablo. Y es que el infierno está hecho de pagos pendientes.