jueves, 30 de abril de 2020

EL SARGENTO INMORTAL (1943), de John M. Stahl


Mañana, día 1 de mayo, festividad del trabajo, no habrá artículo. Volveremos de nuevo el martes 5 para seguir hablando sobre cine y recomendar tantas películas que aún quedan por ver. No dejéis de hacerlo.

Puede que el desierto no sea el lugar más indicado para un hombre que siempre ha destacado por su falta de iniciativa. Tal vez, la única decisión que tomó a conciencia fue la de alistarse en el ejército para combatir en el frente. Todo lo demás ha sido una continua espera en su destino. Nunca pudo escribir la novela con la que soñaba. Nunca fue capaz de declararle su amor a la chica de la que estaba enamorado. Incluso cuando se alistó, pudo pedir el ingreso como oficial y prefirió ser soldado raso por el pánico que siente a tomar decisiones. Sin embargo, allí, en la nada, en las noches heladoras y los días inundados de calor, aprenderá a ir hacia adelante con todo. El ejemplo lo tenía ahí mismo, en un sargento resabiado, de esos que parece que han estado en mil guerras y han sobrevivido a todas. En ese tipo que podría haberse cogido la jubilación del ejército y estar descansando en el salón de su casa y que ha preferido estar en el frente, intentando salvar las vidas de los soldados a su cargo y poniendo eso por encima de todo. Quizá ése sea el secreto de la inmortalidad.
Las situaciones desesperadas son las que descubren a los mejores hombres y Colin Spencer debe tomar el mando en determinado momento. Y, a pesar de que vacila, intenta siempre imaginar qué es lo que hubiese dicho o hecho ese sargento que tanta confianza tuvo en él. Las tormentas de arena no le podrán detener. Tampoco las noches emboscadas en un oasis que contiene el agua que han agotado. Ni siquiera las afirmaciones agoreras de un maldito compañero van a poder con su moral. Colin se lo pensará, con calma, con el sudor en la piel y el miedo pegado al cuerpo, pero actuará porque es la única salida para volver a estar frente a la mujer que ama y decírselo cara a cara. Adelante, siempre adelante. Y con la sorpresa en la recámara. No regresarán todos, pero el intento habrá merecido la pena.
Henry Fonda consigue transmitir la angustia que siente Colin Spencer al tener que liderar a unos pocos hombres que sólo quieren sobrevivir. Thomas Mitchell habla con los ojos de ese sargento que es guía en todo lo que ha hecho y parece que vuelve de entre los muertos para seguir cuidando de su pelotón. Maureen O´Hara, bellísima, sólo espera que ese chico tímido y que se menosprecia a sí mismo consiga reunir el suficiente valor para acabar con los alemanes y empezar con su amor. John Stahl logra una película llena de originalidad y talento, con una emboscada imposible en medio de una tormenta de arena como secuencia a recordar. Y, mientras tanto, Colin Spencer va a tener que trabajar muchísimo para ser todo un hombre.

miércoles, 29 de abril de 2020

CÓMO MATAR A LA PROPIA ESPOSA (1965), de Richard Quine


Bash Brannigan es el hombre perfecto. Las mujeres caen rendidas a sus pies debido a su inevitable encanto y a su gusto por la aventura. Siempre sabe desenfundar primero y besar después y eso, a las chicas, les encanta. Su dureza es puro estilo y su clase es una marca de nacimiento. Cumple con su trabajo a la perfección y aún tiene tiempo para una o dos conquistas. No hay nadie como él. Sin embargo, hay un pequeño problema. Es muy pequeño, apenas una insignificancia. El problema es que Bash Brannigan no existe.
El que sí existe, aunque lleva una idílica vida de soltero, es Stanley Ford. Es un dibujante y el creador del personaje de Bash Brannigan, pero, como tantos otros artistas, él vierte en su criatura todo lo que aspira a ser. Sus tiras de cómic son leídas por cientos de miles de seguidores en todo el país que ansían una nueva aventura de su espía favorito. Y Stanley les complace porque su imaginación no tiene límites. Sin embargo, hay un pequeño problema. Es muy pequeño, apenas una insignificancia. El problema es que, en una noche de juerga, Stanley se casa con una mujer a la que no conoce.
Y aquí empieza el lío porque Bash Brannigan se encuentra, de repente, casado con una italiana que no habla ni una palabra de inglés, y pasa a ser un mediocre con poco encanto. Stanley comienza a pergeñar un maquiavélico plan para acabar de una vez con esa italiana preciosa, pero a la que no entiende. Tal vez, el problema es que Stanley se cree demasiado que es Bash…y viceversa. Los equívocos se suceden. Las cosas se enredan. La chica es encantadora y parece perfecta para Bash que, por supuesto, domina idiomas de todo tipo, clase y condición. Pero no lo es para Stanley, que sólo ansía con volver a su vidita de soltero, cómoda, sin compromisos, levantándose a una hora tardía para ponerse delante de su tablero de dibujo e idear una nueva aventura para su personaje. La existencia se entremezcla con la ficción y ya no se sabe si Stanley es Bash, si Bash es Stanley o si la italiana va a morir de tanta conspiración.
No es ésta una comedia demasiado conocida de Jack Lemmon, pero hay que reconocer que sí es divertida. Con Richard Quine a los mandos, el actor ofrece uno de sus recitales interpretativos, dispuesto a hacer que la mediocridad sea todo un arte en la piel de ese Stanley Ford que, en realidad, es pura frustración desahogada a través de su querido cómic. A su lado, no hay que olvidar al sirviente Terry Thomas, a la italiana Virna Lisi que acaba por ser adorable, a Claire Trevor en un divertido papel y al malentendido que hace que la propia esposa crea que va a ser asesinada simplemente porque se le pasa por la cabeza a alguien que no existe. ¿O sí? No hagan mucho caso de Stanley. Como se le ponga entre ceja y ceja, lo mismo les inmortaliza en alguna viñeta.

martes, 28 de abril de 2020

LA MUERTE TENÍA UN PRECIO (1965), de Sergio Leone


El dinero lo es todo. O quizá no. Puede que el dolor también se acumule dentro de las almas malvadas. O que la venganza sea un móvil tan bueno como la mayor de las recompensas. A veces, sí, a veces, el destino se alía y hace que el dinero sea el compañero del rencor. Y entonces no hay nada más bajo el sol abrasador de las tierras más áridas, de los rincones más abandonados, de las miradas más lacerantes. La cara de las casas blancas parece ofrecer insolencia contra las balas, como implorando algo de justicia, venga de quien venga. Y, en ese momento, se llega a tener la certeza de que la muerte tenía un precio.
Un duelo de sombreros en la noche, unos disparos que suenan como silbando, un eterno cabalgar por la misma desolación, un hombre sin nombre y un reputado cazador. Una alianza imposible en medio de la misma nada. Sólo para atrapar a un hombre que quiso poseer un reloj y acabó perdiendo su hombría. Creyó que se asaltaba al amor y nunca llegó a saber que el amor prefiere matarse antes que entregarse. El sol, maldito sol, vuelve locos a todos. Hace que el sudor caiga por los poros como cascadas de pánico, de incredulidad, de mentira y de remordimiento. Cosas que no se pueden curar más que con el girar de un tambor de revólver. La vida no tiene precio. La muerte, sí.
El juego de miradas y las constantes del cine de Sergio Leone tuvieron aquí su esperado duelo con el cine. El italiano consiguió que el argumento fuera un poco más allá y se participara en un sendero de motivaciones distintas, de emociones derivadas al otro lado de un cañón. En realidad, el centro de todas las tensiones es la espera, es la certeza de que el enfrentamiento se va a producir en medio del calor inaguantable, del polvo pegado a las perneras de los pantalones, de una interminable inseguridad que precipita el fracaso o el éxito. Algo que siempre ocurre cuando se ponen en juego las pasiones humanas. Y más aún cuando la pólvora es la que debe hablar.
Y, con sus rostros arrugados como el suelo del desierto harto de recibir tanta luz, Clint Eastwood y Lee Van Cleef están preparados para desenfundar, haciendo verdad cada gota de sudor, cada segundo de espera, cada precio pagado por las muertes que provocan. Al final, las cuentas cuadran y la gente podrá salir por las calles a seguir viviendo en su pobreza, pero, al menos, en paz. Mientras tanto, un hombre cabalgará hacia el horizonte con su alma alimentada por la venganza y el otro, se llenará los bolsillos con una carreta llena de muertos. Sí, toda muerte tiene un precio y no todos están dispuestos a pagarlo. Sobre todo cuando la impasibilidad es un arma más dentro del deseo de derramar sangre en medio del desierto de la ambición que, por una vez, fue un campo de batalla para agarrar la maldad, zarandearla y llenarla de agujeros.

viernes, 24 de abril de 2020

EL HOMBRE DE LA MANCHA (1972), de Arthur Hiller


Soñar con aquello que es imposible, luchar contra el enemigo invencible, alcanzar la estrella más alta hasta que el día se vea reducido a unos pocos gloriosos instantes… credo de loco que alcanza la lucidez en su insania mientras unos presos intentan matar el tiempo en una mazmorra maloliente y sucia. En realidad, el mundo es el que está loco y cuerdo es aquel que quiere guardar armas en un patio, que ve a la más bella de las princesas en medio del fango de la lujuria, que consigue creer que un trapo harapiento y medio podrido es la más fina de las sedas. Don Quijote era el otro lado del espejo de Cervantes y, sin duda, un tipo mucho más feliz. Más vale moverse en el idealismo que ya no existe que en la existencia que asesina las ideas. Y la farsa se monta entre canciones, entre frases entresacadas del inmortal clásico, entre sensaciones parecidas a las que narró el complutense en su libro contra el tiempo. No, esto no es una transposición de las letras irrepetibles, ni siquiera se acerca, es sólo un reflejo en forma de melodía.
Don Miguel de Cervantes y Saavedra, perseguido por la mala suerte, por hallarse siempre en el lugar equivocado, con la recomendación menos adecuada, en el oficio más despreciable y negado para la poesía porque es un don que Dios no le concedió. Don Alonso Quijano, hidalgo de lanza en astillero, de frágil salud e imaginación enfermiza, que cree ver castillos donde sólo hay ventas; y gigantes donde sólo hay molinos. Quizá es más dulce vivir, pervivir y sobrevivir entre las fauces de la fantasía que entre la cruel realidad que obliga a escribir con sangre y firmar con miedo. La realidad empuja hacia la evasión y, por eso, un puñado de presos se aviene a representar fragmentos que no son y pasajes transformados. Demasiada decepción en una vida en la que ganarse un mendrugo de pan es tarea para héroes de mano ligera y pies envueltos en harapos. El hombre de La Mancha sólo es uno y utiliza la pluma como adarga y el seso como rocín.
A pesar del éxito que obtuvo como obra de teatro musical y del cuidadísimo reparto con el que contó Arthur Hiller para su adaptación al cine, El hombre de La Mancha fue un sonoro fracaso porque a nadie interesó demasiado la espectacularidad de la escena en un cine lleno de trampas. Peter O´Toole y Sophia Loren realizan un trabajo esforzado, como actores que cantan y no como cantantes que actúan, y hay emoción en sus miradas, aunque, sin duda, la puesta en escena puede ser algo más discutible. Al fin y al cabo, aprehender el espíritu del ingenioso hidalgo y de su escritor es muy complicado, por no decir imposible y, de ahí, que no haya ninguna versión definitiva en cine sobre el clásico. Más aún si estamos hablando de un musical al uso, con su partitura saltando del buen humor hacia el romanticismo de la aventura que nunca tuvo el caballero andante y que tanto gastó su creador. Quizá el fracaso pueda explicarse, precisamente, porque muchos son los andantes y muy pocos los caballeros.  

jueves, 23 de abril de 2020

CONTRA TODO RIESGO (1984), de Taylor Hackford


Las luces ya se apagan para Terry Brogan. Ya no habrá más touchdowns, ni más yardas ganadas al contrincante. Ahora tendrá que jugar un poco a los detectives privados porque debe encontrar a la chica de un tipo sombrío y poco recomendable. El dinero manda y Brogan ya no tiene ni un céntimo. Así que va a buscarla. Y ella es deslumbrante. Nada puede compararse a ese halo de misterio que la recubre y no hay más camino que caer en sus redes. Ella es todo lo que los hombres quieren tener entre sus brazos y, además, es peligrosa. Tan peligrosa que, cuando Brogan cree que ha encontrado el verdadero amor, ella vuelve con el tipo sombrío. Y ahí es cuando empieza el enredo. Ella, desde ese momento, se convierte en un cenagal oscuro, impenetrable, lleno de aristas, imprevisible, irresistible. Brogan se hace preguntas y encuentra muy pocas respuestas en ella más allá de sus ojos, de su cuerpo, de sus labios y de su atractivo. Es un muro de contención de sentimientos y eso hace que, cuando se desborda, Brogan caiga en la irracionalidad, en enfrentarse a todos y a todo. Incluso a ella.
Puede que la maldad sea tan impensable que comience a ser algo realmente atrayente. Y los personajes de esta película caminan peligrosamente por el borde mismo de la simpatía para el espectador. Eso hace que la incomodidad se adueñe de las sensaciones y no sea una película fácil. Al fin y al cabo, cuando crees que tienes las riendas de lo que está contando, la historia huye con otro y no acabas de comprenderlo. Siempre hay un giro de guión a la vuelta del siguiente fotograma y acompañas a Jeff Bridges, Rachel Ward y James Woods como si fueras el cuarto componente de un trío con el que sólo tienes derecho a mirar. Al final, la conclusión es inevitable. Las princesas no existen, pero sí se construyen en la imaginación calenturienta de los hombres. Se desea lo que no se tiene y esta mujer, inalcanzable y lejana, no pertenece a nadie. Ni siquiera durante las dos semanas en las que parece que el paraíso se halla alrededor de un tipo al que persigue la mala suerte…o las malas compañías. En cualquier caso, hay que elegir bien las amistades. En una de estas te pueden meter en un lío del que no sabrás cómo salir.
Contra todo riesgo es una versión digna de la maravillosa Retorno al pasado, de Jacques Tourneur, porque sabe agarrar elementos de ésta y adaptarlos a la estética y circunstancias de los años ochenta y alterar convenientemente el desenlace para que la sorpresa no deje de estar presente. Rodada con precisión, con imágenes muy cuidadas y con un inolvidable tema principal de Phil Collins, ha permanecido en el ostracismo durante muchos años y, tal vez, merezca una segunda oportunidad. Aunque a la primera ocasión, nos propine un bofetazo en la cara y nos abandone para irse por los oscuros terrenos de lo menos recomendable.

miércoles, 22 de abril de 2020

SOLA EN LA OSCURIDAD (1967), de Terence Young


La oscuridad tiene vida propia. Es un abismo de imprecisión que se abre cuando no se puede ver, cuando estamos privados de uno de los sentidos que más se aprecia en un interior que, extrañamente, se revuelve cuando ha de creer que, más allá del siguiente centímetro, hay algo. Puede ser un mueble, puede ser la nevera, puede ser una inocente muñeca, puede ser la soledad, puede ser el aislamiento, puede ser una escalera, puede ser el silencio más amenazador…y puede ser la muerte. Sí, puede que esté ahí mismo, acechando con sus garras sin piedad, con el rostro de un hombre impasible que desea algo por encima de todo. A este lado, sólo una mujer. Valiente, aunque quizá no lo sepa. Única, aunque quizá no lo piense. Decidida, aunque quizá no lo crea. Tendrá que moverse en una oscuridad que, para ella, ya comienza a ser rutina y, lo que es peor, deberá hacerlo sola, sin ayuda de nadie. Y los malvados van a sitiar su casa hasta que sus gritos queden afónicos y su terror sea inútil.
No ha sido fácil para ella desde el accidente. Todo se sumergió en las sombras y la vida, en cierto modo, dejó de tener sentido. Ahora está recuperando las ganas de seguir adelante, pero una noche eterna se cierne sobre ella, porque el tiempo se hace mucho, mucho más largo cuando el pánico forma parte del ambiente. Sin embargo, ella, haciendo gala de su inteligencia, intentará aliarse con la oscuridad porque convive con la ceguera y, hasta cierto punto, sabe manejarla. Las voces suenan en su interior y ella se adentra en el bosque de palabras para encontrar la escasa sinceridad que hay en el mundo. Cualquier inflexión puede ser una trampa. Cualquier expresión de más, una empalizada contra el sentido común. Susy es una heroína sin visión de futuro, pero sabe leer como nadie en el interior de las personas.
Hay que destacar, sin dudarlo ni por un instante, el trabajo que realizan como secundarios Richard Crenna, Alan Arkin y Jack Weston. Demuestran seguridad, aplomo, capacidad, trazando a sus personajes con las aristas propias que delatan que la maldad no tiene sólo una cara. Sin embargo, esta película, posiblemente, sea el último gran trabajo de Audrey Hepburn en un papel hecho a su medida. Ella ya, de por sí, proporciona el aire de fuerte fragilidad, de indestructible resistencia, de acerada debilidad y de recios recursos tras la barrera de negrura en la que el destino la ha encerrado. Enorme, como actriz y como mujer, Audrey Hepburn traspasa la escena con su miedo, con su indefensión, con su enorme categoría y con la certeza de que la soledad quizá sea aún más temible que la propia oscuridad. Tal vez, la dirección de Terence Young no sea lo mejor de la película, con una puesta en escena que no esconde su origen teatral, pero que parece trasladada con cierta desgana, como intentando que no se note mucho el encanto de su actriz protagonista. No importa porque, en algunos momentos, incluso deseamos compartir esa oscuridad con alguien como Audrey Hepburn.

martes, 21 de abril de 2020

LOS FISGONES (Sneakers) (1992), de Phil Alden Robinson


De vez en cuando, existe algún adulto suelto en la jungla urbana que se ha negado a perder toda la rebeldía juvenil que le embargó años atrás. Ni siquiera se expresa igual. Antes, el afán era cambiar el mundo, hacer algo realmente fundamental para que las cosas fueran diferentes. Ahora es posible que el objetivo sea saltarse algunas reglas de seguridad con otros compañeros y con el dinero como motivación. Sí, ese mismo dinero contra el que se luchó en la juventud, con consignas repetidas hasta la saciedad, ingenuas y combativas e irrealizables. La vida es así. Consigue acomodar a los más contestatarios, aunque, alguna que otra vez, da un respiro emparejando a unos rebeldes con otros. Quizá para recordar de que ese punto, esa nimiedad de ir contracorriente, no debe perderse nunca.
Y aquí, unos genios de la informática primitiva tienen que enfrentarse con su pasado, con el gobierno, con viejos amigos que nunca lo fueron, con velocidades milimétricas, con programas revolucionarios y con ordenadores del pleistoceno. Aún así, todo funciona porque la acción está en el suspense, en la aventura, en la certeza de que, no mucho tiempo atrás, había profesionales que sabían muy bien lo que hacían y que eran capaces de pedir bisoñamente paz a los hombres de buena voluntad. Puede que sean ciegos en un mundo de múltiples visiones que ya estaba llamando a la puerta. Puede que, simplemente, sean delincuentes que han encontrado un resquicio para la adaptación para una vida legal. Lo cierto es que saben qué cables cortar, qué apoyos prestar y qué utilidad dar.
No cabe duda de que una película con un reparto que incluye a Robert Redford, Sidney Poitier, Mary McDonnell, River Phoenix, Dan Aykroyd, Ben Kingsley y David Strathairn tiene muchas claves para empezar a ser atractiva. Ésta no es una película ambiciosa, pero consigue sus objetivos de entretener, de mantener al público en vilo con situaciones extremas, de hacer creer que, ya por entonces, todo estaba controlado por un buen montón de chips. La dirección de Phil Alden Robinson es segura y sobria, con algún que otro derrape a manos de ciegos al volante, pero todo el conjunto es efectivo, intrigante y sorprendente. No es poco para venir de una trama que habla de unos tipos que lo tienen todo controlado a través de teclados, vídeos y trampas.
Así que ahí están esos granujas que, no importa cuál sea su especialidad, tienen mucha clase, poseen humor para que nada sea demasiado trascendente a pesar de que produce miedo que lo que plantea la película puede llegar a ocurrir, visitan la diversión con cada una de las pruebas que se les pone por delante y, por supuesto, son un lujo para cualquier espectador que aún se emocione con las presencias de una historia. Fisgar ya ha pasado a ser una profesión que, incluso, se ejerce gratis y puede que estos piratas de la seguridad no tengan mucho futuro, pero hay que reconocer que dos o tres sonrisas de complicidad e ironía saben despertar. Fue el principio del mundo del mañana y, echando la vista atrás, se llega a tener nostalgia de ellos.

viernes, 17 de abril de 2020

MICHAEL CLAYTON (2007), de Tony Gilroy


De repente, todo salta por los aires. Y quizá sea el momento de hacer una recapitulación y situar a la vida en su sitio exacto. Ser un picapleitos especializado en arreglos de tipo económico no es precisamente el mejor oficio del mundo. Hay que conocer los resquicios de la ley, decir medias verdades o no decir ninguna, tratar de conseguir lo mejor para el cliente y que pueda, ante todo y sobre todo, escurrir el bulto. Por si fuera poco, las deudas acosan y la mirada se va tornando más y más amarga. No, Michael Clayton no es ni la mitad del hombre que soñó ser y ahora se está dando cuenta. Además está obligado a asistir a la destrucción de Arthur Edens, uno de sus mejores amigos que ha perdido la cabeza porque, sencillamente, ya no puede más. Todo hombre tiene un límite y Arthur ha llegado al suyo. No puede fingir ya que es justo lo que no lo es, no puede luchar por los intereses de un puñado de clientes corruptos. Y Michael se está dando cuenta de que es muy posible que él mismo acabe como Arthur. Sobre todo si tiene que luchar contra auténticos tiburones sin escrúpulos, capaces de llegar a todo, como esa mujer, Karen Crowder. La mirada de Michael empieza a no ser amarga, sino decidida. Va a hacer un último y definitivo arreglo, va a hacer justicia sin necesidad de pisar una corte judicial, va a dejar las cosas en su sitio y no le va a importar arrastrar a quien haga falta.
Y es que Michael ha aprendido que la vida es un continuo cambalache, un trato sin final que intenta sacar el máximo beneficio consiguiéndolo en muy pocas ocasiones. Porque hay que prescindir de los sentimientos si quieres salir adelante y Michael comienza a creer que eso es un precio demasiado alto para la supervivencia. Si hay que acabar con todo, se hace y ya está. Se empieza de nuevo. Se vuelve a ver a la gente ir a trabajar, cumplir con sus obligaciones, terminando el día como héroes que tratan de volver a casa con la conciencia tranquila. Esa última mirada, larguísima y prolongada, sobre el rostro de Michael dice muchas cosas porque hay desengaño, hay hastío, hay desprecio…pero también hay muchísima satisfacción porque, por una vez, Michael Clayton, el abogado de tratos, ha hecho lo correcto, por muy cruel que parezca.
Michael Clayton es una maravillosa película que nos regala unas interpretaciones extraordinarias de George Clooney, Tom Wilkinson y Tilda Swinton en los principales papeles. En ellos se da toda la confusión y la contradicción de hombres y mujeres que se mueven en mundos de corrupción y que tratan de que no llegue a afectarles más de lo necesario el barro de la deshonra interior, esa vocecilla que determina si uno debe sentirse culpable por lo que hace o no. Difícil es reconciliarse con ella cuando se convierte en un grito que clama por la corrección y la verdad en una existencia plagada de mentiras, de palabrería sin sentido, de nada seguida de ceros. Es toda una lección de cine y de vida y un serio aviso de la forma en la que dirigimos nuestros pasos sin reparar en las consecuencias propias y ajenas.

jueves, 16 de abril de 2020

FAMILY PLOT (La trama) (1976), de Alfred Hitchcock


Uuuuuuuhhh…Henry….guíame a través de las tinieblas del más allá para encontrar justo aquello que mis clientes quieren oír. No te entiendo, Henry. La adinerada señora Rainbird está aquí y espera tener noticias del hijo abandonado de su hermana. ¡Y ofrece diez mil dólares por saber algo! Henry…la verdad, aunque seas un espíritu que no existe, es una ocasión que no podemos rechazar. Así que tendremos que ponernos manos a la obra. O sea, que lo investigue George. Sí, sí, ya sé. George es un poco patán, pero es más listo de lo que parece y, además, muy perseverante cuando hay billetes de por medio. A mí es un hombre que me encanta. Tanto o más que esa sombra reconocible que está detrás de la puerta del negociado de “Nacimientos y defunciones”. Y será cuestión de ir a cementerios, intercambiar información con gente poco recomendable…pues eso. Henry, George, o quienquiera que se ponga a husmear, habrá peligro, pero no os preocupéis. Eso es algo nimio para una vidente como Madame Blanche Tyler.
El secuestro siempre ha sido un buen negocio. Y más aún cuando las pistas que se dejan son mínimas. No vale con ser un joyero de buena posición. Hay que amasar más dinero de toda esa gente que se las da de querer hacer un bien público y, en realidad, son bastante cínicos. ¿Y qué es el secuestro sino una forma de cinismo con muchos ceros? La pista se pierde y un diamante del tamaño de un dedo gordo bien vale un poco de luz. Es como el entretenimiento con alguna que otra nota de humor que se saca de la manga un director que se hallaba ya al final de su carrera y que el cine había dejado de divertirle. Ya no era ese genio creador de turbadoras historias inquietantes. El tiempo realizó su función y le convirtió en un anciano deseoso de no dejar de sonreír, intacto en su técnica y leve en su construcción. Y aquí, ese anciano llamado Hitchcock no es Hitchcock…pero aún es Hitchcock.
Y es que los secretos se guardan detrás de las paredes, y el engaño se instala con tanta convicción que hay tragaderas para buscar a un espíritu en la cocina. Quizá haya un cabo o dos que estén sueltos, pero lo importante es acabar sintiendo simpatía por esa pareja de pícaros compuesta por la vidente y el taxista y alegrarse por el castigo que reciben el joyero y su cómplice. No hay palabras. Ni siquiera explicaciones. Sólo un guiño al espectador para confirmar que todo es una broma de cierta gracia. Con lápidas nuevas, con lápidas viejas, con malvados al borde de pasarse al lado más oscuro e ingenuos timadores que sólo buscan un golpe de suerte para dejar de ver lo que no ven y contar mentiras que, en realidad, son investigaciones. El detective privado transformado en médium. Las cosas que hay que ver. O las que no. ¿Quién sabe? Fue el último adiós de un genio del cine que parecía susurrarnos al oído que estuvo encantado de conocernos y que fue todo un placer.

miércoles, 15 de abril de 2020

SÁBADO TRÁGICO (1955), de Richard Fleischer



Por debajo de la piel de asfalto de una pequeña ciudad minera yacen algunas pasiones desbocadas. Ahí está, por ejemplo, el apoderado del único banco de la localidad, que, tras esa apariencia de burócrata eficiente y algo apocado, se mueve un tipo que fantasea sexualmente con la enfermera del hospital de mineros. Al mismo tiempo, ella también sueña con conquistar al hijo del propietario de la mina y éste, como no podía ser menos, busca respuestas en el fondo de un vaso de whisky porque su matrimonio es un auténtico desastre. Su mujer se dedica a jugar al golf y algo más con el profesional más reputado de la zona. Un chaval se avergüenza de que su padre, ingeniero de minas, no haya combatido en la Segunda Guerra Mundial. Una familia amish trata de vivir en paz en su granja sin meterse con nadie. Y enmarcándolo todo, como si fuese una carretera de circunvalación tortuosa, tres individuos han llegado para perpetrar un atraco cuidadosamente planeado. No falta de nada en esta aparentemente tranquila ciudad del interior. Ni siquiera a la honrada empleada que perpetra un hurto de vez en cuando para redondear su salario.
Y en ese color, en esa especie de tejido melodramático que parece recordar al gran Douglas Sirk, hay una cierta atmósfera de inquietud, como si el hecho de que las piezas no encajaran como debieran fuera algo incómodo y difícil de tragar. El trasiego diario y el esfuerzo de las personas por intentar ser felices resultan nimiedades cuando se rasca en la apacible superficie de edificios, asfalto y campo. Todo está embarrado por la ambición, por el deseo, por la envidia, por la falsedad, por el fracaso. El mundo es bonito, pero está hecho de fealdades y la gente es la encargada de fabricarlas.
Esta película está repleta de curiosidades que hacen de ella una pequeña joya escondida en medio del cine americano de los años cincuenta. Resulta una cinta rodada en cinemascope, con una primorosa fotografía en color y con un reparto lleno de caras conocidas que fue financiada con un presupuesto de película de serie B. Por otro lado, cuando se estrenó, fue también duramente criticada por su exceso de violencia aunque es posible que lo fuera por su osadía moral al mostrar una serie de represiones que alcanzaban absolutamente a todos los personajes, incluidos los expertos ladrones. En su reparto se incluyen nombres tan notables como los de Stephen McNally, Richard Egan, Carrol Naish, Lee Marvin (perfecto como uno de los atracadores que combina un inhalador para la nariz con la absorción de droga), Ernest Borgnine, Tommy Noonan y Brad Dexter (lo de Victor Mature es una suerte porque su papel tiene cierta importancia, pero aparece más bien poco) y actrices que aparecen bellísimas, exhibiendo clase a cada paso, como Virginia Leith o Margaret Hayes y, tras las cámaras, Richard Fleischer se luce con una dirección medida, nada precipitada a pesar de que la duración no llega a la hora y media. Toda una sorpresa escondida a la que se debería prestar algo más de atención.
Y es que, tal vez así, podríamos tener conciencia de que un apacible sábado, en cualquier lugar perdido en el que se trabaja, se ama, se pierde y se disfruta, puede esconder toda una hoguera de pasiones, vanidades y violencias que llevan a pensar que hay que aprovechar el día. Ya no habrá otro igual.

martes, 14 de abril de 2020

SALVAD AL TIGRE (1973), de John G. Avildsen



Un día y medio en la vida de Harry Stoner es casi toda una razón a la que aplaudir cuando se tiene ocasión de verla. Quizá no ha sido un tipo con demasiada suerte. Ya se sabe. Primero vino la guerra e ir a combatir a algún campo de batalla desquiciado con las balas silbando alrededor. Y aún así, su actitud se podría comparar a la del tigre porque nunca dejó de soñar en aquellos días de furia y sangre. Creyó que podría llevar adelante un proyecto de vida a través de un negocio que, sin duda, crecería con el tiempo. Pero todo se ha ido despedazando poco a poco. Está cansado de luchar…aunque no baje los brazos. No sabe qué rumbo tomar ahora que su empresa está a punto de ir a la quiebra. Puede salvarla, pero si lo hace, tendrá que renunciar a todos sus convencimientos morales. Y no es fácil para un hombre como Harry enfrentarse a ese dilema. O toda una vida de trabajo, o toda una vida de convicciones. Siempre creyó que la honestidad era suficiente como para vivir…siempre que hubiera un trabajo sólido que la respaldase.  Y la única verdad es que el mundo ha cambiado demasiado desde que se forjaron aquellos sueños de prosperidad y estabilidad. Ya no hay nada seguro, ya no hay nada a lo que agarrarse. Todo es corrupción moral dentro de una sociedad a la que Harry no está muy seguro de pertenecer. Incluso la locura parece que asoma tímidamente en su mente aunque trate de apartarla a manotazos. Lo que está claro es que, igual que el tigre, Harry no se va a rendir así como así. Pervivirá, supervivirá, vivirá. Sólo por mantener la mirada objetiva sobre el más oscuro de los futuros.  
Son tiempos de provocación, de mediocridad, de cansancio agotador, de lucha inútil y de principios destruidos. Y el grandísimo Jack Lemmon, con sus expresiones, sus posturas, sus diálogos y su creación al más alto nivel, nos introduce en la piel de este luchador que se sitúa entre la espada de los negocios y la pared de sus creencias morales. El resultado es uno de esos en los que el actor se eleva por encima de la película y la sobrevuela, con una sabiduría excepcional y única. Y tenemos el convencimiento de que, en el interior de su personaje, las cosas no son como las habíamos imaginado, de que la derrota acecha en cualquier vuelta de esquina, de que nos podríamos quedar pegados al asfalto si dejamos que todo nos devore y nos anule. Por esa y por muchas razones más, es necesario salvar al tigre, al hombre de clase media que no deja de ponerse la ropa de combate cada mañana, intentando encontrar soluciones a muchos, muchos problemas y tomando cientos de decisiones diarias con las que el más mínimo fallo puede significar el fracaso. Y ése, quizá, sea el mayor de los miedos. Tal vez sea una película para ver muy de cerca con la mediana edad, cuando el perro está dormido, la luz es muy tenue y reina el silencio por toda la casa. Así veremos cuán cerca podríamos estar de alguien tan al borde del abismo como Harry Stoner.

miércoles, 8 de abril de 2020

ELEMENTAL, DOCTOR FREUD (1976), de Herbert Ross


Esta vez sí vamos a cerrar el blog hasta el martes día catorce de abril. Tomaremos un descanso para reflexionar y despejar un poco la mente sin necesidad de acudir a la solución al siete por ciento. Ved cine, no dejéis de hacerlo. Coloca ideas, abre horizontes, permite viajar y, sin despegar los pies del suelo, también soñar. Un abrazo para todos.

No cabe duda de que el doctor John Watson es un gran amigo. Preocupado por la salud de Sherlock Holmes y sabedor de la enfermiza obsesión que sitúa al Profesor Moriarty en el centro del mal de Londres y del mundo, deja un puñado de pistas falsas para que al gran detective le entren ganas de viajar hasta Viena y entrar en la casa de un doctor que, parece, está revolucionando el psicoanálisis. Toda la culpa la tiene esa maldita solución al siete por ciento de cocaína que hace que el más insigne detective de todos los tiempos sufra de alucinaciones e imagine conspiraciones que, en realidad, son puras manifestaciones de su subconsciente. Sin embargo, hay otro elemento que hace que, tras la dura experiencia de la abstinencia, Holmes vuelva a tener interés en resolver otro misterio insondable de la maldad humana.
El doctor Sigmund Freud es un hombre inteligente que no duda en auxiliar a Holmes en sus pesquisas a pesar de que él también tiene otro misterio que resolver en la enmarañada mente de su paciente. De esa manera, viajamos por los bajos fondos de Viena, inmersos en una conspiración real, basada en la increíble y magnética belleza de una mujer admirable, con trampas a la vuelta de cada esquina, desafíos imposibles que se resuelven con una partida de paddle en su forma más primitiva y elegante, incursiones extrañas por encopetados prostíbulos de recargado barroquismo, aventuras trepidantes que incluyen el robo de una locomotora y la alocada persecución a través de caminos de hierro…todo es poco para acabar con esa adicción maldita que asola a la mente más brillante de nuestros tiempos. Watson es el culpable. Watson es el amigo.
Resulta atrayente que se sitúe una investigación del gran Sherlock Holmes con la inestimable ayuda de Sigmund Freud en la Viena de finales del siglo pasado. Ambos, en cierta manera, son locos de teorías abrumadoramente deductivas, que buscan el encaje de los mecanismos mentales de sus rivales, en un caso, y de su paciente y amigo por el otro. Watson, por una vez, no es un mero comparsa sino también un hombre de decisión firme e inteligente, que toma la iniciativa en más de una ocasión y que hace que sea evidente que todo sea elemental, doctor Watson o, en este caso, doctor Freud.
Con una lujosa puesta en escena, Herbert Ross puso en pie esta adaptación de la exitosa novela de Nicholas Meyer que contó con Nicol Williamson en la piel de Holmes, un atípico y estupendo Robert Duvall como Watson y un acertadísimo Alan Arkin como el genio vienés de la psiquiatría. Alrededor, y en papeles casi episódicos, colocó a Vanessa Redgrave, Samantha Eggar y Joel Grey para que la producción tuviera un empaque interpretativo, tal vez, algo desaprovechado, pero, sin duda, atrayente. Y consigue que corramos al lado de Holmes, gritando por encontrar pistas; que comprendamos la angustia de un Watson ya casado y viviendo lejos del 221 B de Baker Street; y que compartamos la pesquisa por los resquicios de la mente del doctor Sigmund Freud, fascinado por los mecanismos de la maldad y las razones del trauma al igual que un investigador obsesionado por encontrar un culpable. Quizá, sin tener demasiadas pretensiones, podamos disfrutar de esta película echados en una tumbona y dejando que la suave brisa de un río inunde nuestras ganas de vivir. La tranquilidad de vivir sin la solución al siete por ciento no tiene límite. Y Holmes sabe que, de vez en cuando, hay que tocar el violín para poner las ideas en orden.

martes, 7 de abril de 2020

36 HORAS (1965), de George Seaton



Son tiempos de paz. Las heridas sanan. Las cicatrices están latentes, pero siempre recuerdan las batallas que se han librado. Nada impide que se pueda hablar del pasado. Al fin y al cabo, el ambiente en un hospital de convalecientes tiene que ser relajado, tranquilo, con una invitación a hablar que flota en el aire. La salida de un coma profundo debe ser una experiencia transitoria y sin traumas. Sólo es necesario salir a la terraza, respirar el aire puro de la paz y dejar que los pulmones recuerden lo maravilloso que es cerrar los ojos y ver el cielo lleno de pájaros libres que pían en su libertad. Ya no hay bombas. Ya no hay carreras apresuradas para meterse en un sótano. No existe esa sensación de vida frágil en tiempo de guerra. Sólo hay que tumbarse y soñar. Y hablar, sobre todo, hablar.
Sin embargo, no todo es lo que parece. Un detalle allí. Otro allá. Algo no está del todo encajado en esta nueva vida ideal después de las heridas. Quizá todo sea demasiado perfecto. Incluso la enfermera es perfecta. Algo chirría y no se sabe muy bien qué es. El Mayor Jefferson Pike se está dando cuenta, pero es incapaz de formularlo. Todos quieren que hable mucho para que los mecanismos mentales se reactiven. Especialmente de determinado día en una playa de Normandía.
No, esto no funciona así. La paz está para vivirla y no para recordar los tiempos de muerte. Hay algo maquiavélico en este ensueño de tranquilidad y reposo. Día y medio aquí y todos se cuentan sus batallitas, como si quisieran revivir los días de horror y sangre y deleitarse con ello. Pike sabe que el dolor se guarda más y se narra menos. Parece como si todos quisieran escuchar su experiencia en el día D. Y sabe muy bien que el silencio suele ser un buen aliado. Nada es real. Nada es tan ideal.
James Garner, Eva Marie Saint y Rod Taylor dieron forma a este melodrama bélico basado en la mentira, en la apariencia, en el tejido de una trampa brillante que quiere tomar el atajo más corto para vencer a los aliados. Al fin y al cabo, el teatro siempre ha sido un arma poderosa para alcanzar la victoria y, en esta ocasión, todo debe de estar milimétricamente ensayado. George Seaton supo ver el atractivo de una historia que, en realidad, son dos y que trata de entretener por encima de todo aunque haya algún olvido en el montaje que hace que todo parezca más simple de lo que realmente podría haber sido.  
Y es que no es fácil imprimir unos cuantos periódicos falsos para dar más veracidad al paraíso, o dar noticias sobre un presidente que no existe porque Roosevelt al fin se ha retirado y disfruta de un descanso merecido en algún lugar del sur de Estados Unidos. La mentira, ante todo, debe ser creíble, si no, pierde su esencia. Y, en este caso, hay que mentir con convicción, diciendo la verdad. Van a ser treinta y seis horas muy largas. Unos van a querer una información que cambie la historia. Otros van a reunir muchas falsedades para darse cuenta de que aún queda mucho para vencer. Y, en medio, la tensión será el auténtico campo de batalla.

lunes, 6 de abril de 2020

LAS BALLENAS DE AGOSTO (1987), de Lindsay Anderson



El tiempo ha pasado ya hace tiempo. Y Libby y Sarah siguen en esa preciosa casa en la costa de Maine, donde, muchos años atrás, la familia pasaba sus alegres veranos alejados de la ruidosa Philadelphia. Aún es hermoso mirar por la ventana y ver el mar, siempre en calma, esperando la venida de las dos ancianas a ese lugar donde el cielo y la tierra se unen. Y esperar…esperar a que asome alguna de las ballenas que, por el mes de agosto, suelen acercarse a saludar a aquellos que han tenido la paciencia de aguardarlas. Sarah aún tiene muchas ganas de vivir, de seguir abriendo los ojos desmesuradamente, maravillándose de la belleza que significa seguir viva un día más. Libby necesita cuidados. Y el reloj de arena se agota. Demasiados años, demasiados días, demasiados agostos. Por allí, en un toque especial, también aparece un aristócrata ruso que se ha afincado por la zona y que, de vez en cuando, hace una visita a las dos ancianas. Y les enseña a admirar la luz de la luna, que nunca se gasta, a pesar de que las arrugas también parecen dibujarse sobre ella. Es vivir el instante. Es mirar siempre hacia adelante por mucho atrás que haya. Sarah lo sabe. Libby ya no.
Es un último verano, allí en Maine. Las decepciones de la vida no pueden hacer daño a quien ha vivido tanto y ha visto de tal modo que los ojos son pura sabiduría y tranquilidad. Y el encanto aún pervive en esas mujeres que saben que aquel pájaro que sobrevuela la playa puede ser una de las últimas imágenes que van a ver. Estar allí, en la costa de Maine, las retrotrae hasta la alegría de los juegos de la infancia, hasta la coquetería de la juventud, hasta la amargura de la madurez. Aquel cielo, aquellas aguas han sido testigos de sus ilusiones, de sus frustraciones, de sus desconfianzas, de sus pérdidas, de sus días sin noche y de sus noches eternas. En medio de un drama pequeño de vida muy larga, Bette Davis, Lillian Gish y Vincent Price dan un par de lecciones sobre la interpretación y sobre la vida. Con gestos, con silencios, con rutinas que nos hablan de todo su pasado y del corto futuro que les espera. La dirección de Lindsay Anderson es calmada, contemplativa, sobria, sin estridencias, dejando que el milagro ocurra ante los ojos del espectador y de la siempre inquisidora retina de la cámara. Y de alguna manera misteriosa, casi mágica, uno se pueda dar cuenta de que esto es mucho más que el canto del cisne de unas cuantas viejas glorias. Es también una lección de vida que no es nada fácil de seguir. Se trata simplemente de sentarse en una silla y esperar a la muerte, o ir al encuentro de la vida. Y ellos, con sus trabajos repletos de talento y de fuerza, saben transmitirnos el mensaje. Las ballenas acabarán apareciendo, pero, mientras tanto, hay que apreciar todo lo que hay alrededor porque llegar a un nuevo día es toda una victoria.

viernes, 3 de abril de 2020

NARCISO NEGRO (1947), de Michael Powell y Emeric Pressburger


Saltándonos la norma, en esta ocasión, sí habrá artículos el lunes, martes y miércoles de la semana que viene. A pesar de estar en medio de la Semana Santa, quiero aportar un granito de arena a la situación que vivimos para, simplemente, llenar cinco minutos de vuestro día a día. 

El viento lleva consigo la locura en un risco en el que parece instalarse el tiempo. Mantener el equilibrio se antoja casi imposible cuando la felicidad de ayudar a los demás se halla tan lejos. El amor se presenta en lo prohibido y las miradas comienzan a cambiar, a ser más incisivas y menos comprensivas. Los fantasmas habitan en los rincones destartalados de lo que, un día, fue un palacio y hoy es el refugio del aire. El milagro tiene visos de hacerse realidad mientras se enseña, se trabaja, se atiende y se acoge, pero hay demasiada distancia hasta el suelo para que llegue la tranquilidad. La desolación lucha también por instalarse allí, en lo que podría haber sido un paraíso, y parece anidar en la mente de los más débiles. El amor se vive de muchas maneras y la hermana Ruth va a elegir la más tortuosa de todas.
Las noches son frías y la fe yace desterrada después de tantos meses de represión sexual, de aguantarse los sentimientos. Pasa a un tercer plano, olvidada, aguantando el viento sobrecogedor que parece borrarlo todo a su paso. El techo del mundo es demasiado inhóspito para que allí arraigue cualquier creencia. Demasiadas sombras ante la belleza que se pretende imponer. Y las dudas, siempre erosionando lo que se creía seguro e inamovible, crecen como los vértigos, tratando de hacer salir cualquier rastro de bondad, de amabilidad, de cordura y de esfuerzo. Y ese hombre, atractivo y varonil, que, de vez en cuando lleva suministros y el correo, poniendo el deseo alrededor de las tocas de monja, sin darse cuenta, sin querer llevar nada más que el consuelo y la compañía a unas mujeres admirables que han elegido el extremo para hacer el bien, convenciendo, a través de él, a todos los que se acercan hasta esa cumbre en la que no hay más que un grito continuo invitándolas a abandonar. Y eso no tiene nada que ver con lo que se cree o no se cree. Hacen falta muchos redaños para vivir en lo más alto y derramar amabilidad sobre el resto del mundo.
Es cierto que el trabajo de Deborah Kerr en esta película es muy destacable, pero no cabe duda de que el verdadero mérito se lo lleva Kathleen Byron encarnando a esa hermana Ruth que se deja vencer por la locura y por el deseo, con sus miradas atravesadas y torcidas, buscando siempre el mal en el otro y dejándose seducir por el pensamiento libidinoso, lleno de insidia y de odio. La fotografía de Jack Cardiff es otro de los principales activos de esta película que, en manos de sus directores Michael Powell y Emeric Pressburger acaba por ser una auténtica obra maestra que habla sobre los caminos de la insania, mostrados paso a paso, bordeando un abismo en el que mirar no deja de ser seductor. Al fin y al cabo, la lujuria es uno de los atajos más cortos que puede usar el diablo para hacer perder la cabeza y aquí, en ese risco cerca del cielo, parece el mejor sitio para que actúe…sólo hasta que la lluvia comience.

jueves, 2 de abril de 2020

DESVENTURAS DE UN RECLUTA INOCENTE (1987), de Mike Nichols



No cabe duda de que el sentido del humor es un arma muy poderosa. Más aún si se trata de defender el espacio vital propio. Y aún más si ocurre en el espacio reducido e ideal de un cuartel en el que hay de todo menos amor. La guerra espera al fondo, pero Eugene Jerome tiene esperanzas para no ir. Quizá el servicio militar le ofrezca otras posibilidades nimias como deshacerse de la virginidad y mostrar su inigualable potencia sexual, o ser el objeto de humillación de un sargento que parece que en su bocamanga tiene los galones cosidos con hilo de esparto. Sí, es una oportunidad única para que Eugene se cubra de cieno hasta las cejas y pruebe el fruto prohibido sin saber muy bien dónde colocar las piernas.
Neil Simon era Eugene y ésta, Desventuras de un recluta inocente, conocida teatralmente como Biloxi Blues, es una de las partes de su trilogía personal en las que rememora sus inquietudes como niño, como joven y como aspirante a autor teatral. Ahí están sus extraordinarias obras Mi querida familia y Destino: Broadway para completar el tríptico en el que habla de sí mismo, de sus sueños, de sus alegrías, de sus tristezas, de sus logros y también de sus fracasos. Y siempre con sentido del humor, riéndose de las situaciones, del permanente aprendizaje al que nos somete la vida sea cual sea la situación y la edad. En Biloxi Blues relata su servicio militar y su entrenamiento en Mississipi a la espera de ser enviado al frente con el mismo protagonista que encabezó la versión teatral, Matthew Broderick, perfecto como ese joven brillante, algo torpe, ridículo y genial que debió ser Neil Simon en su juventud.
Y es que no hay nada más estúpido que un púber vestido de soldado, jugando a las batallitas con unas armas que no comprende ni desea, en un ambiente extraño y tratando, por todos los medios, de pasar el período de instrucción en el patio de armas que supone siempre una cama. Y, por supuesto, el ingenuo Eugene-Neil probará por primera vez lo más parecido al amor.
Por el camino, Eugene va a a tener que aprender también a convivir con sus refinados compañeros de cuartel mientras atraviesa los charcos del rigor castrense mientras intentará conservar, como un tesoro, su ilusión por escribir, su inspiración y su talento. La sensación, al final, es más o menos la misma que la que cualquiera ha sentido cuando, por fin, se le da la libertad y el período termina. No hay nada que se pueda parecer a eso, con una buena mochila de experiencias a la espalda y todo el futuro que se abre por delante. Y, de paso, también disfrutamos de una buena película, con algún que otro toque dramático, con un competente reparto y una dirección correcta que, además, fue un clamoroso fracaso en su estreno sin darnos cuenta de que es todo un pasaje por las experiencias iniciáticas de un joven que sueña con tener éxito en un entorno en el que todo invita al fracaso. Y el entretenimiento nos rodea con brazos tan suaves que dejar de verla y salir al mundo exterior va a resultar muy duro.

miércoles, 1 de abril de 2020

PERMISO PARA AMAR HASTA MEDIANOCHE (1974), de Mark Rydell



Un marinero en la gran ciudad, sí. Pero aquí no hay canciones, ni bailes. Sólo amor. El que siente por una cualquiera de bar y, más tarde, por su hijo. Eso lleva a la deserción, amigo, porque sólo una mujer es capaz de hacerte dejar unas obligaciones inexcusables y caminar por las calles con la seguridad de que el mundo es tuyo, pase lo que pase. Quizá ya hayan sido demasiados años en la Armada, con demasiadas cubiertas fregadas, demasiadas revistas para comprobar que las bocas de los cañones están limpias, demasiadas guardias con la humedad calándose en lo más hondo. No, esa chica cala aún más que la humedad y el amor, el verdadero amor, aparece sin avisar, en medio de un permiso, en la mitad de la libertad de una cenicienta con el mar a la espera. Esta historia, sin duda, es muy pequeña, pero los sentimientos son tan grandes como el océano. Porque nunca se acaba la noche, porque la oscuridad se prolonga en su pelo, porque sus labios parecen a punto de prometerlo todo cuando no tiene nada que ofrecer. Sólo preocupaciones, responsabilidades y un deseo enorme de estabilidad. Y esa vida no cuadra con un marinero curtido en mil batallas. Habrá que prorrogar el permiso.
Y es que la inercia del servicio, a veces, hace que el ánimo se acomode y es difícil y duro deshacerse del uniforme. En esas ocasiones, cuando el cansancio aparece y el desánimo cunde, es cuando la patria se siente un poco menos porque, al fin y al cabo, a cambio de una vida de sacrificio y bien solitaria, el país sólo ha dado un par de distinciones coloradas y la promesa de seguir errando en busca de una guerra en algún lugar lejano, de aguas calientes y sangre de sobra. Y ella…siempre ella, está deseando encontrar un hombro en el que apoyarse, que le dé seguridad y confianza, la que le hace falta para abandonar su barco sin zarpar ahogado en viejos alientos de alcohol seco.
Así, en los rostros profundos y sentidos de James Caan y Marsha Mason, asistimos al encuentro de dos corazones genuinos, que se aman por encima de las obligaciones con tal de probar ese sentimiento en medio de su soledad. Tras las cámaras, Mark Rydell les sigue como un testigo mudo de lo que no puede ser contado, con discreción, sin apenas notarse. Es como si la vida, en esta ocasión, también quisiera pedirse un permiso para disfrutarlo en una ciudad de ficción y abandonarse al placer de amar y ser amado, como un marinero que se plantea el sentido de su existencia por su libertad de Cenicienta al lado de una perdida que intenta sobrevivir con la fealdad con la que le ha tocado seguir adelante.
Aquí no hay misterios, ni intrigas, ni disparos, ni persecuciones…toda la acción se concentra en unas horas de cariño que cambian todo. Y no importa que sean un par de perdedores porque, tal vez, saben vivir el amor de forma mucho más intensa que cualquiera. Y eso sólo lo saben hacer los que no necesitan de ningún permiso para amar mucho más allá de la medianoche.