viernes, 28 de mayo de 2010

EL SECRETO DE SANTA VITTORIA (1967), de Stanley Kramer


Esto es un pueblo. Ni más bonito, ni más feo. Es un pueblo más con una gran plaza donde se sientan los ociosos, los borrachos y los viejos. Algunos fascistas se han aprovechado de todo porque, claro, el pueblo, como todos los pueblos, tiene una riqueza, una sola: El vino. Ese vino tan especial que luego sirve para elaborar el vermut Cinzano. Mussolini ha caído. Y ahora resulta que vienen estos del uniforme gris…sí, hombre, cómo se llaman…los nazis esos…los tudescos. Y vienen a confiscar el vino. Por una entrañable confusión que sólo se da en los pueblos, los fascistas fueron apeados del poder local y fue elegido alcalde Ítalo Bombolini, y por aclamación popular además. Terrible broma en tiempos difíciles. El tal Bombolini es un vinatero que se bebe más de lo que vende. Quizá algún día fue un hombre hecho y derecho. Pero ahora es el hazmerreír del pueblo. Su mujer, Rosa, le tiene dominado porque ya no quiere saber nada de un hombre que es una cuba y que ha dejado de luchar por todo. Bombolini es presa fácil para los teutones, seguro. Aquí no cambia nada. Mussolini ha muerto, pero el fascismo sigue con la ocupación alemana.
Pero, claro, si nos fijamos un poco en el pueblo… Si nos fijamos un poco en todos los pueblos del mundo…casi siempre hay un tonto que en realidad es un listo. Y en este caso, el tonto del pueblo es Bombolini. En connivencia con un soldado desertor, con un viejo amigo de bailes juerguistas y ebrios y con un prometedor estudiante…van a esconder un millón de botellas de vino allí justo donde los nazis no puedan encontrarlas. Tampoco se olvidarán de dejar un buen cebo para que a los alemanes no les entre la comezón de la abstinencia. Bombolini, en su afán defensor de los intereses del pueblo, va ascendiendo en su particular escala de la inteligencia. El pueblo se une. Las botellas son trasladadas a mano. Todos ayudan. Todos colaboran. En realidad, ese pueblo, Santa Vittoria, ha pasado del fascismo al comunismo cooperativista, pero nadie lo sabe. Y menos que nadie los malditos nazis.
La trampa está servida cuando llegan los invasores. Bombolini actúa como el tonto pero, poco a poco, sus sentidos se van despertando, el vino empieza a ser sólo un elixir para el valor y deja de ser un refugio para la cobardía. Los nazis buscan testigos que sepan dónde está el vino. Bombolini servirá una ingeniosa trampa. Los nazis buscan las botellas. Bombolini niega que haya más botellas. Los nazis creen que la Gestapo arreglará las cosas. Bombolini sortea hábilmente con riesgo físico la tortura ataviada de amabilidad. Al final, en el aire, quedará la pregunta de un desesperado alemán: “¿Qué clase de gente son ustedes?”
Stanley Kramer dirigió “El secreto de Santa Vittoria” con un Anthony Quinn en puro estado de gracia secundado magníficamente por Anna Magnani, Hardy Kruger y Virna Lisi…no fue tan trascendente como en otras ocasiones, pero los nazis supieron que fue, en esta ocasión, un director que se sirvió un millón de botellas llenas de diversión e ingenio.

jueves, 27 de mayo de 2010

BAARÍA (2009), de Giuseppe Tornatore


Un niño corre. Corre por las calles de su pueblo siciliano. Corre como el viento antes de que la vida pase. Corre hasta que se olvida del aliento en alguna esquina pronunciada. Corre hacia el futuro que no es más que el sueño del pasado. Corre por la dignidad de hacer algo antes de que se seque un escupitajo en la calzada. Corre, niño, corre. Tal vez, te cruces con un niño que es tu padre huyendo de un tiempo que aún está por venir.
En ese castigo que es la vida imaginada, pasamos por las turbulencias de una época que corrompió a los políticos, se izaron banderas rojas pensando en revoluciones que nunca se ganaron, se dejan pasar los años que van trazando los destinos en aras de enamoramientos, partos, desgracias, costumbres, juegos, suertes y bandazos. En medio de todo, un hombre que intentó hacer mucho por los demás e hizo muy poco por aquellos que lo rodeaban. Quizás estuvo muy poco convincente. La vida debería ser entusiasmo y no decepción acentuada con algunas gracias propias de la buena gente criada en una calle que pasó del polvo al asfalto en un amén, en un periquete, en el tiempo que tarda un niño en ir corriendo al estanco a por una cajetilla de tabaco a cambio de veinte liras. El premio de la miseria.
Giuseppe Tornatore me transportó a otro mundo, lleno de emoción y ternura en Cinema Paradiso, me dejó alucinado con las disquisiciones burocráticas de un cuento casi religioso en Pura formalidad, me arrastró hacia la precisión con Malena, me endulzó hasta la saciedad con Están todos bien, me decepcionó profundamente con El hombre de las estrellas y con esta película...simplemente me deja indiferente. Y lo hace porque intenta abarcar demasiados capítulos de tres generaciones con un resultado que se antoja deslavazado, bienintencionado y vulgar. Sabe dar en la diana con unas cuantas pinceladas de costumbrismo y juega a su favor con una baza realmente ganadora como es la extraordinaria partitura de Ennio Morricone que compone una sinfonía impresionista de colorido y belleza que no deja de sonar en las dos horas y veinte minutos que dura la película. Más allá de eso, quiere parecerse demasiado al Bertolucci de Novecento y no es ni la mitad de incisivo, ni un tercio de militante. Se limita a retratar episodios, más o menos graciosos, pero que no pasan de ser ejercicios de grandeza que evidencian una mediocridad bien hecha.
No cabe duda de que habría que destacar el trabajo de Ángela Molina, que consigue adaptarse al repetitivo papel que adopta la mujer dentro de toda la historia que no es otro que el de sufrida esposa, de cocinera de aroma y pueblo y que, ante todo, es madre. Mientras tanto, Tornatore nos va haciendo desfilar ante tantas secuencias protagonizadas por tal número de personajes que ninguno de ellos está bien retratado, son marionetas con bastidores de producción lujosa y, eso sí, sigue teniendo un particular buen gusto a la hora de elegir los emplazamientos de cámara, con unos movimientos llenos de clase y dentro de la más absoluta y elogiable de las sobriedades.
Así que los años del destino van cambiando las fachadas de los comercios, las ropas de las gentes, llenando de coches las calles y vaciando de vacas las casas mientras llega un punto en el que podemos darnos cuenta de que puede que no corriéramos lo suficiente, que no estuviéramos prestos a la despedida, que no diéramos talla de hombres y que nos quedáramos en ignorancia con cultura predicada. Así llegan a lo más alto algunos políticos que, siendo corruptos, prefieren que se hable de ellos aunque sea mal porque es uno de los pasos para el futuro. Y el futuro es algo que forma parte de nosotros igual que el pasado, o igual que unas botas lustrosas, o igual que aquel beso que se quedó en el aire a medio camino entre mis labios y tu cuello.

miércoles, 26 de mayo de 2010

AEROPUERTO (1970), de George Seaton


Mientras la vida se encarga de volar, es posible que se esté tramando una catástrofe aérea como consecuencia de la más pura desesperación. Pilotos, pasajeros, directores, encargados, patrones, azafatas, sobrecargos y mozos forman en sí mismos un universo que está compuesto por varias galaxias de problemas, de cotidianeidad excesiva, de rutina engañada, de cielos abiertos y pájaros de acero. Y mientras asistimos a motores revolucionados y a decepciones desplegadas, la nieve se encargará de servir de papel para un buen montón de frustraciones.
La principal virtud de esta película dirigida por George Seaton (cuya mejor película fue una excelente y desconocida historia protagonizada por William Holden y que llevaba por título Espía por mandato) es que hay suficiente drama como para hacer seis argumentos distintos. Todos ellos entremezclados pretenden darnos a entender lo que era la vida en un aeropuerto allá por los primeros setenta (mucho, mucho antes de las prohibiciones, limitaciones y exageraciones que tenemos que soportar hoy en día para poder embarcar) dando como resultado un cuadro en el que abunda el fracaso pero en el que también podemos subir a lomos de la esperanza con sus alas de efímera felicidad. No nos confundamos, Aeropuerto es una muy entretenida película pero está algo lejos del arte. En realidad, es un melodrama bien contado con unos cuantos lances de suspense que hace que pensemos en lo que podría haber sido si en lugar de haberlo dirigido Seaton hubiera caído en las manos de, por ejemplo, Douglas Sirk. En cualquier caso, una película que incluye un reparto en el que todos, sin excepción, están muy bien y que lleva los nombres de Burt Lancaster, Dean Martin, Jean Seberg, Jacqueline Bisset, George Kennedy, Helen Hayes, Van Heflin y, posiblemente la mejor de todos ellos, Maureen Stapleton, es difícil que pueda llegar a aburrirnos y, en esta ocasión, tenemos una buena muestra de ello.
Lo cierto es que, con los años, este melodrama ha ido adquiriendo la categoría de clásico y, sin ningún lugar a dudas, es la mejor de toda la serie Aeropuerto (recordemos Aeropuerto 75, con Charlton Heston y Karen Black; o Aeropuerto 77, con Jack Lemmon y Brenda Vaccaro; o Aeropuerto 79, con Alain Delon y Silvia Kristel), la más seria, la más rigurosa, la más verdadera y la más cercana.
Facturen su equipaje, señores. El entretenimiento va a despegar. Durante la travesía tendrán ustedes un buen puñado de pequeñas historias que les harán reír, sufrir, volar, caer y saltar. No utilicen la salida de emergencia apagando sus televisores. Al fin y al cabo, siempre es interesante que nos cuenten algo sobre la vida de los demás y, en este vuelo, hay un espléndido retrato de fracasos o de vidas que caminan en el mismo borde del ala del aparato. Puede ser que ganar o perder sea una simple cuestión de puntos de vista y ustedes deciden. También, por cortesía de la compañía, tendrán a la misma belleza caminando enfrente de ustedes, así que esperamos que tengan un vuelo agradable. Gracias y un saludo del comandante.

martes, 25 de mayo de 2010

ACUSADO A TRAICIÓN (1949), de Richard Fleischer


Un primerísimo plano del rostro de un hombre. Un par de manos que invaden su espacio vital para hacer de la estrangulación un espectáculo al que queremos asistir…y el despertar de un coma que resulta ser una entrada con billete sólo de ida hacia el infierno con una acusación de traición sobre la conciencia espabilada. Richard Fleischer, ese director tan apreciable que nunca llegó a ser querido, antes de lanzarse hacia obras más ambiciosas que dieron comienzo con la maravillosa The narrow margin, estaba confinado a la realización de películas de serie B pero, sin embargo, en esta caso es serie B…de Buena. Para ello, hizo una pesadilla cuidadosamente dirigida en torno a un hombre que se ve envuelto en algo que no comprende justo cuando regresa de la nada. Hay tópicos que salpican la corta y trepidante historia pero la dirección de Fleischer consigue hacernos ver que alguien muy competente estaba detrás de la cámara. Y ahí, justo enfrente, nos muestra la lucha de alguien que no recuerda nada contra un enemigo invisible. No hay estrellas en el reparto que nos cieguen (aunque destaca la presencia de un futuro y excelente director que acabó sus días suicidándose, como fue Richard Quine) pero hay unos buenos pedazos de arte esperando a ser devorados en una pequeña gema de acción e intriga que aguarda con impaciencia a ser descubierta en la jungla del cine olvidado.
Hay ocasiones en los que uno teme los conflictos bélicos pero, de alguna manera, ésta película (muy bien escrita por Carl Foreman, autor de guiones sobradamente reconocidos como los que dieron lugar a El ídolo de barro, de Mark Robson; Hombres, de Fred Zinnemann; Solo ante el peligro, también de Zinnemann o El puente sobre el río Kwai, de David Lean; y a la sazón, uno de los perseguidos encarnizadamente por el Comité de Actividades Antiamericanas) también nos está diciendo que la paz puede ser terrible porque en tiempos de paz, la tranquilidad se vuelve sospecha y la tensión es invisible. Descubrir quién te ha metido en un lío que puede significar tu muerte sólo tiene la solución de la prisa. Y eso Fleischer no lo olvida. Imprime un ritmo fantástico a una película que tenía que terminar cuanto antes porque así se lo habían impuesto. Y el director, con un tacto magistral nacido de las mismas entrañas de la escuela de rodaje rápido que era la serie B, lo consigue, sin llegar a hacernos creer que acababa de realizar una obra maestra pero sí con la seguridad de que lo que nos está contando es condenadamente bueno.
Así que es tiempo de ir modelando con cierta premura la verdad que envuelve algo tan frágil y delicado, tan resbaladizo y embarrado como una paloma de arcilla. Quizá ése sea el lugar donde está escondido el corazón de la verdad que se nos escapa mientras dormimos el sueño de los muertos.

jueves, 20 de mayo de 2010

RETORNO AL PASADO (1947), de Jacques Tourneur


Volver al pasado a veces es como dejar que la fiera que te sacó de él regresara para devorarte las entrañas. Hay mujeres que son así. O las amas o te matan. Dejar tu vida tranquila para hacer revivir el daño de quien te comió el corazón es una condena que sólo te espera en la paz que te puede dar la muerte. Jeff Bailey lo sabe. Fue detective privado y se enamoró de quien tenía que seguir. En la penumbra de un café de Acapulco ella posó su mirada sobre él y todo lo que tenía que estar en su sitio se descolocó como una bala girando en el tambor de un revólver. La amenaza es un beso. El descuido es la muerte. La muerte es segura. Escondido tras una gabardina que no deja ver cómo late su corazón, Bailey lucha para volver a ordenar los acontecimientos que han jalonado su ingrata vida allí donde deberían estar. Incluso olvidados. Por eso cuenta la verdad a la única persona que tiene oídos para escucharla. La bestia acabará con él y en el fondo lo sabe. Aunque ya no quede ni sombra de ese profundo amor que sintió por ella. Aunque los vapores del encantamiento se hayan disipado con la última ráfaga de viento. Él sólo quiere salirse fuera del pasado, porque el pasado le persigue, le come, le ansía, le mata…y eso, pesa mucho en el presente que, poco a poco, se va esfumando como el humo del cañón de una pistola. Al final, quien no puede hablar le hará un último favor porque sabe leer el pensamiento de un hombre que fue bueno y que supo luchar por una realidad que le fue siempre negada.
“Retorno al pasado”, de Jacques Tourneur, con Robert Mitchum, Kirk Douglas y una de las mayores malvadas del cine de todos los tiempos, Jane Greer. Y es que caer en las redes de quien sólo sabe cazar es un billete de ida sin vuelta a lomos de los sentidos que siempre engañan. Una de las mejores películas de cine negro, fotografiada con claroscuros matizados por ese genio que fue Nicholas Musuraca y que nos sumerge, con sus imágenes, en la sombra de la misma tiniebla para que el pasado termine atrapándonos sin ningún futuro.

ROBIN HOOD (2010), de Ridley Scott


Hace mucho tiempo que Ridley Scott dejó de interesar como cineasta para ser considerado un viajante del entretenimiento, un vendedor colosal con muy poco que ofrecer. De hecho, así es como se forjan las leyendas y no puede caber la menor duda de que, para las generaciones venideras de cinéfilos, será un director de culto, todo un mito del cine de acción y reacción, el maestro de la cámara en el blanco
Todo esto sería más que evidente para cualquiera que haya visto un par de millares de películas y haya llegado a diferenciar lo pasable de la tomadura de pelo. En esta ocasión, el director intenta colocarnos un arco y unas flechas de rico envoltorio, con algún que otro movimiento de cámara tan elegante que hasta parece recordar a aquel extraordinario creador que hizo obras tan estimables como Los duelistas, Alien y Blade Runner y rellena los agujeros con efectismos tan innecesarios como irritantes y con torpezas propias de principiante. Como ejemplo de ello, recrea un hipotético desembarco de los franceses en las rocas de Dover como si fuera, y esto no es broma, la batalla de la playa de Omaha que tan soberbiamente supo rodar Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan. Con dos narices. Y a tragar agua salada y sustituir las balas por flechas. Y no sólo no se le cae la cara de vergüenza al amigo Ridley sino que consigue embaucar a buena parte de la ansiosa audiencia.
Pero aún hay más. La película, mil veces versionada, plantea lo que podríamos llamar una precuela de las afamadas aventuras del arquero de Sherwood pero, eso sí, coge elementos del después, los pone en el antes, falsea la historia (lo cual es perfectamente lícito), se inventa una nueva y además pone al frente de un pelotón de niños a Lady Marian, como si fuera un guerrero más. Para más recochineo se introduce la redacción de la Carta Magna como un elemento clave en la condición de forajido de Robin y el batiburrillo se salda con un lejano recuerdo hacia la intensa flojera de El reino de los cielos y con referencias a sí mismo y a lo bueno que es en Gladiator.
Para perpetrar todo este rollo que no es más que una aventura que se podría haber llamado tranquilamente Joe Smith (que traducido al castellano sería más o menos Pepito Pérez), Scott cuenta con la colaboración inestimable de Russell Crowe, un actor que busca en todos y cada uno de los papeles que interpreta la magnificencia o, en todo caso, la impresión de que sus papeles son más grandes que la vida. A veces, acierta (siempre recordaré su excepcional trabajo en El dilema, de Michael Mann) y otras, no es más que otro tipo poniendo rostro más o menos tenso a un rol que podría haber interpretado el vecino de enfrente con la misma eficacia.
Por supuesto, la película encandilará al público adolescente y a todo aquel que no se pare a pensar en el argumento más de dos segundos y diez centésimas y que aplaude en su nervioso interior las luchas a espada (mal coreografiadas, peor ejecutadas y falseadas hasta el extremo) y que es incapaz de parpadear cada vez que el bueno de Robin se decide a coger una flecha y apuntar con el arco para hacer el tiro imposible con parábola mágica. Y Ridley Scott (que debería haberse visto unas cuantas veces el Espartaco de Kubrick para aprender cómo se coloca una cámara en las batallas) habrá conseguido su pretensión, es decir, colocarnos un saldo a precio de una prenda de firma.
Es verdad que debo decir que él consigue que piquemos el anzuelo por encima de lo que es habitual en el cine de hoy. Pero esto es lo que tenemos. El espectáculo cogido con alfileres en la cuerda de una colada más limpia que la conciencia del héroe. Y así será hasta que nos alcemos, una y otra vez, haciendo que los corderos se vuelvan leones.

miércoles, 19 de mayo de 2010

SALVAR AL SOLDADO RYAN (1998), de Steven Spielberg


Entre las ruinas físicas y morales, el soldado Ryan cuenta el último recuerdo que tiene con todos sus hermanos. Lo revive y lo disfruta. Cuando termina, pregunta al capitán Millar: “¿Y usted? ¿No tiene ningún recuerdo?”. El oficial pierde la mirada en la ensoñación y dice: “Sí. A mi mujer cuidando las flores de mi jardín”. Ryan, desnuda ya su alma, le ruega: “Cuéntelo” y el capitán, después de pensárselo un instante, temeroso de romper la magia del recuerdo, sentencia: “No. Eso me lo guardo para mí”.
Una mujer se desploma de dolor cuando las autoridades vienen a comunicarle la muerte de tres de sus cuatro hijos en el campo de batalla. El Estado Mayor no duda en organizar una patrulla para ir a buscar al cuarto muchacho que ha caído detrás de las líneas enemigas como paracaidista en algún lugar de Normandía. Y aquí es donde se plantea la pregunta. ¿Es lícito arriesgar la vida de ocho hombres para salvar a un desconocido?. La respuesta es que sí, siempre y cuando la vida de ese desconocido lo merezca y viva el resto de sus días desde la dignidad.
Por el camino, todos ellos se harán muchas preguntas, recitarán el ojo por ojo en un apasionante duelo de francotiradores, morirán por salvar a una niña que les recuerda a su hermana pequeña, dejarán escapar a un alemán para no convertirse en asesinos en una cruel broma del destino escrito, derribarán muros con sorpresa, dormirán en una iglesia que les recordará en una noche de temor a compañeros perdidos que murieron porque no valían para sobrevivir en el infierno y en un puente, último bastión que les une con la vida, lo darán todo para proteger a Ryan, el desconocido, el hombre que muchos años después volverá a Francia para visitar la tumba del soldado que le rogó que mereciera su sangre.
Antes de todo eso, Steven Spielberg rodó el desembarco de Normandía en la playa de Omaha, única que adoptó las medidas propuestas por el mariscal Rommel para evitar el ataque de los aliados. Allí, en medio de la arena teñida de rojo, asistimos al miedo, al estado puro de la crueldad, a la sinrazón desatada, a la casualidad horadada, a la explosión que fragmenta, al grito que desgarra, al hombre sin rostro, al hombre sin piernas, al hombre destrozado, al hombre acabado, al hombre desangrado, a la cobardía del momento, a la valentía de la desesperación, a la muerte inútil, al silbido atemorizador de las balas que muerden y se llevan tu vida entre los dientes, al horror de querer salvar lo mutilado…y a un sargento cuya mejor arma es la veteranía que recoge un poco de tierra francesa para guardarla en un bote junto al resto de las arenas donde ha derramado su propia sangre sin más victoria que la de sobrevivir.
“Salvar al soldado Ryan”, aunque pueda parecerlo, no es una película de guerra. Es una historia de personajes que, amenazados por el miedo a morir, intentan que la vida sea un valor supremo en una época en la que está despreciada y aniquilada. Porque también se puede crear y proteger a la vida en medio de una guerra que está inmersa en ríos de sangre y olas de muerte.

martes, 18 de mayo de 2010

LA ESCALERA DE CARACOL (1946), de Robert Siodmak

¿Quién no ha ido en medio de la amenazadora soledad con un palo en la mano y lo ha hecho sonar pasándolo por una verja de hierro tan sólo para sentir compañía? Y eso lo hace Helen porque ella no puede pedir ayuda, no puede gritar, no puede llamar por teléfono, no puede decir “te quiero”, no puede más que moverse en el silencio al que le condena su mudez. Y por los alrededores ronda un asesino obsesionado por la imperfección física.
No es casualidad que Helen inicie la historia metida en una sesión de cine mudo mientras una inválida es asesinada sin piedad. Más tarde, el asesino la espiará a escondidas y, a sus ojos, Helen es un monstruo sin boca, un ser deforme al que hay que exterminar mientras en la mirada del psicópata se dibuja el horror de aquello que no puede ver. Pero es que en la mirada de la anciana Ethel Barrymore también hay un pozo de sentimientos que van desde el temor hasta la obsesión, desde la ternura hasta el horror…sólo que ella está postrada en cama víctima de una larga enfermedad. El asesino vive rodeado de seres deformes y sólo puede seguir ascendiendo en la espiral de rechazo y violencia en la que ha entrado a través de una escalera de caracol que surge del mismo infierno.
Unas manos se agarrotan sintiendo la inminente llegada de la muerte. En la oscuridad de un sótano es donde las sombras se camuflan con la única luz del ojo deformado por el horror. Porque el horror está dentro de los ojos con que miramos y estrangular es acallar los gritos de quien no debería vivir por pura imperfección…y eso lo piensa quien más debería morir porque es imperfecto en su carencia patológica de sentimientos como la piedad, la comprensión y el amor. Cuando prescindimos de todo eso…sólo queda matar.
“La escalera de caracol”, de Robert Siodmak, obra maestra del suspense y del horror interno, del ensañamiento contra el débil y de la certeza de que en toda flaqueza externa yace una fortaleza que sólo los que son débiles pueden poseer.

viernes, 14 de mayo de 2010

LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA DÍAS (1956), de Michael Anderson


Cada vez que he visto esta película, he llegado a la certeza de que no ha habido nunca un actor que pudiera interpretar tan convincentemente a Phileas Fogg como David Niven. Tenía la prestancia y la osadía de un caballero dispuesto a hacer valer su apuesta en libras. Era arriesgado, arrogante, decidido, apuesto, clásico. Es posible que Julio Verne, al escribir su inmortal obra, pensara en él aunque no existiera. Al fin y al cabo, el tiempo es un concepto tan relativo como la Tierra y un reloj da una vuelta entera a la esfera cada doce horas, corriendo con patas de minutos y prisa de segundos.
No cabe duda tampoco de la vocación de espectáculo que destila la película y que se escapa por los bordes del instante en su duración y que tampoco era tan necesario el ir incluyendo a tanta cara conocida jalonando pequeños papeles de esta odisea de rapidez impensable y de apostadores presurosos y que, por supuesto, es prescindible el ver tanto Cantinflear a Mario Moreno en el papel de Passepartout pero no deja de haber elementos de refinada comedia inglesa, de paisajes sucedidos con velocidad y avistados con lentitud, de cambios de escenario como origen de aventuras variadas y trepidantes, de colores del mundo reunidos en una sola película bajo los impresionantes títulos de crédito finales de Saul Bass. Es Verne en cine, un autor que no ha sido muy bien tratado por el séptimo arte si exceptuamos, tal vez, 20.000 leguas de viaje submarino, de Richard Fleischer o, en todo caso, Viaje al centro de la Tierra, de Henry Levin. Y eso, para quien hemos visitado con frecuencia el mundo de los libros del escritor es todo un tesoro para la vista y para los sentidos.
Lo mejor de todo es que no se reparó en gastos y la experiencia de seguir las peripecias del caballero inglés que se atreve a apostar con sus compañeros de club que va a dar la vuelta al mundo en ochenta días resulta todo un viaje placentero por más de cien localizaciones diferentes en las que también se puede disfrutar de las costumbres de cada pueblo, del olor de las ciudades, de la furia de las aguas, del rugir de las fieras. Y si no es una obra maestra es porque peca de vocación de legendaria, de querer traspasar los límites de la narración y convertirse en épica de producción y de sobredimensionar, a base de nombres, lo que requería un poco más de tacto y algo menos de grandilocuencia.
En cualquier caso, es una diversión impensable que llegó a hacerse por su categoría, por su afán de querer llegar al centro de la fantasía de un hombre que imaginó que el mundo, aunque cada día se hacía más pequeño, era hermoso, una especie de joya que nos invitó a visitar en cada una de sus poliédricas caras y lecturas, que hizo que el panorama para vivir se disfrazara en un increíble viaje lleno de oscuridades y aplausos, de chistes y de perdiciones, de injusticias y confusiones. Y es que éste es el ridículo y maravilloso espectáculo de la vida que Julio Verne, con sus letras, creó con el cariño propio de alguien que quería describir su propio hogar.

jueves, 13 de mayo de 2010

UN CIUDADANO EJEMPLAR (2010), de F. Gary Gray


UN CIUDADANO EJEMPLAR (2010), de F. Gary Gray

Uno de los grandes errores del cine de hoy es que tiende peligrosamente a confundir lo ingenioso con lo increíble y esta película es un ejemplo perfecto de esa afirmación tan pedante. Partiendo de una premisa llena de interés, su desarrollo es apto para infantes deseosos de palomitas de colores, crédulos que no se paran a pensar en el fastidio de un guión que parece currado en los quince minutos libres para el bocadillo.
Y es que, por momentos, parecía retrotraerme a aquellos años de fascismo fílmico cuando Charles Bronson repartía justicia a voluntad en una serie de títulos que tuvieron un vergonzante éxito de taquilla. Pero aquí hay un elemento que parecía tener algunos vericuetos que merecían la pena de atravesar hasta que la falta de imaginación nos conduce decepcionantemente hasta un callejón sin salida.
Así que esta historia de un padre de familia que ve cómo sus seres más queridos son asesinados de la forma más cruel posible para que luego los culpables sean los afortunados beneficiarios de los pactos y componendas que se elaboran en los pasillos de los Tribunales no valdría un pimiento machacado por maza de juez si no fuera porque el protagonista, pasados diez años, planea una aplicación de la justicia que podría ser brillante. No hace falta más que acudir a las mismas componendas y arreglos para que lo que es una culpabilidad evidente se convierta en una libertad prostituida. Es decir, aprovechar los resquicios de un sistema que es imperfecto, que depende más de las voluntades de los gestores que de los sentimientos de los afectados y que se administra, en muchas ocasiones, con desgana, sin mayor interés que el despacho de unos papeles tan importantes como el balance de comprobación de sumas y saldos de una empresa no muy boyante. Es la justicia que se ofrece en las esquinas. Es el cartel permanente de que la justicia se vende, y se vende muy barata. Razón: La ley.
Ahí es donde estaba el germen de una película que podría haber sido incisiva y brillante pero no, es más fácil optar por el espectáculo de acción, por una burla planeada y que no se cree ni el más pintado, por un par de intérpretes absolutamente descolocados y que hicieron que me acordara de una docena de nombres que hubieran ejercido el suficiente poder de fascinación para tenerme un poco más agarrado a la butaca. Y es que, claro, el verdadero negocio del cine no son las películas. Son las palomitas que se venden ¿no es cierto, señores propietarios?
Todo en venta, ésa es la máxima que se instala en el día a día de nuestra existencia más desprotegida. Incluso la justicia, siempre representada con una venda en los ojos y con una balanza de equidad, se puede ofrecer sin ninguna ropa. Yo te doy si tú me das. Y así, por lo menos, algo obtenemos porque el resultado de un juicio, no nos engañemos, depende del juez que te toque y no de la ley que se aplique. Eso vale en cualquiera de las jurisdicciones establecidas. Somos carne de réplica silenciada. Somos peones sacrificables en aras de muchos intereses. La justicia se ofrece y enseña algunos centímetros de su piel para que piquemos el anzuelo y podamos creer que los malos pagan y los buenos son satisfechos. Todo es una mentira muy bien urdida.
Y entonces uno sale de la sala con la sensación de que no ha visto nada cuando podría haber sido espectador de unas cuantas verdades dolorosas y comprometidas. Pero no interesa demasiado que podamos pensar porque, al fin y al cabo, si hacemos funcionar el engranaje no nos podrán manipular. Más vale poner bombas por todas partes y hacer volar todo por los aires. El fuego quema y purifica. La venganza no es ciega y además es adictiva. Algo que la justicia no es. Todos somos ciudadanos ejemplares que cumplimos con nuestras obligaciones de seres humanos ¿verdad?

miércoles, 12 de mayo de 2010

LAS CUATRO PLUMAS (1939), de Zoltan Korda


Cuando se nos propone una cita con la aventura, es mejor llegar puntualmente. Si en ese vaivén de la vida hay una apariencia como motivo principal entonces es que nos hemos dejado engañar por la cobardía. Y aquí tenemos fotografías de paisajes que parecían perdidos, interiores que semejan pinturas al óleo, cabalgadas en busca del heroísmo, el silencio acusador de los valientes que no presumen de serlo, acciones que intentan ser extraídas directamente de la imprenta de la épica. Un verdadero caballero jamás insulta a otro en público. Un líder debe ser capaz de controlarse a sí mismo antes de poder dar órdenes a todos aquellos que sirven bajo su mando. Y la verdad, tan ambigua y resbaladiza, está muy por encima del honor. Ésa es Las cuatro plumas, de Zoltan Korda.
Hace más de setenta años que se rodó esta película. Y sus valores siguen intactos como un espectáculo de casaca roja y de baile victoriano, imposturas creadas por una época en la que se podía ser un villano de etiqueta y que la bravura quedase escondida por una cruel burla del destino. La amistad es una de esas cosas que un hombre jamás debe perder y entre esos amigos que pertenecen al interior particular de cada uno y son ladrillos inamovibles de su personalidad siempre habrá alguien que crea, en lo más íntimo, en la inocencia y en la honradez de los vilipendiados. Cuatro plumas de cobardía que se convierten en cuatro lanzas de favor y privilegio.
Hay que resaltar que ésta es una de las cumbres más altas a las que pudo llegar el cine británico cuando Hollywood comenzaba a sumergirse en lujosas producciones de odisea y estiramiento, de guerras sin cuartel, de expansionismos coloniales y de batallas de cántico y leyenda. Y del envite salieron airosos y con fantasía. La historia rebosa emoción y entretenimiento. El relato en busca del honor perdido se transforma en la expectación por la prueba de quién es el que ostenta la honra más auténtica. Las secuencias de acción están extraordinariamente bien planificadas. El aroma del ejército británico parece que se cuela por el difuso cristal cuadrado del televisor y podemos oler la tela roja, inundada de armario vacío y de trasiego de destino. Es uno de esos trozos de cine que hay que ver porque es una obra definitiva y bandea con maestría todos los estados de ánimo, como estandartes agitados en señal de victoria.
El suspense parece que se arrastra por las arenas del desierto. Intenta llegar al oasis de los nervios para arrasarlo todo y hacer que las hordas enemigas pasen por allí sin efectuar una parada para beber. Los enemigos del aburrimiento se baten hasta la muerte y son capaces de cualquier cosa tan sólo para aplacar la fiereza de unos hombres que luchan hasta el final por un pedazo de la esfera del tiempo. No se pueden intentar más lecturas que el disfrute del coraje, que la exaltación de la amistad, que la reconstrucción de una vida arrasada por la desconfianza. Sin venganzas. Sin rencores. La motivación principal es ocupar el sitio que la vida nos tiene reservado. Justo ahí, delante de ésta película.

martes, 11 de mayo de 2010

LA HEREDERA (1949), de William Wyler


En pleno corazón de Washington Square, una mujer con el amor a la espera no quiere pasar el resto de su vida sola. Va a fiestas, recibe visitas pero nadie se interesa por ella mucho más allá de las obligadas convenciones sociales de la época del miriñaque y del corpiño. Su padre, consciente de sus limitaciones, tampoco es capaz de motivar la belleza interior de ella. A menudo la aplasta, sin avergonzarse de ella, en una cruel dictadura de necesidad y comparación no dejando salir nada de la ternura que ella guarda, o de la dulzura que sabe poner en las cosas, o de la ilusión que, en ocasiones, la embarga y la lleva en volandas. Pata todo el resto del mundo, sólo tiene una virtud. Es rica. Y todo ello hace que sea la presa más fácil para los cazadores de dotes, secuestradores del corazón chantajeado, viles chatarreros en busca del metal que carcome su alma podrida.
Cuando alguien pone su destino en manos del otro, la huida es sólo carne de buitre aventada. Si las aldabas vuelven a sonar, es mejor deslizarse entre las sombras y apagar la tenue luz que aún puede brillar en tu corazón que empieza a verse invadido por el húmedo adoquín, frío y brillante, de la calle pateada.
El amor quizá sólo sea jugador de una sola mano. No cabe el descarte. No cabe el farol. Sólo la apuesta segura cuando uno se sabe vencedor. Descubrir la baza de tu carne viva palpitando con el sólo nombre de quien crees que te quiere es una inscripción de eternidad que ni siquiera la crueldad puede borrar. Por eso, cuando te conviertes en una fiera entonces tú eres quien domina a la propia crueldad. Y el precio a pagar por todo ello es la soledad, el inaccesible abordaje de los sentimientos, la penumbra elegida…y vaciar…desalojar a tus ojos, a tus soñadores ojos, a tus ilusionados ojos, de todo atisbo de vida; y a terminar el bordado que, con su cordaje, te ata a lo que fuiste. Una mujer enamorada que encontró lo que deseaba para acabar perdiéndolo todo. Incluso el corazón…para poner en su lugar un rectángulo de piedra en tres dimensiones….Adoquín inmóvil, fin de la inquietud cuando todo muere…La reclusión espera…
William Wyler dirigió a Olivia de Havilland, Montgomery Clift, Miriam Hopkins y Ralph Richardson en La heredera y una cámara nos hizo saber el valor del odio y la debilidad del amor…

viernes, 7 de mayo de 2010

DESEOS HUMANOS (1954), de Fritz Lang


El camino de hierro puede ser la línea escrita de un destino sobre la tierra. Las vías del tren se pueden torcer por traviesas mal puestas y los desvíos pueden dar a una vía muerta. Tal vez, no haya atajos de la existencia. Sólo la permanencia de una conciencia del saber vivir que, cuando se encuentra, es difícil de abandonar.
No es por casualidad que los protagonistas de Deseos humanos tienen relación con los trenes y con un montón de grises y amontonados hierros que forman una línea que, quizás, llegue a ninguna parte. Fritz Lang, genio indiscutible del séptimo arte, siempre tuvo en su cabeza la arquitectura del destino extrañamente sometedor que, es posible, nunca tenga un fin, sólo la inexorabilidad de que vas por un camino y es difícil, muy difícil, volver a encontrar la ruta correcta.
Soberbiamente dirigida, Lang extrae interpretaciones deslumbrantes de un actor tan limitado como Glenn Ford (no en vano, el alemán ha sido el hombre que mejor le ha dirigido en sus colaboraciones variadas), de una mujer con el agridulce sabor de lo vicioso como Gloria Grahame (en realidad, era una mujer extremadamente refinada y recatada que escondía sus ojos detrás de unas enormes gafas de miope y que llegó a ser condesa) y de un actor sólido, de esos que sólo se hacen de roca y a golpe de cincel como Broderick Crawford. Basada en la novela de Emile Zola La bestia humana, el gran Jean Renoir dirigió una versión en 1938 para nada inferior a esta. Quiero citar esto como maravilloso ejemplo de cómo se pueden hacer dos obras maestras por parte de dos grandes cineastas con la particularidad de su mirada como elemento separador. Cuando hay genio, hay maestría y cuando hay maestría…el arte desfila delante de nuestros ojos a una velocidad de 24 fotogramas por segundo.
En cualquier caso, la película nos habla de esas mujeres que se instalan en tu interior de una manera tan salvaje que acaban devorándote, acaban haciéndote ver que, para nada, eres el mismo hombre de antes. Manipulado, degenerado, cansado, destrozado, aniquilado y aplastado por el deseo. Una de esas que hacen que desees no haber nacido pero que, al mismo tiempo, das gracias a Dios por haber nacido, que tratan a los niños como hombres y a los hombres como niños, y que si no las extirpas, tú mismo acabarás por compartir el festín de tus entrañas con ella. Porque ella…ella sólo te puede conducir hacia la oscuridad de tu inteligencia y hacia la negación de tu humanidad. Cuando la encrucijada de caminos se extiende ante ti como una letra mal dibujada, es el momento en que la elección te hace ver lo que realmente eres.
Retrato de la debilidad del hombre, Deseos humanos, es un tratado sobre todo aquello que nos hace ser menos y que, algunas veces, nos impulsa a ser más demostrando que lo débil, también puede ser grande.

jueves, 6 de mayo de 2010

EN EL LÍMITE DEL AMOR (2008), de John Maybury


Dylan Thomas fue un poeta galés que se bebió la vida a versos y compuso rimas a tragos. En su obra estaba siempre el lamento de la observación de unas existencias que parecían estar en trance de ruina, como si la guerra se instalara en los corazones y no hubiera sitio para nada más. En su ética habitaba la comodidad del artista libre de ataduras y en su conciencia sólo permanecía el apurar los días como si fueran el primero y el último.
Intentar hacer una película biográfica sobre un personaje apasionante requiere, al menos, que el retratado sea el protagonista pero parece ser que al director John Maybury dejarnos su rastro (aunque sea poco conocido en España) le trae absolutamente al pairo. El tipo se coloca detrás de la cámara intentando hacer yuxtaposiciones de imágenes a lo Francis Ford Coppola (ni se le acerca, claro) y no puede evitar su querencia a contarlo todo bajo el punto de vista del personaje de Keira Knightley. Para ello, la pone de carmín hasta el píloro, se las ingenia para no sacar muchos planos de esta chica que está peligrosamente anoréxica por aquello de evitar las imitaciones y lo que le sale es una cosa infumable, pesada, pretenciosa, equívoca, prescindible y aburrida.
Para rematar la faena lo lógico sería poner a un actor que ejerciera una cierta fascinación en el papel del famoso poeta pero no, no vaya a ser que alguien haga sombra a la estrella, así que coge a un actor que se pone el mechoncito de pelo que lucía el insigne vate, de nombre Matthew Rhys y que quiere parecerse a Geoffrey Rush, y ya está, ya tenemos al, en teoría, parcialmente biografiado aunque la película vaya menos con él que una rima asonante y arrítmica. Y ya para darle el premio al mejor torpe del año, resulta que el personaje que roba la función a la boquita de rosa rojo pasión y al secundario bohemio y excéntrico es Sienna Miller en el papel de la esposa del escritor. Todo eso teniendo en cuenta que la amiga Keira da una lección de lo que debe doler hacer algo tan penoso como sonreír y su actuación se limita al típico gesto de fumadora creyendo que con eso ya tiene perfilado el personaje. Para qué más.
Para repartir un poco de estopa, hay que decir que el tal Maybury no tiene ni idea de dirigir porque no sabe de dónde viene y tiene aún menos claro dónde va. Hay una profusión de primeros planos (sobre todo de la Knightley) que llegan a saturar y a oler a colonia. Repite como tres o cuatro veces el plano como si se viera todo a través de un diamante (para diamante el que me merezco yo por aguantar semejante engendro), hay desenfoques, subrayados innecesarios y cuando el ritmo decae nos coloca algún verso muy bonito del poeta. Todo esto para contar cómo viven el amor cuatro personas. Una que es como el perro del hortelano. Otra que es una ingenua. Otra que es una descentrada de cuidado (y no me extraña teniendo al lado a un tipo que bebe como una esponja y pasa de todo); y aún otra que es muy romántica y muy perfecta y muy guapa y que se va a luchar al frente griego, allí hay un heleno que le dice de buenas a primeras que deje ir a su amor y él va y contesta: Hombre, cómo no. Si a mí lo que me van son las balas y las granadas. Los besos, para los cursis.
Si aún así están dispuestos a aguantar colas y el olor a sobaquillo cansado del tipo que se sienta junto a ustedes, al menos les diré de dónde viene el título que, oh sorpresa, está extraído de un poema de Dylan Thomas:

Él se arrodilló, lloró, rezó
Junto al asador y la negra tetera en el brillante resplandor del leño
La taza y el pan cortado en la sombra danzante,
En la cama enfundada, al correr de la noche,
En el límite del amor medroso y traicionado.

miércoles, 5 de mayo de 2010

EL AGENTE SECRETO (1935), de Alfred Hitchcock


No cabe duda de que esta es una de esas películas que se hallan cuando Hitchcock, maestro de maestros, está intentando encontrar su propio estilo. Y es la primera de todas en la que empezamos a ver algunas de las constantes de su obra. De hecho, no es algo que se pueda ver con cierta frecuencia que John Gielgud dé vida a un agente secreto de tantos recursos, quizá porque la visión del maestro británico partía de la base de que ese personaje tenía algo de un Hamlet transplantado a la época en la que se realizó la película. Sin duda, el protagonista encuentra el oficio de espía absolutamente despreciable y sucio. También aparece por ahí, en un papel que para sí quisieran los europeos más recalcitrantes, un Peter Lorre brillante que da una réplica tan singular a Gielgud que Hitchcock no duda en utilizarlo como recurso exótico y, por ende, inquietante. Inquietante, qué hermosa palabra para describir un personaje, una película o tantos momentos de tensión incómoda delante de un sueño hecho imágenes.
Pero también encontramos otros recursos técnicos que luego dieron una cosecha de títulos inolvidables a nuestro querido tío Alfred (sí, ese tío que, alrededor de una humeante chimenea se sentaba con nosotros para contarnos una historia que rarísima vez no nos dejaba con el alma en vilo y el corazón en un puño). Es el caso de su utilización musical en una película como recurso dramático que interfiere en la acción o la recurrente aparición de un tren, símbolo de comodidad perversa en un mundo suspendido en un raíl, y, por supuesto, la siempre extraña mezcolanza de frigidez y agresividad sexual de una de sus primeras rubias, Madeleine Carroll, a la que volveremos a ver, extasiados de sensualidad, en la excelente 39 escalones.
Así mismo, no nos engañemos, queridos espías…digo, espectadores, lo que está claro es que la narración del tío Alfred en el año de 1935 no era la del experto marionetista que manejaba los hilos del suspense más refinado en los cuarenta y en los cincuenta y el guión, aunque efectivo, contiene giros de una ingenuidad latente, patente e incluso, insistente. Pero eso sí…viendo una película de nuestro tío Alfred…¿a quién le importa una bala de lógica si te lo estás pasando tan arrebatadoramente bien?. Y, digo yo, por qué yo intento explicar nada si lo que quería el contador de historias era que pasáramos un rato agradable sin pensar siquiera en su historia…Tal vez lo que deseaba era hacer un James Bond en los años treinta…basándose en una novela de Wiliam Somerset Maugham…Tal vez, el oficio de espía también sea escribir una crítica sobre una película que no la necesita. O que un público sepa apreciar que todos, alguna vez, hemos espiado suciamente y sin ningún escrúpulo. Así que ya saben. Pónganse delante del televisor. El tío Alfred les contará unos cuantos secretos. Pueden ser de estado… pueden ser de cine…

martes, 4 de mayo de 2010

¿ÁNGEL O DIABLO? (1945), de Otto Preminger


No cabe duda de que un director como Otto Preminger es imprescindible en una revisión más o menos seria del género negro. No se puede obviar la certeza de que una obra como “Laura” es merecedora de todos los análisis y apreciaciones posibles. Y no sólo esa película, también Preminger realizó un puñado de las mejores muestras de este tipo de cine que, estéticamente, ha bebido del expresionismo alemán y, argumentalmente, es tan difícil de delimitar como la propia naturaleza del hombre…o más bien de la mujer. Ahí están, además de la citada “Laura”, muestras tan apreciables como “Al borde del peligro”, “Vorágine” o “Cara de ángel” y esta que hoy nos ocupa: “¿Ángel o diablo?”.
Preminger decía que “en siglos venideros todas las películas puestas juntas, una detrás de otra, nos darán la exacta dimensión del ser humano en la época que nos ha tocado vivir”. Así pues, sus películas, además de ficción, también son realidades personales y en “¿Ángel o diablo?” es, por ende, un acertado (aunque no soberbio) retrato de la turbiedad femenina, algo hoy en día en tiempos de paridad impuesta por sexo, políticamente muy incorrecto y en lo que han insistido con mayor o menor fortuna directores como Joseph Losey en “Eva” o John Stahl en “Que el cielo la juzgue”.
En esa ocasión nos encontramos ante un estupendo (aunque oscurecido por la aparición fulgurante de una Linda Darnell en su mejor momento) trabajo de Alice Faye, una elección curiosa si tenemos en cuenta que hasta ese momento era un artista del musical aunque la historia no haya tenido a bien concederla los laureles del recuerdo; y un correcto trabajo de Dana Andrews, algo ya habitual en un actor que fue de segunda fila hasta la irrupción de “Laura” en el panorama”. Además de todo ello, tenemos un fantástico trabajo de blancos y negros contrastados en el subrayado de la fotografía de Joseph LaShelle, capaz de crear atmósferas sombrías y agobiantes con su dominio de la luz.
En todo caso, “¿Angel o diablo?” es una película con cierta clase, una de las más personales de su autor, que a ratos se convierte en puro poder cinematográfico y que, en todo momento, es convincente. Una de esas películas que no hace tantos años olían a cine de sesión continua, a invierno, a focos calientes y a oscuridades secretas. Porque nadie entiende muy bien del todo la resolución del enigma. Pero nadie se quiere perder lo que es una parte importante de la historia del cine. Y aquí hay un pedacito muy pequeño de lo que fue la construcción mítica de un genero que fue negro…blanco…y se convirtió en color en el instante en que se introdujo en nuestra memoria.