jueves, 31 de octubre de 2013

GRAND PIANO (2013), de Eugenio Mira

Damas y caballeros. Rogamos tomen asiento, por favor. El desconcierto en clave de muerte está a punto de empezar. Por el precio de una entrada de cine podrán disfrutar de sorpresas, de una burda imitación de Hitchcock que, al fin y a la postre, no se parece en nada, de cosas impensables y aún más imposibles. El solista, Elijah Wood, tiene una cara como un piano y, sobre ella, se interpretarán los más impresionantes solos. De acompañamiento muy leve, John Cusack, al cual encontrarán muy desmejorado y comienza a preocupar su tino a la hora de escoger las piezas en las que interviene. Rogamos guarden silencio. Y desconecten los móviles, si son tan amables.

Allegro: Premisa atractiva. Una pieza imposible de tocar y una amenaza de muerte si se equivoca en una sola nota. Eso tiene miga. Se mueve mucho la cámara y hasta con cierta elegancia. El compás se pierde cuando empiezan a pasar cosas. Por ejemplo: el pianista en cuestión se levanta en medio de la pieza que se está interpretando con más prisas de las habituales. ¿Tendrá el muelle flojo? Nadie lo sabe pero un avezado espectador de conciertos lo sospecharía. No contentos con eso...el pianista se levanta dos veces. Se va hasta el vestuario, mantiene una charla con el que le presiona. En fin, esas cosas que pasan. Vuelve y el fulanito que le está sometiendo a la misma perfección no deja de hablarle por un pinganillo. Pues sí que estamos bien. Si pretendes que el solista interprete con rabiosa exactitud, el asunto tiene una ilógica de cuatro por cuatro. Para demostrarle que va en serio, le apunta con una mirilla láser roja que nadie del público advierte (y no le apunta dos o tres veces, sino muchas). Además de todo eso, el solista habla con el facineroso durante el concierto, como si eso que está interpretando fuera cosa de niños. La gente aplaude entre movimientos (que no, que no se aplaude, que a los músicos no les gusta). Y el director, como le ha gustado que le aplaudan, echa un discurso. En la sala suenan los móviles y se habla como si se estuviera en la parada del autobús. ¿Esto va en serio? Llega a preguntarse uno que ha ido a dos o tres conciertos. Pues sí. Y eso no hace más que levantar la sospecha de que el lumbreras que ha escrito esto no ha pisado una sala de conciertos en toda su letrada vida.
Andante con moto: Los servicios del pedazo de auditorio...¡están en obras! Y digo yo...¿dónde se alivia la gente? Misterios de la música, seguramente. Por otro lado, no se sabe de dónde viene el personaje del supuesto asesino, ni de dónde saca la información, eso importa poco. Se acaba el concierto y se desvela el motivo de la exactitud. Vaya, vaya, interesante aunque poco creíble. Y, ni corto ni perezoso, y para evitar la catástrofe, el pianista dice que su mujer, actriz de éxito aunque su físico y sus maneras no son nada del otro sostenido, va a cantar una canción acompañada de la orquesta sinfónica. Con dos cuerdas. Y no es una canción de música clásica. Es un espiritual llamado Motherless child, una preciosa melodía que puede que algunos tengan con la irrepetible voz de Jessye Norman pero que ni usted, ni yo cantamos debajo de la ducha con toda certeza.
Minuetto: Las cosas se tuercen. Porque, en el colmo de los retorcimientos, parece que Eugenio Mira, el director, no solo quiere imitar a Hitchcock, sino al imitador de Hitchcock y hacer algo parecido a lo que hizo Martín Scorsese con aquel memorable anuncio titulado La clave reserva para el cava Freixenet. Luchas imposibles, equilibrios alucinantes y el solista que vuelve a salir corriendo porque las ganas aprietan.
Allegro vivace: La cosa termina en clave de muerte, con el público claramente desconcertado y las notas muy desafinadas. Este recital no se lo cree ni Lorin Maazel con las tres copas de más con las que solía venir a nuestro encantador país. Vamos, que yo soy un espectador que ha pagado religiosamente la entrada y exijo que me devuelvan el dinero con intereses. Y no digo más, no sea que me caiga de coda.

miércoles, 30 de octubre de 2013

CON LA MUERTE EN LOS TALONES (1959), de Alfred Hitchcock

Perseguir a un fantasma es algo que suele ser bastante escurridizo. Sobre todo para el fantasma. Claro que los fantasmas no existen. Salvo que, por una extraña confusión propia de falsos culpables, tomen cuerpo y resulta que, de repente, están ahí, dispuestos a que se les dispare, se les arrolle, se les humille y se les aplaste. Basta con un buen maizal y un avión fumigador para que el fantasma sea liquidado en un lugar propio de fantasmas. Y es que los fantasmas suelen ser bastante silenciosos. Pueden decir las mayores barbaridades sin que se les oiga ni un sonido. Incluso se pueden introducir en una cabina de tren y besar a una mujer que, por momentos, solamente existe en los sueños de un fantasma.
La traición está a la vuelta de la esquina pero un fantasma de recursos vale mucho más que un fantasma cualquiera. Basta con jugar al peligro con la suficiente destreza para que esa palabreja se desplace hacia el enemigo. Es el enemigo el que tiene que tener miedo del fantasma y no al revés. Más que nada porque todo el mundo sabe que, cuando se toca el corazón de un espectro, comienza a haber razones para acabar con los malvados y refinados ladrones que quieren sacar no sé qué del país.
Es fácil, además, ser un fantasma cuando antes, en otra vida, se ha sido un ejecutivo de publicidad sin tiempo para romances rápidos. Incluso intentando emborrachar cada una de las hebras de su no-cuerpo porque, quizá, el fantasma piensa que llega tarde a su próxima cita. Y tiene razón porque su próxima cita es con la misma vida que ha dejado de vivir. Su único error es dejar sus huellas en un arma de cortante filo, con la sangre fresca y la sorpresa en sazón. Estos fantasmas acabarán, seguro, colgados de alguna piedra filosofal.
Tal vez, sin pecar de categórico, podríamos encontrarnos ante una de las piezas más fundamentales del cine de acción y de suspense que se hayan hecho nunca porque Hitchcock sabía que el entretenimiento consistía en eso, en tener al público pegado a la pantalla sin querer abandonar, ni por un segundo, las ganas de saber lo que viene después. Eso es suspense. Si además lo sabía contar de tal manera que hasta el mismísimo James Bond se inspira en esta fuente para poner sus peripecias en imágenes entonces estamos ante el espectáculo total, sin fisuras, absolutamente absorbente, insultantemente brillante. Así era Hitchcock. Un tipo que no era capaz de matar ni a una mosca y, sin embargo, disfrutaba poniendo a sus héroes al borde del abismo, con una mano sujetando a la chica y la otra siendo aplastada por un facineroso. Fácil ¿no?
De acuerdo, de acuerdo, todo es un poco más sencillo si tienes a Cary Grant y a James Mason pero no basta con eso. Manejar a esos actores, montar todo un enredo trepidantemente rápido y sacar de ellos una interpretación sutil y reluciente es toda una demostración de cómo hacer cine, de cómo hacerlo bien, de cómo hacerlo bien de forma inimitable, de cómo hacerlo bien de forma inimitable y eterna. Y así podría seguir hasta la extensión al absurdo. Como lo hace Hitchcock.
Y no lo olviden, si son capaces de ir a una cita a un cruce polvoriento, desconfíen del avión que en la lejanía está fumigando maizales. Ese chorro y ese balanceo de alas esconden muy malas intenciones. A lo mejor es que está yendo hacia el norte dando una vuelta por el noroeste. Se lo dice Alfred. 

martes, 29 de octubre de 2013

HUIDA A MEDIANOCHE (1988), de Martin Brest

No es fácil dedicarse a ser un caza-recompensas. Tienes que tratar con un fiador rácano en los pagos, convivir con gente a la que no querrías ver ni en pintura, de vez en cuando pegar un par de tiros y vértelas con la policía porque, en el fondo, te estás entrometiendo en su trabajo. La cosa se complica aún más si eres un ex – policía y resulta que el tipo al que tienes que apresar no es un delincuente común: es un simple contable que se ha llevado más dinero del que se puede gastar en una vida.
Claro que el hecho de que sea contable no le convierte en un imbécil. El tipo hace lo posible por retrasar su entrega. No lo hace de modo violento porque es inteligente de narices. Eso sí, tiene un defecto que acaba con cualquier caza-recompensas que se precie: es un plomo. Quiere saberlo todo. Si fuiste un policía impopular y por qué, si tienes una ex – mujer y por qué acabó la relación, si eres un machote sin ambiciones o si, simplemente, quieres vivir y poner una cafetería para dirigir el negocio como te dé la gana. Maldito pelmazo. Y el caso es que la Mafia anda tras él, el FBI anda tras él, otro caza-recompensas anda tras él. Parece una tía buena solo por el dinero que llegó a robar. Vaya cosa.
Y precisamente la felicidad viene por donde menos se espera. Basta con tener una pizca de cariño por quien no merece acabar con sus huesos en la cárcel donde será, con toda seguridad, liquidado por los sicarios de los bajos fondos. Se trata de tener la consideración que nadie tuvo contigo y, de repente, la tranquilidad y la satisfacción vienen de la mano. Por unos momentos, volver a ser lo que siempre quisiste ser: un policía. Y luego, respirar hondo, inundarte del aire de la noche y caminar con la conciencia calmada y el futuro esperando. Así de fácil. Así de simple.
Espléndida comedia de acción, con elegantes toques de humor que hacen de ella una rara gema en medio de una interesante variación de las buddy-movies, Robert de Niro y Charles Grodin realizan un maravilloso trabajo en una película que ha caído en un olvido injusto. La adrenalina se dispara en las secuencias en las que la pólvora corre y, sin embargo, con la rara virtud de que la sonrisa no se cae de los labios. Hay buen rollo, oficio, ganas de agradar y alguna cosa que sobra pero que, al fin y al cabo, se asume porque en la bolsa de una nueva recompensa siempre te cuelan algún billete falso que solo se puede localizar a través de la configuración del tornasol.
Y es que, a pesar de ser un cazador que busca el atajo más corto, el caza-recompensas es un hombre solitario, con un ayer que le persigue en busca de esposar al futuro y un mañana que se escapa corriendo, temeroso de ser apresado por un mediocre. Nadie sabe que siempre hay una llave que abre los grilletes y que nadie es totalmente mediocre porque, incluso en un negocio de pillos, la honradez es toda una virtud.

viernes, 25 de octubre de 2013

ODIO ENTRE HERMANOS (1949), de Joseph L. Mankiewicz

Demasiadas horas perdidas mirando fijamente a la pared de la celda para rumiar una venganza contra hermanos. Y no es que haya odio, lo que hay, sobre todo, es desprecio. Porque todos ellos pusieron, por encima del cariño, su propia ambición. Malditos italianos. No les gusta que les insulten y, sin embargo, tienen dentro de ellos ese ansia por ajustar cuentas en cuanto las cosas se tuercen. Es difícil rehacer una vida cuando hay tanto pasado que llevar a cuestas. No está bien convertir el hogar de los hermanos en una casa de extraños. No está bien llevar a cabo una venganza largamente deseada contra tu propia sangre. Todo por un afán revanchista. El mismo que a ellos les llevó a acabar con la vida de su padre.
Y no es que el tipo fuera del todo recomendable. No era más que un paleto con suerte, que pudo hacer dinero y luego administró un banco como si fuera una tienda. Su época pasó, eso es todo. Luego vinieron las auditorias y fue un hombre que jamás entendió que el gobierno se pudiera entrometer en la marcha de su negocio. América, ese sueño propio de quien busca mejores oportunidades, engulló al prestamista. Y jamás salió de las entrañas de sus propios hijos, los más interesados en hacer que el tiempo depositara una capa de polvo sobre su ataúd.
Quizá una chica que esté realmente enamorada sea la solución. Eso nunca se puede saber. Al principio no era más que un juego, una divertida chanza de frases y réplicas agudas y rápidas que evidenciaba las ganas de ir hacia algo más. Luego, más tarde, es una de esas chicas que, a poco que uno se descuide, devora el interior de los hombres. Es una de esas que te dan elegir. O te entregas o te destruye. Así de fácil. ¿Cómo va a ser ella la tabla de salvación? Es imposible. Ella no podrá evitar el odio entre hermanos.
Joe Mankiewicz dirigió esta película con un impecable guión de Philip Yordan basándose en El rey Lear, de Shakespeare pero trasladando todo a la negrura propia de un Nueva York que está cambiando su rostro, que está pasando de la tradición a la modernidad, que está reclamando la ascensión social del antiguo emigrante. Cine negro con aliento clásico que revela las razones del abandono de una venganza. Tal vez porque la venganza, además de un plato que se come frío, también es un elemento agitador del interior de los hombres y hace que la calma sea una quimera imposible de alcanzar. Tal vez porque morir sea una salida demasiado fácil cuando se ha luchado tanto. Tal vez porque, al fin y al cabo, la sangre tira más que el desprecio y la mirada caída tienen que ser reemplazados por el beso en la mejilla. Son los amaneceres los que marcan los cierres de las heridas. Y quizá, sí, sea una chica la que espera al final de la escalera. Solo para empezar de nuevo y darse cuenta de que la vida no es solo un cúmulo de ambiciones y la defensa de un mundo que muere irremediablemente.

jueves, 24 de octubre de 2013

CAPITÁN PHILIPS (2013), de Paul Greengrass

Surcar las aguas del peligro es tarea encomendada a héroes anónimos, que esconden sus identidades bajo el oleaje y la espuma solitaria de un mar que está olvidado del hombre. No hay seguridades cuando todo se balancea de un lado a otro, haciendo que una gigantesca máquina de navegar sea un cascarón de nuez. Y hay menos certezas cuando esas tormentas son desencadenadas por los súbditos de un estado fracasado, presa de los señores de la guerra, que convierte en asesinos a simples pescadores y solamente quieren drogarse con el papel del dinero.

Solo que, de vez en cuando, entre abordaje y rescate, aparece un hombre que demuestra una inteligencia discreta y que está dispuesto a asumir todos los deberes derivados de la profesión de capitán de carguero. Trampas sutiles, bien hilvanadas, con sorpresas que quedan ocultas en casualidades y que ponen a salvo aquello que es sagrado en cualquier transporte: las vidas humanas. El problema surge cuando los captores no tienen ni idea de cuál es el valor de esas vidas. Atontados hasta la náusea, embebidos de sangre y de crueldad, sin más razón que la de sobrevivir aunque sea en un régimen esclavista, es muy difícil hallar un nexo de razón que los haga iguales a cualquier obrero del mundo desarrollado. Y, sin embargo, no guardan tantas diferencias.
Por supuesto, hay un lugar para el Ejército, para las unidades de élite, para la negociación sutil y claramente dominada por un sentimiento de superioridad que solo puede ser efectiva ante personas que no han ido mucho más allá de sus incomunicadas aldeas. El heroísmo está en enfrentarse a esos pedazos de carne con ojos que solo tienen su propia respiración para defenderse del vil chantaje de unos desgraciados que poseen las armas porque no hay valores, ni preferencias. Solo dinero. Solo el triunfo de un rescate del que, ni siquiera, se van a beneficiar.
Náusea de alta mar es lo que entra cuando uno va a ver esta película. No porque sea mala. No lo es del todo y especialmente hay que destacar el desarrollo del secuestro, sino porque Paul Greengrass, muy alabado por la pretendida crítica de prestigio, menea más la cámara que un enfermo de Parkinson. Tanto es así que, llegado determinado momento, hay que apartar la vista de la pantalla porque uno comienza a sentir mareos injustificados de tanto tembleque. Hasta el simple plano de una pantalla de radar padece de nervios. Sin ninguna justificación y porque hace de ello su estilo, Greengrass solo da un respiro en sus espléndidas tomas aéreas y hay que reconocer que podría haber narrado todo el asunto desde el aire porque a bordo es para darle con el trípode que no usa en todo el colodrillo.
Por otro lado, la película muere en un determinado momento y demasiado pronto. Después de un planteamiento apasionante, todo se viene abajo porque no hay ningún avance significativo en el asunto. La odisea del valeroso Capitán Philips se estanca entre las paredes de un modernísimo bote salvavidas y la película tiene verdaderos problemas que solo son solucionados al sobrevenir el inevitable desenlace. Tom Hanks lo hace muy bien porque compone a la perfección el personaje del héroe sencillo y vulgar, que vacila en sus decisiones, que tiene muy claras sus preferencias y que se hace un poco incomprensible al final. No importa, Hanks tiene valor, hace frente al personaje y llega al espectador a pesar de que no hay ni un plano fijo sobre su expresión.
Eso sí, si van ustedes por esos océanos perdidos y pasan por una experiencia traumática, rueguen porque no les toque una doctora de la Marina de los Estados Unidos que atiende a los pacientes como si fueran formularios. Dan ganas de coger el estetoscopio y anudarlo en torno a su cuello con saña. Por lo demás, a esto llevan tantas compasiones y tantas intervenciones desafortunadas en países en trance de muerte. Y eso duele tanto como un secuestro en alta mar. El resto se lo dejamos a la cámara mareante, irritante e insultante de Paul Greengrass. 

miércoles, 23 de octubre de 2013

EL VIOLINISTA EN EL TEJADO (1971), de Norman Jewison

Tradiciones, tradiciones, siempre tradiciones. Son esas costumbres que nos han dictado nuestros antepasados y que imponen un ritual repetido con cierta asiduidad. Sin ellas, el pueblo judío se vería notablemente alterado en su identidad, perdería parte de su esencia y, desde luego, ¿quién sabe? Tal vez Dios permitiría que el cielo se desplomara sobre nuestros pecados y entonces ya no quedaría nada de nosotros. Quizá por castigo, quizá por venganza. Eso no le corresponde decidirlo al hombre.
Luego está esa otra tradición que interfiere en todas las demás. El amor. Esa cosa prescindible que solo aparece cuando el roce se hace costumbre y, por tanto, se convierte en tradición. Los jóvenes de ahora quieren casarse por amor. ¿Lo han leído bien? Qué tontería. El impulso juvenil les impide ver con claridad que nuestra vida, sin tradición, sería tan difícil como el equilibrio de un violinista en el tejado. A Dios solo le interesan las peticiones humildes. El trabajo, el esfuerzo, la salud de mi zopenco…todo eso son cosas que él escucha. No le interesan los deseos de convertirse en hombres ricos que a todos nos atenaza, queriendo ser respetados por nuestro dinero, ensalzados por nuestra palabra sostenida por una posición de privilegio. Él quiere que la madre se encargue de las cosas propias de las madres, que los padres traigan el fruto de su sudor a casa, que los hijos ayuden en las tareas y aprendan lo que les aguarda en la vida adulta. Dios, desde luego, no juega a los dados. Y el amor, perdónenme que les diga, es una partida de dados continua.
Y luego, por supuesto, está la vida. Esa vida cicatera que nunca regala nada aunque, en ocasiones, pensemos que sí. La vida, de hecho, solo se preocupa de quitarte lo que te has ganado a pulso. Los políticos persiguen a los que les conviene. La gente vitorea porque les dicen que lo hagan. El destierro es la pena del corazón que obliga a dejar atrás todo por lo que se ha luchado. Pero, eso sí, siempre llevaremos con nosotros las tradiciones. Esas no nos abandonan por mucho que lleguemos a sufrir. Incluso en el destierro, el violinista bajará del tejado, pondrá su instrumento debajo del brazo y nos seguirá a donde quiera que vayamos. Y que la vida se vaya a hacer…perdón, perdón…
Extraordinaria la música de Jerry Bock y Sheldon Harnick orquestada por John Williams e interpretada con los fantásticos solos de violín de Isaac Stern, El violinista en el tejado es una radiografía viva de la pobreza que contrasta vivamente con el optimismo y la fuerza de unos seres que luchan por conciliar la tradición con la que han crecido con los dictados del corazón. La coreografía inspirada en los bailes de Jerome Robbins irradia carácter y dificultad, como el impresionante baile de la botella, que sella la unión de la hija mayor de Tevye, el protagonista, maravillosamente interpretado por Chaim Topol en el que es el mejor papel de toda su carrera. A pesar de la distancia física y cultural que nos separa de los entrañables personajes, hay algo en toda ella que nos indica la casi insalvable dificultad que suponen nuestros prejuicios y nuestros esquemas mentales que anteponen la seguridad a la felicidad. Y todo debería ser al revés. La vida, esa malvada cicatera, es tan sencilla como eso.

martes, 22 de octubre de 2013

EL ATAQUE DURÓ SIETE DÍAS (1964), de Andrew Marton

Quizá la condición de la locura sea algo que se arrastra mucho antes de entrar en una situación que verdaderamente es desencadenante de la insania. Tal vez el tipo que se dedica, una y otra vez, a hacerte la vida imposible sea el fulano que, finalmente, te salve la vida. El miedo está ahí, antes de entrar en combate, de eso no cabe ninguna duda. Pero dentro del corazón del pánico hay también algo muy atrayente y es la misma capacidad de poder matar. Asesinar a enemigos con furia puede que contenga algo del mismo frenesí sexual porque tener sangre en las manos es un signo de la eyaculación de la crueldad. Disparar a quemarropa es parecido a la sensación de que la piel se eriza y se lanza en pos del deseo. Por eso es necesario tener una pistola. Es un arma corta que se hace ideal en el combate cuerpo a cuerpo. El riesgo es solo una sensación. Matar es lo que gusta. Matar es lo que pide el alma. Matar. Y si mueres…mala suerte, amigo.
Por eso, los actos de heroicidad son producto de ir un poco más allá dentro de un torbellino en el que tu mente se mueve con rapidez, tus movimientos son claros y precisos, sabes exactamente qué es lo que tienes que hacer y, aún más, sabes que el enemigo no se ha dado cuenta de que tiene un punto flaco justo por donde vas a ir. Así que te lanzas y vas, y haces, y dejas muerte a tu paso, con explosiones, disparos, salvamentos, piedades y dejas salir, eso sí, todo el mal que late peligrosamente en la ira contenida que has estado guardando por la mala suerte que tuviste cuando fuiste llamado a filas. El ataque durará lo que quiera pero la guerra va a acabar contigo.
Primera versión de La delgada línea roja, esta película se centra mucho más en la individualidad y en las percepciones de sus protagonistas que en la vocación mucho más coral de la versión de Terrence Malick. La guerra es mala, eso ya se sabe. Pero también son los mismos hombres los que la hacen mala. Porque, en medio de los disparos, de las minas y de los cañonazos, se despiertan los demonios interiores y se comienza a ser un asesino profesional de uniforme. Sin más sentido que liquidar a cuantos enemigos se pongan por delante. Los cascos caídos son el signo de la dificultad y más vale matar a un compañero a base de morfina que dejar que se desangre profiriendo unos alaridos que llegan a lo más íntimo y remueven ese pánico que no deja de estar ahí, avisando de su presencia pero conteniendo ese algo atractivo que mueve a apretar el gatillo con ganas, con verdaderas ganas, con auténticas ganas de matar.
Y así, quizá, la luz esté al final del túnel, quizá haya hombres por los que haya merecido la pena morir y quizá llegue un momento en el que ya no se distinga entre el enemigo que te quiere matar y el superior de varias estrellas en el uniforme que te envía para morir. Todos son enemigos cuando se quiere sobrevivir. Basta con disparar en todas las direcciones y todos caerán. Más que nada porque la locura es, además de todo, el motor perfecto para seguir adelante con esa sed que tiene el hombre de sangre, de muerte y de destrucción.

viernes, 18 de octubre de 2013

EL MÉDICO ALEMÁN (2013), de Lucía Puenzo

El cuerpo humano es ese velo de misterios y maravillas, siempre sorprendente, siempre cambiante que sugiere, al mismo tiempo, su implícita perfección y su permanente fragilidad. Es un espectáculo que merece ser visto, sin perderse sus inmensas capacidades para asombrar, para ser consciente de que todo cuerpo es un templo que debe ser inviolable y que debe ser presa, tan solo, de la misma naturaleza. El cuerpo humano es todo un monumento que, con demasiada facilidad, nos olvidamos de cuidar.

Sin embargo, una mirada fría, distante, con destellos de crueldad, puede considerar que el cuerpo es una desolación que tiene que ser fortalecida a través del permanente experimento y que su inviolabilidad es tan solo un concepto que está reservado a las mentes más atrasadas. Ese páramo que es el cuerpo tiene que ser fertilizado a través de la acción humana pero no para recoger ninguna cosecha sino para avanzar en la investigación que siempre resulta mucho más clarificadora usando a los seres humanos como cobayas. Tal vez, el cuerpo no sea más que la carcasa de unos cuantos muñecos pertenecientes a una raza inferior. El mismo avance representará su utilidad para la ciencia pero, desde luego, no lo será para su curación.
Esos ojos que esconden tanta inhumanidad no se cansan de explorar las posibilidades y de comprobar los límites a los que se puede someter la naturaleza humana. Unas cuantas inyecciones para hacer crecer, una dieta especial para unos gemelos recién nacidos utilizando a uno de ellos como individuo de control y a otro como campo de pruebas, unas muñecas a las que se les implanta un motor para que tengan movimiento propio, una huida provocada por un pánico del que tampoco se es muy consciente...
Lucía Puenzo ha dirigido con inteligencia esta historia que nos avisa de que los peligros más grandes están ahí, agazapados en la cómoda oscuridad que les da cobijo aunque se ciña a unos años en los que la crueldad aún estaba latente. El refugio de los criminales de guerra fue una realidad y no vale mirar hacia otro lado salvo que la propia carne se convierta en el páramo de sus experimentos ideológicos y científicos. Toda la simpleza y austeridad de la narración se condensa en la terrible vileza que acumula el ser humano cuando llega al convencimiento de que no hay dolor si todo se hace en nombre de la ciencia y del avance de la mejor de las razas pretendidas. No vale que haya otras compensaciones ni justificaciones. El criminal debe pagar, sobre todo, cuando prescinde del sufrimiento ajeno para satisfacer algo tan leve y prescindible como es la curiosidad. Si no, todo el mundo se convierte en un espantoso laboratorio en el que alguien, con el poder en la mano, decide quién es la cobaya y quién el experimentador.
Ni un grito de más, ni un mal gesto, ni una reacción desmedida a cualquier signo de inquietud y violencia. Nada en la emoción. Vacío total en la misma invención del mal. Alguien ha sido designado para hacer un trabajo y como pieza fundamental de una maquinaria que necesita de todos sus engranajes, lo hace. Sin más consideraciones. Sin más conmiseraciones. El mal como objetivo burócrata y como percepción última de que el fin justifica los medios cuando los mismos medios son el fin. Terrible. Desolación. De alma arrasada. De lágrima de rabia. De probeta insignificante. Muñecos. Hombres. Regresión. Evolución. El día inundado de niebla. La idea contaminada de negro.
Al final, la decepción de haber caído, una vez más, en una trampa que parecía anunciada. Con la ceguera de haber depositado la confianza en la única persona que tan solo merece desprecio. Con la certeza de que la historia y el deseo de olvidar enterrarán la monstruosidad y el error. Con el único triunfo de saber que el cariño fue algo que el verdugo nunca llegó a probar.                   

jueves, 17 de octubre de 2013

PRISIONEROS (2013), de Denis Villeneuve

Dos niñas desaparecen y entonces parece que el cielo no deja de llorar. Y es que el cielo siempre está ahí, observando. Si hubiera un juicio por asesinato quizá el mejor testigo de todos sería Dios. Más que nada porque sabría quién ostenta la genuina inocencia y quién se esconde tras un rostro afable. Si su política en este valle de lágrimas es la de no intervención, debería declarar todo lo que sabe. Así dejaría que los problemas fueran resueltos por sus creaciones pero, al menos, echaría una mano cuando más falta hace.

Lo cierto es que ante un hecho tan espantoso, tan cruel, tan fuera de la misma condición humana, no es de extrañar que los padres intenten adjudicarse el mismo papel de Dios. Conseguir una confesión por la fuerza, cueste lo que cueste, para que, al menos, los corazones descansen después de la tensión que significa el secuestro de un pedazo de tu propia carne. Lo que pasa es que hay un fallo en todo esto. El hombre es falible y, en teoría, Dios no lo es. Así que se puede traspasar esa línea que separa el bien del mal y entregarse a la peor de las vilezas creyendo que la respuesta de la esperanza esté al final del túnel. Y eso es un error porque la esperanza puede que esté enterrada a dos metros bajo tierra.
Todo el asunto resulta aún más difuso porque, tal vez, haya un policía competente intentando encontrar por todos los medios a las desaparecidas. En su mirada hay una intensidad fuera de lo normal y en sus maneras una cierta obsesión por no hacer sufrir innecesariamente a la gente. Si es necesario emplear la dureza, no duda en hacerlo pero ése es el último recurso. Antes hay que comprender el dolor sin llegar a identificarse con él. Y derrochar mucha paciencia. Solo hay que seguir el hilo y la presa caerá. Sea quien sea. No importa que se cierren los caminos. Se abrirán otros. Un crimen siempre deja pistas.
La angustia, la espera, la impaciencia, el dolor infinito, la verdad, el descubrimiento de lo que esconde la personalidad de unos pacíficos ciudadanos que se ven heridos en lo más profundo de sus vidas...Incluso el policía, tan tensamente calmado, pierde los nervios porque sabe que está muy cerca, que está rondando la certeza pero que todo se mueve en una nebulosa que tanta lluvia no deja ver. El poder de Dios y el poder del hombre para hacer que se deje de creer en Dios. Un combate a muerte que se dirime en muros de silencio y en escondites de ingenuidad sincera. El sufrimiento debería estar prohibido. Y eso bien lo sabe Dios.
Denis Villeneuve dirige con alternancia de errores y aciertos una película que se adentra en los meandros del suspense sin énfasis, lo cual lo dota de altas dosis de inquietud pero también con alguna transición eliminada que hace que no sean demasiado comprensibles algunas reacciones. Para ello cuenta con un espléndido reparto en el que destaca por derecho propio la excelente interpretación de Jake Gyllenhaal en la piel de ese policía que trabaja con denuedo para conseguir eso mismo que Dios no hace y es el ahorro del sufrimiento para unas familias que han perdido todo rastro de confianza. Por detrás de él, Hugh Jackman, que se hace cargo de un papel, quizá, demasiado fácil; Maria Bello, desaprovechada; Viola Davis, reducida en su rincón y, sin embargo, siempre dando lo mejor; Terrence Howard, un actor que merece más cancha; Paul Dano, convincente como ese joven con mente de niño y Melissa Leo, desolada y golpeada por una vida ingrata y difícil. El conjunto es aceptable, ligeramente largo, con secuencias que insisten en el estancamiento de la historia y otras admirablemente bien llevadas. Es lo que tiene cuando todo gira alrededor de unos secretos que, de manera un tanto estúpida, nos esforzamos en ocultar para ahorrarnos un sufrimiento que nunca debería haber ocurrido.

miércoles, 16 de octubre de 2013

LA NOCHE DE LA IGUANA (1964), de John Huston

La dulce ensoñación de la piel femenina que aleja, a marchas forzadas, el rancio olor de la santidad. El engaño es la forma más suave de vivir y así es fácil seguir huyendo. Escapar por los orificios de un templo que no es más que un tabernáculo de habladurías, evadirse por las intrincadas carreteras de un país hecho de sudor para guiar a un buen montón de estúpidas y ociosas señoras que buscan solo un medio para ejercer su autoridad perdida y olvidarse de su complejo recalcitrante. Correr por los terribles amaneceres que ofrece un hotel donde la tentación se ofrece en forma de dos mujeres deseosas de dar amor y de recibir cariño. La bebida es el pasillo por donde hay que continuar la fuga y así la oscura bruma del alcohol servirá de telón piadoso para la siempre dolorosa búsqueda de las entrañas de la que está hecho un hombre.

Con qué serenidad la rama del olivo
mira cómo declina la luz del cielo,
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.

Pero el árbol, por la noche ennegrecido,
llega a un día en que el cenit de su vida
se extinguirá por siempre
aunque, enseguida,
de él una segunda historia habrá nacido.

Una historia que ya no será angélica,
un contubernio entre la lluvia y el surco.
pues cuando al final el tierno tallo
tronco caiga como plomada sobre la tierra,
entre tierra y tallo, en placentera guerra,
una intimidad obscena se establece
y otro árbol brota que sus ramas mece
sobre el deseo corruptor de la tierra.

Y otra vez, la rama del olivo
mira cómo declina la luz del cielo
sin un llanto, sin dolor, sin desconsuelo,
sin un rezo por el sol que se ha perdido.

¡Ay, mi Señor!
Si pudiera hallar un nido
que me sirviera de próxima morada
no únicamente en esa rama dorada
sino en este pobre corazón estremecido.

Y ahí, entre hijos de ramas y nietos de troncos, sale una segunda historia para que ese hombre, ese corazón estremecido que vaga en busca de su alma, pueda comenzar de nuevo con una compañía, una razón y un nuevo mañana que sea suficiente para toda su vida. Es la noche de la iguana que nunca termina, porque el destino está atado a una cuerda de la que no se puede soltar y solo alguien más, alguien sin pasión ni interés, es capaz de soltar ese lazo que impide que la moral sea libre y el pensamiento fugitivo. Mientras tanto, seguirá habiendo trucos, engaños, equívocos provocados, malas propuestas, peores intenciones, derrotas a la tentación en forma de una hermosa joven que solo quiere disfrutar de un nuevo capricho mientras deja su rastro de carne fresca y perfumada. Hay momentos en los que un hombre tiene que permanecer preso en una hamaca, pensando en sus salidas, renegando de sus entradas y decirse a sí mismo que, a pesar de una vocación, él mismo también tiene derecho a ser feliz y dar descanso a su pobre corazón estremecido.
Grandes Richard Burton, Ava Gardner, esplendorosa y bella, Deborah Kerr, prudente y atractiva…John Huston, que con las letras de Tennessee Williams, pone el dedo en la llaga y cuenta que, para llegar al paraíso, hay que pasar primero por el infierno.

martes, 15 de octubre de 2013

JOHNNY GUITAR (1954), de Nicholas Ray

“Miénteme, dime que me quieres” y los ojos de Johnny se clavan en los de Vienna porque la soledad ha hecho demasiada mella en sus canciones y en las balas de ese tambor de revólver que nunca ha dejado de tocar. Ella le miente con la boca pero le dice la verdad con los ojos y Johnny muere porque la lejanía ha sido demasiado castigo para el error que cometió hace muchos años. Vienna ya no es la chica desamparada que encontró en algún rancho del Norte. Ahora es toda una mujer, que sabe defender lo que es suyo. Incluso parece que, en una eterna lucha contra el tiempo, ha querido conservar todo lo que sentía por Johnny, con sus odios y sus ternuras, con sus desplantes y sus cercanías. Johnny intuye que es así. Por eso vuelve, por eso entona esa triste canción que tantos recuerdos les levanta pero que también es un nexo de unión atado con una cuerda de guitarra.
Y alrededor de ella, siempre sola y rodeada de débiles, se ha construido un muro de intereses materiales, morales y sociales que intenta por todos los medios derribar todo lo que ha conseguido en estos años. Vienna no entiende muy bien por qué existe toda esa animadversión hacia ella. Celos, dinero, envidia, simples ganas de agarrar cualquier tipo de venganza y emprenderla con quien se tiene más cerca y resulta el blanco perfecto para los más poderosos…Johnny viene precisamente a eso, a abrir una brecha en todo ese cerco implacable que se ha erigido en torno a ella. De forma injusta, con la insidiosa mirada de otra mujer que cree que solo puede ganar cuando acaba totalmente con Vienna. Al fin y al cabo, hay que exterminar a los que valen más, a los que pueden más, a los que conquistan más.
Si hubiera alguna denominación posible para una expresión como la de “western desencantado” podría aplicarse esta película como el perfecto ejemplo. El héroe es un simple trovador que conoce lo que es la furia de las pistolas porque siempre ha sabido empuñar una pero el carácter lo pone una chica que no deja caer los puños en todo lo que hace, quizá, porque ha tenido que abrirse paso a golpes. Sterling Hayden era el hombre perfecto para cargar en la espalda con un pasado imperfecto en el que no quiso asumir responsabilidades. Joan Crawford cautivaba con una mirada que se colocaba en el mismo filo de la agresividad y la vulnerabilidad. Mercedes McCambridge era la serpiente viperina que no dudaba en manipular la verdad para conseguir un inútil triunfo de mujer del que nadie se enteraría salvo ella misma. Nicholas Ray siguió mirando a través de las cuerdas de su guitarra para volver a decir que los viejos pistoleros nunca mueren, que a todos nos atravesó alguna vez la flecha del amor por muy duros que fueran los disparos y que, de vez en cuando, con un puñado de personajes que se accionan y reaccionan alrededor de una historia que les lleva a desahogar sus pasiones, se puede hacer algo muy parecido a una obra maestra maldita, injuriada, romántica y desgastada. “Miénteme, dime que me quieres…”

viernes, 11 de octubre de 2013

EL MAYORDOMO (2013), de Lee Daniels

En la servidumbre está la rebelión. Atender las obligaciones con una educación exquisita, emprender la huida con la mirada al escuchar conversaciones que nunca deberían ser oídas, prepararlo todo para que la comodidad esté al servicio de la decisión. Toda una vida de servicio y toda una vida en un grito de rebelión ahogado porque, sencillamente, a Dios se le ocurrió que el mayordomo del Presidente de los Estados Unidos tenía que ser negro.
Los años pasan y la mirada se pierde aunque guarda un gran sentido interior. En el ánimo y en el servicio a una serie de Presidentes que se han dirigido a él de forma distinta, con distintas inquietudes y distintas ambiciones. Quizá ese hombre de color que realiza su trabajo de forma exquisita sea el corazón de una raza. Quizá también merezca que se le pague igual que a un trabajador blanco. Solo los años podrán hacerle merecer tal honor.
Y él, con su bandeja, su traje de etiqueta propio de criado, su maravillosa discreción, es mucho más que la reivindicación de un sueldo que refleje que los hombres deben ser tratados de igual forma. Es alguien que, en su casa, también llora, también siente, también sufre…porque también ama. Por su alma apenada desde que era un niño ve morir a los que más quiere, ve cómo se consumen las personalidades de los que están a su lado, ve que la lucha violenta por los derechos civiles no lleva a ninguna parte porque eso no genera más que odio. Y él es un hombre que, fundamentalmente, ama.
Lee Daniels ha hecho una película conmovedora, que refleja el verdadero espíritu de una raza que ha derramado demasiadas lágrimas para conseguir un trato de igualdad. Ni siquiera como criado el protagonista consigue esa posición privilegiada de ser considerado un hombre como los demás. Por delante de él desfilaron Presidentes de personalidades tan diferenciadass como Dwight D. Eisenhower, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson, Richard M. Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter y, por último, Ronald Reagan. Su premio, su verdadero triunfo fue vivir lo suficiente como para ver a un negro ocupar el lugar más alto de la Casa Blanca. Para ello, Daniels cuenta con la complicidad de un puñado de actores dispuestos a hacer apariciones especiales de gran elegancia y, sobre todo, con la arrolladora interpretación de Forest Whitaker en la piel de ese hombre negro que aprendió a llevar bandejas, a levantar ánimos, a no perder nunca la dignidad, a conseguir que el trabajo fuese también un arma para la lucha. El envejecimiento progresivo de Whitaker, acorde con el personaje, es sencillamente magistral porque también los movimientos son presas de la edad y el camino, ése que tantas veces tuvo que hacer ese mayordomo irremplazable, es mucho más fascinante bajo la tierna y ajustada actuación de un actor que se ha metido en la piel y en el alma, sí, pero también en el sentimiento de una vida dedicada al servicio y a la verdad.

jueves, 10 de octubre de 2013

GRAVITY (2013), de Alfonso Cuarón

El vacío es ese lugar donde el silencio puede ser angustioso o, también, tranquilizador, donde el peligro es traicionero porque se presenta sin aviso previo, donde el caos ocurre y, sin embargo, todo guarda un misterioso orden, donde el ser humano acaricia con los dedos los bordes del infinito pero se halla aún muy lejos de tenerlo entre sus manos, donde la vista parece ocupar el sitio de Dios  y donde se puede apreciar, en toda su inmensidad, el hermoso planeta en el que vivimos y que, con insistencia, nos empeñamos en destruir. Es el lugar donde flotan las emociones para que sean agarradas al paso de las estrellas.

El escenario cósmico siempre es un espectáculo que merece ser degustado porque, al fin y al cabo, nos guste o no, la vida es un milagro en medio de ese infinito caótico, oscuro, frío y amenazador. Y la Tierra tiene toda la vida del universo encerrada en su esfera. La basura se acumula, los ríos se secan, el medio ambiente, poco a poco, se va rindiendo a nuestro paso y, por supuesto, también tenemos que dejar nuestras sucias huellas en el cielo. La extraordinaria visión de una aurora boreal que bordea la circunferencia terrestre no deja de ser una razón para la esperanza, para que la desesperación sea siempre un motivo para el pensamiento, para no dejar que nos rindamos ante nuestros propios miedos, nuestras propias mansedumbres, nuestras propias cobardías. Hay que volver a la Tierra que nos vio nacer porque, sin ella, no tenemos nada. Ni siquiera ganas de vivir.
Aprovechar la vida hasta el último instante, quedándonos extasiados ante todo lo que nos ofrece el sol brillando sobre un río es un signo de cómo tenemos que afrontar todo lo que nos hace mortales. Ante el infinito, cualquier fallo mínimo puede ser fatal porque la eternidad es perfecta y el hombre (o la mujer) queramos o no, no lo es. Ése momento crítico en el que caemos en la contaminación del alma hace que seamos más pequeños, más insignificantes, una mota de polvo flotando en un mar de chatarra y vanidad. El silencio infinito nos devuelve nuestra verdadera medida y, quizá, en medio del profundo conocimiento de nuestro interior, podremos enfrentarnos con serenidad a la muerte, a la terrible e inmensa tarea de la supervivencia o al terror de ver pasar a nuestro lado un armatoste de mil toneladas invadiendo la quietud de un cielo al que no se debe despertar.
Alfonso Cuarón ha dirigido con voluntad y acierto una película que nos sumerge en una fotografía esplendorosa, en una interpretación impecable de Sandra Bullock, en una música tremendamente climática e hipnotizadora y en una realización sobria, excelente y limpia. Quizá porque ha sabido atraparnos en ese silencio que sirve para morir, que envuelve los fenómenos físicos en catástrofes inadvertidas, que proporciona la calma necesaria para dejarse llevar hacia la oscuridad y la desoladora sensación de que la vida es el valor supremo cuando la belleza de la quietud penetra en el oído dormido. Así, sabemos que la gravedad no es solo la capacidad de la Tierra por atraer cuerpos, como un imán de naturaleza explicable, sino que también es el peso de nuestras emociones, que nos agarran a la existencia con todos nuestros errores y todos nuestros aciertos. Tal vez solo podemos sentirnos libres cuando nuestra alma está en paz con nuestros sentimientos, cuando sabemos que hicimos lo correcto y cuando sabemos que lo correcto es intentar sobrevivir por encima de todo. Es algo que debemos a la inmensidad de la que formamos parte.
Transmitiendo a ciegas, podemos decir todo lo que pensamos, sentimos, deseamos y amamos sin saber si alguien nos escucha. Solo así, con fe en nuestras capacidades, podremos volver a hollar con paso vacilante la playa de nuestro regreso y decir que estuvimos inmersos en un vacío propio que nadie más ha podido derrotar.

miércoles, 9 de octubre de 2013

LA LEY DEL SILENCIO (1954), de Elia Kazan

Hace tiempo que se vendieron los pasaportes que llevaban directamente al fracaso y Terry Malloy se quedó con uno de ellos. En su interior, anidaba ternura pero, también, una tremenda ingenuidad. Creía que haciendo lo correcto iba a poder llegar a lo más alto. Con sus puños, con sus cejas rotas y su mirada buscando respuestas. Pero no consiguió contestar a ninguna. Siempre hizo lo que dijeron que hiciera. “Chico, ésta no es tu noche”, “Chico, ve a ver a Jimmy y hazlo subir a la azotea”, “Chico, cuenta estos billetes, a ver si eres capaz”,”Chico, mira a ver cuántos sacos están ahí apilados y luego échate a dormir”. “Chico, no digas ni una palabra”. “Chico, calla ante la muerte…”.
Y Terry calló y contó y se confundió y dejó que los sentimientos entraran en él con la fuerza de un directo al mentón. La vida no es mucho más que un montón de asfalto mezclado con la sal del puerto, unas cervezas en cualquier tasca y un par de mamporros bien dados, con risas de por medio, para dormir bien la chispa y encender el poco cerebro que puede quedar. Sin embargo, hay algo que puede más que la inteligencia y es la dignidad. Ya está bien de perder, ya está bien de ir a coger el tren de los fracasados para quedarse en el último vagón sin tener ni la más mínima oportunidad. El silencio es ensordecedor cuando se quiere decir algo y decirlo bien alto. Ahí, en ese punto de chasquido, es donde los huesos comienzan a romperse y los pensamientos tienden a definirse hacia el lado correcto o hacia la corrupción. No, Terry, a pesar de haber perdido cuando tenía que ganar y haberse dejado utilizar por su hermano, por unos cuantos mafiosos de medio callejón y por las húmedas calles cerca del mar, no se va a corromper. Puede ser insoportablemente ingenuo, pero es insoportablemente hombre. Y se va a enfrentar no solo a esos ladrones que no dejan de jugar con el miedo de la gente, sino también a todos los que creen que la delación es el acto más sucio al que puede llegar un perdedor. Más que nada porque en la misma delación, en la misma lucha a favor de los que trabajan hasta que las manos estallan en sangre, está la victoria, está ese combate que a Terry Malloy jamás le dejaron ganar. Y así, entre lágrimas y heridas, entre fríos mortales y huesos clamando por su ruptura, Terry volverá a trabajar, llamando a todos los demás, haciendo que callen las repetitivas sirenas de los barcos y dejando bien claro que la gente que juega con el miedo no es nada si comienzan ellos mismos a tener pánico de la verdad que nadie se atreve a decir.
Siempre que veo esta película, me recorre un escalofrío de emoción, de admiración por un guión que está tan admirablemente bien escrito, por una dirección que halla el tono adecuado para entonar y justificar su propio mea culpa y por unos cuantos actores que decidieron hacer algo justo y grande para que el cine fuera algo más que entretenimiento. Entre todos ellos, había uno, Marlon Brando, que consiguió hacer que el público sufriera sus cicatrices, se enterneciera con sus palomas, quisiera triunfar aunque solo fuera una vez y se enamorara infantilmente de la misma inocencia. La ley del silencio es una película impresionante, única, delatora, justificadora y abrumadoramente cercana.

martes, 8 de octubre de 2013

ZODIAC (2007), de David Fincher

De vez en cuando siempre hay algún maníaco que nos hace estremecer. Más que nada porque la mente humana es capaz de imaginar muchísimas cosas bellas pero también las mayores barbaridades. Un buen día, alguien, porque sí, porque algún resorte del complicado mecanismo de su mente se desprende, decide matar por puro placer, para dar rienda suelta a esa ira que tiene encerrada y que nadie más que él ha presentido. Puede que, en su interior, se halle un complejo de frustración no detectado por nadie alimentado por muchos años de mediocridad, de rechazo por parte de las mujeres, de certeza absoluta de que él es invisible. Y entonces, de repente, se aparece delante de alguien y asesina sin piedad. Las consecuencias trágicas de su acción afectan no solo a las víctimas, sino también a aquellos que se han impuesto el deber de agarrarlo y de contemplar la verdad aunque eso lleve un trabajo ingente. No es el afán de cogerlo, es el deseo de ver de cerca el rostro del mal y saber si se puede aguantar cara a cara con él. El tipo, además de su rastro sangriento, no deja de llamar la atención  a través de una serie de cartas que se encarga de hacer llegar a los periódicos, para que todo el centro de la actualidad sean sus horribles crímenes mediante el implícito deseo morboso de la gente de saber qué es lo que lleva a un hombre a matar con saña, a elegir sus víctimas al azar y no aguantar el irrefrenable impulso de arrebatar vidas. Todo para obtener unos quince minutos de fama anónima que, por obra y gracia del sensacionalismo urbano, se convierte en un puñado de años que muchos tiran a la basura para conseguir atrapar a la siempre escurridiza verdad. El problema es que el responsable de todo es alguien que ya ha asesinado a la verdad.
La obsesión se torna rutinaria en policías que apenas duermen tratando de desentrañar descoordinaciones de distintos departamentos y comisarías, en periodistas que tratan de conseguir algo honesto por una vez en su vida, incluso en simples dibujantes de caricaturas y viñetas deseosos de tener algo verdadero por lo que luchar, aunque sea una verdad horrible, rechazable, fugitiva y olvidada. Investigar sobre los diferentes casos se vuelve una tarea fascinante por el mero hecho de ir descubriendo los pequeños motivos de cada detalle. Hizo esto por una película, hizo aquello por un gusto, hizo lo de más allá por un gesto. Así, poco a poco, se puede ir juntando el rompecabezas peligrosísimo del psicópata que mata sin piedad porque no tiene miedo, porque quiere causar miedo y porque, ante todo, quiere extender la idea del miedo.
David Fincher realizó con Zodiac una de sus mejores películas acudiendo a un estilo semidocumental intrusivo, como si hubiese colocado una cámara delante de cada una de las piezas fundamentales del entramado de crímenes e investigaciones para descubrir motivos y circunstancias de forma un tanto hierática. Tal vez, la incomodidad maestra de esta película está en mostrar las cosas de tal forma que hace que el espectador, de alguna manera, también se sienta un psicópata de la mirada, un tipo que mira por placer y alguien que también desea, en lo más recóndito de su ser, tener sus quince minutos de fama extendidos con prórroga y firma original.

viernes, 4 de octubre de 2013

EL PERRO RABIOSO (1949), de Akira Kurosawa

En el Japón derrotado y al borde de la desesperación, la viveza y la picardía se encuentran en cada vuelta de esquina. Un policía novato, después de hacer unas prácticas de tiro, pierde su pistola reglamentaria. Y entonces su vida cambia porque no quiere que nadie resulte dañado con su propia arma. El sol cae, implacable, sobre una población que parece vagar por las calles sin rumbo y él, vestido con su antiguo uniforme de soldado del Ejército Imperial, deja su sudor en el polvo de los caminos, buscando con la mirada hundida en el mercado negro, más negro que el futuro, más negro que la esperanza de un país decepcionado y destruido, más negro que el cañón de un Colt de bolsillo, con las gotas de grasa cayendo por la empuñadura, con las balas rogando por salir a tomar el aire…un aire que no llega, un aire que se envicia, un aire saturado de calor.
El viejo policía experimentado, resabiado de las calles y de las personas, decide echar una mano al novato. Sabe que lo está pasando mal porque es una buena persona. Pero también sabe que ese sufrimiento forma parte del camino de aprendizaje que necesita para convertirse en un auténtico policía. Toda investigación requiere de paciencia, esa misma que falta en la juventud, y él la tiene de sobra. Hay que encontrar el hilo, seguirlo, registrarlo, volver unos pasos atrás, adelantarse, prestar atención, ser más astuto, ser más policía. Así, Toshiro Mifune y Takashi Shimura hacen una pareja que parece un modelo de encaje y complicidad. El impulso junto a la sabiduría. El tipo que tiene la pistola tiene las horas contadas.
La asfixiante ola de calor es así. Horas de plomo en las piernas y, de repente, una tormenta que esconde asesinatos y huidas. Tal vez, también, una lluvia que salpica y deja todo un reguero de pistas en trajes blancos y precipitaciones negras. Al final, habrá que enfrentarse con el perro rabioso, ese animal sin nombre que respira agitadamente y desea atrapar muchas presas porque le ha tocado vivir en una época y en una vida que se dedica a angustiar a las personas, a dejarlas sin salida, a exprimirlas hasta la última gota de sudor, de ánimo y de optimismo. El perro rabioso es peligroso. Tanto que unas sombras esconderán la frustración oprimida, la ira apretada con unos dientes que ya solo desean mostrar su pena. El perro rabioso es un simple mortal que no quiere apagarse lentamente.
Akira Kurosawa dirigió esta maravillosa película de cine negro con aires de Georges Simenon en el ambiente y con un motivo que, más tarde, repitió Don Siegel con su Brigada homicida. Más allá del relato policiaco, tenso y continuo, quiso retratar cuánto costaba salir de una derrota a los simples ciudadanos que querían tener una vida para vivir incluso después del deshonor que suponía una rendición. Tal vez, entre callejones, casas destartaladas y caminos que no son más que depósitos de la cegadora luz del sol, hay algún espíritu honesto que desea mirar hacia delante y procurar que la gente, la gente común, tenga un nuevo motivo para sobrevivir con algún matiz de alegría.

jueves, 3 de octubre de 2013

2 GUNS (2013), de Baltasar Kormákur

Ser un infiltrado puede llegar a ser todo un engorro. Tanto es así que, sin saberlo, te puedes topar con otro infiltrado. Y entonces, claro, todo se complica. Los amigos se vuelven enemigos, las balas parece que se dan la vuelta para hacer pagar la traición y nada vuelve a ser como antes. Puede que, con un poco de suerte, algo de amistad haya quedado entre dos tipos que creían que el otro era un malvado sin demasiados escrúpulos pero eso ¿de qué sirve? En realidad, eso no es más que otro estorbo.

Desde el escalón más bajo de toda la cadena de mando que implica una infiltración se pueden dinamitar los cimientos de la corrupción. Más o menos porque todos tenemos un lado más o menos corrupto. Sí, sí, no nos escandalicemos. Todos tenemos un precio y no hay por qué avergonzarse de ello. Eso sí, puede que ese precio no sea pagadero en billetes. Hay muchos tipos de pago. El caso es que la corrupción nos llama por todas partes. Y, de vez en cuando, picamos porque en cuanto alguien nos lanza un guiño como disparo, nos sentimos especiales y ya nos importa un bledo que, con esa pequeñísima trasgresión de lo correcto, una diezmillonésima parte de nuestro corazón se haya podrido.
Los fuegos cruzados, por otro lado, son muy peligrosos porque si ponemos de un lado al Ejército, de otro a la C.I.A, en la esquina de allá a la Mafia y en el centro ponemos a los dos pordioseros de turno que tienen todas las papeletas para servir de carne a los peces, más vale irse con los deberes bien hechos. A no ser que sean dos tipos muy especiales, de esos que tienen cualidades que sus superiores no han sabido ver muy bien porque hay algo que distingue al corrupto del ladrón tradicional y es el desprecio hacia quien les sirve. Error mayúsculo. El desprecio es el causante de todos los fallos porque la superioridad es un amigo que siempre miente.
Baltasar Kormákur ha sabido dirigir una película que estaba condenada a ser una más de tantas con una agudeza y una sobriedad notable, sin renunciar al espectáculo visual, al argumento bien trenzado y a la realización de una cinta de acción con cierto sentido. Para ello, también ha mimado la interpretación de muchos de los actores que aparecen arrancando trabajos muy notables de Bill Paxton, de Paula Patton, de Edward James Olmos y, sobre todo y ante todos, de Denzel Washington. Él es la pieza angular sobre la que descansa todo el entramado poniendo en juego todo un festival de expresiones, de movimientos, de gestos y de precisiones que no caen en ningún momento en la sobreactuación y enriquece al personaje sacando oro de unos dientes falsos. Esa virtud que tiene la película también se convierte en uno de sus peores fallos porque Mark Whalberg, como siempre, resulta inútil, incoherente, superficial y tomándose todo el asunto con una levedad que hace que todo se descompense y el espectador comience a sentir una indiferencia radical hacia su personaje. En todo caso, el intento entretiene,  está bien enlazado, con una cierta inteligencia y sin faltar las consabidas dosis de cámara lenta, explosiones, disparos y crueldades.
Y es que el guiño es la mejor arma para hacer cómplices y deshacerse de dineros secretos que solo alimentan las raíces de la putrefacción gubernamental. Basta un poco de simpatía, saber lo que se quiere hacer, aguantar la respiración cuando el cañón te acaricia las partes bajas y utilizar el confortable nerviosismo ajeno. Dos armas bien engrasadas, con los guiños a punto y la pólvora comenzará a correr con un solo objetivo: quien quiera llevarse la mayor parte del pastel tendrá que ganárselo. Igualito que los tipos que están en el escalón más bajo de todo el entramado y que intentan, todos los días, hacer bien su trabajo. O casi.

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL RESPLANDOR (1980), de Stanley Kubrick

El mal siempre ha existido y siempre existirá. Podrá estar escondido entre las paredes de un hotel construido sobre un cementerio indio en medio del proceso de la locura que vive un hombre que no sabe separar la soledad de la ira. El resplandor es un don que te permite ver cosas que nadie más ve y la locura de Jack Torrance, el hombre que se queda solo con su familia en el Hotel Overlook, es precisamente que no sabe utilizar ese don. Sus visiones son verdaderas pero apenas las comprende y eso hace que se sumerja en un infierno de odio. Comienza a aborrecer todo lo que le rodea. El gran hotel de montaña con sus enormes habitaciones, especialmente la 237, donde habita la belleza absoluta de la creación y el enorme pánico del rechazo y del aliento pútrido de la muerte. Un niño que recorre los interminables pasillos con un triciclo puesto en quinta velocidad. Apariciones, sangre, deseo interminable de dar salida a esa rabia interior que pugna por guardar una enorme frustración personal, una copa que no existe, un vigilante que ya hizo lo imposible por mantener el odio como forma de disfrute. Sí, el mal siempre ha existido y siempre existirá.
En el laberinto de la obsesión es donde se encuentra la raíz del miedo. Mirar hacia adentro y encontrarse con un buen puñado de fantasmas interiores que siempre han luchado por salir es un motivo más para no controlar la ira, para dejar que la esquiva inspiración tome forma asesina. El resplandor es un don que hay que saber utilizar con un dedo o con todo el cerebro. Es un regalo que hay que verter en los demás y no en uno mismo. Es la diferencia entre hablar con un amigo y matarlo. El mal siempre ha existido. Ha habitado en ese hotel desde que la fotografía existe. Ha luchado por permanecer incólume, sin interferencias exteriores por mucha gente que haya podido entrar y salir de ese magnífico edificio. Y siempre existirá porque los actos quedan. El hotel absorbe todas las maldades que han ocurrido y hace que formen parte de su estructura, de su historia y también de su futuro. Es la diferencia de creer que lo que se ven son visiones producidas por el aislamiento y el bloqueo mental o que son realidades fantasmales provocadas por un misterioso don que parece imposible, que es imposible… que ni siquiera puede llegar a imaginarse…
Stanley Kubrick puso en juego mucha de su increíble capacidad visual para hacernos sentir que estábamos caminando por los mismos corredores del horror. Con escenas tremendamente turbadoras (ascensores abriéndose dejando paso a verdaderos torrentes de sangre, una puerta de habitación abierta, unos pasillos fríos con inquietantes dibujos en la moqueta, una mirada fija en un ventanal, un jeroglífico de pasillos que dejan huella…) y con sucesivas bromas al mito sobre su participación en el falso rodaje de la llegada del hombre a la Luna (el niño lleva un jersey con el Apolo 11 dibujado, la habitación 237 indica la distancia en miles de millas a la Luna…), Kubrick dirige a la misma locura intentando asesinar lo razonable, retrata los rincones obsesivos y llega a la misma conclusión de siempre. Este mundo no merece mucho la pena salvo por la inteligencia que algunos pueden demostrar de vez en cuando…

martes, 1 de octubre de 2013

SCARAMOUCHE (1952), de George Sidney

A veces, casi sin querer y a través de muchas aventuras, la venganza deja de tener sentido para convertirse en odio. Los aceros hablan por boca de los hombres y el cortejo alado de las palomas que se baten en el aire resuena con sus leves chasquidos en busca de la carne débil. Es una época donde la ley se dicta solo desde los lujosos sillones de terciopelo y el amor es tan caprichoso como poco duradero. Hombres apuestos que practican el duelo como deporte, tan solo para quitarse a unos cuantos enemigos políticos, o a unos pobres diablos incómodos que se acogen a la cazoleta como el último recurso para defender un honor que no poseen. La aristocracia absolutista de Francia está dando sus últimas bocanadas porque ya corre el deseo de rebelión y el teatro de los nobles deja paso a lo burlesco, a la nada disfrazada de risa porque el todo está en la riqueza, en el lujo, en el despilfarro y en la arrogancia que da la superioridad social, siempre falsa, siempre despreciable.
Sin embargo, hacer reír es sublime. Es un rato en el que el pueblo parece tener una ilusión de libertad en medio de tanta espada ensangrentada y de tanto abuso sin moral. El Senado se convierte en un escenario donde se dan cuenta de las bajas y siempre hay un hombre que resulta vencedor. Solo que ese hombre no sabe que hay otro preparándose bajo una máscara, que le va a disputar el amor y la vida. Viejos conceptos de caballeros de verdad que se esconden bajo la apariencia del humilde. Los caballos corren por los caminos y por los prados. Tal vez porque sus propietarios llegan tarde al teatro, o a la cita romántica, o al ineludible encuentro con la muerte.
Quizá nadie en toda la historia del cine ha rodado los duelos a espada como George Sidney. Dio verdaderas lecciones que, más tarde, han sido seguidas por muy pocos. Concebía los embates del acero como verdaderas coreografías bailadas y ya en Los tres mosqueteros puso a Gene Kelly como D´Artagnan para asegurarse de que fuera así. Sin embargo, aquí, en medio de una platea que asiste atónita a un inusitado duelo, Sidney supo realizar una de las mejores esgrimas jamás realizadas en el cine. Imaginativa, sobria, dando a cada acción el plano adecuado y contando con la colaboración inestimable de dos hombres que sabían perfectamente cuál era el siguiente movimiento del otro como Mel Ferrer y Stewart Granger. Y, además, en ese duelo, se ponía en juego también la misma moral que tan ausente estaba en la nobleza que explotaba sin piedad al pueblo oprimido.
Mención especial merece Stewart Granger en una película que, bajo su apariencia de capa y espada, esconde una caracterización sorprendente del actor en un registro cómico bajo la máscara de Scaramouche, bufón de bastidores y bambalinas que encanta con su lenguaje corporal y, por supuesto, la belleza salvaje y atrayente de una Eleanor Parker que supera con creces a su ingenua rival, menor en estatura y en interpretación, como es Janet Leigh. Pero eso es lo de menos. Lo de más es que es una película pensada para disfrutar, para reír, para sopesar la habilidad del contrario con el filo cortante de un arma que, aquí, en esta película, se convierte en todo un arte filmado con brío, con elegancia y con impresionante sabiduría.