jueves, 30 de diciembre de 2010

EL DISCURSO DEL REY (2010), de Tom Hooper

Con esta película, al fin, maravillosa, quiero desear a todos un feliz año nuevo y que vuestros deseos dejen de ser tartamudeos para convertirse en discursos de fortaleza y de realidad. Abrazos para todos.

En la última escena del Enrique V, de William Shakespeare, se decía algo así como “dime que me quieres, y hazlo con música entrecortada pues tu voz es música y tu inglés, entrecortado” y eso mismo es lo que le pasó, muchos años después, al rey Jorge VI de Inglaterra, padre de la actual Reina Isabel. Tenía mucho que decir, tenía los arrestos suficientes como para decirlo pero, simplemente, no sabía hablar porque sufría un problema grave de tartamudez.
Y en los graves instantes en los que Inglaterra se metía de lleno en una guerra, el pueblo debía tener la certeza de que había una voz fuerte, llena de voluntad, de vocales de resistencia y consonantes de ánimo para llevar a un país a una guerra que iba a resultar difícil, larga, penosa y cruel. Todos debían saber que alguien iba a escuchar los alaridos de dolor que iban a lanzar por tanta sangre derramada. Y en ese momento, nadie creía que un tartamudo, un hombre que no sabía hablar, que parecía vacilar en todo lo que decía, fuera el portavoz y el altavoz de una nación necesitada de valentía y de empuje frente a la gigantesca maquinaria bélica que iba a hacerles frente.
Para Jorge VI, el micrófono era esa bestia de un solo ojo, capaz de engullir su decisión y de tragar por entre sus rejillas todo un liderazgo. El reino le cayó de rebote pues su hermano mayor, Eduardo, abdicó para casarse con una divorciada americana. De repente, con una misteriosa sucesión de acontecimientos, Inglaterra se deshizo del hombre más inadecuado y comenzó a encajar un rompecabezas cuyas piezas principales fueron Jorge VI, su mujer, Elizabeth, Winston Churchill y una voz intermitente que transmitió, con la ayuda de un ciudadano cualquiera, la seguridad que se necesitaba para afrontar el combate.
De vez en cuando, el cine ofrece maravillosas sorpresas y El discurso del rey es una de ellas. Dentro de la película encontraremos frivolidades, genialidades, humor, dramatismo, tragedias, mensajes de perseverancia, intentos de rendición, ridiculizaciones acertadísimas de los estúpidos protocolos, la historia de una amistad entre dos hombres, la voluntad de hierro de una mujer y, sobre todo, encontraremos dos interpretaciones de oro, inspiradas, fuertes, pensadas, incluso a ratos increíbles, excepcionales, agudas, contrastadas y, sin embargo, unidas. Colin Firth y Geoffrey Rush convierten la historia nunca contada del rey sin voz en una extraordinaria fábula sobre los tratamientos, las realezas y las cosas que verdaderamente importan. Y una corona obligada a la dignidad y un buen puñado de ejercicios de dicción forman una pareja difícil de vencer.
Acompañando a Firth y Rush, hay otras interpretaciones de altura como la de Helena Bonham-Carter, que nunca ha sido santo de mi devoción y que aquí está fantástica; como Timothy Spall que, en unos pocos trazos sabe perfilar la leyenda de Churchill; como Guy Pearce, perfecto en su caracterización del rey que no quiso serlo porque prefería vivir y seguir con sus veleidades nazis. Detrás de las cámaras hay una dirección precisa y potente de Tom Hooper que se descubre magistral poniendo de fondo el Segundo Movimiento de la Séptima Sinfonía de Beethoven, música tartamudeante, lenguaje en pentagrama de notas de acompañamiento que se convirtieron en melodía principal. Además de todo ello, hay que destacar la precisa y conmovedora banda sonora de Alexandre Desplat y a los ojos de los espectadores que ríen, se conmueven, sufren con esas letras que no quieren salir de la garganta real y se dan cuenta de que una vez incluso hubo algunos dirigentes que quisieron salir en defensa de sus conciudadanos para preservar cosas tan elementales como la libertad, la paz, el bien, el trabajo, las inquietudes de las personas y el derecho a poder expresar en voz alta y sin interrupciones todo lo que se siente. Y en esta película se siente que hay momentos de obra maestra que deja a las palabras mudas así que es mejor poner el punto final y dejar sitio a quien realmente sabe hablar.

jueves, 23 de diciembre de 2010

BURLESQUE (2010), de Steven Antin

Con este artículo quisiera desearos a todos una Feliz, Feliz Navidad, llena de deseos cumplidos y de sueños que se realizarán. Debido a que tengo que hacer un viaje por Ávila y a que, a buen seguro, estaréis mirando más hacia los escaparates  que a una pantalla de cine, os dejo con este artículo hasta el próximo jueves día 30, de ahí pasaremos al viernes día 7 y retomaremos el pulso habitual a partir del martes día 11 de enero. Al menos, tendréis la última hora de los estrenos. Un abrazo a los amigos. Un saludo a los que me leen. Un beso para ellas. Lo mejor de estas líneas siempre son los ojos que las leen.

Que no. Que no. Que no. Que esto no es la reinvención del musical. Que no hay nada nuevo bajo el pentagrama. Que las coreografías son de vergüenza ajena porque está el pequeño problema de que Christina Aguilera baila igual que un gorrión en una tormenta. Que todo se quiere parecer descaradamente a Bob Fosse y lo que sale es una burda y burlona copia de Cabaret, de All that jazz y de Chicago que, aunque no fue dirigida por él, dejó ciento setenta y siete anotaciones sobre cómo debía ser la película.
Y encima hay que aguantar la fascinación juvenil de las mozas que aparecen por el cine diciendo que la película es algo genial, que les encanta, que hay que disfrutar con el espectáculo y que la Aguilera baila como Fred Astaire con pelo y teñido de rubio. Pues no, chicas, lo siento. La chica no baila nada, actúa menos que yo cuando estoy en la ducha, tiene la expresión de una muñeca que no quiere sonreír mucho no vaya a ser que se le marquen unas arrugas que le van a aparecer en los próximos diez minutos. Y si hablamos de Cher, es un rostro momificado, metido en formol del fuerte y cuidado con sus sonrisas que parece que la cara se le va a reventar por alguna costura tras la oreja.
Pero es que el pecado no para ahí. El argumento es de una levedad tan descarada, tan infantil, tan bobo que a cualquier persona normal le parecería un insulto por su recurrencia, por ser menos original que un chupete de goma y porque si yo tuviera que escribir un guión así (perdón, pongo el acento porque probablemente Bob Fosse no leería esa palabra sin tilde), me sentiría francamente avergonzado de tanta estupidez que, además, exhibe la enorme petulancia de querer ser brillante. Y esto, el genio de Fosse no lo hubiera pasado por alto ni en la vida ni en la muerte.
Y ya que estamos en pleno escarnio pues sigamos con ello. La dirección es tan torpe, tan inútil, tan despreciablemente simple que incluso hay una corrección de encuadre sobre la marcha (concretamente en un plano de Cher) que, a cualquiera, le parecería un uso extraordinario del recurso ya apestante de la cámara al hombro (claro, que pudiera ser que el operador de cámara en ese momento tuviera la clavícula rota o estuviera mirando al retaco de la Aguilera, que es la enanita del jardín de la película). Se desaprovecha absolutamente todo, el papel de un actor que no es que sea maravilloso pero no es malo como Peter Gallagher es para quedarse boquiabierto de su idiotez y de su falta de construcción. Hay números que son para sonrojarse y los únicos que no esconden las corcheas tras el burladero son precisamente los que canta Cher, tanto el tango Welcome to Burlesque (curioso ¿eh? Si nos acordamos un poco, Cabaret arranca con Willkommen) y You haven´t seen the last of me, bien interpretado vocalmente bajo esa máscara de juventud perpetua y falsa que exhibe la actriz. ¿La Aguilera? Sí, sí, la chica no canta mal, pero les diré una cosa si prometen no decírselo a nadie. Abusa una y otra vez del mismo quiebro de voz porque se necesita a una chica que sepa cantar jazz y del bueno, que sepa improvisar y la rubia fenómeno será todo lo que ustedes quieran pero no pasa del pop y, de hecho, hacia ahí derivan los números de la película cuando empiezan a darse cuenta de que no, que está muy lejos, por ejemplo, de Dianne Reeves.
Así pues la película en conjunto, para quien haya visto algo de Fosse, es un despropósito continuo que, para más delito, parece que va a estar en la carrera de los Oscars y uno puede que sea crítico pero no es tonto. Absolutamente nada de lo que aparece en esta película es nuevo. Todo lo hizo el brillantísimo coreógrafo y director que nos dejó hace casi veinticinco años y del que posiblemente, nadie se acuerda. Con eso juegan los políticos y los hombres que manejan el dinero del cine. Con esa memoria tan poco fiable de todos los que se sientan en una butaca. 

miércoles, 22 de diciembre de 2010

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "LA IMAGEN EN EL ALMA" EN LA LIBRERÍA LA CENTRAL DEL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA DE MADRID

A continuación, transcribo la reseña tal y como ha salido en la prensa del acto que tuvo lugar el jueves 16 de diciembre. Algo inolvidable por quien estuvo y por cómo salió, lleno de respeto, de agrado y de complicidad. Gracias a todos.

CÉSAR BARDÉS PRESENTÓ EN MADRID SU PRIMER LIBRO: “LA IMAGEN EN EL ALMA”

El pasado jueves día 16 de diciembre, en la Librería La Central del Centro de Arte Reina Sofía, César Bardés, crítico de cine de este periódico, presentó su libro La imagen en el alma (Editorial Quadrivium), acompañado por dos invitados de lujo: Laura Cristóbal, periodista de la agencia EFE y ex – jefe de la sección de espectáculos del periódico La Razón y el escritor Lorenzo Silva, ganador del Premio Nadal, autor de diversas novelas y creador de los guardias civiles Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro, personajes protagonistas de El alquimista impaciente, La reina sin espejo o La estrategia del agua y prologuista de la obra.

Laura Cristóbal destacó que “La imagen en el alma ofrece el guión más perfecto de una historia de amor entre un hombre, la palabra y el cine” y que la unión y la presencia del autor al lado de Lorenzo Silva era “la mejor manera de unir literatura y cine, es decir, la imagen en el alma”.

Lorenzo Silva, por otro lado, quiso ponderar “la honestidad del autor con el que, en alguna ocasión, puede que no estés de acuerdo con él pero te da las suficientes argumentaciones como para que puedas comprender por qué esa película de la que está hablando pueda gustarle y tener una cierta lógica en su elección”.

Por su parte, el autor destacó que el libro era una pequeña muestra de su trabajo como crítico de cine clásico y de estreno de El Pueblo de Albacete y de cómo su libro nace “con una cierta vocación de no condenar a unos cuantos artículos publicados en un periódico a ser algo efímero, algo marcado por la inmediatez del momento”, y que “todo ello, unido en unas pocas páginas, persigue formar parte de la película que se comenta, aunque sea una parte muy pequeña, aunque sea una parte que no se vea pero sí que se lea; persigue atrapar ese mensaje que cualquier arte lanza al aire y soñar con él”.

El acto se desarrolló de forma muy distendida haciendo evidente la conexión que hubo entre público e invitados y dando una idea de la calidad de cada una de las intervenciones que enmarcaron, de forma precisa y adecuada, la presentación de La imagen en el alma, primer libro de César Bardés.


lunes, 20 de diciembre de 2010

LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO (1985), de Woody Allen

Ojalá a veces la realidad fuera ficción y el mundo de los sueños en celuloide fuera realidad. El arte no es hacer una película que transporte el pensamiento hasta lo tangible. El arte es vivir. Aunque en la fabricación de esa obra maestra que es respirar, afrontar los problemas de todos los días, ser algo más que un minúsculo punto en ninguna parte que se refugia en una oscuridad herida por un ojo de luz, también intervenga la fantasía. Eso sí, no siempre podemos ser espectadores.
Al otro lado de la pantalla, están esos seres hechos de nada e imaginación, que no tienen carne más que en blanco y negro, que no tienen defectos porque beben gaseosa en lugar de champagne. Enamorarse de alguien que no es real, no es la perfección y, de hecho, querer salir del lugar al que se pertenece es una aventura imposible, un desafío a la lógica. Un héroe de ficción nunca podrá enamorarse de verdad precisamente porque cada vez que se pasa la película se enamora y debe ser tan volátil, tan inasible como un tipo de carne y hueso que dice que es el actor que dio vida a ese débil y difuminado personaje hecho más de sueño que de verdad.
Y es que, en el fondo, todos buscamos una pizca de magia en nuestras vidas grises tirando a marrones. La amargura de lo dulce puede que tenga su respuesta en unos pocos metros de película. El amor es el final feliz. La felicidad no existe porque siempre nos enamoramos de la persona equivocada. La equivocación es despegar los pies de la tierra buscando una mirada que nos transporte hacia la ensoñación. Cuando todo parece caerse, todo es una bofetada que es real e irreal pero que sentimos de ambos modos en el corazón. Siempre quedará la fábrica de la evasión, el deseo de ser ese tipo que va vestido de etiqueta, o esa mujer que lleva un vestido tan elegante que ella misma parece una copa, o ese petimetre que exhibe un traje de cazador como recién venido de África y que hace que parezca creíble que se mueve y es respetado por los ambientes sofisticados de unos burgueses que se quedan sin capacidad de reacción cuando no hay frases de réplica, haciendo que un tal Buñuel tome cuerpo en el absurdo. El espejo no devuelve la imagen, somos nosotros los que la construimos en la mente. En esa mente engañosa, defraudada, hambrienta de escape, candidata perfecta para el engaño que sirve el cine. Somos el reflejo de lo que nos gustaría ser…a pesar de todo.
El principio es el final y el final es el comienzo. Es como una enorme bobina de película que gira y gira para mostrarnos imágenes a una velocidad que supera el parpadeo de la incredulidad. Hay calidez detrás del rostro de un tipo ridículo con gafas que, un día, supo ver que las rosas púrpuras no se encontraban detrás de los telones, sino en los solares abandonados del fracaso. La tristeza también es capaz de hacernos soñar. Sueñen, sueñen…La realidad no tiene prisa.

viernes, 17 de diciembre de 2010

DÍAS DE VINO Y ROSAS (1963), de Blake Edwards

En cuanto disponga de las fotos del acto de ayer, tendré buen cuidado de ofrecerlas a todos. Mientras tanto, se nos ha ido un gran maestro que hizo comedias inolvidables, películas románticas, misterios turbios y dramas desgarradores. Vayan estas líneas sin ápice de sonrisa por Blake Edwards, el hombre que entró en una ceremonia de los Oscars haciendo un "gag" cual Inspector Clouseau atravesando una falsa pared con una silla de ruedas a reacción. Con diamantes y panteras, por él.


Si hay una película que describe, uno a uno, los peldaños que conducen al infierno, esa es Días de vino y rosas. Y nadie quiere bajar al infierno solo. Por eso se arrastra a quien más se quiere. y cuando deseas salir de ahí, es posible que lo consigas pero también puede que sea demasiado tarde para quien tiene tu amor ahogado en alcohol. Sabes que bajas a las profundidades, a la humillación y, sin embargo, lo haces. Y el camino de vuelta será pedregoso, te arderán las tripas e imaginarás que alguien te persigue con unas enormes tijeras de podar para cortarte lo poco que te queda de hombre.
Había un actor que, antes de rodar cualquier escena, se decía a sí mismo una frase: Es la hora de la magia. Ese actor se llamaba Jack Lemmon y ha dominado todos los terrenos con la soltura de quien sabe lo que es la vida y por dónde hay que caminar. Aquí, Lemmon no es mágico. Es de otro mundo. Es el hombre enamorado pero solo. Es el hombre acompañado pero alcoholizado hasta perder el dominio de sus actos. Es el hombre que se da cuenta de lo que se ha convertido pero que araña, con uñas desgastadas, la devolución de su dignidad. Es el hombre que se emborracha por trabajo, sí, pero que también lo hace para no dejar sola a su mujer, igual que ella lo hizo al principio. Amor mal entendido en clave de botella. No sabe que, a través de ella, todo se ve distorsionado, sin rostros definidos, sólo ojos parpadeantes y pieles más blancas sobre fondos más oscuros. Se hunde. La hunde. Sale. Pero ella se queda en un arroyo del que ni siquiera el amor a una hija puede sacar. Por eso, para él, la vida será un luminoso que siempre seguirá su cadencia de encendido con la palabra "BAR". Él no era hombre mientras sucumbía al alcohol pero tampoco estará nunca completo mientras ella no vuelva junto a él (qué maravillosa Lee Remick) con la mente seca y el ansia calmada. Aunque tú y yo sabemos que ella no tendrá otro sitio a donde ir más que a su lado.
Hay películas en las que hay que dejarse el pellejo para verlas y esta es una de ellas. Te deja desollado, en carne viva, con el estómago inquieto y los ojos desasosegados, buscando razones para la sinrazón. Quieres bajar donde ellos están y hacerles despertar de su dipsomanía pero no puedes. Es una película que te hace ver el tremendo error que están cometiendo y, al mismo tiempo, te provoca la misma sensación de que tú puedes cometerlo, que te puedes hundir como ellos lo hacen, que se puede morir un poco cada vez que se agarra por el cuello una botella que hace de la diversión, una evasión. Y acabará en una frenética huida que te apresará tras unos barrotes que, en vez de hierro, estarán fabricados con la desesperación, la decepción y la turbiedad de un ser que habita en ti y ni siquiera sabías que existía.
Tal vez, esta película de Blake Edwards, junto con Días sin huella, de Billy Wilder, sean los más serios avisos de que al final de la escalinata hacia el infierno nunca hay una piscina de whisky sino la más árida de las desolaciones al comprobar que la vida te ha derrotado con una miserable arma llena de líquido que te hace perder la cabeza y la dignidad, como una pócima embrujada de tiempos que no son de leyenda...
Y ahora, me voy a tomar una copa por Blake Edwards...

jueves, 16 de diciembre de 2010

NEDS (2009), de Peter Mullan

Un joven tiene un brillante futuro como estudiante. Recibe premios y asciende dentro del terrible e injusto sistema jerarquizado de enseñanza del Reino Unido. Su familia está enferma de pasividad por culpa de un padre alcoholizado y violento y, un buen día, decide desafiar a la autoridad que puede estar representada de cualquier forma. Un profesor. Un líder. Un policía. O los chicos de enfrente, al otro lado del puente. Y comienza a caminar entre leones.
Y en ese camino de violencia que, por un lado, está extrañamente legalizada por el lado de los supuestos educadores, él comienza a ser aceptado porque es capaz de pasar a la acción, de sumergirse cada vez más en actitudes marginales que desembocan en la disolución de su propia personalidad. Él ya no es él y pasa a ser masa. Los límites se van deshaciendo poco a poco y va traspasando líneas que sólo pueden terminar en la decepción más desoladora o en la soledad más decepcionante. La cordura huye para dar paso a la alucinación. Es el sendero que va de la marginación por ser un buen estudiante al total alejamiento de la realidad por tomar la violencia como única forma válida de expresión, un implícito medio para ser parte importante de una maquinaria que no señala salidas y se queda en callejones de barro y ladrillo visto. Un proyecto de esfuerzo que se queda en mero delincuente bien educado y al borde del asesinato.
Hace ya algunos años, Peter Mullan se descubrió como un interesante actor en aquel terrible solar abandonado y lleno de enfermedades mentales escondidas que fue Sesión 9 y más tarde probó suerte en lo que era su gran sueño al dirigir la sórdida y espeluznante Las hermanas de la Magdalena consiguiendo estremecer al público denunciando el caso real de unos abusos de autoridad inimaginables en el seno de la iglesia. En esta ocasión, no deja de aportar su experiencia delante de las cámaras interpretando al padre del protagonista y, no cabe duda, de que no es una película que pueda dejar indiferente a nadie. Dentro de ella late el retrato de una juventud con más papeletas para la condenación que para el progreso personal en el Glasgow de principios de los setenta, un lienzo sobre la desaparición de la piedad en un chico que debería ser ejemplo y se convierte en fracaso, una horrible desesperanza ante un sistema educativo anticuado, peligroso y alienante que fomenta la separación, desplaza a los torpes y problemáticos castigándolos con el desinterés y la desidia y que no suelta en ningún momento la correa de la más dolorosa de las disciplinas. Y, de paso, una crítica feroz a unos padres que no atisban a ver la realidad de sus hogares por pura comodidad.
Es cierto que hay un buen puñado de escenas sobradamente conocidas como los típicos enfrentamientos de pandilleros con un vocabulario que se reduce a unas diez o doce palabras y un subrayado irritante cuando, en plena reyerta, introduce como banda sonora una versión del Cheek to cheek, de Irving Berlin. Pero Mullan sabe acercarse más al feo realismo que fue seña de identidad de los jóvenes airados del free cinema británico y no caer en la trampa maniqueísta del casi siempre intragable Ken Loach dando como resultado una película apreciable, avalada por la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y con una interpretación magistral del protagonista Connor McCurran que sabe pasar del interés a la mediocridad y del esfuerzo al desprecio.
En todo caso, es una historia que no hace muchas concesiones y que busca agresivamente la responsabilidad de unos adultos que han estado siempre demasiado lejos de las inquietudes de una juventud desorientada y capaz de tirar por cualquier camino. Incluso por el temerario prado en donde descansan unos leones que, tal vez, dejen pasar de largo a quien sabe ser punto de referencia para quien lo necesita, meta final que debería estar en la mente de los más inteligentes.  

martes, 14 de diciembre de 2010

TARZÁN DE LOS MONOS (1932), de W.S. Van Dyke

Habría que imaginarse, casi deleitarse, con las sensaciones que tuvieron que experimentar aquel puñado de jóvenes que fueron al cine en los albores de los años treinta y se encontraron con una película como Tarzán de los monos. Yo sé de uno, que ahora tiene ochenta y nueve años y que se me está yendo lentamente, como no queriendo despedirse, que en cierta ocasión me llegó a decir que, para él, ver esta película fue el impacto que podría tener para nosotros En busca del arca perdida. En esta cinta hay aventuras imposibles, historias pintorescas, humor primitivo, gritos de audacia que se niegan a salir de la memoria, conversaciones con animales que se agrupan en torno a una figura que saltaba de árbol en árbol con lianas y valentía como únicas armas ante los misterios de una jungla salvaje. Hay que volver a ser un poco niños para estremecerse con ese grito de Johnny Weissmuller, salido de las mismas tripas de la selva, para sonreír y tener la certeza de que el héroe de taparrabos y puñal está ahí, a punto de batirse con un cocodrilo, a un paso de conquistar a una mujer con su ingenuo lenguaje y muy cerca de desterrar a los sempiternos explotadores que pretenden asaltar sin previo aviso las tierras vírgenes. Esta película hay que rescatarla porque está ahí mismo, bajo los huesos amontonados de un cementerio de elefantes.
Es posible que, en algunas ocasiones, nos encontremos ante una historia que es la abuela de muchas otras y ésta es una de ellas. Tarzán de los monos es el precedente natural de todas las películas posteriores del héroe creado por Edgar Rice Borroughs y contiene la inocencia del erotismo que se dejaba exhibir antes de los trasnochados códigos de censura, la naturalidad a flor de piel de un hombre que poseía la piel curtida de arañazos de hojas insidiosas, de animales rebeldes, de cortezas sugerentes pero poco acogedoras y que, sin embargo, no está preparado para atreverse a iniciar el cortejo hacia una hembra de su misma especie. Porque así es como Tarzán se lanza hacia la galantería, sin vergüenza posible, sin prejuicios cómodos. Todo fluye de forma natural, igual que la aventura, con apenas unas cuantas palabras de diálogo y con la agilidad inherente a su director W. S. Van Dyke, un tipo reconocido en la época por ser rápido en los rodajes y extraordinariamente eficaz en los resultados, dejando el estilo suficiente como para que fuera seguido por sus sucesores en las diferentes y trepidantes secuelas que se realizaron con inusitada velocidad en los años siguientes.
Así pues, estamos ante una de esas joyas del cine que, de vez en cuando, se sacan del joyero para ventilar su falso olor a rancio sólo para confirmar que la película definitiva de este personaje ya se había hecho en 1932 con todas las constantes típicas impregnando cada uno de sus míticos fotogramas. No busquen más porque es la mejor, la más alejada de las intenciones de Borroughs pero que está presentada de forma excepcional para ser narrada en ese raro invento del cine, fábrica de sueños y alaridos, baluarte de la vida salvaje ante el empuje de la errada civilización, amor en estado animal, bisoña ensoñación sobre la renuncia a los valores que atenazan y ahogan al hombre moderno, aventura imborrable para los que la vieron por primera vez hace mucho, mucho tiempo.

MANHATTAN (1979), de Woody Allen

Una pareja contempla un amanecer desde el banco de un parque. Dominando el paisaje, un puente de hierro y niebla, símbolo de una ciudad que nunca duerme y, por tanto, que nunca sueña. Ambos esperan cruzar ese puente para encontrar la felicidad que no saben muy bien en qué consiste. Tal vez, sea ese instante de magia y fotografía o puede que sea, simplemente, buscando a otra persona con la que compartir aficiones, cenas, exposiciones, bromas y comportamientos no impostados. Isaac no ve que su última oportunidad para la plenitud está ahí delante porque se deja cegar por estúpidos prejuicios de madurez. Su vida ha sido un desastre tras otro. No supo querer. No tuvo ni idea de buscar el equilibrio. Por no saber, no supo ni fracasar. Nueva York es una fiesta, llena de fuegos artificiales, de parques coloreados de verde en blanco y negro, de edificios con miles de ojos encendidos, con luces de neón que recuerdan la caída de una noche que la hace más atractiva y él quiere formar parte de todo ello y, a la vez, que alguien forme parte de él.
Fundirse con la claridad de una ciudad que vive en la arritmia de una melodía continua exige que, de vez en cuando, se eche la vista atrás y se juzgue si ha merecido la pena el paso adelante de un beso en el momento oportuno. Los amores pasan, sí, pero no se olvidan. Aquel que uno se esfuerza en olvidar es el amor que nunca pasa. Alrededor de Isaac está Jill, su ex – esposa que busca una especie de venganza moral porque sabe que es ahí donde más duele; está Mary, inestable y leve como un paseo en sombras a la luz de la luna, de mirada perdida y falso intelectualismo, de insatisfacción crónica y seguridad fingida; está Tracey…Tracey, muñeca de ingenuidades y de sueños en proyecto, de ojos enamorados que creen tener certezas que Isaac considera engaños propios de la edad. A esa edad la gente no se enamora sino que cree estar enamorada porque aún no ha vivido. Pero ella es encantadora. Es la voz que no resuena en la soledad. Es la piel que no se acaricia en la aislada oscuridad.
Las tres mujeres son los rascacielos por los que Isaac tiene que vivir, andar, latir y perder. Son el sol que inunda las calles y la noche que las envuelve. Ellas son las razones y los sentimientos, el dulce despertar del humor cuando no hay nada por lo que reír. La amarga derrota que el destino se empeña en encasquetar a un hombre que nació con la maldición de no ver cuál es el color de la felicidad cuando todo el mundo sabe que a ella le gusta vestirse de blanco y negro. Ellas son el clasicismo de una vida que se va fragmentando lentamente en granos de cemento y decepción. Ellas son la principal causa por la que Isaac no puede cruzar el puente. Podrá observarlo. Disfrutar con su vista. Incluso amarlo. Pero jamás, por mucho que corra para alcanzar el último viaje, podrá llegar a la otra orilla.
Manhattan, el amor a una ciudad que nunca dice que sí.

viernes, 10 de diciembre de 2010

LAS AVENTURAS DE QUINTIN DURWARD (1955), de Richard Thorpe

No cabe duda de que esta película es un intento de reeditar el tremendo éxito que resultó ser Ivanhoe utilizando los mimbres del mismo escritor, el mismo protagonista y el mismo director. Lo cierto es que, aunque está unos cuatro peldaños por debajo de aquella, Las aventuras de Quintín Durward no es nada despreciable. Tiene momentos que merecen mucho la pena y, sobre todo, tiene a Kay Kendall como oponente femenina. Una mujer de encanto y elegancia naturales, desgraciadamente malograda por una insidiosa leucemia cuatro años después de rodar esta película, esposa de Rex Harrison y que resulta siempre una delicia ver cómo atraviesa la escena con un rostro que parece esculpido y cincelado por un artista del buen gusto. Ella es la que se lleva los aplausos mientras se rodea de un plantel de excelentes actores secundarios que dan verdadera textura a toda la historia con una especial relevancia a ese pintoresco Rey de Francia encarnado por el británico Robert Morley. Brillante por momentos en su apartado dramático, por el contrario, el relato resulta algo decepcionante en sus escenas de acción, salvo en la escena de la torre, donde Robert Taylor se bate con Duncan Lamont con pericia y entrega.
Esto hace pensar que el bajo tono del resto de las escenas de acción fue algo deliberado por parte del director Richard Thorpe que, haciendo honor a su apellido, intentó dar especial relevancia a la escena cumbre de la película. En todo caso, merece la pena pasar un rato en compañía de estos nobles ingleses, caballeros más de la palabra que de la espada, hombres que no hacen más que preguntarse cuál es el precio del sacrificio por el amor a su país y si tienen que poner en juego para ello su amor, su vida o su propio honor.
Hay otras virtudes que adornan a la película con gracia y estilo, como su fotografía, su decoración exterior con su imponente castillo pero, sobre todo, hay que destacar la recreación de una época en la que la vida era demasiado barata, la muerte se presentaba repentinamente y sin ser invitada mezclándose con los problemas muy cercanos a la realidad que tienen los personajes. Es el retrato de una época en la que los valores supremos eran el dinero, el poder y la tierra, siempre bajo una óptica que no deja de reírse levemente de todo. Y ahí radica una de sus mayores ventajas.
Es tiempo de doncellas, espadas, taimados reyes y tiempos de traición. Ritos de convivencia en una sociedad que aún se estaba formando bajo la égida del absolutismo. Sugeridora época de expansionismos ocultos que se frustraban por la llegada del inoportuno caballero. Solidez de cuento que nos transporta al momento en que las espadas chocaban y comenzaban a preguntarse el por qué. Al fondo, el amor imposible y, en primer plano, un monarca maquiavélico que se disfraza bajo la túnica de la amabilidad en fuga. Es un buen rato de cine. No hay capas pero sí actores. Hay espadas pero no son las principales valedoras. Es lo que pasa cuando la honestidad se convierte en un filo mucho más cortante.

jueves, 9 de diciembre de 2010

BIUTIFUL (2009), de Alejandro González Iñárritu

Para todos aquellos que estén interesados y sin ninguna clase de compromiso, Lorenzo Silva, Laura Cristóbal y un servidor estaremos en la Librería La Central del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid (Ronda de Atocha, 2) el próximo día 16 de diciembre a las 19,30 horas para presentar el libro "La imagen en el alma". Será un acto breve y modesto pero lleno de sentimiento por la criatura. Un saludo a todos.

Cuando se acerca la inesperada fecha de caducidad, un hombre quiere buscar desesperadamente la redención y el encaje de una vida malgastada. Desea deshacerse de las culpas que le atosigan en medio de una ciudad tan gris que no queremos observar. Su mirada ha sucumbido hace tiempo bajo la hoguera del devenir. Ha pasado como una sombra por las calles más sucias y más bajas del mapa...y sólo anhela que no le olviden.
Su voz parece que se arrastra por su garganta con la enfermedad impregnada en sus palabras. No sabe lo que es el silencio a su alrededor porque su existencia ha sido una estúpida sucesión de hechos desafortunados que le han permitido comer, pagar el alquiler y fracasar una y otra vez. Parece que el cielo está empeñado en aplastarle, como un techo que, poco a poco, va descendiendo para hacer justicia por todas las cosas malas que ha tenido que hacer. Tiene también un don que vende con verdad y sentimiento. Puede que haya sido una mala persona por culpa del dinero pero nunca ha dejado de sufrir. Y deambula por las calles llevando consigo su maldición, su moral en trance de ruina y su conciencia quebrada, esperando un final que, por fuerza, tiene que ser maravilloso.
Alejandro González Iñárritu no es un hombre nada amable al contar sus historias. Quiere segar el espíritu con verdades completas, con rincones que preferimos ignorar. Aunque hay buena intención en una película que, sobre todo, quiere ser un homenaje a viejos y hermosos robles con figura de padres, no da al espectador ni un minuto de respiro. Barcelona es sórdida como una lluvia fría. Los personajes se mueven a través de motivaciones diversas alrededor de ese extraordinario papel que desarrolla con impresionante eficacia Javier Bardem. Hay pocos premios cuando aparecen los créditos salvo que, quizá, por unos pocos instantes, el director nos ha hecho pensar en la desgracia caprichosa que se posa donde quiere igual que la diosa fortuna, en la influencia que los adultos ejercemos en una infancia que implora por poseer compañía y seguridad, en las consecuencias que nuestros actos tienen en la vida de los demás, en el despreciable tráfico humano que es característico de nuestros tiempos y que, tan a menudo, apartamos de la cabeza. Todos somos seres humanos. Incluso los peores, aunque rara vez lo lleguemos a creer.
Por una vez, Iñárritu, al contrario que el resto de sus películas, no fragmenta sin justificación su relato y lo convierte en una lección de narrativa secuencial, comenzando por el final y terminando por el principio. Y es que la vida, esa vida que nos retrata sin piedad, está unida a la muerte, esa muerte que se nos revela como una incógnita que no corresponde a él resolver. En todo caso, tal vez el paraíso sea lo que nos imaginamos que es, sea cual sea la versión de cada uno. O puede que sea una segunda oportunidad para experimentar lo que no hemos podido vivir. Hay que ganar a la vida para tener derecho a la muerte y eso es lo que va a marcar el recuerdo de los que siguen el camino que, de forma misteriosa, siempre tiene algún desvío a la felicidad, aunque sea un término excepcionalmente relativo.
Se pasa mal. Se aparta la mirada de la luz para hundirla en la acogedora oscuridad. Se suspira hondo porque algo se está instalando en las entrañas y las hace daño con alevosía. Y, sin embargo, quietas están las pestañas porque hay remiendos de buen cine en medio de tanta desolación, de tanto arrasamiento. Al salir, la butaca está caliente por el aguante de un cuerpo que ha pedido muchas veces huir de la sala y la mirada está demasiado triste como para escribir los sentimientos que causa una película que está inmersa en un realismo sucio y natural, pero también mágico. 

lunes, 6 de diciembre de 2010

UN TRANVÍA LLAMADO DESEO (1951), de Elia Kazan

Mugriento polaco de piel de camiseta que miras atravesado desde el sudor. Ira enfundada en la intención que atrae y repugna a la vez. Deja de jugar con el deseo y sé ese hombre que nunca te has atrevido a ser. La violencia animal parece que lucha para salir por tus poros y todo en ti es músculo en tensión, caída en el abismo que se abre ante ti porque te empuja el instinto, pelea y reconciliación mientras ofreces tu espalda desnuda para sumergirte en lo único que realmente te gusta. Maldito polaco que arrastras hacia la locura a quien no tiene asideros, a quien sólo ha puesto un frágil cristal entre la ilusión y la realidad. Maldito, mil veces maldito…
Entre el humo apareces, Blanche, como si fueras un fantasma que regresa para una última oportunidad de encontrar la amabilidad de los extraños. Tu ropa no es de este tiempo, tus modales están enganchados a los jirones del sueño, tu sonrisa es tan quebradiza como la rama de un árbol pequeño que no deja de balancearse a un lado y a otro por obra del viento traidor. Tienes un pie en vilo para precipitarte por el barranco de una bruma de la que no podrás salir. Luchas con las armas de la imaginación, de la ilusión, de lo que quisiste ser. Dentro de ti resuena, una y otra vez, ese disparo que cambió tu vida y te hizo perder el tranvía. Has visto pasar otros pero no te has subido a ninguno porque el miedo ya se instaló dentro de tu corazón. Y no estabas preparada para hacer frente a nada porque, cuando hablaste con palabras de dureza, una vida se fue dejándote un castigo que arrastras en tu pelo teñido, en tus arrugas cansadas, en tu fantasía incesante. El polaco te atrae. El polaco te repugna. Le provocas. Le rechazas. Le odias. Sólo porque quieres que el deseo sea la estación término. Sólo porque quieres terminar sintiendo por una última vez el roce del cariño, la seda del respeto. Y tus sedas, Blanche, son velos ajados, que huelen a cajón cerrado, a encaje sin moda. A nada.
Eres prisionera del deseo, Stella. Ese marido que tienes te tiene enjaulada con barrotes de sexo. Él es el olor de la cerveza derramada, el aroma del sudor seco, el bastardo de una noche que quieres probar una y otra vez. Crees que en él hay un niño que quiere sólo tu ternura. Y estás tan equivocada que te amarras a él como si fuera el último escalón posible de una felicidad que te esquiva aunque haya momentos en que ni siquiera te das cuentas. Stella, tienes que brillar y saber. Debes conocer cuál es la razón del egoísmo. Es exactamente la misma que la tuya. Es una sábana deshecha después de una noche que se pasa entre gritos y gemidos. Y no hay más porque el tranvía pasa justo por la misma puerta donde vives.
Estás encerrado en la mala suerte, Mitch. Tu madre que, mientras muere, no te deja vivir. Una chica que un día te quiso, se fue con la muerte escrita en una pitillera. Quieres dar el cariño que ahogas. Quieres ser caballero y, a la vez, te mueven los instintos que asolan a todos a tu alrededor. Eres cruel y amable. Eres orilla y puerto. Y al final, la culpabilidad será tu única compañera.
Marlon Brando, Vivien Leigh, Kim Hunter y Karl Malden fueron los viajeros de un tranvía que pasa vacío mientras lo conduce un tal Elia Kazan. Nadie puede subirse. Todos se bajan.

viernes, 3 de diciembre de 2010

CIUDAD MÁGICA (1947), de William Wellman

Ya está. El paraíso en la tierra. Imagínense. Un tipo que realiza encuestas de opinión pública encuentra un pueblecito que representa con absoluta fidelidad la forma de pensar de todo un país. Ya no hace falta estar de aquí para allá haciendo engorrosas preguntas de eficacia estadística. Basta con ir al pueblo de marras y observar los comportamientos y, ya está, tendremos el estilo de vida del americano medio.
Y es que, dentro de lo absurdo, también yace la matemática como símbolo de la exactitud de algunas cosas que nunca cambian por mucho que el sitio sea diferente. Es la seducción de la normalidad, la evidencia de que la mejor celebración, puede ser la pura rutina. Lo curioso del caso es que puede que sea una de las pocas películas en toda la historia del cine que se base en un estudio sociológico temprano, en un fresco revelador sobre la creación de la opinión pública a través de las encuestas que, como todo el mundo sabe, no son más que mentiras de colectividad.
Quizá, y éste es el mayor pecado de la película, tiene algunos momentos en el que nos puede recordar alguna de las comedias de Frank Capra pero William Wellman, perro viejo de viejas batallas, sale rápidamente de la idealización en busca del vigor narrativo y lo consigue bordeando con rudeza el peligro. La premisa, no cabe duda, indica en un porcentaje bastante elevado, que tiene ramalazos de originalidad y algunos rasgos de potencial popularidad que hacen de la historia algo agradable, fácil de ver, tranquilo de digerir. Vamos, que cinco de cada diez dentistas son la mitad.
Perdonen el chiste facilón basado en las encuestas de opinión, pero lo cierto es que la ilusión por encontrar la ciudad perfecta, como todas las ilusiones, sólo es la mitad de lo que se nos cuenta. Toda ilusión es quebradiza, frágil y huidiza y ésta no podía ser menos. Detrás de cada palabra se halla un guionista de la altura de Robert Riskin, de rancio abolengo y competencia probada, y que hace que lo que es ideal, se torne en un retrato caricaturesco de la América más provinciana, de los defectos básicos del carácter del ciudadano demócrata por excelencia y de la seguridad de que todos, en todas partes, somos iguales.
Por supuesto, al frente del reparto está un actor de encanto y fuerza como James Stewart acompañado de una improbable pareja como Jane Wyman pero que, en esta ocasión, resulta atractiva y con una lectura inteligente de su personaje. De ellos partirá el despiece de valores tan típicamente americanos como la fraternidad vecinal, el orgullo patriótico, la alta moral, la decencia, la humildad y la bondad, todo ello reflejo de lo feliz que se siente un país que, ni mucho menos, es lo que parece. Así que hay tela que cortar con este argumento que se asemeja a esa magia que no es otra que la confianza en el hombre. Y todo porque el egoísmo es un valor universal que no deberíamos olvidar nunca.
Así que es hora de contestar a unas cuantas preguntas ciertamente odiosas, hechas por un extraño que viene a sacar conclusiones estadísticas y representaciones barométricas de una sociedad que late con golpes positivos y negativos. Como todas. De paso, dejemos de dar esa imagen idílica y mostremos cómo somos. Ganaremos mucho más.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

CHLOE (2009), de Atom Egoyan

Es bueno reconocer en las mujeres sus muchas virtudes como su fuerza inigualable, su capacidad de resistencia, su tesón hecho con mimbres de lo irrenunciable, su inmensa tolerancia al dolor. Pero también es bueno, de vez en cuando, visitar los lados más oscuros de sus recias personalidades. Rincones de tiniebla que guardan lo desconocido, el misterio de unas bocas que besan con navajas en la lengua y hacen del pecado, un deseo y de la desconfianza, una razón.
Y Chloe es un thriller sentimental asentado en las firmes bases del retorcimiento propio del algunas féminas, que luchan desesperadamente por encontrar alicientes en una vida que se torna rutinaria y prescindible cuando una vez fueron princesas enamoradas que temblaban con un roce del afortunado elegido que las hicieron soñar, desear y, sobre todo, vivir. Si no se asume eso, la película pasa por ser una serie de sensaciones imposibles, un compendio de absurdas esquinas del ánimo que desembocan, inevitablemente, en la turbiedad de quien perdió el equilibrio muy cerca de un amor que no supo agarrar definitivamente.
Sin embargo, todo se vuelve nítido cuando Julianne Moore mira con sus ojos perdidos y vacilantes, como queriendo apoyarse en algo que sostenga su tortura. La tentación está ahí mismo, al otro lado de un cristal y cuando la decepción ha sembrado demasiadas pecas en la piel se buscan caminos equivocados, farsas inútiles para confirmar sospechas que se prefieren creer. Es otro beso con navajas en la lengua.
Detrás de la cámara y disfrazado de sobriedad mientras agita e inquieta con planteamientos muy torcidos está Atom Egoyan, un director que dio lo mejor de sí mismo mientras nos hablaba, también alrededor de la cortante prestancia del filo, de El dulce porvenir a la que, en esta ocasión, no logra igualar pero con la que traza una línea coherente, visitando de nuevo la penumbra del alma y la nieve que cae suavemente sobre unas perturbadoras apariencias con pretensiones de verdad.
Y nada lo es. No es verdad esa desconfianza obsesiva. No es verdad esa seducción inmediata. No es verdad la excitación insana de un relato que va dirigido directamente a la piel hambrienta. No es verdad que la belleza se ofrezca con facilidad. Siempre hay que luchar por ella, conquistarla, perderla, recuperarla y asegurarla.
Un poco más atrás, donde las arrugas son atractivas y los ojos hablan con clase está Liam Neeson, hombre de certezas sorprendentes e intensas galanterías que alimentan lo que es un embuste del corazón. Debilidades masculinas que proliferan en cuanto un perfume huele más de lo necesario y trae a la cabeza épocas de comodidad con la pareja, instantes de bienestar que se pierden por los arrebatadores empujes de la complicación. Nota musical en clave de sol que diserta en el pentagrama cuando debería hacerlo en un polígono de sábanas blancas y de besos sin filo, de pasiones olvidadas y de ilusión por el otro. Hombres...
No hay lugar en estas líneas para Amanda Seyfried, muñeca de capricho y motivo, porque está muy lejos, a demasiada distancia de Julianne Moore que secuestra con registros conmovedores y sensuales a pesar de doblarla en edad. Es lo que tiene tener un estilo que, por momentos, se hace más atractivo para el que es hombre de etiqueta negra y no marioneta de los acontecimientos. La imaginación vuela y, a veces, lo hace en medio de aires huracanados que extravían las evidencias. Quizá todo merezca la pena porque siempre hay una huella que merece ser rememorada, un detalle que busca salir de la oscuridad del fondo de un cajón para lanzar un mensaje que ensucia la mirada. Ésa misma que puede hacernos creer que todo está en orden cuando nada permanece en su sitio.

EL CASO WINSLOW (1999), de David Mamet

Aunque ya existiera una versión, excelente por cierto, de los años cuarenta protagonizada por el gran Robert Donat, David Mamet se atrevió con el texto de Terence Rattigan para matar el triunfo de la inocencia, el premio a la perseverancia, el ansia por cambiar las cosas establecidas a través de un rígido código de justicia y moralidad que se agarra con uñas y dientes a la ridícula y esperpéntica tradición británica. El hecho fundamental en el que se apoya la trama no es el castigo en sí (una simple expulsión de un colegio militar), sino al mantenimiento firme y constante de la expresión de la inocencia y de una justicia que, muchas veces, se hace esperar demasiado.
Mamet acentúa la puesta en escena con la afilada pluma de unos diálogos brillantes, que no tienen desperdicio y que, en ocasiones, más parece que se acercan al espíritu de Oscar Wilde que al de Rattigan y en ningún momento se somete a la rígida puesta en escena teatral, aunque bien es cierto que se desarrolla completamente en interiores. Para ello, eso sí, consigue que la cámara aporte con ojo certero a los rostros de unos actores que, en esta ocasión, están perfectos sin perder la falsa y exquisitamente incómoda apostura inglesa. Nigel Hawthorne, padre del joven Winslow, refleja con matices inesperados el desgaste moral y físico de un hombre que lucha por no ensuciar su apellido con una falsa acusación. Rebecca Pidgeon, esposa de Mamet, compone con belleza un personaje que es punta de lanza del feminismo emancipador y que está a punto de sucumbir ante las presiones de las reglas sociales contra las que lucha. Pero el gran dominador de la función es, en un personaje secundario (modificado con respecto a la versión de Donat) pero absolutamente vital, un Jeremy Northam en el que es, tal vez, el mejor papel de su carrera, como el abogado que defiende por razones más profundas que el honor de un apellido la inocencia del chico Winslow.
Y nunca, nunca podré estar más de acuerdo con un final en el que, acabado el enredo principal, una mujer le dice a un hombre:
-. Supongo que ya no nos veremos más, Sir Robert.
Y Sir Robert Morton, colocándose la chistera y con un cierto aire de leve seguridad, contesta:
-. Evidentemente, usted no conoce a los hombres, señorita Winslow…