Se me olvidaba comunicar a todos cuantos cometéis la locura de entrar por estos lares que, debido a las festividades del día del trabajo y de la Comunidad de Madrid, retomaremos el blog el martes día 7 de mayo. Mientras tanto, id al cine, no lo cansaré de repetir. Es lo que más coloca los pensamientos.
Stanley Kubrick debe de estar removiéndose en su tumba después de enterarse de lo que han hecho en esta película. Sin ningún rubor y sin apenas desenvainar la espada, copian su Espartaco, lo mezclan un poquito con el Gladiator, de Ridley Scott, le ponen algunos tópicos del cine de catástrofes y andando que es gerundio romano. Lástima que se hayan dejado el talento para luego porque el veredicto, sin vacilaciones, es el del pulgar hacia abajo.
Stanley Kubrick debe de estar removiéndose en su tumba después de enterarse de lo que han hecho en esta película. Sin ningún rubor y sin apenas desenvainar la espada, copian su Espartaco, lo mezclan un poquito con el Gladiator, de Ridley Scott, le ponen algunos tópicos del cine de catástrofes y andando que es gerundio romano. Lástima que se hayan dejado el talento para luego porque el veredicto, sin vacilaciones, es el del pulgar hacia abajo.
La historia del gladiador rebelde
al que todos le tienen manía menos un negro gigante que le muestra amistad y
capacidad de sacrificio no deja de ser una repetición. El amor del gladiador
con una noble patricia está tan lleno de clichés que levanta sonrojo. Ya se
sabe. Susurrar a los caballos es una jugada segura para conquistar a la chica
que amas. El apartado interpretativo es vergonzoso porque el tal Kit Harington,
procedente de Juego de tronos, tiene
tan poca intensidad como estatura física. La chica, la australiana Emily Browning,
actúa menos que una columna jónica. La pobre Carrie Ann Moss tiene una
incomodidad encima por formar parte de esta película que es más que evidente.
El negro Adewale Akinnuoye-Agbaje, además de cambiar de nombre, debería cambiar
de profesión. Ni siquiera Jared Harris y Kiefer Sutherland, habitualmente
solventes, dan la talla porque, entre otras cosas, tienen que cargar con unos
personajes tan unidimensionales que parecen sacados de un manual turístico.
Descartado el apartado
interpretativo, habría que salvar algo. Y lo hay. La descripción visual de una
ciudad romana está muy conseguida. Tanto el interior de las villas como las
principales plazas y calles que eran el denominador común de la arquitectura
urbana de la época es fiel y responde bien al concepto de la espectacularidad.
Los diálogos son acartonados, falsos, con ansias de grandeza y vocación de
ridículo. Luego, claro, vienen los efectos especiales que son bastante aseados
aunque se meta de por medio un tsunami y alguna vuelta de muñeca más para dejar
al deseoso de fuego bien saciado. Por otro lado, la película también posee una
banda sonora apreciable debida a Clinton Shorter, con una orquestación acertada
y una cadencia melódica muy propia de lo que se espera de una película y unos
hechos ambientados en el imperio de Tito.
Y es que es posible que en los
tiempos en los que escasean los valores más fundamentales, haya algún signo
divino que reduzca las cenizas de la soberbia a una parte de la historia que
solo transmita horror. La opulencia de los poderosos puede despertar las iras
de un pueblo que también pagará las consecuencias del exceso. La sangre por el
mero placer de verla derramada es algo tan cruel y tan reprobable que no es
suficiente el castigo de la muerte. Tiene que ser algo visceral y más poderoso
que cualquier otra obra del hombre. Y para que nadie olvide, se dejará un
rastro de cadáveres cincelados en roca de lava y ceniza de soberbia, en una
huella quebradiza de un principio de estabilidad que nunca llegó a germinar. El
poder de Roma se encargó de aplastar sueños de mejora, de arrebatar la libertad
a los que merecían la paz, de permitir la prosperidad bajo la vigilancia
retadora de los que aspiraban a la ambición máxima. Y así todo fue pasto del
fuego, del agua, del aire, del humo. Incluso el amor quedó sepultado sin
súplica, aceptando el destino y con una condición indispensable para que todo
tenga sentido: la libertad. Algo que a todos se nos niega cada día cuando se
nos esclaviza, se nos exige más allá del deber, se especula sobre nuestra vida
sin pedirnos permiso y se demuestra quién lleva las riendas de la corrupción y
de la conspiración que solo persigue que unos cuantos vivan bien a costa de la
sangre de muchos que gritan, corren, se desesperan y quedan convertidos en
estatuas con sus gritos ahogados en el silencio del recuerdo.