miércoles, 24 de marzo de 2010

VIA CRUCINE

Primera estación: Un programador condenado a muerte. En el cine de Semana Santa también existen hechos inexplicables. Uno de los más asombrosos es el caso de aquel programador de una cadena cualquiera que se atrevió (y aún tiene seguidores hoy en día) a emitir Espartaco, de Stanley Kubrick como película propia de las fiestas de Pascua. Esto no es más que otro ejemplo de cómo alguien se mete a hacer cosas de las que no tiene ni idea (es mi caso cuando empiezo a disertar sobre física cuántica). La mencionada película no tiene nada que ver con Jesús y sus enseñanzas. No aparecen cristianos. Es más, contiene una ideología izquierdista (eso sí, expuesta de manera impecable) que se inclina por el sindicalismo y la unión de los trabajadores frente al todopoderoso empresario. Lo que pasa es que el fulano debió de ver en algún momento que el protagonista (cómo me gusta esta película, rediez) muere en la cruz y el tío dijo: “Tate, ésta película es de un mártir. Pa Semana Santa, que van a flipar”. Y, sin ninguna vergüenza, ahí que la metió con calzador. No se engañen. Si en alguna cadena ponen Espartaco, disfrútenla como película o, en todo caso, como celebración de esa pasión que también es la libertad.



Segunda estación: El espectador carga con la cruz. Lo más curioso de todo es que, de todo el cine que se ha hecho sobre la Pasión y Muerte de Jesucristo, la mejor, y la que más se acerca a la imagen que todo cristiano debería poseer del Mesías es Ben-Hur, de William Wyler. Y digo que es lo más curioso porque en ningún momento de esta película se ve su rostro. Pero está dirigida de tal manera que conocemos perfectamente el amor que estaba dispuesto a derramar (escena en la que Jesús acaricia con una enorme ternura a Judá Ben-Hur mientras le da de beber) o que en ese rostro había algo especial que hacía retroceder a los más ladinos (el soldado se dirige a Jesús y le dice: “Eh, tú, he dicho que no des de beber a nadie”, Jesús se incorpora de espaldas a la cámara y vemos la reacción del soldado, atemorizado por ese rostro en el que se debe conjugar por igual la bondad, la luz y la dureza del reproche). En todo caso, es una película maestra que despierta las ganas de ayudar también a Jesús a cargar con la cruz.








Tercera estación: El espectador cae por primera vez. Y es que el cine parece no haber nacido para haber trasplantado la pasión y muerte de Jesucristo a la gran pantalla. Incluso un hombre de firmes creencias y películas muy destacables como George Stevens hizo La historia más grande jamás contada y aún así, es tan intragable que uno tan sólo es capaz de entretenerse con el desfile de estrellas que pueblan los alrededores de un Cristo tan atípico como fue Max Von Sydow y así tenemos a Charlton Heston como Juan el Bautista, a José Ferrer como Herodes Antipas, a Martin Landau como Caifás, a Richard Conte como Barrabás, a Dorothy McGuire como la Virgen María, a Sidney Poitier como Simón de Cirene, a Claude Rains como el Rey Herodes, a Telly Savalas lavándose las manos, a John Wayne como centurión romano…Pero, cinematográficamente, es un rollo de altura.












Cuarta estación: El espectador se encuentra con el programador. En otras ocasiones, hay programadores que, sin duda, sí saben lo que se hacen. Recuerdo en cierta ocasión que, en una Semana Santa cuando yo era niño y tenía sueños de niño, que a alguien se le ocurrió programar una maravillosa película titulada La mano izquierda de Dios, de Edward Dmytrik. A mí, para empezar, es que las sotanas en el cine me han atraído mucho, parece que, con el movimiento de los faldones, van dejando jirones de misterio insondable. Y, claro, en esta ocasión quien llevaba hábito era Humphrey Bogart. Y la película nos decía sin ninguna vergüenza que en todos nosotros, hasta en el más impensable, hay alguna creencia o, si se quiere, alguna ética, que lleva a hacer algo por los demás. Y eso es lo que nos hace mejores. En este caso, Bogart era el mejor de los hombres, a pesar de encarnar a esa mano que Dios no quiere.













Quinta estación: El espectador es ayudado por el europeo. Europa también se ha fijado en la historia de Jesús. Lo más increíble de todo es que el director que se atrevió con la historia del Salvador fuera manifiestamente ateo y realizara El Evangelio según San Mateo. Pier Paolo Pasolini apostó por la austeridad, por la narración seca y ajustándose también al evangelio literariamente más simple. Aún así, contando con que Pasolini no es que sea el colmo del ritmo, reconozco que es una película meritoria, sobre todo si tienes un rato largo libre.


















Sexta estación: El espectador limpia el rostro del programador. Siempre he tenido que limpiarme el rostro después de ver esta película. La misión, de Roland Joffé, me estruja el corazón hasta que me duele, me pisotea en lo más íntimo y me abre los ojos sobre las distintas formas de creer y de vivir en una creencia. A primera vista, podría parecer que Jesús no está en la historia, pero yo creo que sí (es muy evidente en esa escena en la que un hombre atado a una cruz es arrojado por una cascada) porque nos habla de cómo la Iglesia olvida en muchas ocasiones para qué nació y cómo siempre hay sacrificios para demostrar que Jesús sigue vivo en el corazón de muchos creyentes.










Séptima estación: El espectador cae por segunda vez. Jesús de Nazaret, de Franco Zeffirelli. ¿Alguien ha visto alguna vez una película más lenta, más aburrida, más larga y más pretenciosa? Que sí, que Robert Powell tenía una carita estupenda, que Anne Bancroft, Ernest Borgnine, James Mason, Laurence Olivier, Christopher Plummer, Anthony Quinn, Fernando Rey, Rod Steiger y Peter Ustinov le dan mucho lustre a una película que se empeña en ser triste desde el primer fotograma. Que no, que no, que al final, después de aguantar horas y horas de conceptos y predicaciones, el prota muere. Impresentable.


















Octava estación: La música consuela a las polémicas. Resulta muy curioso comprobar cuando, a mediados de los setenta se estrenó Jesucristo Superstar, de Norman Jewison, la Iglesia lanzó ataques furiosos contra esta película porque sugería una historia de amor entre Jesús y María Magdalena (que no sé de dónde se sacan esa afirmación porque lo que se ve es, precisamente, la adoración que María Magdalena siente por el hombre que es Dios y que no sabe cómo amarle). Hoy en día, 35 años después, cantamos las canciones en las misas. Curioso.















Novena estación: El espectador cae por tercera vez. Hay una película que me parece más cabal en cuanto a las recreaciones que se han hecho sobre la vida y la pasión de Jesús y es aquella que hizo Nicholas Ray en España con Jeffrey Hunter de protagonista con el título de Rey de reyes. Dejando aparte la barbaridad de poner a Carmen Sevilla como María Magdalena, es quizá la que más sobrecoge porque Ray era un poeta que creía en la decepción y nos muestra a un Jesús que no quiere morir pero que hace lo que debe. Es una película que tiene mucho cine dentro, pero también mucha fe.











Décima estación: El espectador es despojado de sus reparos. Eso es lo que intentó hacer Mel Gibson con La pasión de Cristo, película alimentada por aquella visión que hizo el Papa de la película y en la que leyenda dice que murmuró: “Sí, realmente debió de ser así”. Teniendo en cuenta que Gibson no es una persona demasiado centrada y que su trayectoria como director tiene un clarísimo afán por dejar impresionado, yo no dudo que hubiese toda esa sangre y toda esa crueldad… ¿pero, al fin y al cabo, eso es tan necesario? ¿El espectador tiene que ser despojado de sus reparos hacia la crueldad para mostrar un sufrimiento que se tiene más que asumido? Para mí hay más enseñanza en su primera y casi desconocida película como es El hombre sin rostro que en ésta.




















Decimoprimera estación: El espectador es clavado en su butaca. Y es que hay películas que merecen mucho la pena para hablar de todo lo que Jesús quiso transmitir. Una de ellas es Las llaves del reino, de John Stahl, donde se habla de la importancia del trabajo desinteresado en algunas misiones, intentando exponer la idea de que la fe no es algo que tenga que entrar a martillazos, sino a través del ejercicio de un estilo de vida coherente y conforme a una ética. No importa quién ejerza esa ética, lo importante es poseerla. Conozco a muchos ateos que tienen más ética que muchos creyentes. Y aquí, el personaje que hace ese actorazo que se llamaba Thomas Mitchell nos lo dice muy a las claras.














Decimosegunda estación: El espectador muere en la butaca. De verdad que lo digo, cada vez que veo La túnica sagrada, pienso que pago por todos mis pecados. Lo de Víctor Mature es como tener un muñequito vestidito con una túnica roja, con su camisita gris y su carita de estreñido. Como para morirse en la butaca. Por allí detrás, Richard Burton que no sabe muy bien cómo comportarse y el espectador va entrando en el sopor por el perdón de todo lo que ha hecho de malo el resto del año.












Decimotercera estación: El espectador es despegado de la butaca y puesto en los brazos de Morfeo. Parece mentira que con un material literario tan prometedor de Henryk Sinkiewicz se haga una película tan acartonada, tan falsa y tan pesada como Quo Vadis?, de Mervyn LeRoy. Claro que Peter Ustinov como Nerón me vale, pero lo de Robert Taylor y sus ojos azules tiene menos interpretación que un poema de Gloria Fuertes. Cada vez que la veo, me pongo a hablar como los dobladores de la época, esos que recitaban en tono monocorde cuando querían ser solemnes y, claro, la gente me pregunta: Pero ¿dónde vas?
















Decimocuarta estación: El espectador es sepultado. En ocasiones la opinión pública y los sectores más extremos arman la de Dios en casa Cristo por algo que no tiene la más mínima importancia con el fin de crear una corriente de oposición. Fue el caso de la estupenda La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese que, para mí, respetaba escrupulosamente las creencias cristianas. ¿Qué hay de malo en pensar que Jesús fuera tentado en la cruz con una vida de hombre despojada de su divinidad si su elección, precisamente, fue la correcta? ¿Creemos que por ser hijo de Dios estaba a salvo de las tentaciones e iniquidades de este valle de lágrimas? Seamos creyentes pero no ingenuos ¿no?



Decimoquinta estación: Una película que debería resucitar de entre los muertos. La mejor idea que he leído nunca sobre una película de Jesucristo la tuvo el gran guionista español Carlos Blanco y que debería resucitarse para darle un enfoque atractivo a una historia que, cinematográficamente, es demasiado conocida. Él imaginaba a una especie de inspector de policía en la Roma de Tiberio con el rostro de Jean Gabin. Es una especie de centurión-inspector y recibe la visita de un emisario del Emperador. El emisario tiene una cuadriga esperando en la puerta. Va a una entrevista oficial con el Tribuno de la Plebe (algo así como el Ministro del Interior romano) y le dice: “Mire, tenemos un problema. El Senado nos va a atacar, nos van a plantear una serie de preguntas que llevan implícito un ataque al Emperador. Y nos faltan elementos. Queremos saber lo que ha pasado con un carpintero que han ajusticiado en Palestina porque, con eso, que no es nada, se han cortado las rutas de la seda que venían de Damasco. Tenemos un informe de un tal Poncio Pilatos. Es el gobernador pero no dice más que tonterías y vaguedades. Tiene usted que ir a Palestina y averiguar qué es lo que ha pasado. ¿Quién era ese carpintero y porqué había gente que le seguía?”. Así que el centurión-inspector se va a Palestina para investigar y preguntar a gente que, por ejemplo, asistió al milagro de los peces y los panes o a una ciega que entrevista en una taberna. “¿Tú conociste al Maestro?” “Sí, señor” “Pero, ¿de oídas?” “No, no, toqué la parte de abajo de su túnica” “Pero sigues ciega, contigo no hubo milagro”. “Sí señor, lo hubo”. “¿Qué milagro?” “Pues verá señor: yo quise suicidarme dos veces, quería quitarme la vida, yo era una desgraciada. Pero desde que me puso la mano encima de la cabeza he cambiado y tengo una alegría que no me cabe dentro”. Y el inspector se siente intrigado por lo que ha significado ese hombre que murió en la cruz para salvar a todos los demás. Cine, fe y pasión no son términos tan distantes ¿verdad? Felices Pascuas.
Debido a la realización de un viaje por cuestiones de trabajo, vamos a dejar descansar el blog por unos días, concretamente hasta el martes día 6 de abril. Hasta entonces, mucha felicidad para todos.

lunes, 22 de marzo de 2010

EL LIBRO DE ELI (2009), de Albert y Allen Hughes


El cielo se abrió y el sol brilló tanto que todo sobre la Tierra fue quemado. La sombra del hombre ardió porque ése era el destino que había labrado con el fertilizante de la sangre y de la muerte. Abrasadas quedaron las ideas que primero fueron tinta. No hay esperanzas para los débiles. Sólo filos tajantes segando vidas para proteger lo que un día pudimos llamar fe.
Por los caminos, un hombre anda con paso seguro en posesión de la verdad. En su oído resuenan los cantos de los pájaros que un día fueron música de los campos. En su olfato, puede ver las trampas de la crueldad. No le pongas la mano encima porque podrías perderla. Sus pies le llevan por el valle de las sombras porque nada le falta. Ve allí donde los demás no pueden ver. Cree allí donde los demás no pueden creer. Mata allí donde los demás son discípulos de la soberbia, de la aniquilación, de la nada. Y él, fascinante y terrible, como la cólera de Dios, es todo.
Sus páginas son carne y su fe, ciega. Algo divino le guarda y le guía. Es luz en un mundo que se consume en la oscuridad. Una especie de aura mítica le rodea cuando encara su largo peregrinaje. Sabe que, aunque ya sólo resta el vacío y la matanza, aún hay alguna palabra de valor, algún sentimiento que transmitir, pobres frases de muchas preguntas y pocas respuestas. Y su carretera está empedrada de agujeros sobresalientes hechos con un alfiler de sabiduría. Tiene que llegar porque al final siempre habrá un libro que perdurará, con el que se puede estar de acuerdo o no, pero que contiene la fábula del amor, el poder del perdón, el simulacro de crear y la oculta razón del destruir.
Ese caminante que dispara flechas de salvación para clavarlas en minúsculos puntos de esperanza extraviada, se mueve entre escenas de acción bien vistas y resueltas con precisión, con rostros perfectos para misterios que envuelven, con homenajes a un japonés que se llamó Akira Kurosawa o a un italiano que sostenía el improbable nombre de Sergio Leone, o a ese francés de apellido de pastel, Truffaut. Miradas perdidas en velos blanquecinos de memoria envidiable. El arrasar acecha bajo el histrión que no sabe ni cojear pero el carisma lo arrolla todo, se introduce en el curioso interior de los que ven y las cuestiones brotan como flores que no existen en la fealdad de un mundo que supo acabar consigo mismo.
Y uno queda maravillado de una pelea a contraluz, como si fueran sombras decididas a entablar una coreografía de plano único y danza de sangre. O se deja arrastrar por el personaje fascinante que te lleva siempre al Oeste, punto final y de inicio, término del saber y principio del soñar. Fe y agua. Intento y certeza. Llorar sin lágrimas por la cautividad torturada de quien deja de creer incluso en la humanidad. Tristeza sin compasión. Sigue tu camino, sigue tu camino.
El nombre de Dios en arameo nos da la clave de un sacrificio. Derramarse por ayudar a los demás. Un dictado de palabras que no se deberían olvidar aunque no todas sean la única verdad. Son caricias en el alma. Son una débil llama en la tiniebla. Son grandes aventuras para los que quieren sólo leer. Son oraciones juntadas para quien necesita los consuelos de la supervivencia. Hay que concebir lo imposible para que todas las piezas encajen con la infalibilidad de un héroe que se dirige a un destino que también es su misión. El precio es el morir. La recompensa es la coherencia en el mismo uso de lo prohibido. Abrir los ojos es propio de los hombres. Y hay que mirar más de dos veces lo que constituye una sorpresa. El tesoro es encontrar lo que sacia la sed física y espiritual. Y nada puede parar al hombre que quiere conocer para vivir. Aquél otro que quiere conocer para dominar sólo podrá ser prisionero del caos. La sombra quemada del creer tendrá la piel del que todo lo sabe.

jueves, 18 de marzo de 2010

MEDIDAS EXTRAORDINARIAS (2009), de Tom Vaughan


Nunca hemos sido demasiado conscientes de que los términos “ciencia” y “negocio” son antagónicos por naturaleza y que, sin embargo, se necesitan tristemente el uno al otro. La investigación siempre ha sido el paria del mundo académico. Aquí, porque para qué se va a financiar algo que no sabemos si va a tener resultado, mejor gastar ese dinero en cualquier otro fin. Allí, porque la patente da derechos y, si quieres tener financiación, pliégate a los intereses empresariales, doctor, porque si no tus teorías van directamente a la papelera.
El caso es que no hemos sido capaces de desarrollar una fórmula que favorezca la creación de ideas que es el monumento más grande que puede desarrollar el ser humano. No, es preferible equiparar contablemente las pérdidas aceptables de una inversión a unos números en los que, detrás de cada uno de ellos, se esconden verdaderas existencias. Financiar el avance de un fármaco para curar enfermedades no debería ser una operación de riesgo, sino de futuro aunque el fracaso sea una opción. Pero no, no estamos hechos para ayudarnos unos a otros. Cada vez existe más la convicción de que estamos hechos para acumular ganancias.
Y es que, tal vez, el científico debería ser un poco más empresario y el empresario, un poco más científico. Claro que en los movimientos relativistas que se estilan hoy en día, la ciencia y la cultura son sólo conceptos teóricos y nada prácticos. Sólo el tesón individual puede llegar a salvar algo pero no sin hacer unas cuantas concesiones que enfrían el ideal, sacuden el objetivo y se adormecen allí donde el dinero descansa.
Más allá de eso, no cabe duda de que estamos ante una película que más merecería un pase televisivo que una sesión de cine. Tom Vaughan, el director, intenta por todos los medios extraer la lágrima milagrosa que fabrique la enzima que nos lleve a la emoción pero es que el dinero puede más que la ciencia y, a sabiendas de que se tiene algo mediocre entre manos, se llama a un actor para que llene el cartel como Harrison Ford. Y resulta que el nombre es más grande que el cartel. Dentro del rol claramente secundario que le toca en suerte, Ford consigue los momentos más brillantes y más vibrantes de la película. En contrapartida, Brendan Fraser, un intérprete que no ha sido llamado precisamente por los caminos del drama (si exceptuamos lo ajustado que estaba en El americano impasible) porque no parece que esté trabajando en serio, se salta la dieta descaradamente y lleva el peso de algo que resulta ensombrecido para todos aquellos que recordamos, con dureza y cariño, una película tan excepcional como fue El aceite de la vida, de George Miller, con Susan Sarandon y Nick Nolte.
Así que entre una jerga ininteligible de conversaciones bioquímicas y estrategias empresariales que hablan de capital, de inversión, de ganancias y de provisiones, de lanzamientos y dotaciones y de intrincados laberintos cifrados en clave de amortización, resulta que lo que nos sobra es previsión. Contablemente significa cálculo anticipado de una precaución. Cinematográficamente es que vamos a adivinar lo que va a pasar desde el minuto dos. Por eso es tan destacable el trabajo de Ford, porque incorpora a un médico científico que nunca sabes por dónde va a salir pero que, dentro del conjunto, se queda en la mera frase ingeniosa, o en la consabida reacción que resulta de la atractiva mezcla de timidez y rechazo acompañado de una banda sonora que es más gozo que sombra. Es sólo una historia más de superación y ternura, de renuncia y sacrificio a una vida cómoda por unas vidas que se escapan dentro del propio hogar. Y como propio reflejo de lo que se nos narra, la película prefiere también el negocio antes que la búsqueda de la verdad. Pérdidas aceptables para la empresa del entretener pero más que suficientes para llegar a la suspensión de pagos del tedio.

miércoles, 17 de marzo de 2010

EL DÍA DE LOS TRAMPOSOS (1970), de Joseph L. Mankiewicz


“Érase una vez un hombre malo...”, dice la canción. Un hombre malo que poseía el arte de la manipulación e hizo que todos los tramposos fueran lacayos a su servicio. Tenía una sonrisa que cautivaba, una inteligencia que era capaz de sacar lo peor de cada uno y una certeza inviolable de que era un hombre malo, que debía hacer cosas malas y que todo el mundo, incluso el más honesto, también era malo.
Así pues el tipo se merendó unos cuantos muslitos de pollo y le agarraron porque se estaba comiendo unas pechugas y le llevaron a un lugar polvoriento después de visitar un nido de serpientes donde escondió la razón que siempre mueve a toda la humanidad. Allí, calibró la situación. Midió a los que tenían que ayudarle. Pactó con un diablo muerto y maquinó una traición contra un andar seguro. Más que nada porque hay expertos en despertar los diablos. El premio es una libertad fingida porque él piensa que todos son esclavos, que seguirán siendo esclavos y que morirán siendo esclavos. No importa recibir algún puñetazo de vez en cuando, ni erigirse en líder de un montón de peones que cree absolutamente prescindibles. Lo importante es sembrar de maldad todo lo que está a su alrededor porque, en ese terreno, él es el mejor y no tiene por qué desenfundar nada que no sea su propia inteligencia.
Por otro lado, otro hombre cree en la ley, en la capacidad de reinserción de unos presos a los que se da la oportunidad de trabajar y de hacer algo útil para que, cuando se les abran las rejas, piensen que pueden aportar algo a la sociedad hostil que les espera. Se equivoca. La sociedad hostil está dentro de los muros de la cárcel que le ha tocado dirigir y así es muy difícil llegar con cierta holgura a respirar el aire de los libres. Todo es corrompible. Todo puede ser destruido. Al fin y al cabo, lo que menos valor tiene dentro del ser humano, son las creencias.
En el enjambre de mugre que se mueve por los patios de una desesperanza que no existe, una serie de pícaros tratan de convertirse en parte fundamental de un equipo que destaca porque carece de moralidad. Eso les une a todos. Y entonces se ponen en juego una serie de trampas pequeñas para un objetivo común. El viejo que sólo sirve para cultivar marihuana. La pareja de timadores que se quieren por ser opuestos. El joven que sinceramente piensa que está desperdiciando su vida por una acción grotesca. El solitario asesino que descubre que es capaz de sentir amistad. Sólo piedras picadas en una cantera agotadora, separadas de los bloques para ser aplastadas por la fuerza de quien sabe manejar, estrujar, aplastar y no sentir ni el más mínimo reparo. “Érase una vez un hombre malo...”, decía la canción. Un hombre malo que poseía el arte de la manipulación y que no dudó ni un momento en utilizar la condición de tramposos de todos los demás para cegar el pozo sin fondo de sus almas vacías. El día de los tramposos, en realidad, fue el día en que dejaron de existir.

lunes, 15 de marzo de 2010

EL SECRETO DE SUS OJOS (2009), de Juan José Campanella

Cuando se cometen tantos delitos en la vida que ya no está bajo la jurisdicción del ser humano, más vale ser un triste espectador de un adiós con una puerta cerrada y una pequeña ventana para ver alejarse tu destino. Y es entonces cuando un país abre un paréntesis, al igual que hace un hombre, para sumergirse en el gris de la indiferencia y de un crimen que nunca se ha resuelto. Matar una democracia. Matar a una chica. Matar el secreto que se ahoga en los ojos de un hombre que tiene que descubrir la verdad y, sin embargo, no es capaz de decir lo que siente. Es la paradoja de la mirada. Una mirada que busca y que, a la vez, se extravía. Todo fue una ensoñación, un mero deseo de que algo, la palabra justa, fuera dicho. Todo fue la amistad de un borracho que quiso apurar el último trago de vida intercambiando su destino con el de quien fue, más que un amigo, un hermano. Morir no tiene mucho valor. Morir sin amar es lo que lleva a pensar que, un día, la vida se perdió.
La libertad se acaba, agoniza en una eterna espera y, al mismo tiempo, un tren se erige en cárcel para un exilio en ninguna parte. Ya no hay ojos en los que buscar, ni gestos en los que fijarse. Sólo hay tiempo por delante. Un tiempo desgastado y que parece pasar con su rostro de minutos, de días y de años por delante de un hombre que lo hizo todo y, aún así, no hizo nada. El tiempo tiene estas cosas. Te obliga a parar los latidos del corazón, a detener las líneas de una investigación, a paralizar el pensamiento porque ya no quedan razones, ni lecciones. El mismo tiempo es la tímida esperanza de reiniciar un corazón que dejó de latir aunque siga vivo.
El odio y la insolencia parecen ser triunfos de una noche en una época que abriga la sensación de caminar hacia la nada, hacia el asesinato del sentir, hacia la asfixia del sumario para convertir la sangre en tinta que no escribe y en decepción que no tarda. Más tarde, cuando todo es un recuerdo que sale a trompicones y que se intenta poner en papel, se reviven los momentos de una gloria pasajera que fue conocer a quien cambió tu vida pero que nunca probó tus labios. Se deslizan los dedos sobre los motivos de un amor que quedó truncado por la muerte, de un desprecio que quedó delatado por la arrogancia, de una venganza que queda permanente por el silencio. Ese silencio que es el único valedor de tantos años de canas aparecidas y de lágrimas que se negaron a aparecer porque no se quiso pensar en todo lo que se dejó atrás.
Poco a poco, las piezas del rompecabezas se van juntando con la delicadeza de un regreso de puntillas porque, a veces, la vida también tiene que pagar sus deudas aunque hayan transcurrido los pliegues de la esquiva eternidad. Entre tanta conversación degustada, entre tanto secreto escondido, siempre hay segundas oportunidades detrás de alguna puerta que se cierra por pura discreción. Como los párpados de unos ojos que, por fin, descansan al encontrar lo que tanto perdieron y que fueron guardianes de un secreto que sólo pertenece al silencio.

viernes, 12 de marzo de 2010

LOS HOMBRES QUE MIRABAN FIJAMENTE A LAS CABRAS (2009), de Grant Heslov

Ya sé que no tiene nada que ver y que, probablemente, él me hubiera matado de leer alguna de estas líneas, pero quisiera dedicar el artículo de hoy a don Miguel Delibes, que de tan de cabeza me llevó con "El camino" en tiempos de estudiante y tanto disfruté desde entonces.


Observen con atención estas letras que están leyendo. Fíjense en la perfecta armonía de sus formas, en las carreteras de tinta que configuran, como casualmente, el mapa de un párrafo. Sus líneas son sombra de nube negra sobre suelo blanco y ustedes deben vencerlas, tumbarlas, aniquilarlas, matarlas. Es lo que se espera de guerreros de mente que usan la paz como arma.
Veamos, se me olvidó tomar la dosis de LSD de la madrugada para tener la cabeza limpia y el corazón puro. Yo tengo una misión en la vida, lo sé, lo que pasa es que no tengo ni idea de cuál es. Lo mismo es escribir sobre cine...no, no, eso significa ir mucho a uno de esos sitios en los que pagas más por las palomitas que por la entrada y estar dispuesto a que te cuenten un montón de mentiras. O a lo mejor, quién sabe, mi misión en la vida es contar lo buenas que están las palomitas. Yo qué sé. Cuando estuve en el ejército llegué a pensar que el fusil era un ramo de flores que tenía que regalar para desarmar a mi supuesto enemigo. Y encima tuve a un compañero que me tenía una envidia malsana porque yo era capaz de hacer un viaje astral mientras pasaba a máquina una retahíla de permisos, dietas y oficios.
Pues les parecerá mentira, señores, pero a mí no me ha enloquecido la película. Bueno, un poco sí, pero es la maldición del crítico que trata sobre un golpe que te dan en toda la frente y que te convierte en medio lelo aunque puede que tarde unos años en hacerte algo de efecto. Lo que se cuenta aquí, esperen un momento que me estoy rasgando la camiseta mientras me miro el tatuaje de una danzarina balinesa que me hice en el pecho...ya está...decía que lo que se cuenta aquí no es más que la trayectoria de unos cuantos gamberros, amparados por unos gamberros aún mayores, que alucinan con las serias gamberradas que quieren hacer dentro de una guerra que los gamberros más mayores creen que sólo es una gamberrada. ¿Me he explicado bien? Léanlo otra vez y dejen salir el exabrupto más conocido...ése...¿ya?
Eso sí, golpes buenos los hay, al igual que baches malos. Lo más increíble de todo es que hay personajes que han existido de verdad y entonces uno empieza a pensar peligrosamente si no son los demás los que han tomado una dosis excesiva de LSD y creen que el resto del mundo es un androide que se mueve torpemente entre trucos de caballero jedi o algo así. Traspasar paredes con una mirada intensa no es ninguna tontería porque el trompazo puede ser épico e histórico. Y así tenemos una película que es una reunión de amigos más que un encuentro de actores y, por lo que se puede suponer, ha habido desbarres, derrapes, patinajes y risas. Algo muy sano para los protagonistas pero cuando no hay nadie detrás que ponga un poco de orden, la historia se queda en poco más que un par de carcajadas bien soltadas y un cierto hastío con tanta cabra saltando por el desierto y no me refiero a los animales.
En cualquier caso, la crítica está ahí, intentando decir con una sonrisa de colgado que la mejor manera de buscar la paz es concienciar a los soldados de que no tienen que matar. Si los soldados no estuvieran dispuestos a apretar el gatillo apuntando al blanco, probablemente, los conflictos se resolverían con unas cuantas miradas intensas. Por cierto, yo juego con mi hijo a las miradas. Se trata de sostener la mirada del otro sin reírse y, entonces, me doy cuenta de que no puedo aguantar, se me desborda el gargajo y mi hijo me sigue. Y nos partimos el labio mientras olvidamos que él quería una cosa y yo no le dejaba. ¿Me siguen? Libérense de estas letras. Son sólo garabatos que llevan al sol para desaparecer en las nubes y convertirse en un cuento moral para locos.

jueves, 11 de marzo de 2010

LA REINA EN EL PALACIO DE LAS CORRIENTES DE AIRE (2009), de Daniel Alfredson


Si entras a saco en un original literario con las tijeras de podar, vale más la inteligencia que la habilidad. En esta tercera parte de las aventuras y desventuras de Lisbeth Salander y Michael Blomqvist se dejan demasiados detalles en la fábrica y al final sale un producto que suspende por los pelos, que es mejor que la segunda parte pero notoriamente peor que la primera.
Y ya está. Ya pueden dejar de leer porque he dicho lo que más les interesa. ¿Quieren seguir leyendo? Allá ustedes. Con tanto corte, los personajes quedan un poco más desdibujados y nadie me va a convencer de que Daniel Alfredson, el director, ha sido bendecido con el talento para las escenas de acción (hay un par de ellas que son de verdadera traca con petardo final). Ahora bien, hay que destacar que los cortes se hicieron con cierta habilidad en la primera parte y en esta existe un verdadero problema. O los espectadores han leído la novela o el pobrecito que simplemente va a ver una película se encuentra más perdido que un berberecho en un garaje.
¿Aún siguen ahí? Bueno, sigo. Por otro lado, esa enorme virtud que poseían los originales de Stieg Larsson en la profundidad y motivaciones de cada uno de los protagonistas se quedan diluidas en nada, parte por culpa de un guión en el que con toda seguridad han tenido que sufrir mucho, parte por una dirección más bien torpe que, como ejemplo, no duda en poner énfasis en la desaparición de cierto informe y luego si te he visto no me acuerdo porque eso no tiene la menor salida argumental.
Si han tenido la paciencia de leer hasta aquí, venga, vamos con las virtudes. Noomi Rapace es una mujer que tiene talento para traspasar la pantalla y hacer que sintamos la misma sociopatía del personaje de Lisbeth Salander. Michael Nyqvist, en esta ocasión, deambula un poco de aquí para allá y no consigue dar encarnadura al inmaculado periodista que interpreta. El mejor del reparto es el actor Lennart Hjulström que interpreta al retorcido Frederik Clinton, maestro de conspiraciones, de muertos decididos en despacho y de dolorosas diálisis que, poco a poco, apagan al hombre pero no al cruel. También habría que destacar las excelentes entradas de música, muy apropiadas y muy certeras (acierto en la dirección) que denotan algo de sentido del ritmo y confieren algunos soplidos de agilidad al enrevesado entuerto que ni es negro, ni es dramático. Es simplemente policiaco.
Ya me terminan el artículo ¿no? Más allá de eso, se desperdicia la enorme oportunidad que hubiera significado la crítica implícita hacia el poder que, lejos de proteger a la ciudadanía, se preocupa más de las implicaciones políticas de sus decisiones, de las consecuencias externas de confidencias que deberían ser pisoteadas, de mantenerse en el error con tal de no ser evidente su falta de utilidad. Como hay cobardía en ello, nos manejamos en terrenos umbríos donde rara vez se deja ver un rayo de sol en un intento de cine comercial sueco que trata de decirnos que, al fin y al cabo, no todo es Ingmar Bergman.
Último párrafo para los incondicionales. Así que tenemos un producto algo desnaturalizado que encantará a los incondicionales, despistará a los advenedizos y dejará indiferentes y buscando defectos a los malditos críticos de cine que tienen la manía de intentar extraer las esencias del arte aunque casi nunca lo consigan. Y en alguna de las tres categorías tenemos que entrar todos. Es el precio que se paga por esperar algo digno de unos libros que han enfermado de éxito. Hale, siguiente página.

miércoles, 10 de marzo de 2010

LA ÚLTIMA VEZ QUE VI PARÍS (1954), de Richard Brooks


Richard Brooks es uno de esos directores considerados de una sólida reputación literaria que siempre ha figurado como "la segunda opción". Sus películas son extraordinarias. Tiene una carrera tan intachable como variada. Ha tocado temas espinosos y ha sabido sacudir la fibra sensible en la narrativa cinematográfica. Pero nadie le cita como uno de los mejores directores. Siempre es uno de esos de los que se acuerdan en segunda instancia. Y Brooks tenía tanto talento que era capaz de estar en primera línea, da igual cuál fuere el desafío que tenía delante.
En esta ocasión, Brooks se atrevió con el inadaptable relato de Francis Scott Fitzgerald para llevar a cabo un melodrama impecable (que no contó con el visto bueno del gran escritor, especialmente en lo que se refiere a su protagonista masculino, Van Johnson). Pero Brooks supo dosificar de forma magistral el amor, las lágrimas y la diversión que emanan de una historia que es inmortal desde su primera línea y desde su primera visión.
En uno de los ángulos imposibles de esta romántica historia de amor se halla, hermosa e inalcanzable, Elizabeth Taylor, componiendo un personaje de muchas lecturas y varias oscuridades, de mensajes con alas y tristezas conmovedoras. Ella ilumina por sí sola cada una de las escenas en las que aparece en una película que es como asomarse a una ventana que da al lado norte de los años cincuenta mientras cambia la textura de unas vidas que encarrilaron su felicidad bajo la mirada un tanto risueña de un destino nada amable.
No es una película redonda. Brooks, sin duda, tiene títulos más memorables pero no cabe duda de que cuando se manejan las claves del amor hay que tocar muchas teclas para no resbalarse. La película, en este sentido, es de una inteligencia evidente que sabe saltar algunas limitaciones presupuestarias con singular tino. No en vano, una historia en la que Francis Scott Fitzgerald quiso plasmar cómo era, en una metáfora de la pasión, su amor por su mujer Zelda, necesitaba a un hombre que no cayera en los excesos dentro de una trama en la que era muy fácil volverse de color demasiado edulcorado.
Así que mientras la ven, no quiten de su imaginación a la Torre Eiffel, testigo mudo de lo que fue un gran amor y piensen que en los vaivenes de la vida algunas veces la felicidad aparece como un gran mago que no deja de prolongarse en un enorme truco de la existencia y, en otras, la desgracia es la compañera que nunca quisimos tener mientras no dejábamos de decir un largo e intenso "te quiero".

lunes, 8 de marzo de 2010

LA EDAD DE LA INOCENCIA (1993), de Martin Scorsese


Estar encorsetado en las rígidas normas sociales de una época puede ser suficiente para tomar el desvío al infierno. A veces uno daría una parte de sí mismo con tal de no hacer sufrir a aquello que se ama. Aprietas los dientes, sacudes mordiscos de rabia, lanzas zarpazos contra la adversidad y, de pronto, te encuentras con que otra persona, alguien con quien sabes que no serás feliz, con nudos de silencio y ataduras de sutileza te sujeta tan firmemente que acabas siendo presa de tu propia debilidad y te quedas dentro de los límites marcados por la aborrecible sociedad.
Cuando todo pasa, cuando ya no hay impedimentos que coarten tus actitudes, te quedarás sentado en un banco para darte cuenta de que ya es demasiado tarde, que el amor inmortal se quedó suspendido en el dolor y que no tiene mucho sentido regresar al pasado. Te irás caminando y ni siquiera te darás cuenta de cómo cambia el reflejo del sol en el cristal de una ventana como signo de que, lo que para ti ha sido un retraso demasiado grande, para ella ha sido siempre una luz con la que continuar. Continuar viviendo. Continuar amando. Seguir consumiendo los latidos de un corazón que se perpetuarán en sentimientos que nunca pueden ser escritos salvo con la tinta de tu propia deserción.
Martin Scorsese dirigió “La edad de la inocencia”, basada en la novela de Edith Wharton, para hacernos comprender que la violencia moral puede ser tan terrible como la violencia física que nos ha mostrado en otras películas suyas. Con la cámara como aliada, la narración de Scorsese es de pura modernidad dentro de un mundo tan estirado y tan falso como la buena educación que no se puede ignorar en aras de los convencionalismos. Uno puede tener una perfecta educación y, sin embargo, ser un perfecto canalla. Y eso es algo muy propio de los tiempos en los que la inocencia es prisionera de la moral y de lo socialmente aceptado.
Tal vez el amor sólo sea el capullo de una rosa que siempre quiso bailar el vals para desplegar sus faldas de pétalo…pero su propia inmovilidad es lo que lo condena a marchitarse.

viernes, 5 de marzo de 2010

AN EDUCATION (2009), de Lone Scherfig


Hay algo que no se aprende en las universidades, ni en las escuelas. Y además es muy difícil de aprobar. Es eso que nos hace diferentes de aquellos que hunden su cabeza en los libros y su mundo se reduce a una aburrida burocracia para cuyo ejercicio se exige un título. Es lo que ayuda a mirar más allá del abismo que se abre cuando las hojas de estudio terminan. Es el carácter.
Se puede tener todo para triunfar. Imagen, estilo, elegancia, inteligencia, conocimiento, cultura. Pero todo eso tiene que tener una salida porque si no, sólo es un montón de conceptos que llevan a un callejón pintado toscamente de gris. El carácter es lo que diferencia la aplicación de las definiciones de entre los preciosos diplomas colgados de la pared. No es fácil de adquirir. Es posible que haya que pasar por alguna que otra lección sobre el desengaño, sobre el aprendizaje de amar con un profesor de prácticas que no merece la pena, sobre la capacidad de elegir y, sobre todo, sobre la poca importancia que posee el equivocarse. Incluso es necesario, en algunos casos, repetir. Pero eso no es una catástrofe, es un adoquín más en el empedrado camino de la experiencia.
Cuando se tienen dieciséis años y la vida se ha reducido a acumular perfecciones que hastían, siempre se presenta alguna oportunidad que ofrece un atajo para que las cosas sean más fáciles. Pero eso son espejismos, hurtos furtivos de un arte que ni siquiera se ha llegado a apreciar, luces cegadoras que impiden ver más allá de una mera impresión que debería ser normal para cualquiera. Hay que tener la certeza de que siempre hay alguien que será más listo que tú.
Y a veces, somos conscientes de que estamos mirando a unos ojos que nos agarran directamente del corazón, que intentan dar la imagen de razonables cuando realmente son criaturas suplicantes de diversión. Y es que cuando no se ha conocido otra vida puede que el comenzar a fumar sea simpático, comer platos exquisitos, una delicia; conocer otras ciudades, una sensación; y lo que era importante, comienza a ser fútil. La derrota se convierte en necesaria para abrir esos ojos un poco más y cuántos hay que nunca han sido derrotados.
En la pesadez de un país que no sale de la rutina, puede haber falsos soles que te sequen de la lluvia verdadera. En la licenciatura de la vida, es imprescindible mojarse precisamente para saber de dónde proviene el auténtico calor y la única satisfacción que significa el hacer algo que te haga estar satisfecho de ti mismo.
Todo esto parte del carácter de una actriz sólida, de recursos británicos y de difíciles equilibrios como Carey Mulligan, genuina atracción de una película que, sin ser ambiciosa, llega a ser mujer. Con ella sonreímos porque descubrimos de nuevo aquellas copas de cristal llenas de vino rodeadas de sonrisas que parecían amistosas. Con ella nos afligimos porque sabe tocar alguna fibra del corazón en la que teníamos escondidos los primeros sufrimientos y las eternas incomprensiones. Con ella nos sumergimos en los ambientes que consiguieron ser parte de una noche de bailes de mejillas acercadas, de olores entrañables, de momentos que parecían permanentes y que, sin embargo, pasaron como una exhalación a ser parte de ese baúl donde tenemos los recuerdos que no quieren ni deben ser rescatados. Ella saca un notable en carácter y quizá muchos de nosotros no quisimos aprobar esa asignatura.

jueves, 4 de marzo de 2010

THE LOVELY BONES (2009), de Peter Jackson


La muerte nunca significa desaparición sino ausencia. En la mente enferma de un asesino, hay un adiós a la inocencia, una conciencia del cariño derramado en los hijos, una ruptura por no saber olvidar, muchos signos de culpabilidad presentida, algún que otro arrebato de locura, la sospecha nunca confirmada y la seguridad de que ese gran juez que es el destino se encargará de arrojar la basura sobrante al pozo negro de la venganza fracturada en varios pedazos de negación.
Pero, en medio de este montón de buenas intenciones, lo que tenemos entre manos es una película que yerra profundamente a la hora de abordar lo que cuenta. La sutilidad nunca ha sido una de las virtudes de su director, Peter Jackson, pero aquí su visión quiere ser tan fantasiosa, tan llena de imaginación que casi llega al ridículo recordando vagamente aquella pesadez llena de estética vacía y colorida y de mensajes pretendidamente emocionantes que fue Más allá de los sueños, de Vincent Ward, con Robin Williams intentando dar sentido a su indeseada muerte.
El caso es que se podría haber jugado el partido sólo en el campo de la realidad con las extrañas intervenciones del otro lado para avisar de presencias, para inquietar espíritus, para conjurar maldiciones cocidas al pavor, pero Jackson no resiste la tentación de intentar impresionar con su simbolismo en objetos que aparecen sin ton ni son, como si la muerte fuera un sueño que hay que descifrar. Y lo hace con el propósito de querer creer que al cielo sólo se llega cuando estamos preparados, con la ingenuidad latente de pensar que eso va a quedar grabado en la mente de un público que necesita algo más de sentido en la vida para poder afrontar el permanente estado incoherente de la ausencia.
Además de todo ello, hay otra pata coja, y nunca mejor dicho, como es la limitadísima interpretación de Mark Whalberg como padre de la víctima. Sobre todo si, casi como ejercicio de sadismo, se le rodea de actrices siempre seguras, eternas en su sitio y capaces de un dramatismo excepcional como son Rachel Weisz y Susan Sarandon y, al otro lado de la calle, con Stanley Tucci poniendo mirada vidriosa a la fingida impasibilidad. Así que, entre unas cosas y otras, y después del éxito (y me van a permitir la libertad de que les diga que tampoco es que su gran obra El señor de los anillos me dejara clavado, por mucha espectacularidad que me nublase los ojos) que ha venido atesorando por un sector del público que considera que Peter Jackson es un prodigio, estamos ante una película que pretende ser original pero que ya está muy vista. Que no inquieta. Que no emociona. Que no hace reaccionar. Que no cala. Que llega al manierismo por la vía de lo mistico y que más bien forma parte de la herejía que supone el no tomar el camino adecuado. Podría haber jugado con el terror, con lo desconocido, con la ignorancia del que asiste a un crimen que es la obertura de unos tiempos que conducen irremediablemente al desquicie. No, es mejor descubrirlo todo y demostrar el poder de una imaginación que bordea con torpeza en lo mediocre.
Así que después de pasar en la sala algo más de dos horas, uno sale con la sensación de ausencia de una película que muere por ser evidente, que, tal vez, merezca otra oportunidad en el cielo de las historias fallidas con cierto estrépito. Aunque puede que, en algún lugar haya una rosa que muestre en todo su esplendor aquellos tiernos días de juventud rancia y de miradas de un futuro que abre todos sus pétalos y que ya no forman parte de nosotros porque no nos dimos cuenta de que la oscuridad estaba ahí mismo, enfrente de nuestras casas de niñez e ilusión.

miércoles, 3 de marzo de 2010

GRUPO SALVAJE (1969), de Sam Peckinpah


El fin de una época mientras se camina hacia un crepúsculo bañado de rancheras y adioses se convierte en el preludio de una muerte por algo que merece la pena. La conciencia de que no hay sitio en el tiempo para unos hombres que se dan cuenta de que aquellos que están en el lado correcto de la ley son más malvados que ellos mismos, hace que emprendan una acción tan inútil, tan heroica y, sin embargo, tan merecedora de morir por ella. Acabamos con todo, que la sangre sea nuestra y las cicatrices, de otros. Escorpiones contra hormigas. Y todo quedará reducido a cenizas por el implacable fuego del tiempo. Amistad con muerte, palabras versadas en rima sonante a ritmo de ametralladora. Buitres como testigos. El idealismo es lo único que te puede mantener vivo y, tal vez, sea el último refugio para emprender la vuelta de una ida que nunca tuvo destino. Morder el polvo es tarea de gigantes sin conciencia de serlo pero que saben ser páginas ya leídas de un capítulo que se va. La muerte está permitida. Pero no lo están el engaño y la tortura. Razón pura para brutal violencia. Cuando las balas silban sólo cabe invitar a la muerte a una orgía para convertirla en una puta que se va con el primero que llega. Grupo salvaje para salvajes actos. Hombres que caminan con paso firme hacia el final y que, tras de sí, dejan la estela de una leyenda que nunca podrá contarse. Caballos despeñados por áridas dunas que convierten el aire en polvo y la vida en revuelta. El dolor sublimado por la mirada de un cineasta que fue uno de los últimos que se atrevió a crear. El resto del grupo lo componían William Holden, Ernest Borgnine, Warren Oates, Ben Johnson, Edmond O´Brien y Robert Ryan. Las palabras las puso Walon Green. Esas mismas palabras que nos hieren como proyectiles lanzados desde los ojos azules de Holden diciendo: "Si se mueven, mátalos". Y así, desde este lado, nosotros nos convertimos en objetivos de esa cámara lenta que nos hace percibir, de alguna manera, que nuestra época también se acaba, que no somos ni la mitad de lo que soñamos pero que somos el doble de lo que sentimos. Que si hubiera un fuerte donde morir con las ideas y las amistades, allí nos encaminaríamos nosotros también para volarlo todo por los aires y dejar tan sólo una puerta entreabierta hacia aquello en lo que creemos de verdad. Grupo salvaje...Grupo salvaje...

lunes, 1 de marzo de 2010

CASABLANCA (1942), de Michael Curtiz


Renunciar a la mujer que se ama puede ser la mayor derrota que se adivine en el rostro de un hombre, sobre todo si ese amor ha sido el lugar donde se ha colgado el dolor durante años, perfecta excusa donde abandonar el idealismo que un día fue importante. Esos son los trazos de fatal precisión que se intuyen en el rostro de Rick Blaine en "Casablanca" y, en ese lienzo de expresión, la línea de los vencidos se convierte en la obra de arte de una amargura vivida dos veces. Una, en medio de una noche lluviosa en una estación de París, tristeza enmarcada en unos labios que se arquean con sus comisuras hacia el suelo donde dejó su alma exhausta y su ilusión perdida; la otra, arropado por la niebla donde esconderá su herida a los pies de un avión en la recóndita Casablanca, derrota escrita cuando ella, Ilsa, se vuelve para mirarle por última vez y él, huidizo y valiente, esquiva su mirada luchando, con esfuerzo de héroe, para que los ojos no desborden su firmeza por el abrupto precipicio de un rostro en el que el desconsuelo construirá su hogar. Yo conozco ese rostro, tal vez porque he sido derrotado demasiadas veces y por distintas razones, y sé que los ojos pueden ser compañeros inseparables de la amargura que supone mirar el vacío para ser testigos de la prueba definitiva de que aquello que más se ama ,nunca podrá pertenecerte.
"Tal vez hoy no te arrepientas...y mañana tampoco...pero llegará un día en que...". Y él tiene razón. En el estallido del dolor meditado, el fogonazo de lucidez que permite que Ilsa se vaya con el insulso aunque admirable Viktor hace que comprendamos que los héroes como Rick existen, aunque sean escasos. Y existen a pesar de que los asideros que les quedan son tan estrechos como la lucha por un ideal que, aunque justo, también puede llevar a la injusta decepción; o como la amistad de un cínico polícia que bajo la máscara, quizá tenga otra máscara; o como el endeble recuerdo de un amor cuyo destino nunca fue morir dos veces aunque sepamos que hay árboles tan recios que el huracán jamás podrá derribar en el oscuro recoveco de la memoria engañada que se diluye en el sueño de la razón. Y, en todo caso, en el devenir por inercia de una vida que habrá sido feliz por haber sido amada pero en la que ya no importará nada al ser vivida en el sabor de la inevitable derrota.
Y esa derrota es la que resume todas las demás. Es la de aquel hombre que fue al desierto de Casablanca a tomar las aguas porque le informaron mal, que el día anterior para él estuviera pisoteado por el olvido y que la noche siguiente fuera un plan demasiado anticipado y al que siempre...siempre y nunca...le quedará París. Tal vez, los fracasados, aquellos que luchan para que las lágrimas no labren los surcos de la tristeza, sean más, mucho más fascinantes.