Con este artículo, dedicado al centenario del nacimiento de este enorme compositor, vital en la historia del cine, quiero desear a todos una Feliz Navidad. Con motivo de los festejos familiares, compra incesante de regalos y compromisos varios, todos estaremos mirando hacia otro lado así que tan sólo se publicarán los correspondientes estrenos los jueves días 30 de diciembre y 4 de enero, retomando ya el ritmo habitual a partir del martes día 9 de enero. Sed muy felices, llenad estos días de cine y poned algo de música en vuestras vidas. Feliz todo.
Discípulo de Igor Stravinsky, cuya influencia es notoria en toda su obra, Bernard Herrman ha sido, probablemente, el compositor más clásico de todos los que se han dedicado a hacer música de películas. Sus temas, con frecuencia, barnizaban las imágenes con la inquietud de un pentagrama que, en sus geniales manos, era manejado con increíble precisión como un instrumento de cuerda, tensado y relajado de acuerdo con las necesidades del momento, deseoso de acoger melodías románticas tiznadas con la negrura de lo misterioso, de lo imposible, de lo tenebrista, de lo sobrehumano o, simplemente, de la turbiedad propia de seres humanos que tienen mucho que esconder.
Ya con Ciudadano Kane, de Orson Welles, sorprendió con esa extraña música dominada por el metal y que sobrevolaba las imágenes con un aire inaprensible, como si Charles Foster Kane fuese un personaje etéreo, inabarcable, difícil de ser recogido en la estrecha cuadratura de unos cuantos fotogramas, como si lo que, de verdad, tuviéramos que descubrir de él estuviese contenido en la banda sonora y no es lo que Welles nos va mostrando. Y aquí, Herrman sólo tenía 29 años.
Después de la sugerente Ana y el rey de Siam, de John Cromwell, recala en las sabias manos de Joseph L. Mankiewicz con la estupenda El fantasma y la señora Muir, en la que realiza un trabajo apasionante en las apariciones de Rex Harrison, ese fantasma enamorado. Algo que, por otro lado, le proporciona otro trabajo de índole sobrenatural como es la maravillosa Jennie, de William Dieterle, un fracaso que se ha recuperado hace algunos años como película de culta y que Herrman tiñó de tonos tristes, románticos, alegres, dulces e, incluso, infantiles. Un trabajo excepcionalmente completo.
En La casa en sombras, de Nicholas Ray, bajada a los infiernos de la mejor serie B, Herrman compone una música trepidante acorde con la personalidad del inquieto y algo descentrado protagonista, Robert Ryan. Con su siguiente trabajo para Mankiewicz, Herrman comienza a apuntar el que sería su estilo inconfundible fusionándose a la perfección con las brumas de la turbiedad más tensa en base a un uso de la cuerda muy personal que entronca directamente con la sonoridad propia de Stravinsky. Se trata de Operación Cicerón, obra maestra del director, que nos coloca en ese filo en el que tenemos que hacer equilibrios funambulistas para desear que cojan a James Mason y, al mismo tiempo, desear que un pobre criado triunfe en sus maquinaciones.
El vital encuentro de Bernard Herrman con Alfred Hitchcock se produjo en Pero…¿quién mató a Harry?, que no deja de ser una broma del genial director a la que el compositor se encarga de sonorizar melódicamente con bastante sentido del humor.
Pero Hitchcock, un auténtico innovador, estaba profundamente preocupado por la música de sus películas y su siguiente proyecto ya fue un encargo en esa dirección con la suite final de El hombre que sabía demasiado, en la que Herrman dio rienda suelta a su formación de carácter clásico ajustándose como un reloj a lo rodado por el director con la inclusión de un disparo en medio de un fuerte golpe de timbales y haciendo de la música un protagonista más de la trama y un elemento de tensión.
El genio del suspense no podía pensar más que en él para ilustrar su incursión en el expresionismo de Falso culpable con claras referencias jazzísticas en una historia oscura y opresiva con claras referencias agobiantes a la kafkiana odisea de Henry Fonda.
Vértigo es una de las obras maestras de Herrman con esa música de carácter concéntrico, claramente descriptiva de la obsesión que devora a James Stewart y que lo convierte en un moderno Sísifo condenado a repetir una y otra vez su desgracia. Ya desde el inicio de la película, acompañado por los grandes títulos de crédito de Saul Bass, los compases de Herrman nos adentran en un turbio mundo de psicología enfermiza y de un hombre capaz de enamorarse, de manera terrible, dos veces de la misma mujer.
Después de una estupenda partitura para Los desnudos y los muertos, de Raoul Walsh, la música del gran compositor sacude el espinazo con la tensión de Con la muerte en los talones, otra vez con los extraordinarios créditos de Saul Bass, con un creciente clímax mezclado con la aventura en una sinuosa y fantástica música inicial, maestra de ceremonias perfecta para anunciar que estamos ante una historia trepidante y única, que va a hacer que estemos durante toda la proyección con el alma en vilo asistiendo, incrédulos, a lo entretenido que puede llegar a ser el cine despojándole de toda lógica.
Psicosis, quizás, sea su mejor partitura. Herrman consigue dibujar sobre el protagonista el movimiento repetitivo de un cuchillo que se clava una y otra vez en una víctima indefensa y tensa el ambiente con un inclasificable tema principal que descubre, ya de por sí, la enfermedad de Norman Bates con un desdoblamiento melódico al alcance de sólo unos pocos genios. La banda sonora es ejemplar, utilizando tan sólo una pequeña orquesta de cuerda, capaz de los más singulares matices: desde la neurosis hasta la violencia, desde el horror hasta la inexorable cita con el destino.
Con El cabo del terror siguió haciéndonos sentir un escalofrío de miedo en la excelente versión de Jack Lee Thompson y realizó un excelente trabajo en la aventura de Jasón y los argonautas, una de las pequeñas joyas de Ray Harryhausen, en una partitura que no destacó en su momento y que merecería recuperarse.
Realizó la labor de asesor de sonido para la inexistente música de Los pájaros, película en la que no se oye ni una sola nota de música, para hacer del inquietante y estridente ruido de las aves algo inteligible. Una labor difícil que, sin embargo, fue vital para la producción y realización de la única película de terror de Alfred Hitchcock.
Con Marnie supo conjugar a la perfección la romántica historia de amor con la subyacente y omnipresente trama repleta de turbiedad que envuelve a la protagonista contaminando de manera decisiva el tema central con un aura de sinuoso misterio.
Realizó también la banda sonora de Cortina rasgada pero, entonces, irrumpió el filón de oro de la música de películas comercializadas en disco y ahí Bernard Herrman parecía tener la batalla perdida de antemano. Frente a las facilonas melodías de Maurice Jarre o la popularidad de Henry Mancini, la música del gran compositor no era fácil de vender. Y después de realizar todo el trabajo para Cortina rasgada, Hitchcock, deseoso de obtener un gran éxito comercial con la película, tiró por la borda todo el trabajo de Herrman y contrató al por entonces muy de moda John Addison, que había obtenido un notable triunfo con la banda sonora de Tom Jones, de Tony Richardson. Esta decisión provocó el final de la relación entre el director y el compositor y no volvieron a hablarse nunca más.
Fue precisamente el mayor conocedor de la obra de Hitchcock el que requirió a continuación los servicios de Herrman: François Truffaut. Y lo hizo con la excelente Fahrenheit 451 y con otra de sus partituras inquietantes, reflejo de un futuro deprimente y en permanente movilidad, que quema libros, que sólo ve de manera interactiva los programas de televisión, que condena la cultura para evitar molestias. Un futuro de tensa calma con una esperanzadora resistencia humana contra la alienación total. Una magnífica adaptación del relato de Ray Bradbury y todo un particular homenaje a la literatura y a la propia música de Bernard Herrman por parte del gran director francés.
Tan contento quedó de su trabajo que volvió a reclamarle para rodar la negrísima historia de La novia vestía de negro, otra extraordinaria película de Truffaut en la que Herrman vuelve a la turbiedad que se desprende de la venganza premeditada en un juego melódico de felicidad truncada y rencor infinito.
Brian de Palma le utiliza como un elemento más de recreación de su admirado Hitchcock en Fascinación, una mirada distinta e inferior al Vértigo del gran maestro. Herrman concluye, por otro lado, su carrera de manera brillante con la música de Taxi driver, de Martin Scorsese, con ese tema de raíz de puro cine negro truncado por una explosión siniestra de violencia terrible que ilustra las andanzas de Travis Bickle de manera inmejorable. Una de las mejores bandas sonoras de los setenta.
Bernard Herrman modeló, como un Fidias musical, las líneas de su pentagrama al igual que si fueran cuerdas de las que arrancar sonidos imposibles, inquietantes y tremendamente originales. Tanto es así que no ha habido nadie que siguiera la línea trazada por él. Ha sido un caso raro y único en la industria del cine y en el arte de la música y uno no puede evitar sentirse extrañamente incómodo viendo una espiral en un ojo, o un taxi surgido de entre la niebla, o unas líneas dibujando el edificio de las Naciones Unidas, o un caserón sombrío en lo alto de una colina, o cómo se consumen bajo el fuego las páginas de un libro mientras su música aumenta todas estas visiones hasta hacerlas muy, muy próximas.