Con este artículo, despedimos el año hasta el artículo del próximo miércoles día 5 de enero. Tened todos una feliz salida y entrada de año, a pesar de los pesares. Seguro que el año que viene, por fuerza, será mejor.
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¿Sabe? Usted se parece muchísimo a mi hijo.
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¿Ah, sí?
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Mucho…es muy buen chico. Y yo le quiero muchísimo
Y
así fue como presencié la caída de una las últimas hojas de ese árbol fuerte,
seguro y acogedor que era mi padre.
Con esta película, el
director Florian Zeller nos coloca a un anciano como el único elemento estable
de un universo inestable. El entorno es lo que cambia porque su percepción
varía en consonancia con sus recuerdos, con sus experiencias y, sobre todo, con
sus miedos. Ante todo, el pánico a la soledad, a no ser querido, a no tener
ninguna conciencia de cuál es su lugar en el mundo aunque se vea reducido a un
rincón olvidado de una habitación cualquiera. Mientras, en su mente, se
amontonan unas conversaciones con otras y se va conjuntando un rompecabezas de
lo que realmente ha ocurrido en sus últimos días. Siempre confusos y brumosos,
limitados y, a la vez, rodeado de precipicios abismales de inseguridad y
suposiciones. Los días se repiten uno tras otro, sin ninguna diferencia entre
ellos. La verdad deja de tener algún significado y, cuando la lucidez aparece,
es fugaz, escurridiza, inaprensible y traidora.
Anthony Hopkins realiza
una composición absolutamente genial y triste en la piel de ese anciano que, como
un árbol, va perdiendo hojas quedando con sus ramas desnudas a la intemperie,
secándose en sus movimientos e ideas, guardando algún momento sólo para la
admiración, quizá por última vez, de la belleza de la música que, con toda
seguridad, le ha acompañado durante toda su vida. Hopkins, en su trabajo,
resulta trágico y divertido, severo y conmovedor, acertado y errático, dando
buena cuenta de su capacidad de registro y dejando bien claro todos sus
recursos interpretativos que parecen inacabables. A su lado, Olivia Colman da
salida al sufrimiento terrible que deben padecer los que están al lado de estas
personas que sufren demencia senil y sólo disfrutan de algún segundo de
autenticidad mientras el resto del día siguen extraviando esas hojas que tanta
sombra han proyectado, tanto aire ha corrido entre sus arpas y tanta certeza
han otorgado.
Y es que la vejez es la
peor de todas las enfermedades porque se presenta avisando y va descomponiendo
concienzudamente todas las cosas que rodean a la víctima. Hasta tal punto que
desemboca en la torpe incomprensión de los demás, en el fútil intento de
raciocinio cuando no se sabe ni la hora en la que está deteniéndose el día. El
pollo para cenar se repite, las conversaciones trazan una circunferencia
completa, lo que era, ya no es y, poco a poco, se va deshaciendo todo lo que
somos porque, al fin y al cabo, somos nuestros recuerdos y ya no quedará
constancia de nada de lo que ha pasado. La demencia jugará siempre con la razón
hasta dejarla agotada y sin fuerzas y poniendo a prueba algo tan escaso como la
paciencia.
Con sobriedad y un toque de austeridad, todo va desapareciendo de la fotografía de nuestra memoria y las lágrimas puede que sean la última prueba de la verdad que se vive. La tristeza no deja de aparecer en cada uno de los fotogramas de esta película y hay que estar muy preparado, en los días que estamos pasando, para salir del cine con la mente sin congoja porque, en el fondo, todos sabemos que podemos ser ese anciano que ya no reconoce a su hija, que mezcla el espacio y el tiempo sin cesar, que se inventa cosas que no son verdad y se inventa verdades que ya nadie cree. El recuerdo de lo malo se empecina en quedarse y el consuelo puede ser tan simple como dejar de hablarles con ese tono de niño pequeño y asistir, con el dolor y la piedad como únicos utensilios, a la caída de las últimas hojas.