miércoles, 30 de septiembre de 2020

LA CALLE DE LA MEDIA LUNA (1986), de Bob Swaim

 

Trabajar como lectora en el Instituto Anglo-Árabe será todo lo interesante que uno puede desear, pero no da para vivir. Así que no hay nada mejor para completar ingresos que ofrecerse como una señorita de compañía de alta gama. Y eso posee una extraña atracción porque, en la cama, se tiene mucho más dominio sobre los hombres y el dinero que desde la oficina de un despacho en el que se cuecen más secretos de lo que se pudiera pensar. Y Laureen, la lectora, va a ser fundamental en la firma de un tratado de paz entre los árabes y los israelíes porque, de alguna manera, va a influir en uno de los negociadores. La atmósfera de silencios se llega a hacer irrespirable y los espías, seres tristes y oscuros, comienzan a proliferar preguntándose hasta dónde puede llegar una doctora en filología árabe que no tiene reparos en prostituirse. Va a ser necesario jugar a varias bandas y la chica lo sabe.

Sin embargo, hay un elemento que lo embarra todo y hace que no sea tan fácil jugar a los espías. El maldito amor. La chica se ha enamorado del cliente y no quiere que salga perjudicado. La vida suele jugar malas pasadas y la mentira del sexo ha dado lugar a la verdad de la pasión. Laureen está dispuesta a todo para favorecer al negociador y la trama se complica. El asunto, con una mezcla inexacta e incómoda entre espionaje y melodrama, tiene un raro aire de credibilidad. El prestigio mal pagado que tanto se ha instalado en la sociedad acosa a esta mujer que sólo quiere ser libre y vivir con tranquilidad. Y lo que otorga realismo a sus tribulaciones es precisamente su capacidad para amar. No es sólo otra fría funcionaria que lleva una vida respetable por el día y otra más oculta por la noche. Tiene sentimientos, llora, ríe, sufre y, sobre todo, ama. Y no cabe duda de que el amor es el gran motor de muchas de nuestras acciones, por no decir todas.

Sigourney Weaver realiza un espléndido y esforzado trabajo en la piel de esta doctora lingüista que se encuentra con el inesperado hombre de su vida, que no es otro que Michael Caine. Entre medias, toda una amalgama de conspiraciones e intrigas internacionales se presentan, casi, como un inconveniente inquietante al desarrollo de ese amor que experimentan los dos personajes, que se adentran en un drama psicológico y romántico que se retuerce hasta el thriller político y el asesinato. Quizá falta algo de tensión en algunas escenas, algo sumergidas en un diálogo denso y prolijo, pero el conjunto no es tan malo como se dio a entender en el momento de su estreno y merece una mirada al abismo al que se asoma esta mujer que se convierte, insospechadamente, en la pieza clave de un trato que no llega nunca.

Allí, en la calle de la media luna, hay una chica esperando.

martes, 29 de septiembre de 2020

1984 (1956), de Michael Anderson

 

El nuevo mundo ya está aquí. Es ése en el que se escribe la postverdad a conveniencia del momento político. Es ése mismo en el que el amor está prohibido porque, al fin y al cabo, es sólo un instrumento de procreación y lo contrario sería la rebelión al dejar que el individuo elija por sí mismo. Es ése en el que el culto al líder está por encima de cualquier otra consideración. Es ése en el que estamos permanentemente vigilados, no vaya a ser que nos dé por hacer algo tan revolucionario como escribir y pensar. No se puede divulgar ideas porque va en contra de lo establecido. No se permite la libre circulación porque cada individuo debe cumplir su papel asignado. Nadie se mueve y no hay lugar para otro pensamiento que no sea el oficial. Lo demás es perseguido y los autores son detenidos, encarcelados, torturados y obligados a cambiar de opinión para que sigan sosteniendo los cimientos de lo políticamente correcto. Ya está aquí, sí. Y no cabe la más mínima duda.

Sin embargo, hay un don nadie, un ser gris y nada destacable que se llama Winston Smith que se empieza a dar cuenta, desde el Ministerio de la Verdad, que lo que hoy se da como cierto, no lo era apenas unos años atrás. Él es uno de los encargados de reescribir la historia y, por supuesto, debe atenerse a unos criterios nítidos de censura. No se pueden decir determinadas palabras. No se deben mencionar algunos temas. Siempre hay que estar dentro de las reglas de una sociedad opresora que no concibe la libertad como una opción. Y, por si ello fuera poco, Winston Smith comete un delito imperdonable. Comienza a sentir atracción por una chica. Al principio, sólo son miradas. Leves caídas de ojos que se encuentran porque no hay un lugar mejor en el que estar. Después llega el riesgo, con citas furtivas en habitaciones escondidas. El amor parece que se abre paso en un terreno totalmente estéril. El país siempre está en guerra. Primero, con unos. Luego, con otros. Más tarde, se alía con los primeros y arremete contra un tercero, pero el amor está ahí, como un débil signo de vida, como una pequeñísima rebelión del instante, como un sueño que apenas dura unos segundos.

Casi nadie conoce está primera versión del clásico de George Orwell que interpretaron el siempre excelente Edmond O´Brien y la incómoda Jan Sterling. Bajo la dirección de Michael Anderson, no cabe duda de que mucha de su imaginería ha quedado desfasada, soñando con un futuro que ya ha quedado anticuado, pero quizá sea una versión inteligente, refinada y muy sugerida, con grandes detalles que ponen de manifiesto a quién quería realmente criticar el escritor y de qué modo. La derrota de las ideas y de los sentimientos en aras del lavado de cerebro se torna angustiosa, difícil y arrasadora porque la esperanza, sencillamente, no existe en este futuro distópico y más cercano de lo que se pudiera pensar. Sólo hay que ver cuántos puntos en común se establecen en comparación con nuestro presente y darse cuenta de que la tendencia es convertir a la inmensa mayoría en un rebaño obediente y sumiso, exento de responsabilidades más allá de las de cumplir con las normas que se han convertido en ley represora del pensamiento. Estamos más allá de ese año, pero nos estamos acercando peligrosamente.

viernes, 25 de septiembre de 2020

VIVIR Y MORIR EN LOS ÁNGELES (1985), de William Friedkin

 

Todo vale cuando se trata de coger al tipo que se cargó a tu compañero. Quizás ha habido demasiadas persecuciones, demasiados tiroteos y demasiado dinero falso a lo largo de tu carrera y ya empiezas a estar cansado. Coger al culpable es una obligación moral, por mucho que ya no te importe nada. Y más aún si se trata de un individuo que se ríe en las mismas narices de la ley con su impecable dinero falsificado que, bien pensado, puede ser para una tranquila jubilación. Así es vivir y morir en Los Ángeles. Es calor, es asfalto, es el cielo azul con la mirada gris, es corrupción sudorosa y, también, es venganza.

La avaricia y la supervivencia son los únicos valores en esa ciudad que parece que nunca deja descansar al sol. La justicia y la moralidad son los pasaportes directos para acabar con un tiro en la cara y no son bienvenidos. Puede que no todos los policías tengan metido en la cabeza que lo principal sea servir y proteger el bien público y haya que sacar lo peor de uno mismo para pararle los pies. Por otro lado, la gente no es esencialmente buena o mala, suele ser una extraña mezcolanza de las dos cosas. Y el policía que quiere tomarse la justicia por su mano tendrá que pagar un alto precio por ello. Nada sale de acuerdo a lo planeado y eso es lo que impera en Los Ángeles. Con todo eso, se puede montar una caza en la autopista, guardarse un puñado de imágenes en la memoria y olvidar cómo suena una banda sonora demasiado anticuada.

William Friedkin dirige con pericia y sabe lo que es hacer vibrar al espectador con una secuencia de acción. La persecución que hay en esta película es casi una obra de arte, pero no sólo es eso. La decepción y el aire de derrota habita en cada imagen inundada de luz y, en determinado momento, el público se queda totalmente descolocado al quedarse sin referentes, sin héroes, sin nada a lo que agarrarse. Quizá, de esa manera, Friedkin traslada la angustia de vivir en una ciudad como Los Ángeles, tan volátil que ni siquiera la vida tiene algún valor.

Es posible que la rebeldía no sea tan bonita como se pueda pensar en un principio. Ese sentimiento de desacato puede causar un enorme daño en otras vidas y ni siquiera pensar en ello. Y, cuando se alcanzan los objetivos, es posible que Los Ángeles no sea una ciudad mejor, ni más segura. Sólo es una ciudad corrompida con algún que otro villano menos, pero está ahí, orgullosa de seguir cobijando unos cuantos negocios de maldad. Mientras tanto, la sangre ha corrido, el motivo se ha olvidado y amanece otro día en el paraíso.

jueves, 24 de septiembre de 2020

UNO PARA TODOS (2020), de David Ilundain

 

La profesión de maestro es una de las más maravillosas que se pueden tener. Y también la más ingrata de todas. A menudo, se piensa que el profesor debe ser una especie de gurú que posee todas las respuestas, atesora todas las soluciones y debe hacer siempre lo correcto porque, sencillamente, es su obligación. Y, por lo general, en la mayoría de las ocasiones, no se sabe muy bien qué decir. Cada alumno es un mundo, y una clase es todo un universo. El miedo es uno de los grandes compañeros del docente. Y casi nunca se obtiene un reconocimiento en consonancia cuando se acierta.

Más que nada, porque su labor no se circunscribe a transmitir sólo una serie de conocimientos contenidos en un programa que, con toda probabilidad, ha elaborado algún pedagogo del Ministerio de Educación. Los códigos de conducta también están en ese programa tácito que nadie ha escrito. Y no es fácil transmitirlos porque el maestro, casi siempre en absoluta soledad, no tiene la certeza absoluta de que se está haciendo bien. Es un ser humano que trata de aplicar la lógica y el sentido común. Y los niños son, prácticamente, fenómenos aleatorios a los que hay que intentar comprender con herramientas que ya están olvidadas por una estúpida sobrecarga de trabajo, por una despreciable falta de reconocimiento y por el mero hecho de que muchos padres son incapaces de aguantar a sus hijos en casa y ellos tienen que hacerse cargo de quince, veinte o veinticinco cada hora todos los días.

Así pues, tenemos a un maestro interino, al que la vida ha zarandeado y condenado de tal forma que, tal vez, ya le importan muy pocas cosas. El pánico se ha adueñado de él y el compromiso es un monstruo del que huye despavorido. Para él sólo existe el aquí y el ahora y eso es difícil de compaginar con un puñado de almas jóvenes que van en busca de un futuro. A veces, se tiene la palabra justa. En cambio, otras, el silencio se abre paso y la sensación de impotencia crece como una bestia que devora muchos días de trabajo. Y también, por qué no decirlo, los niños saben dar un par de lecciones a ese mundo de adultos al que pertenecen estos hombres y mujeres que tratan de encontrar un puente que instale la magia en algunas de sus clases. Ellos son esa gota de agua que no deja de resonar en los oídos de quien enseña hasta convertirse, incluso, en una obsesión.

Esta es una película honesta, en la que no trata al profesor de héroe sino como una persona que se halla presa de sus propios complejos, que, sin alardes ni presunciones, consigue un pequeño éxito en su complicada clase para, luego, encontrar respuestas que llevaba mucho tiempo buscando. Puede que, en algún momento, no se conecte demasiado con él y que alguna charla sea demasiado elevada para unos niños de sexto de Primaria, pero es fácil de ver, sin lágrimas ni sonrisas. Una historia de tantas que, en el fondo, experimentan estos guerreros de tiza y pizarra que, cada día, se desaniman más y que, sin embargo, no dejan de intentarlo, a pesar de todo.

El tiempo pasa y una interinidad en la enseñanza es apenas un suspiro. Las cosas, con toda probabilidad, volverán a ser como antes cuando ese profesor ya sólo sea aquel del curso pasado. Más que nada porque sólo hay presente, realidad e imaginación y, de eso, los niños tienen más que de sobra. Bastante habrá hecho un maestro, cualquier maestro, si deja, simplemente, un recuerdo agradable en esos chicos y chicas que lloraron, se quejaron, se rebelaron, aprendieron, suspendieron y cambiaron durante nueve meses. Sólo por eso, todos ellos merecerían nuestro respeto.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

DESPUÉS DEL AMOR (1982), de Alan Parker

 

Quince años de vida en común que se disuelven. Ya no hay más juegos, ni más risas, ni más complicidades, ni más preocupaciones compartidas. Sólo hay amargura y una cierta sensación de fracaso. Cuatro hijos en común y la certeza de que hay que abrir nuevos caminos para seguir viviendo, por mucho que una vida sin el otro no tenga demasiado sentido. En el fondo de los ojos, puede que aún haya ascuas de un fuego extinguido, pero ya no hay nada por lo que luchar, se fue agotando poco a poco con reproches, separaciones, incomprensiones y alejamientos. Ambos culpables y ambos inocentes. Quizá haya terceras personas, o, tal vez, una demoledora y viva sensación de pánico que, además, impide que la comunicación fluya. Pánico porque nunca se imaginaron un futuro sin la otra persona y, de repente y sin avisar, el futuro ya está aquí y el otro no estará.

Los sentimientos arrasados en la tierra quemada del corazón será lo único que aún quede entre dos personas que se han querido mucho, pero que también se han detestado. Tal vez, el matrimonio necesite el perfecto equilibrio entre las dos cosas y depende mucho de la capacidad de aguante de cada uno. Llega un momento en que el aguante se despide y todo se rompe. Irremediable y definitivamente. Y, cuando ya todo está quebrado en mil pedazos, aparecen los celos de reojo, el rencor de frente y la culpa de lado. Quizá se haya jugado a perder lo menos posible y la derrota haya sido completa. Y lo que es aún peor, incluso el reconocimiento de esa derrota puede ser aún peor. Cuando sólo queda el sarcasmo, la percepción de la fea realidad y una distancia insalvable aún estando juntos, no queda mucho más que hacer. Por eso se han buscado otros consuelos, sabiendo que se perdía el rumbo todavía más. Tanto que ya no se puede volver a juntar los pedazos que quedan. Cada miembro de la familia reacciona de una forma diferente. Todo conmueve, y todo muere. Y, en esta ocasión, sin posibilidad de arreglo.

Alan Parker dirigió este conmovedor melodrama con dos maravillosos intérpretes como Albert Finney y Diane Keaton. Ambos dan lo mejor de sí mismos, buceando en las motivaciones de dos personas que han disparado a la Luna y no han obtenido otra cosa que la infelicidad, dándose cuenta de que eran muy afortunados solamente cuando ya lo han perdido todo. Ella, deja que las emociones resbalen por su rostro, reflejando ternura e ira, pérdida en todo caso y un buen puñado de preguntas sin respuesta. Él, es pura depresión, incomodidad por haber dado un paso en falso que lo destruye todo, desesperación y extravío, tanto que olvida los sentimientos ajenos en algún lugar de un corazón que hace mucho ya dejó de sentir nada.

Darse cuenta de los errores en los que se ha caído, a menudo, no sirve de nada. Sólo queda seguir hacia adelante y tratar de recuperar ese algo indefinible que hizo que, algún día, la mujer y el hombre de tus sueños no quisiera estar en otro sitio más que entre tus brazos.

martes, 22 de septiembre de 2020

TOVARICH (1937), de Anatole Litvak

 

De nobles a criados. Maldición que persigue a aquellos que huyeron de la revolución rusa y que disfrutaban de una cómoda posición con los zares. No en vano, Mikhail era el ayudante de Nicolás II. Y Tatiana era una de las damas de confianza de Alejandra. Ambos se movían en el círculo de confianza de los Romanoff y ahora lo hacen con bandejas, platos, reverencias y servidumbres. Claro, existe un pequeño problema. Sus exquisitas maneras. Saben lo que hay que hacer, en qué momento, de qué manera y sin ser notados más que por su rusa eficiencia. Incluso cuando saben que, en determinado momento, allí, en París, van a ser los encargados de servir al Comisario Dimitri Gorochenko, uno de esos hombres que no se olvidan con facilidad. La responsabilidad será inaudita. Y más aún si está ese petimetre del hijo de los dueños de la casa que está infantilmente enamorado de Tatiana, como si una Gran Duquesa pudiera fijarse en un burgués acomodado de Francia. Podrá juguetear con él, aprovecharse de esa seducción casi invisible de la que hacen gala algunas mujeres, pero nada más. Mikhail es el hombre de su vida, es ese soldado que estuvo junto al zar en los momentos más difíciles y, hay que reconocerlo, cuando se viste con su uniforme de gala, no hay criado que se le parezca.

Mikhail y Tatiana conservan una extraordinaria virtud. Hacen de lo serio, una comedia, y de la comedia, algo serio. Y para ello se sirven de los rostros de Charles Boyer y de Claudette Colbert para enganchar a todos con su peculiar sentido del humor y de la oportunidad. También ayuda el libreto teatral de Jacques Deval, de enorme éxito por todo el mundo, y la dirección medida, casi al borde de la screwball comedy de Anatole Litvak. Por otro lado, ese ladino malvado, de mirada aviesa e intenciones obtusas que es el Comisario Gorochenko encuentra su encarnación perfecta en el rostro de Basil Rathbone. De esta manera, Tovarich se convierte en una comedia deliciosa, encantadora y, desgraciadamente, muy olvidada, con mucho oro de fondo y una buena cantidad de situaciones pintorescas. Merece un rescate inmediato y con uniforme de gala.

La contrarrevolución ya está aquí. Está escondida en París, bajo indumentarias de mayordomo y doncella y, la verdad, no se sabe muy bien a qué esperan. Tal vez, en el fondo, tengan plena conciencia de que ya no hay marcha atrás cuando un país arremete con furia contra todo lo que ha sido para favorecer una bienintencionada justicia social corrompida por la represión. El Príncipe Mikhail Alexandrovich Ouratieff quizá prefiera seguir siendo pobre para experimentar cómo vivían los que estaban por debajo de él. Y es una lástima, porque la pobre Gran Duquesa Tatiana Petrovna Romanoff no podrá lucir sus mejores atavíos en grandes y lujosas fiestas en nombre de la Rusia Imperial. Pero ambos saben desde el principio que son millonarios en algo que es aún más grande que cualquier otra lucha y eso es el amor. Ése mismo que ha sobrevivido a la inquisición política del Comisario Dimitri Gorochenko, esbirro del odio y del rencor que siempre sigue a cualquier revolución, sea del signo que sea.

viernes, 18 de septiembre de 2020

LA SOMBRA DEL ACTOR (The dresser) (1983), de Peter Yates

A veces, la persona más discreta es el embalse de todas las rabias, de todas las frustraciones, de todos los sueños y de todos los deseos. Puede que haya un gran actor a punto de representar El rey Lear y que no sea fácil dar vida a ese personaje que decide dividir su reino entre sus tres hijos. Eso es lo que el público ve y, en muchas ocasiones, es lo que desea ver. Sin embargo, la auténtica fuerza para que el gran actor, el de prestigio, el que dice las frases como si nunca se hubieran dicho antes, regale lo mejor de sí mismo a la audiencia está en el camerino, pendiente de que todo esté en orden y en su sitio, listo para ser utilizado en un cambio rápido, o lentamente degustado en esa hora mágica que es el previo a la función. Suele ser el primero en llegar y el último en salir y también es el confesionario particular del actor, quien recoge sus enfados secretos, quien consuela sus silencios introspectivos, quien derrocha todo el amor que falta a la hora del fracaso. Y, tal vez, también es quien pone los pies en el suelo al divo que cree que es insustituible.

Y esa posición secundaria, apenas perceptible, conlleva una inseguridad latente al no saber cuál es su papel dentro del gran teatro del actor al que sirve. Su inmenso amor por él es puro silencio detrás de sus arrogancias y, quizá, haya llegado el momento de asegurarse de que todo va a salir bien a pesar de que el actor, ese hombre sin nombre que es, a la vez, todos los nombres, ya está en el declive de su arte y en la emergencia de su salud. Ese criado que se asegura de que cada mínimo detalle va a estar en el sitio apropiado en el momento necesario, también vive bajo una gran tensión nerviosa porque sufre tanto como su señor, pelea tanto como él, se agota tanto sobre las tablas y se derrumba en la silla de la misma manera que aquel al que tiene que servir. Es la sombra de un genio y, como tal, debe de comportarse. Incluso sin agradecimientos a pie de página. Durante toda su servidumbre, esa sombra ha tenido que soportar lo insoportable y tendrá un pequeño instante de ira vengativa, de rabia por haber ocupado la nada en un corazón de artista. El amor, no obstante, todo lo puede. Incluso conseguir la certeza de que ha sido el hombre más importante en la vida de otro. Aunque nadie lo sepa.

Tom Courtenay y Albert Finney dan dos lecciones de interpretación difíciles de olvidar. Ellos son los espíritus que se visten a la luz de un espejo enmarcado por bombillas para fabricar toda la magia que se expande sobre un patio de butacas a la espera de una historia. Y por sus rostros, viajamos y exploramos la orografía de las sensaciones de dos seres que vivieron a través de sus propios personajes.

 


jueves, 17 de septiembre de 2020

EN BUSCA DE SUMMERLAND (2019), de Jessica Swale

 

Tal vez, en algún lugar perdido entre las arenas y las piedras que se atreven a besar el mar, se halla alguien que ha sufrido tanto el dolor de una separación que ha dimitido de la obligación de vivir. Por eso, no quiere mantener relaciones cordiales con nadie, no desea regalar sonrisas, ni buenos deseos. Sólo quiere perderse en sus pensamientos, regodeándose en la soledad de una casa que quiere parecerse a las rocas blancas de Dover. Incólumes, impasibles, imbatibles, permanentes y sin la más mínima sensibilidad hacia nada, hacia nadie.

Sin embargo, puede que llegue una sorpresa que nunca se buscó. La vida sale al encuentro para hacer que el destino se cumpla y ese monstruo que yace en la playa comienza a levantarse para darse cuente de que aún es capaz de soñar algo que merezca la pena. Es posible que el viento lleve un mensaje. Y que las olas del mar traten de hablar. Incluso, entre las nubes, un castillo se levanta para tener la sensación de que las personas que realmente la han querido están hablando para decir, por última vez, que has sido lo más importante de su vida.

Entre medias, estará el mal carácter, lo huraño como código de conducta, la ira como única salida. Pero también se hallará el encanto de freír unas patatas, de explicar algo que entusiasma, de notar que la existencia sirve para hacer el bien en otras vidas, en otras inquietudes y en otras realidades. Por supuesto, la mentira por omisión también aparece y todo puede derrumbarse en una hoguera de incomprensión, pero el cariño, con todo su sentido, se sobrepondrá a cualquier otra circunstancia. También a la muerte porque, al fin y al cabo, las historias surgen siempre de algo.

Hay que reconocer que, más allá del gozo que supone disfrutar de la experiencia y el gusto por la actuación que desarrollan intérpretes de la talla de Tom Courtenay y Penelope Wilton, hay que disfrutar en esta película de los distintos registros que exhibe de forma eficaz una actriz como Gemma Aterton, elevándose, quizá, como el mayor atractivo de todos. Con una historia que bordea peligrosamente el gusto de lo políticamente correcto, ella pasa de lo arisco a lo tierno, de la dureza a lo entrañable, de la verdad sin tapujos a la piedad, con maestría y peso. Lo demás no es del todo redondo, pero sí que hay algo de emoción en esa búsqueda del Edén en una existencia terrenal, dejando que los sentimientos rebosen y el espectador se quede con la experiencia de que somos, sencillamente, todo lo que amamos.

Nada hay más fácil que derribar al monstruo en la playa con la viveza de quien siente la curiosidad por aprender cosas. Tal vez porque una de esas cosas es la capacidad de querer. El destino, a veces, escoge caminos muy tortuosos para cumplirlos y, a cierta edad, puede ser el momento de echar la vista atrás y darse cuenta de que todo ha merecido la pena por la seguridad de haber dejado huella en los que te rodean. La hoja de papel en blanco siempre es un cíclope desafiante que invita al error y las lágrimas son letras impresas con furia para ser parte de toda una historia. Y, de vez en cuando, hay que mirar allí, al horizonte, donde las nubes comienzan a dibujar sus formas y tratar de avistar ese lugar pagano donde queremos creer que están los que nos cuidan sólo porque siempre lo han hecho. También en este lugar lleno de playas, espumas de mar furiosas, rocas retadoras como lienzos blancos en los labios de la tierra y paredes de madera acogedoras que terminan por crujir de satisfacción. 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

UN AMIGO EXTRAORDINARIO (2019), de Marielle Heller



Puede que, en algún momento de nuestras vidas, nos guardemos unas cuantas emociones en uno de esos apartados trasteros del alma para no volver a revivir aquello que nos ha hecho daño. El resultado es el silencio que clama por hablar, o la incapacidad para hacer frente al hecho de que hay otras personas que, tal vez, han encontrado el secreto de la felicidad. Sin embargo, siempre hay alguien que sabe leer en el interior de nuestras frustraciones y, en un principio, nos sentimos indefensos, perdidos e irremediablemente descubiertos. Nos costará darnos cuenta de que hay alguien que, simplemente, se preocupa por nosotros.
Y también es posible que esa persona destaque porque la ayuda que presta es sorda, muy quieta, muy relajada y muy adecuada. Lo hace como quien no quiere la cosa. Haciendo preguntas cuando debe responder. Leyendo sólo la mitad de nuestras líneas porque estamos tan cerrados, tan inmunes a la bondad, que no queremos que nadie conozca nuestros sentimientos secretos, nuestra rabia, nuestro íntimo deseo de que las cosas hubiesen sido de otra manera.
Por otro lado, es evidente que la bondad, hoy en día, nos parece un comportamiento ridículo, anticuado y anacrónico. Ya no hay personas que la practiquen sin esperar nada a cambio porque vivimos en un mundo cada vez más despersonalizado, que suele tomarnos invariablemente como un punto entre la masa en lugar de individualidades únicas e insustituibles. No, la bondad ya no se estila. Siempre nos parece sospechosa. Y en muchas ocasiones creemos que es algo que destila algo mesiánico, con descaradas intenciones hacia la galería y mentirosa por naturaleza. Y lo peor de todo es que aún hay hombres y mujeres que están deseando ponerla en práctica y no se atreven porque no soportan el comentario posterior. Es algo parecido a llorar. Un signo de debilidad e, incluso, de inferioridad. Y estamos muy equivocados.
La historia del presentador Fred Rogers a través de una larga entrevista para la revista Esquire tiene a Tom Hanks en la piel que más le gusta pero, sobre todo, a Matthew Rhys en una interpretación compleja, enormemente contenida y atormentada, que llena de sentido esa especie de inversión de roles que practican el entrevistado y el entrevistador porque, a veces, y esto ocurre sólo muy de vez en cuando, un reportaje dice más del periodista que del personaje. Marielle Heller, la directora, por su parte, vuelve a colocarse en el filo de una historia moral, tal y como hizo en la más que aceptable ¿Podrás perdonarme algún día? y, quizás, también nos desliza un mensaje de que la mente humana tiene algo que no deja nunca de ser infantil. Sus mecanismos son más sencillos de lo que pensamos y una de las claves es la sinceridad con nosotros mismos.
La película conserva momentos de cierta brillantez aunque toda ella es de un deliberado tono menor. No obstante, también hay algunos instantes en los que parece que se atasca, le cuesta avanzar, se pierde en intentar explicar lo que se puede sugerir y, desde luego, está muy lejos de ser cine para niños. Por eso mismo hay que dejarse llevar por la fuerza de las emociones que experimenta el personaje de Matthew Rhys, sin llegar nunca a la lágrima fácil porque, al fin y al cabo, es un sentimiento que lleva mucho tiempo arrinconado y oculto. Algo que todos, de una manera o de otra, también poseemos en algún lugar de nuestro complicado y agazapado interior.

martes, 15 de septiembre de 2020

THE WAY BACK (2019), de Gavin O´Connor


El dolor, cuando es intenso y verdadero, no se va nunca. Está ahí, a veces agazapado, a veces patente, esperando el peor momento de debilidad para atenazar los sentimientos y estrangularlos hasta la desesperación. Sabe nadar en ginebra y cerveza y no suele marcharse entre un buen montón de botellas y de latas. Tal vez, igual que un deporte como el baloncesto, para sobrellevar el dolor, hay que saber sobrellevar las derrotas. Lo importante de caerse, no es levantarse. Es intentarlo. Y el dolor, voraz y caníbal, trata de impedirlo siempre.
Sí, porque, cuando la derrota es total, ya todo da igual. No importa entregar lo que más quieres, ni guardar demasiado las apariencias, ni contar con nadie para que las lágrimas alivien un poco el peso insoportable de la pena. No tiene mucho sentido regresar a aquellas canchas donde, quizá, estuvo lo mejor de uno mismo porque el pasado se ha borrado, es sólo un recuerdo difuso que, incluso, puede que ni siquiera exista. La competición y el instinto de superación ya no se guarda en la memoria y es muy difícil transmitir esos valores a un grupo de chavales que también se han conformado con la derrota que cae, inevitablemente, partido tras partido.
No, no es una película sobre baloncesto. Es sobre un hombre que, en su día, volcó su ilusión sobre el deporte y al que la vida ha castigado tanto que está obligado a encontrar razones para seguir respirando. Puede que esos chavales que se esfuerzan por conseguir la canasta de la victoria le den un par de lecciones y, de paso, devolvérselas para que vuelvan a recobrar la autoestima, el auténtico valor de la juventud, el ímpetu avasallador de esas camisetas sudadas, de esa rabia de nobleza, de ese talento que aún nadie ha sabido ver. Poco a poco, es posible que aprendan también que vencer es un camino lleno de derrotas.
Gavin O´Connor es un director habitualmente eficaz. Lo demostró con películas tan notables como Cuestión de honor o la sorprendente El contable. En esta ocasión, se atasca un poco y trata de no ofrecer una nueva versión de Hoosiers, probablemente la película favorita de todos los que aman el baloncesto, o de aquella en clave nostálgica Cuando fuimos campeones, pero consigue extraer una más que aceptable interpretación a Ben Affleck que saca un buen partido, dando sentido a su habitual impasibilidad como actor. No hay gran final con canasta en el último momento, aunque sí hay algo parecido, ni tampoco un resurgimiento claro del hombre que tenía que haber sido el protagonista. Sólo hay un regreso al lugar donde se fue feliz tras dejar bien claro que las debilidades no nos abandonan así como así. El sabor que queda es agridulce, incompleto, algo decepcionante y, sin embargo, bastante lógico. Se nada entre dos aguas y el balón del último segundo es sólo una terapia en un atardecer.
Así que es tiempo de dejarnos llevar por la realidad con el deporte de trasfondo. No siempre se gana totalmente. Lo habitual es que se pierda. Por eso tienen tanto valor las victorias. Y no son, precisamente, las que se ganan en una cancha. Eso es sólo adrenalina, superación, autoestima, espectáculo, entretenimiento y tener unos minutos de triunfo que no suelen durar mucho más allá que las cervezas de celebración. La verdadera canasta que hay que transformar suele ser mucho más difícil y la copa que se juega es la propia vida. Por eso, el camino de regreso es tan excepcionalmente duro.

viernes, 11 de septiembre de 2020

QUE SUENE LA MÚSICA (2019), de Peter Cattaneo



Mujeres que saben sufrir. La espera se hace interminable cuando lo que más se quiere tiene que partir en busca del deber y se ponen en manos de un destino incierto y, en muchas ocasiones, cruel. Por eso, lo mejor es buscar una ocupación. Algo que destile emoción. Esa misma que se queda ahogada en lágrimas de soledad, de preocupación, de silencio. Quizá la música obre el milagro. Puede que haya una estrofa en la que ellas se vean representadas. O una frase. O un compás. La vida no es una guerra, por mucho que vivamos tiempos que parecen decir lo contrario. La vida, más bien, es una canción.
Y, entre medias, muchos ensayos, muchas peleas corteses para llevar un liderazgo que, tal vez, es sólo otra forma de desahogo. Las apariencias no deben mantenerse siempre porque ahí también hay muchos compases de frustración. Sin notas, pero con oído. Sin compañía, pero con complicidad. Sí, tal vez, haced que todas las voces suenen como una sola sea como nadar en un banco de peces. Por sí solos, no son nada. Todos juntos, son todo.
En los estribillos se hallan respuestas, momentos de alegría, instantes de humor siempre de media sonrisa, incomprensiones que sólo los jóvenes son capaces de descifrar porque los adultos sólo llegan a la solución por simple casualidad. Envolverse de recuerdos y, de alguna manera, mantener el espíritu vivo también es una misión que lleva sus riesgos. La respuesta puede estar en una melodía, en un simple juego de afinación, en el encuentro de una verdadera amistad que busca, desesperadamente, un lugar en común. Y al frente de esta coral de mujeres de coraje infinito están dos actrices maravillosas como Kristin Scott Thomas y Sharon Horgan. Ellas son belleza, gesto contraído, miradas que hablan como el filo de un hacha, desorientación, pulso, grandeza, atractivo a raudales, inteligencia y sabiduría. Todo eso que a los hombres nos es inalcanzable, ellas lo obtienen con naturalidad. Y, sólo por eso, merecen la reverencia de todo aquel que nunca han pensado en el sufrimiento silencioso de las mujeres que esperan.
Así que es tiempo de reunir en una sola canción un buen puñado de frases que se han quedado grabadas en el corazón. Fueron escritas en la distancia, en la suavidad de una nostalgia al borde del abismo, en el deseo sólo imaginado de volver a descansar entre los brazos de quien se quiere con el alma. Y hay muchas formas de expresar ese cariño. Puede que sea con una frase cursi que evidencia un cambio de horario, o con un sentimiento que afirma y reafirma que no hay lugar en el mundo mejor que estar al lado de tu amor. E, incluso, ocurre con el dolor de las ausencias que se vuelven días sin sentido porque no habrá más recuerdo que una frase que evoca que nada se puede volver a llenar hasta que volvamos a reír. Y, sobre todo, más allá de ese amor que se expresa con la palabra escrita, que se junta con la música cantada y que se recoge en el aplauso infinito, mucho más allá de esa nada que se abre alrededor cuando sabes que hay una posibilidad de no volver a ver a tu amor, de que el mundo se quiebre en mil pedazos por culpa de una humanidad que no aprende, estarán esas cosas que ninguno de los dos ha dicho nunca, pero que quieren decir exactamente lo mismo. Con algún que otro atasco en la parte más dramática, esta película lo dice y lo canta muy bien, igual que si tú o yo lo dijéramos al oído. 

jueves, 10 de septiembre de 2020

ANTEBELLUM (2020), de Gerald Bush y Christopher Ganz



Ciento cincuenta años y, quizá, las cosas no han cambiado tanto como creemos. El ser humano aún sigue disfrutando haciendo daño, ejerciendo una dominación despótica, tratando de parecer que el pasado sea también el futuro. Es un animal reacio a los cambios, a la evolución y, sobre todo, a la justicia. Irrumpe con brutalidad en lo normal para convertirlo en pura suciedad moral, en violencia de la peor clase, en odio, ese sentimiento que es el que mejor sabe expresar.
El ser humano no soporta que haya otros mejores, más preparados, más felices y más rebeldes. Y no es una cuestión de ideología, sino de derecho natural. Nadie, por ser de diferente raza, es mejor, ni peor. Y, sin embargo, una y otra vez, se trata de sojuzgarlo, de machacarlo, y, si es necesario, de exterminarlo. El ser humano caerá, recalcitrante, en los mismos errores, en los mismos pensamientos que le otorgan la condición de fiera salvaje, en la terrible indiferencia que le causa el sufrimiento ajeno. Aunque, sin duda, también habrá quien se oponga a ello y trate de hacer que, en sí mismo, sea un poco mejor, más justo, menos prejuicioso, más verdadero.
No cabe contar nada de esta película. Sólo es posible hallar puntos de contacto con Déjame salir y permitir que te coja de la mano y te queme. Cuando alguien se siente herido, puede ser tan peligroso como una criatura feroz, porque la ira llega a ser un cabalgar desbocado. Difícil de controlar. Vicioso de desarrollar. Y, en algunas ocasiones, hasta necesaria. Como lo es el instinto de amistad, el deseo de ser apreciado más allá de otras consideraciones físicas y, como dijo alguien una vez, juzgado por lo que guarda en su interior y no por el color de su piel. Aún no ha terminado esa guerra porque sigue habiendo fanáticos irracionales, que creen que el orden debe existir con el derramamiento de sangre y son meros ignorantes de la libertad de las almas.
Aunque, en algún momento, parece que la película se escapa de las manos y los directores Gerald Bush y Christopher Ganz se recrean ligeramente en determinados pasajes, Antebellum es una fábula inteligente que no llega a la brillantez, pero que está llevada con brío y sentido, que no horroriza, pero sí tensa y que no necesita hacer pensar porque ya está hablando de algo evidente. Aún quedan libertades sin dueño, que buscan épocas de igualdad y décadas de reparación. La humillación debería ser desterrada del alma del hombre y, aunque suene a pasado de moda, hay que buscar en el corazón todo aquello que convierte en grande a las personas y reconocer que todos merecen admiración, respeto, silencio cuando procede, palabras y preocupación. Todos. Sin excepción.
Puede que todo esto no sea más que una verdad evidente que cualquiera ha pensado alguna vez, pero seguimos empeñados en olvidarlo, en negarlo, en obviarlo y en pisotearlo. Más aún en estos tiempos tan llenos de enfermedad y de desprecio, donde todo se opina, todo se cuestiona, todo se retuerce y todo cae presa de la relatividad más ignominiosa. Y lo que es injusto y terrible, lo es. Y lo que ha sido, sigue siéndolo. Tal vez por eso el pasado nunca muere. O, tal vez, ni siquiera existe. El pasado es hoy. El futuro es hoy. Y el presente es lo que, de verdad, no debería existir. Es tiempo de buscar el momento y el modo. Y, a partir de ahí, sólo queda avanzar y defender los derechos de todos.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

LA CAZA (2020), de Craig Zobel



Equivocarse de persona, casi en cualquier situación, suele acarrear un buen montón de problemas. Sin embargo, siempre hay una bala para cada uno. Especialmente si, desde posiciones que van del fascismo más recalcitrante al libre ejercicio de la libertad de expresión, se molesta a cualquier grupo instalado en las ideas de lo políticamente correcto. Por supuesto, sin caer en la cuenta de que, tal vez, imponiendo esas ideas como obligación, se está cayendo, de nuevo, en el fascismo más recalcitrante. Así, puede llegar un momento en que el cazador se vuelve presa y ésta en un arma letal que no se plantea demasiado la diferencia entre la vida y la muerte.
De este modo, tenemos, en medio de un bosque en ninguna parte, a un puñado de personas que van a servir de blanco móvil a unos cuantos pudientes sedientos de sangre. En principio, puede ser algo tópico, visto en alguna ocasión, con tangenciales recuerdos a Los juegos del hambre. No obstante, la sorpresa va saltando de un personaje a otro. La película juega con el espectador en sus primeros movimientos y, luego, nos presenta a la mujer que va a dominar la función y que, en manos de Betty Gilpin, constituye toda una creación, porque, lejos de aparecer como una aguerrida contestación, la actriz se mueve como pez en el agua en la inseguridad y en el rasgo del autismo más leve como signos de identidad. Hay buenos impactos de bala, peleas coreografiadas con cierto arte y diálogos que destilan un poco de ingenio. La banda sonora, estupenda, de Nathan Barr, otorga volumen a esta caza despiadada que resulta ser una de las partidas más agradables, en parte como porque no se toma, en algunos momentos, muy en serio, más originales y más aceptables de todo el muestrario cinegético y humano del cine.
Y es que no hay nada como ser observador cuando hace falta, estar atento aunque parece que una mosca siempre anda alrededor y demostrar lo que se vale cuando el rival lo merece. Las chicas también son duras cuando se lo proponen y, en esta ocasión, los disparos hacia lo políticamente correcto van a dar muy cerca del centro de la diana. Aunque todo se base en una cuestión personal que, en el fondo, pasa por un error.
Es el momento de apretar los dientes, porque en cualquier recodo, puede pasar algo. Aguantar un poco la respiración. Entornar un poco los ojos porque todo el asunto despierta una cierta complicidad. Disfrutar con la creación de Betty Gilpin. No dejar nunca de intentar sobrevivir. Darse una vuelta para vigilar por encima del hombro. Disparar lo justo y estar atentos a los detalles. Es tiempo de convertirse en tortugas y no dejar entrar a la liebre en casa, de agarrar una botella con ganas y degustarla y de llevar hasta el final todos los propósitos. Ni el lugar es el que debía ser, ni las personas suelen serlo. Y hay que ponerse a cubierto nada más escuchar el estampido que hiere el aire.
Por supuesto, también está la crítica en la dirección contraria, en los negadores de todo, en los contestatarios que sólo desean la efímera popularidad de las redes sociales. Al fin y al cabo, todo está controlado por los de arriba. Y, de vez en cuando, hay que devolverles el desprecio que suelen tener con los que les rodean. Es lo peligroso de la caza. Si empiezas el juego, debes ir hasta las últimas consecuencias y las heridas de la presa pueden ser también las heridas del cazador. 

martes, 8 de septiembre de 2020

ALAN PARKER: LA OSCURIDAD TIENE SU ATRACTIVO



A mediados de los ochenta, se estableció una rivalidad algo fuera de lugar entre dos jóvenes directores de la época. Uno era Adrian Lyne, que había roto todas las expectativas con películas como Nueve semanas y media o Flashdance y, sobre todo, ese inflado y palomitero éxito llamado Atracción fatal. El otro, era Alan Parker. Mucho más sobrio en sus convicciones, invitando de forma atractiva a la oscuridad para que el espectador se instalase en medio de los lados más luminosos y más turbios de la condición humana, Parker era notoriamente mejor y, curiosamente, menos reconocido que su compañero de generación.
Procedente del mundo comercial, Parker quiso pasar de los anuncios a los largometrajes a través de una visión, no del todo entonada, del mundo de los gángsters bajo la visión infantil en Bugsy Malone, con Scott Baio y una Jodie Foster recién salida de Taxi Driver. A pesar de las buenas intenciones, no fue una buena película, demasiado caída hacia el juego, con ametralladoras de las que salían tortas de nata en un un entorno inusitadamente realista, sin demasiada historia y deteniéndose más en lo pintoresco de la propuesta que en la misma narración. Sin embargo, fue un título que dio a conocer a Alan Parker y, dos años después, con un guión de Oliver Stone, con el que mantuvo notables diferencias a lo largo de toda su carrera, Parker realiza uno de los mayores éxitos de taquilla de los años setenta con El expreso de medianoche, la historia de un joven encarcelado en una prisión turca por posesión de drogas y que paga más de la cuenta en la factura, se convierte en la descripción de un mundo de pesadilla, casi irreal, con monstruos con uniforme de policía, cadáveres andantes que dan lecciones de sabiduría y unas incontrovertibles ansias de libertad en medio de la, ya muy pasada de moda, banda sonora de Giorgio Moroder. La película se mantuvo en Madrid en cartel durante tres años completos en el mismo cine y fue un título señero para el público juvenil de la época.
Con el éxito a cuestas y, buen conocedor del ritmo musical, Parker se embarca en la realización de Fama, un retrato de una escuela de artes interpretativas en pleno corazón de Nueva York a través de sus alumnos. Perjudicada porque se estrenó tres meses después de All that jazz, de Bob Fosse, con la que salía perdiendo en todas las comparaciones, tuvo sus grandes bazas en las canciones compuestas por Michael y Christopher Gore y en ese espíritu rebelde de esos jóvenes que tratan de cambiar el mundo cuando están aprendiendo a sacar la cabeza en el siempre difícil mundo de los escenarios. Dio lugar a una serie, de obligada visión en aquellos años ochenta, mucho más famosa que la propia película. Algo, por otra parte, bastante injusto.
Rebaja el registro con un drama extraordinario y muy poco conocido, Después del amor, con Albert Finney y Diane Keaton realizando unas delicadas interpretaciones y poniendo en juego todo un muestrario de sentimientos y de reacciones humanas que resultan abrumadoramente cercanas y comprensibles. Una película que ha quedado lastimosamente olvidada y que nos descubre a un Alan Parker lleno de sensibilidad y buen gusto.
Con el riesgo por bandera, realiza El muro, con Bob Geldof dando sueño y alucinación a ese cantante que, dentro de una habitación de hotel, confunde la pesadilla y la realidad en forma de unos sorprendentes dibujos animados mientras, de fondo, suena el afamado álbum de Pink Floyd del mismo título. Atípica, perpleja, absolutamente profunda en algunos de sus mensajes, quizá sea el mejor videoclip jamás filmado, con sus dos horas de metraje y la seguridad de que, a cada fotograma, uno se va adentrando en el abismo de la personalidad de un hombre que, en el fondo, no es más que un niño aterrorizado por sus propios miedos.
Cambió de registro totalmente con una historia totalmente diferente. Birdy, con Nicolas Cage y Matthew Modine y con una excelente banda sonora de Peter Gabriel, nos pone en juego la historia de una obsesión derivada de un trauma de guerra que se va transformando, de forma sutil y emocionante, en una trama sobre la amistad y hasta dónde se puede llegar con tal de arrancar a alguien a quien se quiere de ese ensimismamiento de rama de árbol en el que está sumergido. Una excelente película, también muy poco reconocida, que ya confirma, de manera definitiva, la habilidad de un director que era capaz de tocar cualquier género y hacerlo bien.
Sorprende tres años después con una historia que se mueve entre el cine negro y el de terror oscurantista. El corazón del ángel, con Mickey Rourke y Robert de Niro, es el descenso a los infiernos de un detective que, con tal de sobrevivir, llegó a vender su alma al diablo. Sudorosa y agobiante, con un ambiente insuperable que se mueve entre Nueva York y los suburbios de Nueva Orleans, Parker consigue una película misteriosa, con elementos de calidad impresionantes, sin dejar de lado ese tono pesadillesco que domina algunos de sus títulos. Un fantástico viaje a la oscuridad total.
Al año siguiente, realiza la que es, posiblemente, la mejor película de toda su carrera. Arde Mississippi, con Gene Hackman y Willem Dafoe, pone sobre el tablero el racismo violento y explícito del sur de los Estados Unidos, pero, a la vez, también ese racismo aprendido como algo normal, como un aditivo más en el rutinario crecimiento de cualquiera que se haya criado en el estado más racista de América. Hackman realiza toda una creación como el agente del FBI Rupert Anderson, natural de uno de esos lugares, que conoce cómo se forma el odio y cómo hay que combatirlo porque, tal vez, no hay otra manera que usar el terror como arma.
Obtiene un sonoro fracaso con Bienvenidos al paraíso, con Dennis Quaid en el papel principal, una denuncia en toda regla sobre los japoneses internados en campo de concentración en los Estados Unidos al estallar la Segunda Guerra Mundial. No consigue ni atrapar, ni convencer, pero se resarce yéndose a rodar a Irlanda ese maravilloso musical de grupo que es The Commitments, la historia de un grupo que se deshace antes de triunfar porque la vanidad, mal que nos pese, habita en todos los seres humanos. Incluso en aquellos que han perdido la conciencia de dónde vienen y quiénes fueron.
No deja de ser divertida una película como El balneario de Battle Creek, una comedia con toques de loca, sobre el doctor Kellog, inventor de los célebres cereales, que creyó que la solución para cualquier mal estribaba en una sana y regeneradora lavativa. Sin llegar a ser una gran película, la película tiene momentos de buena comedia de situación, con un Anthony Hopkins en un registro muy poco usual, acompañado de Matthew Broderick y unas esplendorosas Bridget Fonda y Lara Flynn Boyle.
Después de haber pasado por las manos de Oliver Stone, llega hasta él la posibilidad de hacer Evita, con un reparto que incluía a Madonna, Antonio Banderas y Jonathan Pryce. La primera reacción de Parker fue desechar todo lo que Stone había escrito antes con una arriesgada decisión como fue la de quitar el personaje del Che, quizá el más atractivo de la obra original de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, y sustituirlo por un narrador que va asumiendo distintas personalidades. Luego, hubo un cierto acercamiento a Stone y recuperó algunas cosas después de hablar con él, a la vez que firmaron una aceptable cordialidad entre ambos. El resultado fue un espléndido musical, que dinamizaba con imaginación la puesta en escena teatral, con escenas realmente impresionantes y con un Antonio Banderas realmente grande, aunque éste sea un adjetivo que, por lo general, le suele venir también bastante holgado.
Las cenizas de Ángela fue la adaptación de un best-seller de moda que, quizá, tuvo más éxito por venir del material en que se basaba que por la película en sí misma. Tanto la crítica como el público salían demasiado dubitativos como para emitir un veredicto claro sobre ella. El fracaso de su siguiente película, La vida de David Gale, bastante inmerecido, con un Kevin Spacey gigantesco, enterró la posibilidad de que Alan Parker volviera a ponerse detrás de las cámaras durante los últimos diecisiete años.
Se nos ha ido un director de mucha clase. Algunas de sus películas quizá han envejecido con dificultad, pero aún se conservan bien un puñado de ellas que hacen que nos demos cuenta del maravilloso trabajo que hizo detrás de las cámaras. Con agilidad, con fuerza, con decisión, sin titubeos, con la fuerza del corazón de un ángel, con la convicción de que un territorio puede arder con el fuego del odio más enraizado. Toda una generación creció con él, con su fama y sus mitos, con sus obsesiones expuestas, con todo un mundo de sensaciones y sueños de pesadilla que, a menudo, quisimos que no terminara nunca.

viernes, 4 de septiembre de 2020

OLIVIA DE HAVILLAND: ALGO MÁS QUE LA CHICA DEL HÉROE




Fue una gran actriz, con un físico ciertamente difícil, más propio de una belleza del siglo XIX que el de una dama distinguida del XX. Olivia de Havilland comenzó siendo la chica del héroe (normalmente, Errol Flynn) y, poco a poco, fue alternando papeles dramáticos que le otorgaban un cierto prestigio hasta que se despegó de cualquier prototipo consiguiendo trabajos de una enorme calidad como intérprete y como mujer.
El padrino de su unión con Errol Flynn fue ese director avispado y malhumorado de origen húngaro que chapurreaba el inglés de nombre Michael Curtiz y que consiguió una de las mejores películas de aventuras que se han hecho nunca, de una acción trepidante, de memorables duelos a espada, saltos increíbles y sueños de corsarios titulada El capitán Blood, referencia indispensable en el género con tal éxito en la época que se repitió la fórmula de actor, actriz y director en varias ocasiones y con distintas variantes. Así, pues, nacieron La carga de la Brigada Ligera, obra de derrota y heroísmo; la mítica Robin de los Bosques, que nos regaló el color de su piel, apasionante Lady Marian ella y varonil Robin Hood, él; Dodge, ciudad sin ley, discreto westerncon Ann Sheridan como tercera en discordia; Las vidas privadas de Elizabeth y Essex, con Bette Davis dominando la función; y Camino de Santa Fe, clásico que sigue en el recuerdo de muchos y en la estima de algunos. Además, también, la última que hicieron juntos y que dirigió ese maestro de la acción que era Raoul Walsh y que fue la mentira biográfica más apasionante de la Historia del cine con el título de Murieron con las botas puestas.
Entre una y otra, Olivia de Havilland, sin dejar de lado un registro bondadoso, a veces demasiado edulcorado, comenzó a intervenir en películas de interpretación más compleja como, por supuesto, Lo que el viento se llevó en la que, aunque aspiró al papel principal, se quedó con el de Melania Hamilton, papel por el que, injustamente, todo el mundo la recuerda. Contrapunto sereno a la fogosidad caprichosa y voluble de Scarlett O´Hara, que otorga al film momentos de razonable carácter dentro de una superproducción que, por sí misma, ya es historia viviente del cine, digan lo que digan supuestos apóstoles de lo políticamente correcto.
Sin embargo, donde empieza a dar una auténtica medida de sus posibilidades dramáticas es en esa maravilla de Mitchell Leisen titulada Si no amaneciera, donde no se puede dejar de empatizar con ella mientras se admira el trabajo de sus compañeros Charles Boyer y Paulette Goddard y se admira y se absorbe el extraordinario guión de Billy Wilder y Charles Brackett combinada con la atmosférica puesta en escena de Leisen. Quizá nunca ha habido una película mejor y más seria sobre el problema de la inmigración, sobre la burocracia estúpida que impide ir de un sitio a otro y pone coto a la libertad del hombre, todo ello bajo una mirada inteligente y sensible.
Fantástica también resulta como adversaria de Bette Davis en el estupendo melodrama de John Huston Como ella sola y, después de unas cuantas películas olvidables, Mitchell Leisen la vuelve a dirigir en Vida íntima de Julia Norris, donde se produce el verdadero salto al prestigio de la auténtica gran actriz que realmente era. Gana con todo merecimiento el Oscar a la mejor interpretación femenina del año contra todo pronóstico con el papel de una mujer a la que todo el mundo rechaza por haber sido madre soltera y comienza a ser uno de los nombres más cotizados de los años cuarenta. Continúa en racha con esa maravilla de amplísimo registro dramático como es A través del espejo, de Robert Siodmak, que juega cruelmente a dinamitar su explotado lado bondadoso para ofrecernos, al otro lado del cristal, a una Olivia de Havilland ambiguamente cruel con ligeros tintes psicópatas. Más tarde, Nido de víboras, de Anatole Litvak, una excelente muestra de la intensidad que podía llegar a alcanzar con un papel de índole psicológica en la piel de una interna de un hospital psiquiátrico. Y, sobre todo, con el que es, posiblemente, el mejor trabajo de su carrera en La heredera, de William Wyler tocando la ingenuidad, el deseo, el olvido, la crueldad, la venganza, la melancolía, la desilusión, la ilusión, la ferocidad del rencor…Una grandísima interpretación, de las mejores de su tiempo, que la hace ganar su segundo Oscar y que, curiosamente, marca el inicio de una cierta pérdida de rumbo en su carrera hasta su definitivo retiro ya en 1978 a la edad de 62 años.
Del resto de su filmografía aún nos quedaría esa pequeña joya realizada justo después de la película de Wyler que es Mi prima Rachel, de Henry Koster, que la empareja muy acertadamente con Richard Burton consiguiendo, siempre en el difícil terreno de la ambigüedad, unas excelentes interpretaciones. También cabría destacar el debut de Stanley Kramer como director en No serás un extraño, un folletín sobre la ambición en la profesión médica que hace que todas las miradas se centren en Gloria Grahame y se pase por alto su papel de abnegada enfermera y esposa no amada de un doctor equivocado en sus planteamiento en la piel de un Robert Mitchum no demasiado ajustado.
A partir de ahí, los fracasos se encadenan uno tras otro con alguna excepción como Canción de cuna para un cadáver de Robert Aldrich, en el que ella se hizo cargo del papel que Joan Crawford había rechazado de forma sinuosa al fingir una enfermedad para no volver a coincidir con Bette Davis después de la batalla campal de ¿Qué fue de Baby Jane?, o la incursión en el cine de terror que se convirtió en el asilo de actrices maduras de los sesenta en la estimable Una dama atrapada (Lady in a cage), de Walter Grauman, al lado de un juvenil James Caan.
La última parte de su carrera, ya en los años setenta, se limitó a intervenir en papeles sin demasiadas complicaciones, con apariciones estelares en producciones del cine de catástrofes que, artísticamente, no añadieron nada, pero que aportaban su legendario nombre como reclamo seguro para la taquilla.
Sorprendió a todo el mundo con una aparición espectacular en la ceremonia de entrega de los Oscars en marzo de 2003, espléndida y elegante con 87 años, como la gran dama que siempre ha sido, haciendo, además, labores de presentadora. El día ya no ha amanecido para Olivia de Havilland y, en este momento, el cine se está mirando al espejo para comprobar que se nos ha ido una mujer inteligente que supo mostrarnos, como nadie los lados amables y turbios de la condición femenina.

jueves, 3 de septiembre de 2020

TENET (2020), de Christopher Nolan



En definitiva, puede que, en ocasiones, queramos que las cosas sean invertidas para tener la oportunidad de atraparlas al vuelo. O, quizá, de disfrutar de esa amistad que se sabe especial aunque no haya habido oportunidad de vivirla. O, incluso, de saborear esa sensación de proteger a alguien más allá del deber sólo porque es justo. La realidad va en una sola dirección y la fantasía es posible que también exista en algún lugar yendo en sentido contrario. Y lo que es evidente es que, en el ocaso, ya no hay amigos.
Palíndromo de la imagen y de la narración, con vueltas e idas que sólo claman por una salvación con el código de conducta inquebrantable, Tenet da vueltas y vueltas sobre la realidad que se puede cambiar. Tal vez, el hielo queme y el fuego hiele, o lo que es correcto está equivocado, o lo que es amor, es seguridad. Lo cierto es cada uno percibe esa realidad de una manera diferente y somos lo que hemos sido. Nada, ni siquiera la inversión de todas las sensaciones, podrá arrebatar esa verdad que, se lea como se lea, significa siempre lo mismo. El oxígeno se retira y la imaginación se desborda en unos tiempos en los que cualquiera desearía dar marcha atrás y volver al punto de error. La acción es el denominador y, en eso, la película ofrece lo mejor. Y la conclusión es que vivimos tiempos demasiado crepusculares.
Christopher Nolan no ha hecho su mejor película con Tenet. Está por debajo de Dunquerque, de Origen e, incluso, de Interstellar, pero, aceptando que no todo el mundo podrá paladearla con propiedad, es una estupenda historia en la que, parece, es fácil colar alguna que otra incoherencia por la velocidad y complejidad de la trama, pero que, si se reduce a su esqueleto, todo es mucho más sencillo de lo que, a primera vista, se nos presenta. Al fin y al cabo, la realidad es la que es y sólo hay que mirarla al revés para darnos cuenta de la importancia de nuestros actos, de nuestros aciertos y, también, de nuestros fallos.
John David Washington, en el papel principal, comienza a profundizar en sus personajes con cierta sabiduría, consiguiendo alturas infinitamente mejores que las mostradas en Infiltrado en el Klan, de Spike Lee. La música, es cierto, acaba por aturdir y se nota la ausencia del habitual Hans Zimmer, pero Nolan teje con paciencia y alteración de la entropía una trama que llega a ser apasionante. Y nadie, ni siquiera los habituales ahogadores de la brillantez, puede negar que es un cineasta que trata de dar un paso más, que está haciendo evidentes sus obsesiones y que visualmente está muy por encima de la media habitual.
En definitiva, puede que, al vuelo, queramos que las ocasiones sean invertidas para tener una oportunidad de atraparlas. O, quizá, de vivir la oportunidad de un disfrute basado en una amistad que se sabe especial. O, incluso, de proteger más allá del deber a alguien que saborea una sensación porque es justa. La fantasía va en una sola dirección y la realidad es posible que también exista en algún sentido del lugar contrario. Y lo que es evidente es que, en el ocaso, ya no hay amigos. Sólo el asiento de atrás de algún coche que nunca debió aparcar en medio de ninguna parte y la percepción de que la realidad se escapa por el agujero de una bala que hay que asimilar como parte de la vida.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

VOCES (2020), de Ángel Gómez Hernández



Fórmulas muy conocidas como las del viejo caserón habitado por fantasmas, piscinas que parecen sembradas de varices por las ramas caídas, grietas llenas de insectos que anuncian la venida de la locura o los fenómenos extraños captados con la inquietud del momento se convierten en los mejores signos de una película que resulta bien llevada, contada con sencillez, con un estupendo sentido del ritmo y más de un par de sustos que llegan a cortar la respiración porque se transmuta en un intento de alarido.
Las miradas resultan sombrías y los misterios se desdibujan con continuas visitas al terror más clásico como El resplandor, de Stanley Kubrick, o Al final de la escalera, de Peter Medak, o Psicosis, de Alfred Hitchcock, o El exorcista, de William Friedkin, o Poltergeist, de Tobe Hooper, o, incluso, La profecía, de Richard Donner. La imaginación recorre las venas de celuloide de esta historia que Ángel Gómez Hernández ha llevado a cabo utilizando tópicos y lugares comunes que convierte en sorpresas, tensión y, sobre todo, algo muy escaso en el cine de terror de los últimos tiempos como es la coherencia. Y eso, en tiempos de distopía, es muy de agradecer.
No cabe duda de que hay algo de dilación en alguna escena, una fotografía discutible y alguna que otra disonancia musical que llega a aturdir, pero la trama resulta absorbente, mil veces vista y reformulada con gran acierto una vez más. Rodolfo Sancho consigue transmitir esa mirada oscura que está siendo su mejor sello y las ideas son frescas, precisas y sin dar de lado la turbidez de su desarrollo en ningún momento. Este título es toda una sorpresa en los tiempos que corren.
Y es que las brujas también ponen en juego su zumbido particular para anunciar, a quien se atreve a acercarse, que algo va a pasar. Quizá un árbol traicionero, o una polea inocente, o unos grabados amarillentos o unos extraños ruidos a través de intercomunicadores que retrotraen también a Señales, de Shyamalan. No es fácil entrar en esta casa y no mirar continuamente hacia la oscuridad para ver si se detecta algún movimiento inusual, o alguna sombra furtiva. El dolor y la tortura permanecieron en el espíritu de unos cimientos devorados por el tiempo y vuelven de nuevo para quedarse. La experiencia es un grado y las lágrimas caen como puñales al suelo, tratando de encontrar una explicación que no es de este mundo y, sin embargo, tampoco es de ningún otro. El silencio también se instala en el más allá y las voces se juntan para una disfonía del horror, tejiendo las trampas ineludibles de un destino que no es más que una tragedia sobrenatural. Hay que cerrar bien los oídos y no dejar que las moscas vuelen tras la oreja. Es posible que el infierno sea un lugar que está más cerca de lo que se cree y aún tenga en sus entrañas el odio originado por la incomprensión y la incultura de una época que se hundió, por sí misma, en las tinieblas de la memoria. Es el momento de romper los hechizos y ser conscientes de la realidad. Por mucho que los monstruos escondan sus pies debajo de la cama. Por más que recibamos una llamada de socorro de quien más hemos querido. Por menos que obviar una amenaza para el abandono. Es la hora de reducir a cenizas lo que ha quedado de la memoria y tratar de mirar hacia adelante en una nueva aventura que deje bien claro que ésta ha sido auténtica y que ha merecido la pena. 

martes, 1 de septiembre de 2020

LA PROFESORA DE PIANO (2019), de Jan-Ole Gerster


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Lara es una de esas mujeres que no tienen que esforzarse mucho para que las cosas queden fuera de control. Nunca ha estado contenta con su vida. Y quiere a su hijo que, por fin, va a realizar su debut sobre un escenario. Compra todas las entradas que quedan y se las regala al primero que pasa por delante de ella. El amor es algo extraño, dañino. Más vale no sentirlo más que acariciando unas notas que merecen la ternura pero sólo la que ella está dispuesta a dar. Sí, Lara está muy, muy lejos de ser una persona agradable y más vale salir corriendo si no quieres encontrarte con la palabra justa para salir herido.

Quizá todo se inicie hace mucho, mucho tiempo, con aquellas lecciones de piano rígidas y torturantes. Lara no tiene ningún inconveniente en decir lo que se le pasa por la cabeza sin ningún filtro. Así, puede romper un violín, tachar a los padres de un chaval de estúpidos o rogar a quien le tira los tejos que baje el volumen porque intenta entablar una conversación normal. Ella, en el fondo, y quizá no tan en el fondo, es también una víctima y no una sociópata. No se siente cómoda con la gente y eso explica, por otro lado, que los sentimientos no son más que un estorbo. Incluso con su hijo. Es una experta en crear dudas. Y no es una cuestión de razón. Casi siempre la tiene. El problema está en su falta de  empatía con todo ese entorno que la zarandea y la limita.

Quizá todo se inicie hace mucho, mucho tiempo, con una madre que tampoco ha destilado ningún cariño hacia ella. Por eso, tal vez, Lara no sepa exteriorizar nada salvo la antipatía o un irritante sentido de superioridad que, en realidad, esconde sus debilidades. No es más que un instinto de autodefensa ya que su madre no tuvo mucho aprecio por su talento. Puede que ese estilo de música serio y elitista como el clásico no fuera mucho con ella. Para Lara, mirar a través de una ventana puede significar lo peor o puede ser, simplemente, mirar a través de una ventana. Sus pensamientos son un muro demasiado difícil de sobrepasar. Lara es una mujer. Con todas sus complicaciones y sus retorcimientos. Con toda su alma de piano desafinado en sus últimas teclas. Con su corazón intacto y encerrado al vacío.

No cabe duda de que el centro de toda la historia es el trabajo de Corinna Harfouch en el papel de Lara (muy dentro de los registros en los que se mueve últimamente Isabelle Huppert) y que el director, Jan-Ole Gerster construye momentos de cierta perplejidad cómica a través de un personaje antipático y lejano, pero abrumadoramente posible, como una coda que se repite durante tres generaciones, como un pentagrama en el que no se dibujan las notas con nitidez aunque esconda una melodía de cierta lógica, como una confusión continua al no saber qué es lo que va primero aunque puede que no se quiera recordar. Tanto es así que llega a haber momentos en los que no se tiene ninguna certeza acerca de si el personaje está disfrutando o está sufriendo. Es lo que tiene encerrarse tras determinadas máscaras. Nunca se sabe si están riendo o están llorando aunque se esté viendo una de las dos expresiones. A lo mejor aún haya tiempo para salvar la única relación que puede afectarla y emerger entre las ruinas del comportamiento. Lo que está claro es que hay una historia con cierto aliento vital entre las adustas paredes de esta mujer. Con pasión y creatividad. No existe el aburrimiento entre sus dedos. Sólo esa cobarde y desafiante mirada de reproche