Lo mejor del estilo interpretativo de Ernest Borgnine era que no importaba realmente el carácter que imprimía a sus personajes. Debajo de todos ellos yacía una seguridad latente de que había bondad en ese profesional que se dedicaba a actuar porque le encantaba, porque sabía que, a pesar de su físico que le limitaba a la hora de escoger sus papeles, algo podía aportar. Ernest Borgnine era un actor sincero, sin dobleces, sin engranajes tras la piel. Sus ojos eran tiernos y mordientes, acogedores y crueles, brutales y maravillosos. Sus mejillas mofletudas eran las de un hombre terriblemente duro, sobrecogedoramente sensible, socarronamente hábiles. Su barriga era el distintivo de su diferencia, lo que hacía que pudiera ser el feo, pero que también pudiera ser el malo.
Bestial fue su encarnación del sargento de prisiones que espera pacientemente la hora de su enfrentamiento con Frank Sinatra en De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, porque, diablos, parecía que sus puños fueran roca maciza, incapaces de deshacerse de tanto golpear huesos sin conmiseración. Y acompañaba con su físico cercano a la maldad dando vida a gente de vida disipada, de gatillo fácil y muerte rápida en Johnny Guitar, de Nicholas Ray; o en Veracruz, de Robert Aldrich; o en Conspiración de silencio, de John Sturges.
Pero es que este muchacho feo, de maneras algo toscas pero de cariño despertado también podía ser Marty, ese carnicero que sabe que no es agraciado en el físico pero que lucha porque cree que tiene derecho a encontrar una mujer lo suficientemente buena como para que él sea feliz. Sin tapujos, ni falsas apariencias. Siendo el carnicero que siempre ha sido, siendo la buena persona que, en realidad, fue Ernest Borgnine. Si él ha querido entrar alguna vez en nuestros corazones, lo hizo con este maravilloso personaje que vagaba durante una noche para saber que las estrellas también caminan por la acera.
Perdido en múltiples papeles secundarios, fue el más valiente de los guerreros del norte en Los vikingos, de Richard Fleischer, encarando a la muerte con la espada en la mano y deseoso de acudir al banquete de Odín con una cerveza tibia. Luego se hizo el compinche de Alan Ladd en esa estupenda versión en clave de western de La jungla de asfalto y que tan notablemente fue dirigida por Delmer Daves con el título de Arizona, prisión federal. Más tarde se volvió loco porque el desierto quema el pensamiento y volver a casa resentido es la mecha que acaba dejándote sin agua en El vuelo del Fénix, de Robert Aldrich y, también con Aldrich, encargó una misión suicida a un puñado de desahuciados del ejército, escoria de cañón y pólvora a punto de estallar en Doce del patíbulo.
Pero volvió a trabajar con John Sturges en una injustamente olvidada película de aventuras como Estación Polar Cebra y se metió en la piel de un ruso que, por debajo de una capa de afabilidad, escondía más secretos que balas. Luego Sam Peckinpah supo ver en él al hombre ideal con el que caminar hacia la muerte en medio de un Grupo salvaje y William Holden llegó al convencimiento de que el final sería menos doloroso si tenía a su mano derecha con él, disparando como escorpiones a todas las hormigas del basurero. Cruel como nadie, en un papel de sanguinario obcecado y brutal fue su cometido en El emperador del Norte, dirimiendo con Lee Marvin una partida de ajedrez sobre vías de tren en el que la astucia era el peón y la tortura, el jaque. También hizo de maestro de ceremonias del género de catástrofes con ese policía arisco y desconfiado que sabe tomar la responsabilidad cuando es necesario en La aventura del Poseidón, de Ronald Neame y tuvimos la certeza de que siempre estaríamos seguros junto a él. Y como Peckinpah le había tomado la medida, también le encomendó el papel del grotesco sheriff de Convoy, no sin cierto sentido del humor, no sin fuerza incontenible en cada uno de sus puñetazos.
Luego ya vino el declive, perderse entre producciones televisivas variadas, coproducciones europeas y la seguridad de que su vejez era más un carnet de estilo que una exhibición interpretativa. Hace bien poco, apareció en Red, de Robert Schwentke y, fuera buena o mala la película, el corazón parecía agrandarse cuando ese anciano de más de noventa años, nos daba una buena porción de su cariño para decirnos que aún pertenecía al grupo salvaje, que aún se llamaba Marty, que aún era el malvado Shack buscando derrotar a un emperador y que aún tenía muchas caras por descubrir muy cerca de una estación polar.
Ése fue el hombre que nos hizo temer, el hombre que nos hizo amar, y el hombre que enterneció todos nuestros pensamientos, cualquiera que fuese su personaje. Se llamaba Ernest Borgnine. Y yo ahora, cogería un arma y me pondría a su lado en un heroico desfile, con redoble de tambor, para acribillar a unos cuantos salvajes.