Si hay que hablar de
alguien que mantuvo una furibunda independencia a lo largo de su carrera y que
intentó desarrollar una carrera paralela al margen de los estándares
comerciales de Hollywood, hay que nombrar forzosamente a Roger Corman. Siempre
con un altísimo ritmo de producción, tanto detrás de las cámaras como de los
libros de cuentas, sus resultados artísticos, siempre muy discutibles, fueron
recompensados con el entusiasmo de muchos que supieron ver en él al rebelde por
antonomasia, al líder de un tipo de cine que quiso llevar el terror al mismo
salón de las casas.
El inusitado éxito que
le supuso La pequeña tienda de los
horrores, una película de terror que Corman despachó con un rodaje tan
apresurado que le llevó solo dos días y una noche y que se erigió como uno de
los símbolos de diferenciación y de la imaginación fuera de los cánones
imperantes hasta ese día en Hollywood, le lleva a mirar un poco más alto, a
buscar nuevas formas expresivas, no siempre en el género de terror, para
intentar descubrir su verdadera personalidad como cineasta.
Su primer intento fue Atlas, incursión en el péplum que resultó desastrosa no sólo en
el ámbito artístico, sino también en el comercial. Aquí Corman se halló
profundamente desafinado, fuera de sitio, incómodo, intentando aprovechar el
tirón comercial que las aventuras de Hércules y de Maciste estaban teniendo en
Europa bajo producción italiana. Pero la ambientación le falla
estrepitosamente. Corman no estaba especialmente dotado para las necesarias
secuencias de acción que toda película de estas características requiere e,
incluso, en una épica secuencia de batalla, se contrata a 500 extras para la
figuración, pero sólo puede contar con cincuenta. El resultado es que el director
tiene que renunciar a panorámicas y secuencias de plano general y recurrir al
viejo truco de acercar la cámara para que no se vea que allí sólo había cuatro
gatos mal contados. Corman, en un caso ciertamente inusual al ser un hombre que
rueda lo que le gusta sin ataduras de ninguna clase, no tiene un guión bueno;
las frescas y descaradas ideas de sus títulos de horror aquí brillan por su
ausencia aunque incluye una secuencia de baile exótico…sin música. Lo que se
espera, nunca ocurre y lo que ocurre, sencillamente, es carente de interés.
Corman falla, pero si algo distinguía a este cineasta era su capacidad para no
rendirse nunca.
Desencantado, pero con
ánimos, Corman vuelve a introducirse en el género que mejor domina sólo que aún
con menos dinero. El monstruo del mar
encantado es una película que no gustaría ni a una criatura salida de las
mismas entrañas del infierno, pero que cuenta con una virtud muy poco usual en
aquellos años: es deliberadamente mala. Corman sabe que no puede hacer calidad
y entonces se dedica a torpedear con ganas cualquier línea de flotación de la
película, lo cual hace que sea aterradoramente adorada por cualquier fan de lo
diferente y que, además, sea considerada como un símbolo de rebeldía que grita
a los cuatro vientos. Algo así como “no
me dejáis hacer películas buenas…está bien. Os daré lo que queréis. Una
película horrible. Así sabréis lo que os estáis perdiendo”. Y lo consigue a
ciencia cierta. No contento con ello, Corman decide parodiar sin vergüenza
alguna la revolución cubana, a la incipiente generación beatnik e incluso a los clásicos de Humphrey Bogart con ocasionales
toques de surrealismo que hubieran hecho las delicias de Luis Buñuel.
Nada más terminar el
rodaje, Corman se embarca en la que, posiblemente, sea su mejor película: El péndulo de la muerte, basada en el
relato El pozo y el péndulo, del
divino Edgar Allan Poe. Rodada con un presupuesto irrisorio, Corman consigue
conjugar el suspense, el misterio y la oscuridad emanada de cualquiera de los
relatos de su autor, consiguiendo una película atmosférica, inquietante,
maravillosamente dirigida, narrada con una progresión casi magistral. En buena
parte, el mérito se lo tiene que llevar el guionista Richard Matheson, un
fantástico escritor de terror y ciencia-ficción que traslada al papel el
espíritu de Poe con fidelidad y con respeto. Y, por supuesto, las mágicas y
góticas interpretaciones de Vincent Price y de la musa del horror, Barbara
Steele, en su única colaboración mutua. Corman sabía muy bien lo que se hacía porque
La caída de la casa Usher, primer
trabajo del director y productor alrededor del universo de Poe, había
funcionado muy bien y deseaba tener algo en la caja para abordar el que era el
proyecto más personal de su carrera. La época empujaba a Corman a expresarse, a
decir cosas nuevas más allá de la mera mueca que dibuja en el rostro de los
espectadores la aparición del horror.
Sin embargo, Corman
tiene desavenencias con la American International Pictures, que le financia
como cineasta independiente. Y, antes de dar ese paso decisivo, decide rodar
otro clásico de Poe. Tiene que topar con un obstáculo y es la imposibilidad de
contar con Vincent Price, sujeto a la AIP con un contrato en exclusiva, y
Corman convence a Ray Milland para hacerse cargo del papel principal en La obsesión, la historia de un hombre
que se obceca con la posibilidad de un enterramiento prematuro. American
International Pictures decide apoyar financieramente a Corman justo después de
una rocambolesca jugada empresarial y el resultado es netamente inferior a El péndulo de la muerte (Richard
Matheson ya no está en el guion), pero que funciona relativamente bien a nivel
artístico y comercial. Corman, por otro lado, pone en juego el miedo al
porvenir que impide el disfrute del presente, que el director cree muy
prometedor para la libertad de expresión y artística.
Con dinero en el
bolsillo, pero más para prevenir que para gastárselo en aventuras
cinematográficas (legendaria fue su tacañería), Corman acomete la que debería
haber sido su obra máxima, el título que le hubiese dado a conocer como un
autor con algo que decir, con un mensaje en el fondo de cada fotograma, con el
horror del día a día como arma y no con monstruos o temores encerrados en un
entorno frío y enigmático. The intruder
es su película más personal y el título en el que más esperanzas había
depositado el rebelde Corman. Protagonizada por William Shatner, la historia
gira en torno a la integración racial en el sur de los Estados Unidos, a la
manipulación de las masas que terminan siendo seres enloquecidos sin ningún
control. El intruso que se presenta como un reformador social, en realidad es
un corrompido racista que quiere levantar un clamor popular en contra de la
sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos que desterraba la
segregación racial en las escuelas. Corman, así, denunciaba que, bajo una
motivación adecuada, el pueblo de los Estados Unidos era esencialmente racista
y que deseaba desatar su furia contra los más desfavorecidos. El gran problema
es que la película despertaba una rara sensación de incomodidad porque la
acusación se dirigía directamente hacia el público que se sentía extrañamente
retratado y ligeramente quemado por los bordes de todo el argumento. Corman,
más tarde, acusó a Shatner de ser el intérprete menos adecuado para dar vida al
equívoco hombre de traje blanco que se presenta en una comunidad de Missouri
disfrazado de progresista cuando, en realidad, quiere despertar el sentimiento
racista del ciudadano normal. Lo cierto es que Corman manejó con cuidado el
ambiente de una ciudad del Sur, haciendo que las palabras no fueran suficientes
para describir esa forma de dirigir a contracorriente. La osadía de Corman al
exhibir la vergüenza del país era un golpe en la cara, turbador y conciso, en
una época cuya promesa radicaba, precisamente, en cambiar las cosas desde
dentro, desde el pensamiento de cada uno, desde el mismo corazón.
La película,
desgraciadamente, fue un fracaso fulminante porque el público no entendió que
el director se empeñara en salirse del terror alucinante y clásico para
adentrarse en los horrores de la propia sociedad. El intruso descrito por
Corman era tierno con los niños e implacable en su objetivo y, tras esas
coartadas, se escondía una bestia incapaz de manejar su propia creencia.
Demasiado para los clichés imperantes en esa época. El malo era malo, debía
comportarse como un malo, no había lugar para la confusión. Los malos estaban
localizados y eran perfectamente reconocibles. Todo lo demás, era bueno. Y
Corman, con una media sonrisa, decía a todo el mundo que un malo podía estar
impecablemente vestido, podía hacer un cariño a cualquier criatura, podía
presentarse como un ángel salido del polvo del camino, pero podía estar
cimplemente disfrazado de lo que la gente quería ver.
La experiencia fue
frustrante para Corman, que decidió no volver al terreno de lo personal nunca
más. Renegó violentamente de ésta película porque no llegó al éxito en ningún
momento y era era, realmente, la película que él siempre quiso hacer. Así que
volvió a lo que el público le pedía. Volvió a pedir a Richard Matheson que se
hiciera cargo del guion de tres de las Historias
extraordinarias, de Edgar Allan Poe, y se hizo con tres actores de renombre
para protagonizar los segmentos que dieron lugar a las Historias de terror. Ellos eran Vincent Price, Peter Lorre y Basil
Rathbone. Aunque adolece de la agilidad de El
péndulo de la muerte, Corman consiguió acercarse al espíritu de Poe de
forma diferente, porque ronda la moraleja del escritor en sus historias. Mientras
Poe hablaba de la exploración de identidad personal en el episodio de Morella, Corman trae las ideas de esa
explotación hacia una historia de fantasmas sobrenatural. Mientras Poe se
obsesionaba con el terror puro en El gato
negro, Corman convierte esa obsesión en un motivo para reírse. Mientras Poe
investigaba en las raíces de la maldad personal en El caso de Monsieur Valdemar, Corman es más vago, más inconcreto en
la explicación del dilema moral que atenaza a su protagonista. Aún así, a pesar
de las modificaciones, Corman respeta a Poe, lo hace más cercano y, lo que es
aún más difícil, hace que la complicada prosa del gran escritor parezca algo
fácil de ver en el imaginario poblado de deformaciones mentales de sus
no-héroes.
Lo mejor de este
intento, más que su resultado artístico y comercial, fue que Jacques Tourneur
cogió la mayor parte de su reparto, Price, Lorre y Rathbone, junto con Joyce
Jameson, que también aparece en la película de Corman, y el añadido de Boris
Karloff y realizó una película extraordinaria, excitante, llena de referencias
a la literatura de Poe y al cine de Corman como La comedia de los terrores, una farsa caricaturesca tronchante.
Siguiendo con su máximo
de que más valía producir que estar muerto, Corman dirige Rivales pero amigos, ambientada en el mundo de las carreras de
coches con el aderezo de los consabidos crímenes a raíz de una chica que pasa
de campeón en campeón cual bólido de pista en pista. Puro entretenimiento de
bajo gusto y, a ratos, parece que dirigida y montada con cierta desgana y que
sirve como inspiración a la película que, muchos años después, dirige Quentin
Tarantino con una notable carga de autocomplacencia y con el título de Death proof, pero la película es tan
chocante, tan inacabada, tan desfasada, que no llega a ninguna parte.
Ese mismo año, vuelve
con Matheson y Poe, el tándem que mejor le funciona, para dirigir El cuervo, con Price, Lorre y Karloff y
un juvenil Jack Nicholson. La novedad de esta película radica en que un hombre
experto en los territorios del horror como Boris Karloff también colaboró en el
guion consiguiendo que los diálogos fueran algo más que un mero acompañamiento
a la sonata de crueldades a la que Corman tenía a todos algo más que
acostumbrados. La película vuelve a ser una pequeña delicia, sencillamente
porque Corman entiende a Poe, transforma su poema en cuento y al cuento en
evasión, alejándose de la letra, pero en absoluto de su espíritu. Su dirección
aquí es muchísimo más que cuidada que en la terrible Rivales pero amigos. Hay magia en la película, sin duda. Muchísima
magia negra.
Más tarde, con Karloff
y Nicholson, se acredita él mismo para hacer El terror, pero, en realidad, es un ejercicio para un buen puñado
de directores que, muy pronto, iban a cambiar el panorama mundial del cine. Todos dirigieron partes de la película
bajo la única supervisión de Corman, pero él no dirigió ni un solo metro. Esos
directores fueron Francis Ford Coppola (que llevaba varias películas haciendo
trabajos de aprendiz y saltando de plató en plató), Monte Hellman (uno de los
rebeldes más impenitentes que ha dado Hollywood), Jack Hill (a la sazón,
guionista de la película y actor en algunos títulos de Corman al cual pidió
permiso para dirigir algunas secuencias) y el propio Jack Nicholson (que, simplemente,
quería saber cómo se manejaba una cámara. Más tarde, Nicholson ha dirigido
varias películas de las que destaca la muy injustamente menospreciada segunda
parte de Chinatown, Two Jakes).
Como hecho anecdótica,
hay que señalar que Corman quiso producir la película inmediatamente después de
acabar el rodaje de El cuervo para
aprovechar exactamente los mismos decorados y que Boris Karloff (un hombre que
tenía más que éxito en el teatro), se hallaba libre en los siguientes cuatro
días. Los cuatro directores, bajo las órdenes de Corman, quieren imitar el
universo de Poe, en concreto el de La
caída de la casa Usher, pero la mezcla de personalidades, todas fuertes, no
conduce a nada salvable. Precisamente de eso es lo que carece la película, de
personalidad. No hay crisma en unas imágenes que podrían tenerlo. No hay
interés en la historia que se cuenta. Aunque el rodaje se prolongó nada menos
que durante diez semanas (probablemente, una de las producciones más largas de
Roger Corman), la película no ha sobrevivido más que por la curiosidad de ver a
un Jack Nicholson en pleno proceso de aprendizaje y por adivinar los diez
minutos de cinta que quedaron en el montaje final dirigidos por Francis Ford
Coppola. Corman se hundió con su escuela, pero no se rindió.
Tanto es así, que con
una ambientación más contemporánea, se lanzó a dirigir El hombre con rayos X en los ojos, con Ray Milland en el papel
protagonista. Una fábula fantástica, con muchísimas posibilidades que, en manos
de Corman, se convierte en otra de sus cumbres. La facultad de la mirada de
rayos X que adquiere el atónico científico interpretado por Milland se
convierte en un incómodo espía de una realidad que esconde demasiados secretos
que deben ser desvelados. El cuento con parábola propia de los tiempos que
estaban corriendo. Corman, no contento con el fracaso de The intruder, se atrevía a burlarse de la apariencias de esa
decepción que impedía la materialización del sueño americano. Con sentido del
humor y del terror, el director consiguió mucho más que una pretendida
trascendencia, daba al público lo que demandaba, divertía, era agudo y además,
deslizaba lo que realmente quería decir.
No cabe duda de que
Corman, en esta ocasión, halló una memorable colaboración con Ray Milland, que
confiere al personaje la siniestralidad propia de un científico que cree que
está mejorando las condiciones de vida de la Humanidad y, sin embargo, él mismo
se va convirtiendo paulatinamente en un monstruo. El resultado es una fábula
brillante, que se adentra en los límites de la ciencia-ficción, con una mirada
irónica, emparentada lejanamente con aquella otra de Jack Arnold titulada El increíble hombre menguante y que
revela que Corman llega a una madurez trabajada y que siga intacta en us
rebeldía recalcitrante y en su provocación sutilmente barata.
En su descarada
búsqueda de la comercialidad, Corman rueda El
palacio de los espíritus, basada lejanamente en un relato de H.P. Lovecraft
y que coge el título de uno de los poemas de Edgar Allan Poe. Por supuesto,
elige a su estrella preferida, Vincent Price, lo empareja con la bellísima
Debra Paget y la película pasa por ser uno de los títulos más infravalorados de
la carrera del director. Mejor de lo que parece, espejo de una marca que ya
lleva un sello muy personal, Corman se centra, más que en el argumento, en la
ambientación, en el estilo y en la fina dirección de intérpretes. El horror de
Corman aquí, ya es brillante, a la altura de los clásicos de la Hammer que aún
seguían haciendo furor en las islas británicas. El miedo no era caro y, además,
era bueno.
Caso único en la
historia del cine, en el corto espacio de tres años, Roger Corman produjo y
dirigió once películas, firmó otra con su nombre aunque sólo la supervisó y aún
fue el productor de otras tres, en concreto El
juez maldito, de John Bushelman; Operación
Tiziano, una película yugoslava dirigida por Rados Novakovic, y Demencia 13, de Francis Ford Coppola en
su primera aventura tras las cámaras como director absoluto. Eso da una idea
del volumen de trabajo que era capaz de poner en circulación. No todo fue
bueno, en absoluto, pero sí es verdad que fue un período en el que Corman hizo
sus obras más personales, sobre todo The
intruder y El hombre con rayos X en
los ojos, que ponían en juego su cínica mirada, su legendaria tacañería, su
maestría en el rodaje rápido y, a la vez, su forma de pensar, siempre
particular y siempre marginal.