viernes, 5 de julio de 2024

DONALD SUTHERLAND: LA PIEL DEL COCODRILO

 

Donald Sutherland fue un caso atípico dentro del cine. Actor de un enorme talento, de sólida formación clásica, la mayor parte de su carrera la dedicó a desempeñar papeles secundarios en películas netamente comerciales. Aún así, es un experto ladrón de escenas al ser un hombre de gran intuición natural que se amoldó a la perfección al personaje que interpretaba aunque en muchas, tal vez demasiadas, ocasiones su presencia encalle en producciones que no merecen su nombre en el reparto.

Su particular físico comenzó a destacar como el soldado apático, pero que aporta un toque de humor a los Doce del patíbulo, de Robert Aldrich, pero su nombre fue conocido por todos a partir del éxito sin precedentes que supuso MASH, de Robert Altman, donde compartió cartel con Elliott Gould en una gamberrada antimilitarista (por otro lado, una de las más certeras películas de Altman) donde ambos actores compartían un sano y grueso sentido del humor.

Es porque ello que, quizá, se creyó que Donald Sutherland había nacido para la comedia y se intentó encasillarle en producciones de corte humorístico como podía ser la divertida Empiecen la revolución sin mí, al lado de un actor cómico muy de moda en la época como Gene Wilder, o incluso, su aportación de tanquista empapado de hierba y psicodelia en Los violentos de Kelly, pero Donald Sutherland era mucho más que eso. Lo demostró interpretando al detective privado Klute, de Alan Pakula, un hombre que llega a fascinarse con la prostituta que tiene que vigilar, Jane Fonda. Aunque la fama se la llevó ella, el trabajo de Sutherland es de una pasmosa intensidad introvertida porque la película, aún con su naturaleza nunca escondida de thriller, es de un ritmo inusualmente lento y el actor aguanta extraordinariamente bien planos más largos con una expresividad contenida notable.

A continuación, desempeñó el ¿onírico? Papel de Jesucristo en Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, un Mesías dominado por una impotencia que, tal vez, le haga un tanto inútil. Quizá, Jesús sólo sea una presencia reconfortante y quimérica en el interior de nuestras mentes o un producto de la imaginación colectiva. Fantástico fue su trabajo en Novecento, de Bernardo Bertolucci, como el brutal fascista Attila, el pederasta hijo de perra que Sutherland, dentro de una impresionante sabiduría, casi presenta como un hombre tierno y al cual nos da pena verle morir para ir descubriéndonos, a medida que se nos revela el pasado, la clase de bestia que era. Su interpretación es de tal calidad que mucho la prefieren al muy notable trabajo de Robert de Niro y de Gerard Depardieu en los papeles protagonistas.

Federico Fellini le reclama para encarnar al gran seductor impenitente Casanova, una película de una desbordante imaginería visual, en la que el director, en una estrecha colaboración con el actor, se aleja del reflejo del mítico donjuán para enseñarnos un ser depravado, desagradable, desprovisto de sentimientos, un deforme moral que Sutherland, con una sana dosis de ironía, nos sugiere como un hombre físicamente dotado de una cara grotesca, pero de un apéndice prodigioso, razón única y última de su inusitado éxito con el sexo contrario.

Con Ha llegado el águila, de John Sturges, Sutherland secunda con brillantez a Michael Caine en una peligrosa misión a cargo de los nazis para asesinar a Winston Churchill, encarnando a un irlandés independentista que ayuda a los alemanes como medio de castigar a los británicos. Si bien el personaje de Caine es mucho más fascinante, el suyo es de una coherencia e ironía encomiables que beneficia a un film que es notable, pero que podría haber sido mucho mejor.

Después de aparecer en la afamada película de John Landis Desmadre a la americana, en un papel que podría haber hecho cualquiera, se atreve a protagonizar la versión de La invasión de los ultracuerpos que Philip Kaufman dirigió en 1978, una interesante revisión del clásico de Don Siegel. También intervino de forma formidable en El primer gran robo del tren, de Michael Crichton, al lado de Sean Connery, como el hombre de las manos como mariposas, carterista en el Londres del fin de siglo, indispensable para llevar a cabo un golpe perfecto en una película que no esconde su condición de mero entretenimiento de mucha calidad, humor e inteligencia.

Con Operación Isla del Oso, de Don Sharp, se intentó alargar lo máximo posible el filón del gran proveedor de historias de espionaje y acción para el cine de los sesenta y setenta, Alistair MacLean, y el tema estaba ya más que explotado aunque es una muestra de cine para pasar el rato a la sombra, un tanto atrasada, de aquella Estación Polar Cebra, de John Sturges.

Con Gente corriente, de Robert Redford, la cuestión fue muy diferente. Además de hacerse cargo del más ingrato de los personajes, el padre de familia paralizado anímicamente por la muerte de su hijo mayor, es probable que sea uno de los papeles dramáticamente más difíciles de su carrera al entrar en un registro interpretativo deliberadamente neutro con la ímproba tarea de sugerir una interiorización de sentimientos compleja y atormentada sin salida expresiva. Todo un reto para cualquier actor aunque su labor quedase camuflada tras el estupendo trabajo de Timothy Hutton.

Al año siguiente, Sutherland realiza una de sus mejores interpretaciones: el frío espía de El ojo de la aguja, de Richard Marquand. Basada en el best-seller de Ken Follett, La isla de las tormentas, el hombre presentado por el actor como un asesino sin escrúpulos es tocado en su fibra más sensible por el amor, un amor condenado al fracaso que le costará la vida, pero que da una enorme dimensión a su personaje. Se habló de una posible nominación al Oscar, pero sólo fue un rumor.

Fue el único que se salvó del fiasco que supuso Revolución, de Hugh Hudson, nuevamente en un papel violento, sin conciencia y tremendamente cruel. A continuación, protagoniza una especie de segunda versión en clave canadiense, de Yo confieso, de Alfred Hitchcock, con el título de Los crímenes del rosario.

Con Una árida estación blanca estuvo brillante, como el resto del reparto, y con una brevísima aparición fue absolutamente genial en JFK, de Oliver Stone, como “X”, el militar sin nombre que revela a Kevin Costner, no sólo la afición de los gobiernos estadounidenses a las operaciones encubiertas, sino una serie de hechos extraños ocurridos en el Pentágono unos días antes de la muerte del Presidente Kennedy. Para este pequeño cometido, que tan sólo le ocupó un día de rodaje, se preparó reuniendo información sobre un personaje incógnito durante más de tres meses. Sin duda, uno de los momentos álgidos del espléndido docudrama que pasa por ser la mejor película de Oliver Stone.

Estuvo presente en una película pequeña que pasó totalmente desapercibida titulada El hombre de la estación, que marcó su reencuentro con Julie Christie veinte años después de las atrevidas escenas que hicieron juntos en Amenaza en la sombra, una de sus películas más famosas, poniendo en juego el trauma de la pérdida de un hijo con el sexo y el misterio de la ciudad de Venecia.

También intervino en un papel episódico en Llamaradas, de Ron Howard, compartiendo escenas con Robert de Niro. El papel de pirómano enfermizo, marca el punto más álgido de la historia cuando confiesa que, si fuera por él, quemaría al mundo entero. Sin un gesto de más. Sin un grito. Sólo con su expresividad.

En 1995 protagonizó esa pequeña joya rodada para televisión, pero estrenada en salas comerciales titulada Ciudadano X  con una interpretación medida, ponderada y excepcionalmente ambigua como el jefe de la unidad que atrapó al conocido como “Carnicero de Rostov”.

Después de interpretar a un trasunto del Arthur O´Connell de Anatomía de un asesinato, en Tiempo de matar, una excelente película con un reparto fuera lo común, Sutherland dio vida al más espumoso y burbujeante de los cuatro veteranos tripulantes de una misión espacial en Space cowboys, de Clint Eastwood, un rodaje en el que todos confesaron pasárselo muy bien y en el que Sutherlando, con un papel lleno de humor e interpretado tan acertadamente que es imposible no mirarle a él, anula al resto de los compañeros del estupendo reparto.

Lo cierto es que, a pesar de perderse una y otra vez en proyectos de comprobada baja calidad en papeles directamente candidatos al olvido, Sutherland ha resistido con una muy longeva carrera haciéndose con un gran prestigio entre sus compañeros de profesión siendo, tal vez, una cara muy anónima entre el gran público. De ahí que, un tanto lamentablemente, destacaran en diversos informativos televisivos que el fallecido había hecho una película como Los juegos del hambre, como si no hubieran tenido donde escoger para rendirle un homenaje adecuado. No importa. Sutherland, además de la mirada, tenía la dura y hermosa piel de un cocodrilo, capaz de resistir cualquier disparo poco certero. Simplemente, quiso que su trayectoria fuera así, pero nadie ha podido negar que ha sido un actor feroz y único y que compartir río con él, con ese cocodrilo, fue muy peligroso.

jueves, 4 de julio de 2024

UN LUGAR TRANQUILO: DÍA UNO (2024), de Michael Sarnoski

 

Cuando uno siente que el final está cerca, hay un deseo que se repite de forma intermitente a la cabeza y es volver a aquellos sitios en los que se probó la felicidad. La auténtica. Esa que sabemos que existió sin ponerle reparos y que se convirtió en un instante eterno de la memoria. Tal vez, por eso, lo mejor es atravesar el caos de una ciudad en llamas para saborear, en la última vuelta de esquina, la sensación de haber estado en aquel lugar, en aquel momento, ese mismo en el que el destino se fue y pareció prometer no regresar.

Una mujer busca ese lugar mientras el enemigo de visión nula y oído fino se expande por la gran ciudad celebrando su ritual de muerte al ruido. Quiere probar un trozo de pizza mientras oye una canción, una de sus favoritas, porque la música, un día, fue importante para ella. Sin embargo, ocurre lo imposible y se halla en medio de la destrucción total porque, entre otras cosas, la música no tiene sitio en un mundo que necesita del silencio para sobrevivir. Ella marcará el camino con lágrimas y sufrimiento. Perderá y ganará. Y, al final, podrá estar en un espectáculo sin sonido, con una copa de whisky sin hielo, tocando un piano sin notas y salvando a alguien como si fuera lo último que fuera a hacer en la vida.

Uno no puede evitar el escepticismo después de asistir a las dos espléndidas partes de Un lugar tranquilo con las que John Krasinski consiguió sorprender a todo el mundo, incluido a Stephen King, con esa familia que resistía al invasor asesino en el que el ruido es el chivato y la muerte, el más que probable final. Ahora anunciaban la misma historia, pero siendo el primer día de esa invasión y en la gran urbe, en la misma selva del ser humano, hecha de cemento en lugar de palmeras y de asfalto sustituyendo al arbusto. Y, además, no están Emily Blunt, ni John Krasinski, ni Cillian Murphy…no puede estar bien, no puede estar a la altura. Y, cuando acaba la película, a los sones de Feeling good, de Leslie Bricusse y Anthony Newley con la voz de Nina Simone, te das cuenta de que lo han vuelto a conseguir. Que John Krasinski, esta vez, deja los manos a Michael Sarnosky, pero que se reserva tareas de guion y de producción, y que la odisea de esa mujer dispuesta a atravesar la ciudad como preparación para su lucha más importante es igual de apasionante, está bien dirigida, está espléndidamente interpretada por Lupita N´yongo, que lleva todo el peso dramático de la historia, que hay tensión, que hay sustos, que hay respiraciones contenidas y gatos tan mojados como lluvias de camuflaje, que hay truenos para los gritos, que hay desesperaciones para las vidas…y el lugar tranquilo se encuentra ahí mismo, a una nota de música, a un paso de la aceptación, a un simple giro de la dirección a la que se encamina la multitud. Oídos abiertos. Atenciones de alto nivel. Inteligencias comprobadas. Y esa mujer, que tanto ha escrito con tan pocas palabras, dejará un testimonio de valentía, de osadía y de sensibilidad en esa piel negra en la que se adivina que quiso posarse con ganas la felicidad al finalizar una melodía pegadiza de jazz al piano.

Así que estamos de nuevo en el disfrute del terror dándole una vuelta de tuerca al prescindir del elemento sorpresa. Otra pequeña historia que es una visión moderna del Ulises, de James Joyce, solo que cambiando la determinación de un hombre por la energía llena de sapiencia de una mujer. Y ahí está la poesía. Nunca se ha dicho más, con menos. Nunca ha sido cuatro. Sólo tres. O dos. Nunca ha sido menos, ha sido mejor. 

miércoles, 3 de julio de 2024

´SAYONARA (1957), de Joshua Logan

 

Defender una postura racial puede traer determinados problemas de conciencia. Más que nada porque la vida es la gran argumentadora de lo contrario. En este caso, un héroe de Corea, condecorado y con experiencia en el pilotaje de aviones, aterriza en Japón y no duda en apoyar la instrucción superior de que el personal militar estadounidense no confraternice con los japoneses en el plano sentimental. De momento, todo va bien. Un país extraño, con costumbres muy alejadas de las occidentales, casi otro planeta. No es difícil mantenerse alejado de los encantos femeninos orientales. Sin embargo, algo ocurre. Es ese fenómeno inexplicable, seguramente químico, en el que dos personas se sienten atraídas hasta la pasión. Hasta ahora, el piloto había visto sólo compañeros que les ocurría lo mismo y le salía la sonrisa socarrona y distante. Ahora él es el centro. La chica no puede ser mala para ningún tipo de relación. Es fantástica. Es perfecta. Está enamorada de él. Y no quedan muchos sitios a los que ir si él decide a dar el paso. La expulsión del ejército está cerca y no sabe hacer otra cosa.

Además de todo ello, existe otro problema. Los japoneses tampoco desean, desde el plano social, acercarse demasiado al personal militar estadounidense y no dudan en señalar con el dedo a todo conciudadano que queda enganchado al encanto americano. Ella va a ser señalada, igual que lo ha sido la novia de un compañero, un buen tipo, que ha acabado mal. La lucha va a ser larga porque es una relación que está completamente sitiada por los prejuicios. En esos momentos, es posible que se desee dejar de ser un patriota y se quiera convertir en nadie. Sólo alguien para ella.

Esta película estuvo rodeada por la polémica por el problema que planteaba en las absurdas trabas oficiales y sociales que se imponen a una simple relación de amor. En esta ocasión, el amor no es libre y languidece detrás de las prohibiciones. Por otro lado, es muy valiosa en su tema, hoy todavía plenamente vigente, y está dirigida con paciencia por Joshua Logan, haciendo alarde de un uso del color extraordinario, resaltando la variedad fotográfica de un país que invita a la pasión, sea cual sea. En el apartado interpretativo hay que destacar a Marlon Brando, inevitablemente atractivo tras su uniforme azul, un poco sumergido en modos y maneras del Método, pero aún con el encanto suficiente como para conquistar a cualquiera que se ponga por delante, de cualquier raza, de cualquier condición. También, por supuesto, a Miyoshi Umeki, que se llevó el primer Oscar de la historia para un intérprete asiático en la categoría de actriz secundaria, y Red Buttons, que también se llevó el suyo, dando vida al hombre que rompe fronteras aunque sea dañando los cristales.

Y es que el amor, cuando llega, es difícil que se vaya. Por muchos papeles conminando a hacer lo contrario. Por muchas miradas acusadoras de los vecinos más cercanos condenando, en un juicio de valor injusto, la relación que sólo quiere existir. Tal vez por eso, nunca hay que despedirse. Sólo hay que seguir machacando la infantil y odiosa burocracia que sólo trata de rendir por el aburrimiento lo que debería estar sellado sólo con los labios de los que realmente se quieren.

martes, 2 de julio de 2024

MERCADO DE LADRONES (1949), de Jules Dassin

 

La guerra se ha quedado atrás y no hay nada como regresar a casa con algo de dinero en los bolsillos para comenzar de nuevo. Sin embargo, la guerra también estaba librándose en el hogar. El padre de Nick lo ha perdido todo. No le quisieron pagar una carga de fruta y provocaron un accidente en el que perdió las dos piernas. Luego tuvo que vender el camión. Y ya no queda nada. Nick decide tomar cartas en el asunto. En el frente le enseñaron a no rendirse y a combatir la injusticia y no va a ser diferente en esta ocasión. Tratará de recuperar el camión, pero, en lugar de eso, el nuevo propietario le propone un negocio, un transporte de manzanas, con el que va a recuperar todo lo que su padre ha perdido. Parece que todo puede arreglarse. No, no, la guerra tiene demasiados vericuetos y trampas. Por el camino, tendrá que medirse cara a cara con el mafiosillo de tres al cuarto que tiene controlados los muelles de descarga del mercado. Y, además, llegar a la conclusión de que su novia, esa que le esperó durante tantos años, ya no tiene amor para él, sólo para el dinero que pueda ganar. Son demasiadas balas, Nick. Tal vez sería bueno para ti que estallase otra guerra.

La carretera se va sembrando de cadáveres, de averías, de manzanas que caen por intereses espurios. En el fondo, la fruta toma la forma de fichas de casino y sirve como elemento de intercambio entre unos cuantos tipos sin ningún escrúpulo que no dudan en extorsionar a los transportistas hasta hacer inaguantable la situación. Siempre el eslabón más débil. Siempre. ¡Qué rabia!

Jules Dassin dirigió con su habitual pericia esta historia a la que podríamos calificar de cine negro de clase baja, sin ningún sentido peyorativo. Es como una intriga criminal en la que los protagonistas y el potencial público interesado son trabajadores, involucrados en un negocio sucio que parece perder líquido de frenos por el camino, pero que, al fin y al cabo, se mueve con sus asesinatos, su elemento de ambición, su mujer fatal y su investigación criminal. Por supuesto, también existe el ángel que salva el alma y la idea del sufrido Nick, protagonizado con solvencia por Richard Conte, acompañado de un reparto de enorme prestigio con Lee J. Cobb, Valentina Cortese, Barbara Lawrence y el siempre eficaz Millard Mitchell. El resto son bajezas de gente que roba a otra gente que no merece ese destino. Tal vez porque Dassin se cuida mucho de describir que, en cada viaje, en cada nuevo porte, esos tipos que están al volante se juegan su futuro del día siguiente. Como si después no hubiera más días. De ahí la desesperación, la rabia, la constancia, la paciencia, la contención. Todo funciona en esta película porque no deja de ser cine negro y, a la vez, no deja de ser un mensaje social de potencia de gran motor que suelta unas cuantas verdades a la cara mientras se asiste a algo muy parecido a cine del bueno.