Donald Sutherland fue
un caso atípico dentro del cine. Actor de un enorme talento, de sólida
formación clásica, la mayor parte de su carrera la dedicó a desempeñar papeles
secundarios en películas netamente comerciales. Aún así, es un experto ladrón
de escenas al ser un hombre de gran intuición natural que se amoldó a la
perfección al personaje que interpretaba aunque en muchas, tal vez demasiadas,
ocasiones su presencia encalle en producciones que no merecen su nombre en el
reparto.
Su particular físico
comenzó a destacar como el soldado apático, pero que aporta un toque de humor a
los Doce del patíbulo, de Robert
Aldrich, pero su nombre fue conocido por todos a partir del éxito sin
precedentes que supuso MASH, de Robert
Altman, donde compartió cartel con Elliott Gould en una gamberrada
antimilitarista (por otro lado, una de las más certeras películas de Altman)
donde ambos actores compartían un sano y grueso sentido del humor.
Es porque ello que,
quizá, se creyó que Donald Sutherland había nacido para la comedia y se intentó
encasillarle en producciones de corte humorístico como podía ser la divertida Empiecen la revolución sin mí, al lado
de un actor cómico muy de moda en la época como Gene Wilder, o incluso, su aportación
de tanquista empapado de hierba y psicodelia en Los violentos de Kelly, pero Donald Sutherland era mucho más que
eso. Lo demostró interpretando al detective privado Klute, de Alan Pakula, un hombre que llega a fascinarse con la
prostituta que tiene que vigilar, Jane Fonda. Aunque la fama se la llevó ella,
el trabajo de Sutherland es de una pasmosa intensidad introvertida porque la
película, aún con su naturaleza nunca escondida de thriller, es de un ritmo inusualmente lento y el actor aguanta
extraordinariamente bien planos más largos con una expresividad contenida
notable.
A continuación,
desempeñó el ¿onírico? Papel de Jesucristo en Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, un Mesías dominado por una
impotencia que, tal vez, le haga un tanto inútil. Quizá, Jesús sólo sea una
presencia reconfortante y quimérica en el interior de nuestras mentes o un
producto de la imaginación colectiva. Fantástico fue su trabajo en Novecento, de Bernardo Bertolucci, como
el brutal fascista Attila, el pederasta hijo de perra que Sutherland, dentro de
una impresionante sabiduría, casi presenta como un hombre tierno y al cual nos
da pena verle morir para ir descubriéndonos, a medida que se nos revela el
pasado, la clase de bestia que era. Su interpretación es de tal calidad que
mucho la prefieren al muy notable trabajo de Robert de Niro y de Gerard
Depardieu en los papeles protagonistas.
Federico Fellini le
reclama para encarnar al gran seductor impenitente Casanova, una película de una desbordante imaginería visual, en la que
el director, en una estrecha colaboración con el actor, se aleja del reflejo
del mítico donjuán para enseñarnos un ser depravado, desagradable, desprovisto
de sentimientos, un deforme moral que Sutherland, con una sana dosis de ironía,
nos sugiere como un hombre físicamente dotado de una cara grotesca, pero de un
apéndice prodigioso, razón única y última de su inusitado éxito con el sexo
contrario.
Con Ha llegado el águila, de John Sturges,
Sutherland secunda con brillantez a Michael Caine en una peligrosa misión a
cargo de los nazis para asesinar a Winston Churchill, encarnando a un irlandés
independentista que ayuda a los alemanes como medio de castigar a los
británicos. Si bien el personaje de Caine es mucho más fascinante, el suyo es
de una coherencia e ironía encomiables que beneficia a un film que es notable,
pero que podría haber sido mucho mejor.
Después de aparecer en
la afamada película de John Landis Desmadre
a la americana, en un papel que podría haber hecho cualquiera, se atreve a
protagonizar la versión de La invasión de
los ultracuerpos que Philip Kaufman dirigió en 1978, una interesante
revisión del clásico de Don Siegel. También intervino de forma formidable en El primer gran robo del tren, de Michael
Crichton, al lado de Sean Connery, como el hombre de las manos como mariposas,
carterista en el Londres del fin de siglo, indispensable para llevar a cabo un
golpe perfecto en una película que no esconde su condición de mero
entretenimiento de mucha calidad, humor e inteligencia.
Con Operación Isla del Oso, de Don Sharp, se
intentó alargar lo máximo posible el filón del gran proveedor de historias de
espionaje y acción para el cine de los sesenta y setenta, Alistair MacLean, y
el tema estaba ya más que explotado aunque es una muestra de cine para pasar el
rato a la sombra, un tanto atrasada, de aquella Estación Polar Cebra, de John Sturges.
Con Gente corriente, de Robert Redford, la
cuestión fue muy diferente. Además de hacerse cargo del más ingrato de los
personajes, el padre de familia paralizado anímicamente por la muerte de su
hijo mayor, es probable que sea uno de los papeles dramáticamente más difíciles
de su carrera al entrar en un registro interpretativo deliberadamente neutro
con la ímproba tarea de sugerir una interiorización de sentimientos compleja y
atormentada sin salida expresiva. Todo un reto para cualquier actor aunque su
labor quedase camuflada tras el estupendo trabajo de Timothy Hutton.
Al año siguiente,
Sutherland realiza una de sus mejores interpretaciones: el frío espía de El ojo de la aguja, de Richard Marquand.
Basada en el best-seller de Ken
Follett, La isla de las tormentas, el
hombre presentado por el actor como un asesino sin escrúpulos es tocado en su
fibra más sensible por el amor, un amor condenado al fracaso que le costará la
vida, pero que da una enorme dimensión a su personaje. Se habló de una posible
nominación al Oscar, pero sólo fue un rumor.
Fue el único que se
salvó del fiasco que supuso Revolución,
de Hugh Hudson, nuevamente en un papel violento, sin conciencia y tremendamente
cruel. A continuación, protagoniza una especie de segunda versión en clave
canadiense, de Yo confieso, de Alfred
Hitchcock, con el título de Los crímenes
del rosario.
Con Una árida estación blanca estuvo
brillante, como el resto del reparto, y con una brevísima aparición fue
absolutamente genial en JFK, de
Oliver Stone, como “X”, el militar sin nombre que revela a Kevin Costner, no
sólo la afición de los gobiernos estadounidenses a las operaciones encubiertas,
sino una serie de hechos extraños ocurridos en el Pentágono unos días antes de
la muerte del Presidente Kennedy. Para este pequeño cometido, que tan sólo le
ocupó un día de rodaje, se preparó reuniendo información sobre un personaje
incógnito durante más de tres meses. Sin duda, uno de los momentos álgidos del
espléndido docudrama que pasa por ser la mejor película de Oliver Stone.
Estuvo presente en una
película pequeña que pasó totalmente desapercibida titulada El hombre de la estación, que marcó su
reencuentro con Julie Christie veinte años después de las atrevidas escenas que
hicieron juntos en Amenaza en la sombra,
una de sus películas más famosas, poniendo en juego el trauma de la pérdida de
un hijo con el sexo y el misterio de la ciudad de Venecia.
También intervino en un
papel episódico en Llamaradas, de Ron
Howard, compartiendo escenas con Robert de Niro. El papel de pirómano
enfermizo, marca el punto más álgido de la historia cuando confiesa que, si
fuera por él, quemaría al mundo entero. Sin un gesto de más. Sin un grito. Sólo
con su expresividad.
En 1995 protagonizó esa
pequeña joya rodada para televisión, pero estrenada en salas comerciales
titulada Ciudadano X con una interpretación medida, ponderada y
excepcionalmente ambigua como el jefe de la unidad que atrapó al conocido como
“Carnicero de Rostov”.
Después de interpretar
a un trasunto del Arthur O´Connell de Anatomía
de un asesinato, en Tiempo de matar,
una excelente película con un reparto fuera lo común, Sutherland dio vida al
más espumoso y burbujeante de los cuatro veteranos tripulantes de una misión
espacial en Space cowboys, de Clint
Eastwood, un rodaje en el que todos confesaron pasárselo muy bien y en el que
Sutherlando, con un papel lleno de humor e interpretado tan acertadamente que
es imposible no mirarle a él, anula al resto de los compañeros del estupendo
reparto.
Lo cierto es que, a
pesar de perderse una y otra vez en proyectos de comprobada baja calidad en
papeles directamente candidatos al olvido, Sutherland ha resistido con una muy
longeva carrera haciéndose con un gran prestigio entre sus compañeros de
profesión siendo, tal vez, una cara muy anónima entre el gran público. De ahí
que, un tanto lamentablemente, destacaran en diversos informativos televisivos
que el fallecido había hecho una película como Los juegos del hambre, como si no hubieran tenido donde escoger
para rendirle un homenaje adecuado. No importa. Sutherland, además de la
mirada, tenía la dura y hermosa piel de un cocodrilo, capaz de resistir
cualquier disparo poco certero. Simplemente, quiso que su trayectoria fuera
así, pero nadie ha podido negar que ha sido un actor feroz y único y que
compartir río con él, con ese cocodrilo, fue muy peligroso.