jueves, 31 de octubre de 2024

LA GRAN ESCAPADA (2024), de Oliver Parker

 

Cuando se ve la meta muy cerca, es posible que algunos sientan el deseo de ajustar las cuentas pendientes con el pasado. Puede que una parte del sentimiento de un hombre de corazón grande se quedara en una playa de Normandía porque quiso, con todas sus fuerzas, que alguien atravesara las líneas enemigas y acabó bajo el fuego alemán. Puede que, al mismo tiempo, sea el momento de levantar el velo de silencio de una experiencia tan traumática como haber combatido en primera línea y darse cuenta de que la única fuerza capaz de sobreponerse a la muerte es el amor porque quien muere enamorado, en realidad, ama viviendo. En la mirada, sabiduría. En la mano, respeto. En la mente, fuera el remordimiento. En el alma, la tranquilidad.

Y eso es lo que ocurre cuando un anciano, en el anochecer de sus días, decide irse por su cuenta a acompañar a miles de compañeros en la conmemoración del desembarco de Normandía. Cuando le vemos acercarse a la orilla, no sólo sentimos en sus piernas encorvadas e irremediablemente cansadas al joven que dejó una parte de sí mismo en aquellas arenas. También somos capaces de avistar al hombre que ha vivido una vida plena con una espina clavada. O al anciano que quiere pasar sus últimos días con la conciencia algo más tranquila y con las lágrimas derramadas. Por el camino, no faltarán las respuestas llenas de humor, alguna que otra con el colmillo afilado, ocurrentes y precisas y llenas de verdad, porque, tal vez, se ha reflexionado mucho sobre todo lo que se hizo aquel día y, más que cualquier otra cosa, sobre todo lo que se dejó atrás.

Es un auténtica lección de maestría la que nos dejan Michael Caine y Glenda Jackson en esta última historia sobre la vejez, la juventud, el amor y la guerra. Ya coincidieron a mediados de los años setenta en aquella película de Joseph Losey titulada Una inglesa romántica en la que se ponía en juego un triángulo amoroso cuyo tercer vértice era Helmut Berger. En esta ocasión, ambos arrastran los pies, pero se mueven como bailarines, actuando con todo el cuerpo, transmitiendo el hondo pesar de la ancianidad y la profunda sapiencia que destilan como intérpretes que han dejado muchos y buenos ratos de disfrute en el público de todo el mundo. Los dos tienen sus instantes de lucimiento, su capacidad para mirar hacia adentro y observar la ruina física en la que se han convertido sin dejar ninguna sensación de pena. Todo lo contrario. Estos dos actores quieren vivir. Quieren seguir. Quieren ir.

La dirección de Oliver Parker es terriblemente austera. La escenografía es simple y, en todo momento, está en función de los dos. Con sus escenas juntos y con sus acciones en paralelo. Todo ello ofrece una visión de una gran escapada, de un testimonio de amor por las personas y por lo que han hecho durante toda su vida antes de pisar la última playa. También cabría destacar a John Standing, excelente secundario inglés al que se podría recordar por ser el pastor protestante de Ha llegado el águila, de John Sturges y que aquí retrata un lado muy interesante de la vejez que no está en orden aunque aparentemente lo parezca. El convencimiento final es que el amor es una experiencia tan fuerte como lo fue la batalla. Y ahí es donde deberíamos agarrarnos siempre. Con todo el cargador lleno y las esperanzas caladas. Vivir, al fin y al cabo, siempre exige un último esfuerzo y a ello se aplican estos personajes que son capaces de dar una vuelta sobre sí mismos para recordar la euforia de un swing, o volverse hacia ella y aún ver a aquella chica que se llevó todo lo que sentías para quedárselo para siempre. Caine y Jackson son dos leyendas que aquí nos dan unas cuantas lecciones de interpretación. No hay que perder ni un solo instante en ver lo que hacen, disfrutar de lo que regalan y paladear el amor en la última playa.

miércoles, 30 de octubre de 2024

CONSPIRACIÓN (1997), de Richard Donner

 

Jerry Fletcher es uno de esos conspiranoicos que ven manos negras en el corazón de la mismísima rutina. Para él, todo es un plan cuidadosamente imaginado dirigido a la dominación de mentes. Su inacabable verborrea llega a cansar al más pintado y, de vez en cuando, tiene algún arranque neurótico que resulta especialmente peligroso puesto que se dedica a conducir un taxi por las noches de Nueva York. Su mirada, casi siempre, está perdida en busca de respuestas y, por alguna razón dormida en su subconsciente, sólo encuentra algo de tranquilidad observando desde la calle a una chica preciosa que hace ejercicio sobre una cinta. Algo en su memoria le empuja hacia ella. Sin embargo, Jerry no sabe qué es lo que puede ser. Su paranoia llega hasta tal punto que hasta edita una especie de revista poniendo negro sobre blanco todas las conspiraciones que se pasan por su desordenado cerebro. Tiene cinco suscriptores, ahí es nada. Todos los relojes parados aciertan la hora, al menos, dos veces al día. Jerry es un reloj parado que acierta con una de esas teorías y eso comienza a poner de los nervios a determinadas unidades de los servicios secretos. Y lo mejor de todo es que Jerry no tiene ni idea de cuál es el clavo que ha golpeado, no sabe cuál es la teoría de la conspiración que han dado por cierta, pero debe averiguarla si quiere seguir sobreviviendo.

A partir de aquí, todo es una persecución y, al mismo tiempo, un regreso al infierno por parte de Jerry. La chica a la que ve corriendo sobre la cinta de ejercicio comienza a hablar con él y, entre tanta confusión mental, hay algo de verdad en lo que Jerry dice. Pasan cosas. No me pregunten cuáles porque puedo dar en el blanco e irán a por mí. La carrera por seguir vivo va a merecer la pena porque la chica de los sueños, o de las realidades, de Jerry está a su lado. Y Lee Harvey Oswald no es quien asesinó a Kennedy. ¿Se han fijado que todos los locos solitarios tienen dos nombres de pila?

Quizá el mayor defecto de esta película sea la desquiciada interpretación de Mel Gibson. No deja sitio a la sutilidad, aunque sí a la sorpresa. Si su trabajo hubiera sido más sugerido, menos neurótico, menos excesivo, la cinta hubiera ganado en suspense y en capacidad de enganche. Julia Roberts trata de ofrecer el contrapunto y Patrick Stewart hace lo que puede para darle oscuridad a su personaje. La dirección de Richard Donner, como siempre, es buena aunque no hubiese estado de más sujetar el histrionismo de Gibson que, por sí mismo, no es irritante, sino cansino porque ocupa gran parte de las escenas. Por lo demás, es una historia con mucho ritmo, con cierta originalidad sobre los locos de las teorías de la conspiración y sobre esa cortina tenebrosa que nos rodea con estampado de interrogantes insolubles acerca de lo inexplicable y lo ilógico, aunque también la coincidencia exista en el mundo paranoico. Y, sí, a veces es más fácil creer que todo es una conspiración para esconder la vergüenza de nuestros propios fallos.

martes, 29 de octubre de 2024

CATORCE HORAS (1951), de Henry Hathaway

 

Casi como quien hace algo normal, un individuo decide salir a la cornisa de la fachada de un hotel y amenazar con tirarse. Un grito alerta a la calle y un simple policía de tráfico acude para ver si puede hacer algo. Es un tipo afable, con cara de buena persona, que ha pateado las calles hasta desgastarse las suelas y ha visto de todo. Y tiene un acierto cuando habla con el potencial suicida. Le dice la verdad. Eso impresiona al tipo de la cornisa y decide que ese policía normal, que ni siquiera está en una comisaría y que se limita a regular el tráfico y poner multas, es el interlocutor perfecto. Al momento, se cortan las calles, se establece un cordón de seguridad, se averigua con qué nombre se registró, se lanzan mensajes por radio para localizar a sus familiares más cercanos. Mientras tanto, en la multitud que se congrega en la acera, dos jóvenes se conocen y comienzan a hablar de cómo está el mundo. Unos taxistas hacen apuestas sobre la hora en la que el fulano va a tirarse. Una mujer se dirige al bufete de un abogado para establecer los términos de su divorcio. De alguna manera misteriosa, el hecho de que un hombre esté de pie en una cornisa lo paraliza todo. Es como si el tiempo también se pusiera al otro lado de la valla y quisiera mirar. Arriba, en la habitación, el jefe de policía del distrito, el psicólogo de guardia, la madre, el padre, la novia…poco a poco, el simple guardia de tráfico va destapando las miserias que asolan a ese joven que quiere acabar con todo sin más miramiento. La vida no le ha tratado bien. Cree que no ha aportado nada más que amargura. ¿Para qué seguir? El cariño no se hizo para él. Sólo el dolor y las lágrimas. Ya no puede aguantar.

Excelente película de Henry Hathaway que retrata las catorce horas angustiosas que pasa ese individuo en la cornisa, oyendo razones para convencerle de que no lo haga, tratando de encontrar motivaciones para seguir adelante. Richard Basehart hace un trabajo comedido, porque no se esconde en la compasión, ni en la pena. Simplemente es un tipo sin suerte y sin visos de tenerla que empatiza inmediatamente con el espectador. El guardia de tráfico es un inmenso Paul Douglas, que oscila entre su deber y su cotidiana labor de aburrimiento gris. El joven que espera en la calzada es Jeffrey Hunter, deseoso de presentarse a esa chica que ha visto entre la multitud y que no es otra que Debra Paget. La madre del hombre que se quiere quitar la vida es Agnes Moorehead. El padre, injustamente tratado por unas circunstancias de abandono y desprecio, es Robert Keith. El jefe de policía del distrito es Howard da Silva. La mujer que va a establecer los términos del divorcio es Grace Kelly en su primera aparición en el cine. La novia, que también ha cometido algún error, es Barbara Bel Geddes. El psicólogo de inspiración freudiana es Martin Gabel. Un reparto simplemente extraordinario para una historia pequeña y que, en cualquier caso, puede ser de alguna manera la rutina de todos aquellos que sienten deseos de salir por la ventana y esperar a que venga el valor.

jueves, 24 de octubre de 2024

BOWFINGER (1999), de Frank Oz

Es fácil rodar una película con dos mil dólares en el bolsillo. Al fin y al cabo, es un negocio en el que todo el mundo quiere entrar. Cualquiera quiere ser actor o actriz. Basta con poner una cámara delante y adelante. No obstante, es necesario algún gancho para atraer al público y no hay nada mejor que una gran estrella…sólo que no se puede pagar un salario tan astronómico. Así que la solución es sencilla. Se selecciona a un doble que es el vivo retrato del hombre de moda. Y, con mucha imaginación, se sigue al auténtico actor rodándole en plano general sin que se dé cuenta. Luego, el montaje hará el milagro. Listo. Dicho y hecho. Tan sólo hay que solventar una serie de pequeños problemillas. Por ejemplo, y sin ofender a nadie. El tipo que se ha contratado como doble del inalcanzable actor es estúpido de solemnidad, pero eso no es suficiente como para desanimar a nadie. La chica que ha sido elegida como actriz es más ligera de cascos que un caballo de carreras. Venga, venga, eso no es nada. Imaginación al poder, amigos. Esto se rueda, se monta, se estrena y estamos en el candelero durante unos cuantos meses, lo suficiente como para obtener financiación y luego hacer una película en condiciones. La picaresca de Hollywood lo permite.

Divertida y con mucha imaginación, Bowfinger no es sólo una comedia. De paso, le da un repaso a la maquinaria del cine, con sus intereses creados, sus vanidades del tamaño de Los Ángeles, sus dependencias infantiles, sus defectos gordos y sus ambiciones desmedidas. El guión de Steve Martin está lleno de situaciones brillantes y muy atípicas y la dirección de Frank Oz es nítida dentro de un caos en el que abundó la improvisación a mansalva. Y, por último, las interpretaciones del propio Martin, al lado de Eddie Murphy en su doble papel de estúpida estrella arrogante y estúpido doble sin solución, de Heather Graham, de Robert Downey Jr. y de Terence Stamp son hábiles y, aunque pueda parecer que hay una cierta tendencia a pasarse de rosca, no es así. Todos están al servicio del chiste que, en ningún momento, traspasa las líneas rojas del buen gusto para adentrarse en la broma ridícula. Entretenida y sonriente. Un enredo de celuloide del que no se sabe cuál va a ser el siguiente lío.

En cierto modo, es un canto a la creatividad porque hay que reconocer que la idea tiene su aquél. Ya que Hollywood reparte tantos dividendos a unos pocos, no hay nada de malo en explotar un pequeño resquicio para que algo de calderilla cambie de manos. Y, por supuesto, hay que esperar con toda la ilusión del mundo a que la película tenga éxito. Todo es posible en la fábrica de sueños. Desde la provocación de una situación para que el montaje haga de las suyas, hasta que las excusas de siempre suenen a las réplicas de nunca. No dejen de seguir la estela de una buena iluminación, del rodaje improvisado, del estúpido, del oportunista y de la cómoda sensación de que, en el fondo, además de una crítica llena de acidez, también es una tomadura de pelo para los que manejan los hilos.

LA HABITACIÓN DE AL LADO (2024), de Pedro Almodóvar

 

“Cae la nieve en cada esquina del cementerio desierto, allá arriba, en la loma en la que estaba sepultado Michael Furey. Se amontonaba en las cruces retorcidas, en las lápidas de las tumbas, en las barras puntiagudas de la cancela, en las zarzas sin hojas. Su alma se desvaneció lentamente en el sueño mientras oía que caía suavemente sobre el universo, y caía suavemente como el descenso del último ocaso sobre todos los vivos y los muertos”.

Y así, suavemente, asistimos a una historia sobre la manera de enfrentarnos a la muerte. Una, desde la perspectiva del adiós. La otra, desde la óptica del que todavía siente que tiene mucho por vivir. Quizá, dando por sentado que la muerte es una razón más para la vida. Se recuerdan errores. Se traen a la memoria algunas cosas que se han hecho y que, de alguna manera, han sido importantes mientras el presente avanza hacia el final. Tal vez sólo sea el deseo de afrontar la muerte en compañía porque el vacío conserva la apariencia de ser un lugar muy solitario. Mientras tanto, se piensan muchas cosas. Se exhalan las últimas risas. Se trata de exprimir un poco de belleza ante un acto tan feo como es morir. Y esa belleza puede que no resida en el paisaje, ni en la afortunada existencia. Puede que sólo sea la seguridad de que alguien que siente algo por ti está a tu lado. Para todo y por todo. Camino a la nada.

Además de todo ello, también existe ese resquemor de creer que la vida vivida ha servido para algo. Para consolar a alguien desorientado. Para ofrecer algo a los hijos. Para dejar por escrito un par de líneas que merezcan la pena. La casa se llena de la propia esencia y una puerta abierta significa vida y respiración. Una puerta cerrada es la señal para la lágrima y la agonía. Rabia, rabia ante la agonía de la luz. Todo hecho. Todo cerrado. Todo a punto. Entrar con tranquilidad en una muerte y dejar que los copos de nieve caigan una última vez para dejar bien claro que la muerte, en el fondo, es democrática, ya que iguala a todos los que la experimentan. Sin justificaciones, ni reproches. De eso ya se encarga la conciencia que es lo último en morir.

Y en ese camino de cristal y agua, dos actrices como Tilda Swinton y Julianne Moore llegan a la cima para ofrecernos esas dos visiones bajo las líneas inmortales de Joyce o el testamento cinematográfico del gran John Huston. O tras las carcajadas maravillosas que no hacen más que traer recuerdos de pedazos de vida aprovechados viendo a Buster Keaton en la obra maestra que hizo bajo el título de Las siete ocasiones. O llorando una última vez ante la imposibilidad del amor que siempre se ha mostrado escurridizo y, a menudo, ingrato en Carta de una desconocida, de Max Ophuls. La dirección de Pedro Almodóvar es medida, adulta, extraordinariamente contenida, profunda, aunque quizá peque de alguna torpeza en el incendio. Swinton está enorme y, un peldaño por encima, está Moore porque quien cuida es el que lleva la mayor parte del dolor a cuestas. Y transmite muchas cosas con su mirada de agua y su pelo de fuego. Al final, puede que lleguemos al convencimiento de que nuestras huellas, de algún modo, nunca se borran o, mejor, siempre son ocupadas por las que vienen detrás, dejando una lección de cómo se puede vivir, superando las tremendas bofetadas de un devenir que casi nunca es una comedia. Esta es una película grande. Con dos actrices grandes. Con un director que, esta vez, sabe muy bien qué es lo que quiere contar. Cae la nieve sobre todos nosotros. Sobre todos los vivos y todos los muertos. Eso debería darnos la suficiente serenidad como para afrontar los últimos momentos con la mirada tranquila y el corazón descansado. Más aún si al lado hemos tenido a alguien que ha demostrado que el cariño existe y que vino a nuestras vidas para quedarse.

miércoles, 23 de octubre de 2024

CÓMO ELIMINAR A SU JEFE (1980), de Colin Higgins

 

Tener un jefe parapetado tras su mesa de despacho y que sea el mayor sexista, ególatra, mentiroso e hipócrita es una tarea decididamente difícil para las secretarias de dirección que le rodean. Entre sueños y humos poco recomendables, ellas imaginarán sus particulares venganzas hacia este ser que no merece más que el desprecio y la defenestración literal por la ventana del piso en el que se halla su flamante e inmaculado despacho forrado de maderas en donde él se entrega al adictivo juego del poder, del acoso, de la manipulación y de la humillación. Las cosas, a veces, no son como uno (o una) las imagina, pero las circunstancias se juntan y estas tres chicas que trabajan con el individuo en cuestión tendrán una oportunidad clamorosa de dar rienda suelta a su rencor. Eso sí, sin dejar el humor de lado. Y, ojo, el humor tintado de competencia porque en la ausencia obligada del máximo mandatario, ellas se dedicarán a dirigir el departamento con eficiencia y razón, demostrando que las chicas, cuando se ponen, merecen mucho más la pena.

Por el camino, habrá confusiones, enredos, un equívoco basado en galletas y matarratas, fantasías de Disney, acosos, tretas para apartar a la inevitable servil que no se sabe muy bien qué pretende. Las chicas de nueve a cinco son guerreras y terriblemente competentes, así que es cuestión de que este individuo, a principios de los años ochenta, se agarre los machos y acepte que es mejor escuchar y luego decidir, respetar, ejecutar con lógica y no asumir los elogios que el bienamado líder desparrama como si fueran suyos.

Divertida película que causó un verdadero impacto en los ochenta porque ponía en valor el trabajo de muchas mujeres que tenían que aguantar carros y carretas en sus trabajos mientras no dejaban de usar tacón alto, vestir de forma impecable y sonreír aunque para sus adentros estuvieran acordándose de la madre de alguien. Estupendos también los trabajos, variados e, incluso, salvajes, de Jane Fonda, Lily Tomlin y el debut cinematográfico de Dolly Parton, haciendo la vida imposible a ese jefe sin moral, revestido de falsa amabilidad y sonrisa sin hueco que interpreta con sorna Dabney Coleman. El resultado fue una comedia algo alocada, con alguna que otra salida de rosca, pero inevitablemente entretenida, llena de diversión, de imaginación y agudeza, que en una época en la que eso no se estilaba, echaba una mirada a la enorme competencia de las mujeres para decir que, en muchos casos, eran más adecuadas que algunos hombres colocados en puestos de dirección.

Así que no hay que olvidar que todos tenemos el mismo cerebro y que sólo es una cuestión de saber, con el uso de la lógica y del respeto, cómo utilizarlo. Las personas siempre fueron eso, personas. Sin distinción de sexo. Y siempre es enriquecedor contar con la opinión de todos los que colaboran en cualquier trabajo. No olvidemos que nunca, nunca, nunca hay que pensar que somos los más inteligentes del lugar. Siempre habrá alguien que nos pueda dar un par de lecciones sobre eso.

martes, 22 de octubre de 2024

EL MODERNO SHERLOCK HOLMES (1925), de Buster Keaton

 

Una cabina de proyección de cine alimenta muchos sueños. Las películas se suceden y en la imaginación del joven que trabaja allí se acumulan las fantasías. Una de ellas es la de convertirse en un detective. La otra, más humana y, al mismo tiempo, posible, es conquistar a la chica que le tiene sorbido el seso. Siempre que se quiere a alguien se desea agasajar a la otra persona con algún detalle, aunque no se tenga más que la intención llena y los bolsillos vacíos y eso es lo que hace el joven. Compra una simple caja de bombones porque ella es el chocolate que llena su vida. No obstante, debería andarse con cuidado porque tiene un competidor que se las gasta con onda. Ya se sabe, en cuestión de amoríos, al enemigo ni agua. Y el fulano se empeña en crear la apariencia de que el joven proyeccionista y futuro detective es un gañán que roba relojes y compra bombones a menos precio del que alardea. Lo segundo, seamos sinceros, es cierto, pero lo de robar un reloj pasa ya de lupa oscura. Así que, después de las correspondientes acusaciones, al joven sólo le queda volver a su cabina de proyección y entregarse a sus sueños.

Esta es una de esas películas en las que se pone de manifiesto la tremenda imaginación plagada de recursos de Buster Keaton como director. Es asombrosa la modernidad de la realización que pone en juego, haciendo, por supuesto, que él sea el instrumento principal de todas y cada una de las sonrisas que se dibujan en el rostro de los espectadores a cada momento. Persecuciones alocadas y tronchantes, detalles de fino humorista, novedades narrativas impensables como el introducirse dentro de una película sesenta años antes de que Woody Allen hiciera algo parecido en La rosa púrpura de El Cairo, o John McTiernan también lo intentara en otra clave en El último gran héroe, acrobacias milimetradas hasta el extremo, habilidades de tapete verde, trucos de magia, chistes visuales tremendamente elaborados…en realidad, es una película de cine mudo que contiene todo en apenas cuarenta y cinco minutos. Y, al terminar, se experimenta esa sensación de haber visto algo que se anticipa a todo lo que se ha hecho después, con un esfuerzo físico increíble y con una entrega inusitada con el mero afán de entretener. Es lo que tienen los genios.

Así que no se duerman en sus sueños. Puede que tengan más zarandeos de los previstos y de que, al final, no sean detectives porque no están hechos para eso, pero, permítanme sugerirles la posibilidad de que se queden con la chica. El procedimiento para dar el paso definitivo es fácil. Basta con ver una película que contenga una escena de amor y pónganlo en práctica. Es fácil que crean que son ustedes un poco ridículos y que tengan que detenerse en determinado momento, no vayan a ir las cosas muy lejos, pero el cine, como la vida, no deja de dar lecciones desde una cabina de proyección o desde ese enorme ventanal que es nuestra imaginación. Esto es cine. Cine del bueno. Cine del muy bueno.

viernes, 18 de octubre de 2024

LA INTÉRPRETE (2005), de Sidney Pollack

 

Un olvido y los oídos escuchan lo prohibido. Alguien va a ser asesinado. Quizá no sea precisamente una persona que merezca vivir porque ha causado mucho sufrimiento en su país, pero tal vez haya que decirlo para que se tomen las medidas oportunas. Lo peor de todo es que esa intérprete de oídos indiscretos se convierte en una de las principales sospechosas de una posible conspiración porque ella también sufrió más de lo que merecía en ese país que se parece a Sudáfrica y que sólo existe en la imaginación de los creadores. Sin embargo, ese agente del servicio secreto que se encarga de investigar motivaciones y sospechosos tiene una extraña conexión con la intérprete. Tal vez sea el mismo dolor, el mismo cansancio ante una vida que sólo les ha regalado lágrimas en distintas circunstancias. Y entonces se abre una doble caza. Por un lado, hay que atrapar a los verdaderos conspiradores. Por el otro, hay que demostrar que la intérprete no tiene nada que ver…aunque ganas de participar no le faltan.

La última película de Sidney Pollack fue otro intento de demostrar que, si se le daban bien los melodramas, las películas de intriga se le daban aún mejor. Para ello, no dudó en conseguir, por primera vez, el permiso de las Naciones Unidas para rodar en su interior, en aras de un mayor realismo. Sin duda, gran parte del escenario más atractivo de la película es el interior de ese edificio. Y los trabajos de Nicole Kidman y de Sean Penn son correctos, sin llegar a ser brillantes. Pollack, en esta ocasión,no consigue ser tan vibrante, tan tenso como en otras ocasiones. Lejos está su pulso milimétrico para Los tres días del Cóndor o su dominio del ritmo en La tapadera. No obstante, no se puede decir en ningún momento que La intérprete sea una mala película. No lo es. Tiene grandes momentos en su metraje, pero, tal vez, le falta algo de pasión en lo que cuenta.

En cualquier caso, no es fácil ponerse en la piel de una mujer que ha sido guerrillera y ha luchado por la paz en su país y termina en el equipo de intérpretes de las Naciones Unidas, algo que no encaja demasiado teniendo en cuenta que se escudriña el pasado de los empleados del organismo exhaustivamente. A partir de ahí, todo corre por cuenta de los actores que se emplean bien y no se salen de la corrección en ningún momento. La emoción puede que ya se dejara para la agonía que iba a afrontar un director de tantas garantías como lo fue Sidney Pollack.

Y es que un disparo puede cambiarlo todo. Puede que sea el pistoletazo de salida para la libertad largamente ansiada. Puede que sea la señal para una inmersión en la anarquía. Puede que sea el pitido final de una serie de acontecimientos dirigidos a un cambio de gobierno que no se sabe si será mejor. Las palabras cazadas al vuelo por la intérprete dan un puñado de pistas, pero no se sabe su significado si no se corre detrás de la muerte.

jueves, 17 de octubre de 2024

LA SUSTANCIA (2024), de Coralie Fargeat

 

Yo no querría nunca ver una versión mejorada de mí. Primero, porque ya desprecio bastante al original como para tener una copia de mí mismo más guapo, para lo cual no hace falta correr mucho, con todas las ambiciones propias de mi juventud y con la ansiedad de exprimir hasta la última gota de mi energía para disfrutar del momento. Segundo, porque no creo que el resto del mundo tuviera ni el más mínimo interés por ello. Es algo que no me preocupa. Mucho más si el tema consiste en fabricar a un ser más o menos vivo que es independiente, es decir, yo no vivo lo que él vive, yo no comparto lo que él experimenta, yo no estoy cuando él está.

Dicho esto se me ocurren varios extremos para comentar esta película de Coralie Fargeat. Una de ellas es que la película empieza muy bien. Se plantea una pesadilla de corte fantástico, muy cercana a aquellos cuentos de La dimensión desconocida, con la parábola de la vejez y la juventud perdida. Para ello, la directora se sirve de inspiraciones maravillosas como aquella Plan diabólico, de John Frankenheimer, principal fuente de referencia de esta película. Continúa con toques de El resplandor, de Stanley Kubrick, con una alfombra y unos baños de puertas rojas que recuerdan a los del Hotel Overlook. Demi Moore hace una interpretación esforzada, bastante notable, que nos confirma que sigue teniendo magia en la mirada y no tanto en la expresión. Hasta ahí todo va razonablemente viento en popa.

Luego Fargeat quiere decir muchas cosas. La estupidez de estos tiempos en los que damos demasiada importancia a una belleza que no deja de ser efímera, conocemos al histrión de Dennis Quaid que creo que quiere hacernos recordar a Harvey Weinstein, se nos habla también de la tontería masculina, sólo dispuesta a fijarse en chicas de curvas apetecibles, en la instrumentalización de la mujer en el mundo del espectáculo, algo manido, pero aceptable y la película pierde algo de fuelle, pero va muy bien. Sobre todo, porque posee un sentido del humor que le va como anillo al dedo. De pronto, Fargeat abandona a Frankenheimer y pasamos a El retrato de Dorian Gray, de Albert Lewin, con esa representación corrupta de la vejez en la que se reflejan todos los actos tintados de maldad que hemos hecho en esta vida. Margaret Qualley, la chica de Brad Pitt en Érase una vez en Hollywood, de Tarantino, da el pego como la versión mejorada de Demi Moore. Se buscan respuestas a los errores inevitables del punto de partida. Venga, la película sigue en un nivel alto.

Sin embargo, al final se va torciendo todo. Pasamos a El hombre elefante, de David Lynch y, también, a La muerte os sienta tan bien, de Robert Zemeckis. Nombro los homenajes porque es lo mejor. Además hay referencias a 2001, de Stanley Kubrick y a El profesor chiflado, de Jerry Lewis, pero Fargeat se traslada a un universo de hemoglobina a chorro, de dudoso gusto y de La dimensión desconocida parece que pasamos a Darío Argento sin escalas. Se nota que quiere seguir contando e inyectando moralina y a Fargeat le cuesta horrores terminar la película. Sobra la última media hora larga, en concreto, desde la resurrección, momento en el que se salta sus propias reglas, hasta el momento muy rígidas, y ya la pesadilla se torna en un chiste de dudoso gusto. Eso no hace que la película obtenga un suspenso, pero le baja la nota palpablemente. Y es una pena porque Fargeat se mueve como pez en el agua cuando la historia se contiene, con sus toques de humor, con su dilema moral, con su mundo rosa teñido de blanco y con dos actrices que están dando un nivel muy alto. Son los problemas de ofrecer una película en versión original mejorada que, a veces, no se sabe en qué momento hay que dejar de mejorar.

martes, 15 de octubre de 2024

EL VALLE DEL FUGITIVO (1971), de Abraham Polonsky

Willie Boy mata en defensa propia. Y el hombre blanco, azuzado por las circunstancias de una visita política y siempre falsa, se lanza en su busca. La caza se ha puesto en marcha y sólo hay un tipo con una estrella de latón que parece mantener la cabeza sobre los hombros y no es otro que alguien que siempre sintió simpatía por Willie Boy. Intenta racionalizar lo que no tiene solución. Los granujas que pueblan el Oeste, trajeados o sucios, educados o brutos, violentos o pacíficos, quieren ver a Willie Boy muerto. Ya se sabe que el único indio bueno es el indio muerto y si tienen una excusa como un asesinato, ya no hay salvación. Cooper, el sheriff, intenta sujetar a los desquiciados que sólo desean ver que un indio también posee la sangre de color rojo, pero también tiene miedo de que la desesperación lleve a Willie Boy a meterse en más problemas. Fue en defensa propia. Y Cooper cree que podrá demostrarlo en un tribunal, pero tiene que cazar a Willie Boy antes que los demás.

El indio sabe moverse rápido entre las rocas y los territorios áridos de fuga. Corre como el viento, se esconde como una serpiente y guarda el miedo para una mirada que huye más rápido que él. Willie Boy se parece tanto a los demás que sólo quería volver a su reserva y amar y ser amado. Nada de eso se va a cumplir por culpa de ese asesinato en defensa propia. Y Willie Boy llega al convencimiento de que, si hubiera muerto él, quizá hubieran detenido al otro y lo hubieran juzgado, pero, sin duda, no serían tan severos, ni se armaría tanto revuelo para ir a por él. Al fin y al cabo, si un blanco se escapa, todo se resuelve encogiendo los hombros y dándose la vuelta.

Abraham Polonsky volvió con esta historia de opresión y aventura después de haber estado incluido en las listas negras durante más de veinticinco años. En esta película, vuelca buena parte de su rabia, haciendo que su personalidad sea la del incauto Willie Boy, bien interpretado por Robert Blake. Sin embargo, las simpatías de Polonsky se dirigen hacia ese sheriff introvertido, analítico, razonable y valiente que encarna Robert Redford con serenidad y lentitud. En él reside buena parte del atractivo de una película en la que, a través de la metáfora, Polonsky narra la persecución injusta, la locura colectiva, los intereses creados para cazar a inocentes y la terrible desesperación de los que no tienen a dónde ir. El resultado es una película que se disfruta, pero que también se piensa. Que se diluye, pero que también se queda. Que se deshace, pero que también incomoda. Hay que decir a todo el mundo que Willie Boy está aquí.

Mantener la cabeza fría es uno de los requisitos indispensables para no caer confundido entre la masa voluble. La masa, digámoslo claramente, casi nunca tiene razón. Sólo el criterio propio nos salva. Somos los que tenemos que separar la propaganda falsa de la verdad. Y no es tarea fácil para quien quiere construir un país justo. Salgamos en su busca porque esa es la verdadera persecución. 

KRIS KRISTOFFERSON: UNA ROSA BAJO LA NIEVE


Fue el galán por excelencia que parecía querer decir a cada beso que hicieras el amor y no la guerra. Con su imagen viril, marcó una etapa en los años setenta, demostrando dónde se hallaba el vigor en los protagonistas de una época que se deshacía en cánticos en contra de Vietnam y destacaba por la gasa en el vestido de ellas y la camisa desabrochada en el pecho de ellos. Kris Kristofferson, quizá, ha puesto el punto final de una época que nunca nació del todo, pero que tampoco supo morir del todo.

Procedente del mundo de la música country, aunque a lo largo de carrera tocó la música de muchos géneros y actitudes, su primera aparición en pantalla fue, como no podía ser menos, en una película de Dennis Hopper, The last movie, un poco como ese joven que recogía el testigo contestatario y rebelde que habían dejado los easyriders de Peter Fonda, el propio Hopper o Jack Nicholson. Sin embargo, fue una aparición secundaria, suficiente como para llamar la atención, pero que no parecía digna de un cantante que ya gozaba del éxito.

Fue su siguiente película la que le proporcionó estar en boca de todos. Cisco Pike, de Bill Norton, al lado de Karen Black y Gene Hackman, le dio la oportunidad de interpretar a un traficante de drogas que debe actuar de infiltrado por las presiones de un policía que siempre está a punto de pisar la raya que diferencia lo bueno de lo malo. La película tuvo un éxito considerable y Kristofferson fue llamado por el cineasta que le iba a encumbrar hacia la leyenda porque le había gustado su actuación. Ese cineasta se llamaba Sam Peckinpah y quiso a Kris Kristofferson para uno de los papeles protagonistas de Pat Garrett y Billy the Kid. La figura de Kristofferson parecía ideal para interpretar a Billy el Niño, legendario pistolero que parecía nacido para otros menesteres y que fue cazado por uno de sus amigos. Con este western, el trío formado por Peckinpah-Kristofferson-James Coburn parecían decir adiós de una vez por todos al mundo mítico del Oeste. Ya nada sería como antes.

Sam Peckinpah le requiere de nuevo para un papel más bien episódico en esa extrañeza genial que es Quiero la cabeza de Alfredo García, pero es Martin Scorsese el que le da la oportunidad de dejar un poco atrás la figura del joven rebelde e interpretar a un hombre centrado y adulto, que abre un mundo de nuevas posibilidades a la protagonista de Alicia ya no vive aquí.

A partir de este momento, el nombre de Kris Kristofferson se convierte en el mayor reclamo para ir al cine. Barbra Streisand le requiere para sustituir al inicialmente previsto Elvis Presley para acompañarla en Ha nacido una estrella, en la que grabaron juntos el mítico tema Evergreen, canción ganadora del Oscar de aquel año. La experiencia para Kristofferson no fue buena: “Trabajar con Barbra Streisand me ha quitado las ganas de hacer cine durante una temporada”, pero los guiones se amontonan encima de su mesa y accede a coprotagonizar junto a Burt Reynolds y Jill Clayburgh Dos más uno, igual a dos, comedia deportiva y de trío amoroso que fue otro éxito comercial que, curiosamente, ya nadie recuerda.

Peckinpah le ofrece otro de sus proyectos más taquilleros como es Convoy que, a pesar de que fue una película extensamente odiada por su director, se convirtió en uno de los grandes éxitos de la década, con Ali McGraw y Ernest Borgnine acompañándole en la cabecera del reparto. Nuevamente, Kristofferson ofrece la imagen de rebelde con éxito como ese camionero que se enfrenta tercamente a la autoridad para impedir la extorsión de los transportistas por carretera en el medio Oeste americano.

Es uno de los principales activos del mayor desastre del cine moderno estadounidense que llevó a la quiebra a la United Artists como La puerta del cielo, de Michael Cimino, en la que pasea compostura y sabe actuar, otorgando un punto de serenidad a una película que fue una locura. Sin embargo, a partir de aquí, la carrera de Kris Kristofferson inicia una lenta cuesta abajo. Al fracaso en la película de Cimino se une su unión con Jane Fonda en un papel que no le ajustaba nada como el de ejecutivo de altas esferas en Una mujer de negocios, de Alan J. Pakula. Sólo su aparición como policía con pasada muy turbulento a cuestas en la excelente Inquietudes, de Alan Rudolph parece sacarle un poco de la indiferencia. Se refugia en varias series de televisión, que también sirven para proporcionarle un éxito más que moderado y su carrera en cine se va diluyendo con títulos demasiado al margen, o, sencillamente, apabullantemente mediocres.

Uno de esos proyectos, a primera vista no demasiado importante, le pone otra vez en primera línea. Encarna al brutal comisario de Lone Star, una de las mejores películas del director John Sayles, que sabe extraer ese punto de dureza extrema que podía sacar Kristofferson y que era muy capaz de ofrecer. No hay que olvidar que fue un hombre que empezó la carrera militar, fue piloto de helicóptero e instructor oficial en la Academia de West Point. Blade es otra película que le mantiene como un nombre recordable en el panorama del momento y realiza una excelente interpretación en una película de la que nadie se acuerda y que se llama La hija de un soldado nunca llora, basada en la vida del escritor James Jones, autor de novelas tan famosas como De aquí a la eternidad o Como un torrente.

Ya, cómodamente instalado en el asilo de los villanos para actores que un día encabezaron repartos, ofrece un malvado de cierta clase en la notable Payback, al lado de Mel Gibson y tiene una aparición interesante en otra película muy poco conocida y que lleva ácido vitriólico en sus bobinas y que también es obra de John Sayles como Silver City, una historia que criticaba sin ambages al entonces presidente George W. Bush.

Otro malvado destacable es el de la versión de La huida que hace Walter Hill a partir de su propio guion para Peckinpah, todo un homenaje al director de la original, y que tiene a Alec Baldwyn y Kim Basinger como protagonistas en lugar de los míticos Steve McQueen y Ali McGraw. Más partes de Blade, villanos en películas olvidables y mucho doblaje para dibujos animados aprovechando su susurrante voz es lo que nos queda por reseñar. En 2013, la familia ya comunicó que tenía problemas de memoria con posible diagnóstico de Alzheimer aunque, posteriormente, esto último fue desmentido. Retirado de todo rodaje desde 2018, Kris Kristofferson nos ha recordado siempre cuál es el material con el que están hechos los hombres ideales. Siempre comprometidos, siempre serenos, siempre mansos…y con un punto de esperanza. Algo parecido a una rosa en la nieve que brota para subrayarnos que aún queda un sueño por cumplir.               

                                                                                                              César Bardés

viernes, 11 de octubre de 2024

EL EXORCISMO DE EMILY ROSE (2005), de Scott Derrickson

 

El Diablo se sienta en el banquillo de la acusación. En este juicio, Lucifer ha ganado en todos los aspectos. Se llevó una vida inocente, que habitó con rabia y dedicación y, de paso, consiguió que la justicia de los hombres, ciega e imperfecta, inculpara al sacerdote que trató de combatirlo. Homicidio por negligencia. El cura creyó que dejando de lado a la medicina y encomendándose a su religión, el Diablo saldría de la chica y ella sería libre. No fue así. El maldito príncipe de las tinieblas se cebó con el cuerpo y ella murió. Y el sacerdote, lleno de culpa y de duda, se sienta para responder ante un juez. Victoria en todos los sentidos. Si ese párroco incompetente acaba condenado, se oirán las carcajadas hasta en el cielo.

Sin embargo, una abogada quiere comprender todo lo que ha pasado y comienza a indagar en la oscuridad para hallar una luz que conduzca a la verdad. Y la verdad, con el mal de fondo, es tan escurridiza como las babas del maligno. Se moverá entre la ciencia y el misticismo. Y ya no sabrá qué creer. Ya se sabe, el mejor truco que hizo nunca el Diablo fue convencer a la Humanidad de que no existía. Y, en esta ocasión, está muy presente.

No cabe duda de que el punto de partida de esta enésima película de exorcismos es muy atractivo y, para redondearla, cuenta con un reparto muy solvente encabezado por Laura Linney y Tom Wilkinson. No obstante, la dirección de Scott Derrickson y el guión de Paul Harris Boardman y del propio director adolece de algo que es casi imperdonable en una película que llega a impresionar en sus toques aislados de terror. No tiene una escena final. Sólo se cuenta y, casi, se supone cuál ha sido el fin de la desdichada chica que alojó al Diablo en su cuerpo. De esa manera, la película se queda algo colgada, como incompleta. Se ha deletreado el nombre de la bestia con mucho cuidado y, al final, no se concluye apropiadamente. Veredicto y punto. Pecado mortal dentro de una historia que llega a ser escalofriante en algunos pasajes.

Así que desconfíen cuando la felicidad llama a la puerta. Al Diablo le gusta presentarse cuando las sonrisas se hacen permanentes. El futuro está lleno de ilusión. Los sueños están a punto de hacerse realidad…y es entonces cuando aparece él, rojo de furia y de rabia contra el ser humano, haciéndose evidente para que su poder se manifieste a través de la inútil arrogancia de quien se cree superior. Al fin y al cabo, sólo se pone en riesgo una vida y eso es apenas una miseria para quien controla los infiernos. El hombre espera. El Diablo acecha. Y, tal vez, la soledad y el retiro sea el peor castigo para el bien. Todo se verá en esa sala donde se decide el destino de unos cuantos que no han cumplido con la ley. La ley humana. No siempre justa. No siempre ciega. No siempre buena.

jueves, 10 de octubre de 2024

JOKER: FOLIE Á DEUX (2024), de Todd Phillips

 

En estos tiempos en los que los villanos son dignos de alabanza y simpatía, uno se llega a preguntar los motivos por los que es necesario hacer una segunda parte de la reinvención del enemigo de Batman. La primera parte del descenso a la locura más sanguinaria contenía escenas turbadoras, que rozaban peligrosamente lo sórdido, con una ambientación propia del realismo más sucio y que muchos lo asemejaron a aquella obra maestra de Martin Scorsese que llevó por título Taxi Driver. En esta ocasión, todo se reemplaza por un musical. Sí, sí. No esperen otro coqueteo con la turbiedad, con el lado más psicopático de la locura, con la hartura propia de una época en la que los ricos prosperan y los pobres son aún más pobres porque nadie se acuerda de ellos. Tiren del repertorio de Frank Sinatra y tendrán un resumen de esta segunda parte.

Y es que todo el mundo se acordó de aquella secuencia de las escaleras, de la interpretación esforzada e intensa de Joaquin Phoenix, explotando al máximo la expresividad emanada de su delgadez y demacración. Se trata de repetirlo, pero ahora vamos a poner una cancioncilla cada dos por tres, esperando que todo el mundo reconozca el Bewitched, de Sinatra, o el Get happy, de Judy Garland, para que el colectivo se una ferozmente a un musical de amor y atrocidad. Y ya está. De paso, para contentar a los incondicionales de los personajes de Bob Kane y nos presenta a Harley Quinn bajo el rostro de Lady Gaga y a un joven ayudante del fiscal del distrito de nombre Harvey Dent y que, con el tiempo, se va a convertir en Dos Caras.

Dicho esto, la película cuenta muy poco, salvo la continua ensoñación melódica de Arthur Fleck con Phoenix cantando e, incluso, marcándose unos pasos de claqué en un argumento que, básicamente, se limita a describir los avatares de un loco que no está loco y que finge estarlo porque todo hijo de vecino quiere que sea ese loco que no es. La simpleza que desarrolla la historia nos advierte de los peligros de enaltecer a los villanos, de restringir nuestras miradas hacia la dirección equivocada y de la seguridad de que, en el fondo, todos aparentamos y estamos dispuestos a adorar a aquel que se muestra sin fronteras morales, constreñido por las reglas de una sociedad que no nos gusta desde hace mucho tiempo y que debemos sobrepasar para que la etiqueta quede en una anécdota.

La dirección de Todd Phillips, en esta ocasión, se vuelve plana, por mucho que se esfuerce en poner todo el ambiente en el asador en todas y cada una de las canciones que van desfilando por la película. Ni que decir tiene que está punto de caer en varios momentos en el cliché del videoclip, pero se le perdona por el buen gusto en la elección del repertorio. La interpretación de Phoenix es mucho menos llamativa. La de Lady Gaga es casi un chiste cantado. El que mejor está es Brendan Gleeson que incorpora a ese carcelero de modales amables y pensamientos crueles. La resolución de todo, que pasa por el juicio de Arthur Fleck porque le consideran apto mentalmente, es todo un enigma. Y no porque no se pueda resolver.

Una segunda parte bastante inútil, sin demasiada sustancia, repitiéndonos una y otra vez que así es la vida y que, igual que hay buenas personas en el mundo, también hay agujeros negros de locura que sólo desean más sangre. Si llega al aprobado, es por la mirada benevolente del examinador, porque, en realidad, esto merece un suspenso. Así es la vida.

martes, 8 de octubre de 2024

MAGGIE SMITH: A SUS PIES, MILADY

 

“Yo fui a la escuela y ya quise actuar. Luego, quise actuar. Más tarde, empecé a actuar. Y todavía sigo actuando”.

Besaría cada una de las arrugas de su cara llena de personalidad, con absoluto respeto y suavidad. Con su mirada, era capaz de decir más cosas que actrices que no han parado de hablar en toda su carrera. Con su risa, eras capaz de compartir su habitual colmillo afilado. Con su mirada, penetrante y, a menudo, sarcástica, podías echarte a temblar. Dominaba todos los resortes de la actuación. Era grande en comedia, en drama, en lágrimas y en risas. No tenía ningún punto flaco en su arte. Maggie Smith…siempre a sus pies, milady.

Era una actriz que estaba profundamente enamorada del teatro. Hasta que tuvo los primeros problemas de salud en 2008, consideraba que la escena era su auténtica profesión. Sólo hacía televisión y cine porque el cheque era largo y proporcionaba fama. Siempre los abandonaba para hacer alguna obra de teatro en el West End o en Broadway. Y lo hizo todo bien. Fue grande cada vez que se subía a las tablas. Fue una gran dama allí por dónde paseaba sus pisadas. Sus películas podrían ser más o menos buenas, pero ella jamás hizo una interpretación descolocada, fuera de lugar, histriónica o sin fundamento. Su intuición era auténtica y acertada. Su dicción, toda una delicia. Su sentido del humor, legendario.

Formada en la Royal Shakespeare Company y, posteriormente, insertada en las filas del Old Vic, su repertorio clásico fue largo y variado aunque ella confesó que “A Shakespeare nunca lo dominé del todo”. Allí forjó su experiencia y su amistad con otras leyendas del teatro y del cine británico con quien mantuvo relación durante toda su vida, como Judi Dench, una de sus mejores amigas, Flora Robson, Alec McCowen o Laurence Olivier con quien alcanzó un éxito extraordinario a través del montaje de Otelo y que, en su adaptación al cine, le hizo ganar su primera nominación al Oscar.

Detrás de Shakespeare, otros autores de fama mundial con los mejores repartos entraron en su repertorio, como Ibsen, Strindberg, Ionesco, Edward Albee, Oscar Wilde, Peter Shaffer, Jean Cocteau, Noel Coward, Jean Anouilh o John Osborne. Siempre volvía al teatro con ganas porque, en el fondo, “nunca entendí muy bien qué era actuar para el cine. Sólo en el teatro me sentía realizada”.

Su primera aparición en el cine en un papel importante es en Nowhere to go, de Basil Dearden, una película que, en intenciones, se acerca al free cinema aunque no se halle entre los títulos que podrían pertenecer a esa generación de “jóvenes airados”. Sigue sin entregarse al nuevo medio, pero en Estados Unidos no se olvidan de ella cuando tratan de reunir un reparto del máximo prestigio en la película coral Hotel Internacional, de Anthony Asquith, con compañeros de la talla de Richard Burton, Elizabeth Taylor, Orson Welles, Margaret Rutherford o Rod Taylor.

Secunda maravillosamente a Ann Bancroft en Siempre estoy sola, excelente película basada en una obra de Harold Pinter y no duda en ponerse a las órdenes de John Ford en El soñador rebelde, película que el gran director no pudo terminar y acabó codirigiendo el director de fotografía Jack Cardiff. Obtiene su nominación con Otelo y acaba siendo la más lista de la clase en ese juguete teatral y brillante que es Mujeres en Venecia, de Joseph L. Mankiewicz, al lado de Cliff Robertson, Rex Harrison y Susan Hayward.

Cambia de registro y se escora descaradamente a la comedia con Un cerebro millonario, acompañando a Peter Ustinov y, de forma sorpresiva, gana el Premio de la Academia a la mejor actriz en 1969 con Los mejores años de Miss Brodie, una radiografía tremendamente acertada sobre el fascismo oculto que puede habitar, incluso, en una maestra de escuela.

En uno de los múltiples montajes teatrales conoce a Robert Stephens, con el que contrae matrimonio. Stephens fue un excelente actor al que se le puede recordar como el protagonista de La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder. Sin embargo, fue una unión tormentosa, con dos intentos de suicidio por parte de él, que acabó en 1975, después de siete años de convivencia y la gran dama de la escena se casó con el escritor Beverley Cross, que también trabajó como guionista para el cine escribiendo los libretos de Jasón y los argonautas o La mitad de seis peniques, de George Sidney.

Maggie Smith realiza una aparición especial en ese debut extraño de Richard Attenborough en la dirección con el título de Oh, qué guerra tan bonita y George Cukor la requiere para que sustituya a Katharine Hepburn que, en el último momento se echa atrás, en esa comedia de aventuras y desventuras bastante barroca que es Viajes con mi tía, basada en la novela de Graham Greene y por la que obtiene una nueva nominación al Oscar. Interpreta una atípica historia de amor al lado de Timothy Bottoms en las costas españolas en Amores, penas y despechos, de Alan J. Pakula, que resulta ser un fracaso bastante estrepitoso y es invitada para dar vida a una especie de trasunto de Nora Charles en Un cadáver a los postres, de Robert Moore, siendo elegante y sexy en un ambiente de misterio con risas.

Se pone a la sombra de Bette Davis para encarnar a su permanentemente humillada señorita de compañía en Muerte en el Nilo y gana brillantemente su segundo Premio de la Academia, esta vez como actriz secundaria, en un memorable dueto con Michael Caine en el episodio a su cargo de California Suite, en la piel de una actriz aterrada que está nominada al Oscar.

A partir de aquí, Maggie Smith se entrega mucho más al teatro y sólo acepta papeles que le interesan aunque sean mucho más secundarios. Ahí está su diosa en Furia de titanes o la estupenda Daphne de Muerte bajo el sol rivalizando maravillosamente con Diana Rigg o interpretando a la señora Bartlett de esa adaptación de E.M Forster que pasa por ser una de las mejores películas del director James Ivory en Una habitación con vistas. Su rostro surcado por los arados del tiempo se vuelve irremediablemente interesante y magnético a partir de su interpretación de la anciana Wendy en Hook, de Steven Spielberg y en su severa, pero no tanto encarnando a la Madre Superiora de Sister Act  en sus dos partes. Ya en su madurez más avanzada, aún nos deleita con papeles divertidos en los que se convierte en el punto fijo de atención cuando ella está en escena en comedias como El club de las primeras esposas, o en la segunda versión de La heredera como la tía Lavinia de Washington Square, o extraordinaria al lado de su amiga Judi Dench y de Cher en Té con Mussolini, de Franco Zeffirelli en una de sus mejores películas. Da otra lección de actuación en La solitaria pasión de Judith Hearne, de Jack Clayton, con Bob Hoskins como compañero y se asegura ser conocida para las nuevas generación al dar vida a la profesora McGonagall de la saga Harry Potter, un personaje que, según ella misma, “no me atraería lo más mínimo a la hora de asistir a sus clases. Preferiría ir a las clases de Severus Snape, es mucho más fascinante”.

En la recta final de su carrera, aún nos regala actuaciones que son caviar de la interpretación como Gosford Park, maravillosa en El exótico Hotel Marigold juntándose con viejos amigos como Judi Dench o Tom Wilkinson, ese homenaje a los actores de la Royal Shakespeare que realiza Dustin Hoffman en su única película como director con el título de El cuarteto y su grandísimo trabajo en The lady in the van, basada en la obra de teatro de Alan Bennett que ella mismo llevó a las tablas a principios del siglo XXI.

Maggie Smith era una mujer tremendamente atractiva por fuera y por dentro. Su dedicación y su oficio no tienen comparación posible con ninguna otra actriz. Fue fuerte, con debilidad arrastrada y escondida, dejando ver un velo de fragilidad a través de todos sus personajes. Y, para siempre, en la eternidad, es milady. Y con tu permiso, Maggie, siempre te recordaré con tu elegancia, tu cariño en la profesionalidad que desplegabas siempre y tu fantástico sentido del humor que, a pesar de la vida, siempre sacabas para los que eran tus amigos. Qué pena no haber sido uno de ellos.

VIDAS AJENAS (2004), de D. J. Caruso

 

El tipo no deja de ser escurridizo. Es un asesino en serie que asume la personalidad de sus víctimas. La consecuencia es que se hace muy difícil seguirle la pista. Durante su vida, ese individuo ha sido todo en medio del gris, y sólo sale a la luz cuando quiere matar. Para atraparle, la policía canadiense acude al FBI y traen a una experta en homicidios que sabe muy bien cuál es su trabajo. Hay un testigo por ahí que resulta muy colaborador y la implicación emocional que siente la agente estadounidense es inevitable. No es bueno que una investigadora tenga una relación con un testigo, pero ocurre. Cuestión de química.

Mientras tanto, se hace cada vez más difícil seguir el rastro al asesino. Ha tenido múltiples personalidades y las alarmas se encendieron cuando su madre pudo verle durante un instante en un encuentro casual. Las piezas son cuadradas y hay que encajarlas en agujeros redondos y resulta casi imposible. Por si fuera poco, la agente tiene que luchar contra la animadversión de alguno de sus colegas canadienses. Nada puede ser y, sin embargo, lo es. Ella se sumerge en una investigación que la apasiona. Estudia el caso, se obsesiona con las fotos, no sabe hasta qué punto puede permitirse coquetear con la locura. Y lo que no se da cuenta es que la locura está ahí mismo, al otro lado de la puerta.

Con alguna que otra referencia a Seven, especialmente en sus títulos de crédito, D. J. Caruso articula una película que parece una más, pero que, con una detenida observación, tiene más valor del que muestra en una primera impresión. La trama contiene giros interesantes, aunque se vuelve algo previsible en algún momento. Sin embargo, cuando todo ha terminado, cuando todo parece que regresa a una aparente normalidad, aún se reserva un giro más para dejar con satisfacción la imagen. Y es que una mujer es un rival muy peligroso si se le tienta demasiado. Tienen mucha fuerza y aún más inteligencia y, aún peor, son escandalosamente constantes. Esa agente del FBI va a cruzar muchas líneas prohibidas para atrapar a su objetivo. Y no se va a detener ante nada. Ni siquiera ante el intento de arrinconar su sentido profesional. Va a estar ahí, al pie del cañón de su revólver, dispuesta a machacar sin compasión al individuo en cuestión. Sí, por supuesto, también tiene sus debilidades, pero es tan admirable, que las supera y las vence. En ese momento, es cuando el asesino tiene todas las de perder.

Así que es tiempo de preguntarse muchas cosas antes de dar cualquier paso y de ser plenamente conscientes de las personas que resultan influenciadas por nuestros actos. En todos ellos, hay un motivo de imitación, de envidia o de tremenda rabia. Y lo importante es no dejarse manipular por aquellos que vienen con una sonrisa, con la inocencia como arma y con una mirada de cordero degollado. Somos únicos. Somos especiales. Lo único que hace falta es tener conciencia de todo ello.

jueves, 3 de octubre de 2024

RESPLANDOR EN LA OSCURIDAD (1992), de David Seltzer

 

En un mundo en el que es casi imposible no fiarse de nadie, la mezcla impensable de judía e irlandesa sólo podría dar lugar a una mujer valiente. Ayudó mucho el que supiera hablar alemán como la hija de un carnicero berlinés, desde luego, pero contribuyó aún más su descaro y su evidente inteligencia. Por eso, entra a trabajar como simple secretaria del servicio de inteligencia militar, pero, poco a poco, va demostrando que tiene facultades para un trabajo de campo. Las urgencias mandan y es necesario averiguar una información que se resiste. Nada menos que la ubicación de la fábrica donde se ensamblarán las piezas de las míticas V-1 y V-2, primeros misiles que se pusieron en el cielo de la guerra. Su jefe es un individuo reservado, muy acostumbrado a engañar, endiabladamente atractivo y muy preparado…sólo que no sabe hablar alemán. No hay más remedio que acudir a la arrojada secretaria que sabrá introducirse en el servicio de un oficial que está al tanto de la fabricación de unas armas que pueden hacer un daño irreparable a Gran Bretaña y a la marcha de la guerra.

Y ella lo hace no sólo porque está implicada moralmente al ser medio judía. También lo hace porque cree estar preparada. Y, por supuesto, no faltan las razones de tipo sentimental, para demostrar a quien ama que vale para lo que debe hacer, aunque el peligro sea extremo y un simple resbalón puede dar al traste con toda la operación. En Berlín, esta chica tendrá que lidiar con la soledad de un oficial, con la tensión de intentar robar los planos del nuevo invento y averiguar la ubicación de la fábrica, con la traición más abyecta que se puede soportar y con una huida en última instancia en brazos de lo único que realmente le importa. Es un resplandor en la oscuridad de los servicios secretos. Una mujer de talento. Una mujer sin miedo.

David Seltzer realizó una película de impecable factura con una ambientación notable y un argumento de peso. Quizá Melanie Griffith no fuera la actriz más adecuada para interpretar el papel de esta mujer decisiva y decisoria infiltrada tras las líneas enemigas porque no transmite, más que seguridad, peso específico. En todo momento, la actriz se dedica a mostrar su fragilidad algo temblorosa en una misión que requiere toda la sangre fría del mundo y que no cuadra demasiado con la determinación del personaje. Sin embargo, sale adelante aceptablemente mientras que Michael Douglas es capaz de imprimir ternura, descaro y autoridad dentro de la piel de ese espía sin corazón que comienza a construirse uno a medida. El resultado es notable, siendo una película enormemente entretenida, con tópicos que siguen funcionando y algún que otro giro creíble muy interesante. Sólo un par de disparos al final se antojan algo dudosos, pero se perdona ante una película de factura cercana a lo impecable e historia que se mueve alrededor de lo apasionante.

Así que, en ocasiones, hay que arriesgarlo todo para que el amor y la verdad triunfen. Aunque sea en un ambiente donde las balas buscan dónde alojarse y nadie es lo que realmente dice ser. No hace falta ser agradable para estar en el bando correcto. No hace falta ser un malvado de primeras para estar en el equivocado. De esta forma, la ambigüedad se convierte en el principal escollo que hay que salvar cuando se debe confiar en varias personas.

MEGALÓPOLIS (2024), de Francis Ford Coppola

 

Alguien que haya visto dos o tres películas sale con una sensación contradictoria después de ver la última película de Francis Ford Coppola. Por un lado, se puede apreciar a un cineasta que, visualmente, resulta extraordinario (se escapa a mi comprensión que alguien diga que esta película “es fea”), con composiciones de plano que resultan impresionantes, con ideas estéticas de muchísima altura y con patinazos que son especialmente notorios en las secuencias oníricas. Por otro lado, sí se que se aprecia que, para la profundidad del mensaje que quiere lanzar, la película presenta un descuido narrativo en el que se aprecian saltos, cambios de opinión algo repentinos en algunos personajes y, por supuesto, un gusto por el exceso que, según se mire, puede sobrar o puede ser bastante ejemplar.

Esta última frase va dirigido a todos aquellos a los que se les cayó la baba con un título como Babylon y les pareció el sumun del cine mientras que, por el simple hecho de que esta película esté firmada con el nombre de un director con rasgos megalomaníacos, se apresuran a la crítica fácil de tres o cuatro palabras. Ambas películas son excesivas, narrativamente muy imperfectas, sólo que el gusto estético de Coppola es bastante superior aún cuando se emplea a medias. También habría que estudiar con cierto detenimiento la dirección que toman las interpretaciones que habitan en esta obra que acabará echando el cierre a la filmografía del gran director. Sí, gran director.

A Adam Driver, por ejemplo, se le ve incómodo. No está a gusto con su papel. En el fondo, puede ser consecuencia del encargo de dar vida a un héroe que, en el fondo, es bastante pusilánime y que no se impone a las circunstancias de un modo efectista. Giancarlo Espósito es ese personaje que, al principio, parece inflexible e implacable y, de repente, aparece en la casa de su enemigo para una visita meramente social. Jon Voight es una especie de histrión de la tercera edad que resulta algo increíble porque representa al poder financiero y, bajo una capa de disipada entrega al ocio más extremo, guarda buenas intenciones. Lo de Shia LaBeouf es bastante innombrable. Él es el que se ocupa de otorgar exceso en el apartado interpretativo, al estilo de una especie de Calígula moderno que, al mismo tiempo, es el centro de la crítica a los populismos fáciles que pueblan las políticas de hoy en día. Nathalie Emmanuel es la única que parece más centrada, sin un gesto de más e instalada confortablemente en ese papel mediador y portador de ternura. Aubrey Plaza es lo contrario, llevada por la envidia y la insidia, se pasa de rosca sobradamente. Es curioso que Coppola, un director de probada eficacia en la dirección de actores, se halle tan poco acertado en esta ocasión.

El lado metafórico de la película tampoco funciona con un engrase actualizado. Nueva York se convierte en la Nueva Roma y los personajes se comportan como si fueran senadores, patricios, esclavos y desequilibrados de la Antigua Roma a los que Coppola caracteriza con un corte de pelo propio de la Vía Apia y viste a todos con capa, como si llevaran la túnica que tan elegantemente llevaban en el centro de las calles del imperio. La advertencia queda clara, con una decadencia copiada, con su circo, con subasta de vestales, con la negación propia de un desarrollo que puede beneficiar a la plebe. Coppola advierte que la muerte del hombre será por un exceso de civilización, creando una sociedad entregada al ocio que, por descontado, irá degenerando hasta la depravación más abyecta en su sentido moral. A pesar de ello, la película destila un cierto optimismo en el que se pueden apreciar citas continuas (que algunos pueden asociar al exceso de pedantería) a Shakespeare, George Bernard Shaw o Ralph Waldo Emerson. El resultado de todo ello es una película muy desequilibrada en el que, de alguna manera, se desea que Coppola cuente algo más, que profundice, que deje bien atados los extremos para que la fábula que pretende plantear sea redonda, pero no lo consigue. Ahora bien, su visión estética detrás de la cámara es absolutamente sobresaliente, con momentos tan impresionantes que hay que dejar la boca bien cerrada para no quedar en ridículo en plena sala. El resto, lo pone el espectador y la mayoría no es capaz de grabar en mármol lo que el director quiere transmitir. Puede que no lo transmita bien del todo porque es evidente que ha preferido dotar de mayor importancia a la parte más visual de la película. Y eso… ¿saben por qué es? Porque es un cineasta de pies a cabeza. 

miércoles, 2 de octubre de 2024

LOS CASOS DEL DEPARTAMENTO Q: EL EFECTO MARKUS (2021), de Martin Zandvliet

 

Puede que haya llegado el momento de cambiar algunas costumbres. El inspector Carl Morck no va al psicólogo, pero ha decidido dejar de fumar. Consume chicles de nicotina como si fueran caramelos y está deseando volver al despacho. Como siempre, sus casos no son fáciles y, en esta ocasión, un niño parece que tiene la clave de todo. El enlace con el pasado es tortuoso y, quizá, alguien fue acusado injustamente de pederastia para dar carpetazo a todo y que no se investigase más. Morck y Assad se mueven aquí y allá para encontrar las conexiones y, poco a poco, se van dando cuenta de que todo es una trama urdida para tapar la malversación de proyectos benéficos en África. Como siempre, algo huele a podrido en Dinamarca y Morck y Assad van a ser los encargados de remover la mugre hasta que el olor destape a los cobardes culpables, que van a tener que sudar lo suyo.

No cabe duda de que la extrañeza es lo primero que se viene al pensamiento al ver esta película. Ya no están los protagonistas de las otras entregas, la compañía Zentropa de Lars von Trier ya no se encarga de la producción y hasta los escenarios son diferentes. Ni siquiera el despacho de Morck y Assad es ese sótano sucio y maloliente al que les habían destinado. Y el primer defecto de todo es que los protagonistas son esforzados, pero carecen del carisma de Nikolai Lie Kaas y Fares Fares. Sus papeles son incómodos, parece como si sólo recogieran el nombre de los héroes de las novelas de Jussi Adler Olsen y la historia pudiera ser aplicable a cualquier otra pareja de policías. No hay ninguna profundidad, algo más en el personaje de Morck, pero casi insultantemente superficial en el de Assad. La trama es buena, aunque se tardan en encajar todas las piezas del rompecabezas. Y sólo un aspecto supera a las originales y es la elección muy acertada de los temas musicales que acompañan a los dos atribulados policías. Así que hagan un favor a todos y devuelvan esos papeles y esos ambientes a quienes lo manejaban con soltura y sabiduría. Este intento decepciona por un lado, y se acepta a duras penas por lo que cuenta. Y, la verdad, mucho más allá de la trilogía de Millenium y sus intentonas americanas, ésta es la mejor saga del policíaco nórdico que haya abordado el cine.

Así que, sin duda, volveremos a sumergirnos en la parte más oscura de ese país ordenado y sin mácula, que esconde las peores degeneraciones y los crímenes más degradantes. Utilizar a un niño como escudo no deja de ser un acto de crueldad sádica, por mucho que provenga de una tierra de civilización inmaculada. Desafortunadamente, no siempre hay un par de individuos dispuestos a arriesgarlo todo con tal de sacar la verdad a la blanca luz del frío. Aunque uno de ellos sea un sociópata de libro y lleve una placa que le acredita como policía. Lo peor de todo es que es un buen policía.