jueves, 26 de diciembre de 2024

CÓNCLAVE (2024), de Edward Berger

 

Los hombres de Dios son hombres y no dioses. Y, por mucho que el hombre sea un animal racional, es falible. La Iglesia está compuesta por hombres y, por tanto, comete errores y, algunas veces, de una gravedad difícilmente justificable. Probablemente, en una elección papal, puede ponerse de manifiesto que, como hombres, caen en pecados de ambición porque, aún con la modestia en toda su apariencia, los cardenales encargados sueñan con vestir de blanco y dirigir espiritualmente a todos los fieles que esperan ansiosos por la fumata blanca. Todos ellos son hombres y tienen un pasado. Y el pasado, por mucho que se lleve la púrpura cardenalicia, siempre sale al encuentro.

Un Papa liberal fallece de forma repentina. Por lo que sabemos, fue un hombre de ideas muy abiertas, liberales, con un fuerte deseo por renovar la Iglesia y, como algunos hombres, también muy inteligente. Sin que nadie lo note demasiado, deja todo armado en una especie de conspiración para que haya una renovación en la sede. El decano del cónclave tratará de desenmarañar el misterio, dándose cuenta de que los favoritos a la sucesión son hombres con pasado bastante reprochable, o con ideas conservadoras que harían retroceder en cincuenta años los avances logrados. Ese decano, además, está atravesando una crisis de fe porque se ha dado cuenta de que la Iglesia es falible, de que los intereses y las envidias son el pan nuestro de cada día. Y, en su camino lleno de tortuosas curvas de fe y redención, quizá sea el único que actúa de acuerdo con su conciencia. Todo un campo de minas en medio de un cónclave que va a decidir el futuro de los católicos.

Esto es todo. Y, en realidad, no es nada. Las intrigas de sotana se sucederán con el consabido tenebrismo que siempre ha impregnado a la Iglesia cuando se mueve en busca del poder. Esa lucha entre progresistas y conservadores dentro de los cónclaves para decidir al siguiente Papa es algo que ha acontecido en las últimas elecciones. Ahora nosotros, luego, vosotros. Mientras tanto, Dios no interviene (¿o sí?) porque, en el fondo, es un asunto de hombres y no de dioses.

La película del director Edward Berger es un ejercicio admirable de misterio eclesiástico, jalonado de conversaciones de hombres en un entorno divino, al menos en sus dos terceras partes. La música de Volker Bertelmann es el eco perfecto para crear ese ambiente de tinieblas entre el rojo y el negro de los hábitos y las porfías mundanas que atenazan a todos los asistentes. Y, sobre todo, hay que destacar la extraordinaria interpretación de Ralph Fiennes en la piel de ese decano que busca respuestas, que se debate entre su conciencia y la obediencia, que deambula y dirige el cónclave con admirable imparcialidad, a pesar de que él forma parte de todo el rito y que se debate con auténtico brío para no perder esa fe que considera enemiga de la certeza. Es, sin lugar a ninguna duda, una de las interpretaciones del año.

Así que hay que resistir al sonido reverberado de los pasos, a la violencia que asola a las ideas, tanto física como moralmente, mientras Berger nos va mostrando las distintas caras cardenalicias. El conservador, el liberal, el tradicionalista, el que ha estado en los frentes más duros, el cabal, el radical, el que proviene de un país pobre, pero defiende una ideología de palo largo y mano fuerte…Hay que ponerse de acuerdo en su mayoría y el destino (o Dios) quiere más honestidad aunque para ello haya que sacudir los cimientos de la Iglesia desde el ábside hasta la cúpula. Una buena película para adentrarse en los rincones más oscurantistas de una Iglesia que, con toda probabilidad, ha cometido demasiados errores.

viernes, 20 de diciembre de 2024

SIEMPRE HACE BUEN TIEMPO (1955), de Gene Kelly y Stanley Donen

 

Quizá me esté haciendo viejo (es muy probable), pero la nostalgia también es parte de la Navidad así que he decidido despedir el blog hasta el miércoles 8 de enero con esta película que mezcla la risa con lo amargo. En cualquier caso, ya sabéis, los estrenos se seguirán publicando los jueves 26 de diciembre y 2 de enero. El ritmo habitual se retoma el 8 de enero. Mientras tanto, sed felices, alegres, recordad que lo que fuimos, lo somos, y que la Navidad no sea sólo un gastar sin sentido. Abrazos para todos.

Tres amigos vuelven de la guerra y quedan para verse dentro de diez años. En el mismo bar, ante el mismo camarero. Hasta dejan el dinero de sus copas guardado en una lámpara. No importa dónde estén o lo que haya sido de ellos, en diez años tienen una cita que no podrán eludir. En ese momento, piensan que la amistad lo puede todo, que los largos años de combate en ultramar han forjado una complicidad que no podrá acabar. Sin embargo, el tiempo es el gran asesino de todas las cosas. Los chicos se casan, se dedican a sus profesiones, tienen su vida y la amistad, esa misma que un día fue tan importante, ya ha pasado a un cuarto plano. Ya no hay tantas risas alrededor de un vaso de whisky. Ya no hay esas risas gamberras por cualquier tontería dicha con la lengua empalagada. Ya ni siquiera se recuerdan los brindis. Uno, el que más prometía, se ha convertido en un jugador de ventaja, desengañado de la vida, sin un puerto al que arribar. Otro es un publicista de cierto éxito que ha conseguido colocar sus creaciones en algunos lugares de cierta importancia. Todo aquello de ir a estudiar pintura a Europa se quedó en nada y está pasando por una crisis en su matrimonio. El último ha puesto un restaurante donde se sirve la mejor carne de Filadelfia y, en sus ratos libres, ha hecho hijos. Un chulo, un tonto y un paleto. No, las cosas ya no son igual.

Y eso es algo que ninguno hemos sabido asimilar. Creemos que aquellos amigos tan fieles y tan irrepetibles que un día tuvimos siempre estarían en nuestra misma sintonía. La vida, es verdad, tira en muchas direcciones y cada uno debemos construir nuestra trayectoria. Cuando nos volvemos a encontrar, creemos que no habrá silencios, que la naturalidad seguirá ahí, esperando que los viejos camaradas la recojan…y no es así. Habrá risas forzadas, vacíos, nadas decepcionantes, algún que otro momento de conexión eventual y basta. La amistad, esa que se vivió, se respiró y se disfrutó, se ha evaporado. Ya sólo queda despedirse con un saludo desvaído, salir de allí cuanto antes y volver a la miserable existencia de antes.

Stanley Donen y Gene Kelly cosecharon su primer gran fracaso con esta película. Dos factores clave contribuyeron a ello. El primero fue que ya estaban sintiéndose los síntomas del agotamiento del musical. El segundo fue su argumento gris, poco alegre, aunque hay instantes de verdadero gozo como el baile de Kelly sobre patines y la presencia impresionante de Cyd Charisse bailando mejor que cualquier otro, pero la gente salía triste del cine porque ese reencuentro de viejos amigos, en el fondo, todos lo habían vivido alguna vez. Por una vez, entre un repertorio de buenas canciones, con números de extraordinaria clase, con sonrisas y alguna que otra pelea, el musical contaba una historia de tristeza y de seguridad de que, con el tiempo, nada iba a volver a ser lo que era. Con el tiempo, ese gran asesino, lo hemos podido comprobar en muchos aspectos y en muchas ocasiones. Incluso con los amigos. Aquellos que vieron en ti algo especial cuando aún se conservaba la luz joven de tus ojos.

jueves, 19 de diciembre de 2024

EMILIA PÉREZ (2024), de Jacques Audiard

 

El director Jacques Audiard, que hace unos pocos años ya entregó una vuelta de tuerca discutible y diferente al lejano Oeste con Los hermanos Sisters, se arriesga con esta película musical adentrada en el mundo del narcotráfico y en sus sórdidos ambientes mientras uno de sus cabecillas realiza la transición de sexo como un deseo de libertad para poder ser lo que siempre ha sentido, pero también con una serie de inconvenientes entre los que destaca su turbio pasado, salpicado de violencia y de brutalidad. Pocas razones para la música, pero, en conjunto, es una película que funciona con cierta soltura.

Las canciones, casi introducidas como conciencia de los protagonistas, son notables. Algunas coreografías están bien trabajadas. La interpretación sobresale, sobre todo en el caso de Karla Sofía Gascón, que resulta muy creíble en su fase masculina y tremendamente potente en la femenina y, desde luego, sería una injusticia pasar por alto el dificilísimo trabajo que realiza Zoe Saldaña en la piel de una abogada que inicia un lento descenso en su conciencia desde el mismo instante en el que acepta el encargo de resolver los asuntos pendientes, incluida familia, del narcotraficante en cuestión.

No obstante, también es justo reconocer que no es una película redonda, con distintas notas discordantes en cuanto a, por ejemplo, el hecho de que el narcotraficante, antes de realizar el encargo a la abogada, lleva dos años en tratamiento hormonal y su mujer, interpretada algo torpemente por Selena Gómez, ni siquiera se ha dado cuenta. Por otro lado, resulta llamativo que, en su afán reivindicativo de la transexualidad, el individuo sea amenazante y malvado mientras es hombre y, luego, se convierta en un ángel de los desfavorecidos al convertirse en mujer. Por último, el final, demasiado subrayado y reiterativo, en el que la cultura popular eleva al transexual a los altares resulta, incluso, cargante.

Lo cierto es que, a pesar de todo ello, nada desentona demasiado en una película que elige una estética muy concreta, introducida en la oscuridad, mientras pertenece directamente a las intenciones, transiciones y veleidades que cometía aquel musical de Leos Carax que llevaba por nombre Annette aunque hay que reconocer que resulta más directo, más incisivo y, también es verdad, algo previsible en su último tercio.

Por lo demás, las personas deben ser respetuosas con todos aquellos que no se sienten cómodos con su sexo, sea éste cual sea. La sociedad tiende al rechazo de todos y, en este caso en concreto, se trata de hacerlo más evidente dentro de un ambiente predominantemente testosterónico como es el del narcotráfico. Es evidente que los mexicanos no deben sentirse especialmente contentos con la imagen que se ofrece de su país aunque, en algún momento, se deja entrever que esto no es más que un narcocuento en el que coexisten las felicidades, las desgracias, los sueños y las pesadillas. Y si en lugar de ambientarlo en México se hubiese hecho en España, el retrato, probablemente, hubiera sido el mismo.

Y es que ese personaje que quiere renunciar a todo, tampoco tiene remilgos a la hora de pedir dinero a los personajes más corruptos del país para luchar contra la plaga de los desaparecidos que asola México. Eso hace que, ante todo, el narcotraficante sea mujer, quizá cansado de la soledad a la que condena el poder desmedido, siempre con el miedo como interlocutor y la represalia como punto final. Los prejuicios, por favor, en la puerta. Luego los recogerán a la salida. No es una mala película aunque tampoco sea la obra maestra incomparable que algunos exaltados de la cultura bienpensante claman a los cuatro vientos. Sólo hace falta uno. Y es la certeza de que la felicidad puede hallarse en cambiarlo todo para que los muertos sean identificados. La violencia, al fin y al cabo, habita en todas partes.

miércoles, 18 de diciembre de 2024

LA DAMA DEL LAGO (1947), de Robert Montgomery

 

Sí, señores, ser un detective privado y destilar cierta honradez tiene sus inconvenientes. Hay que moverse en un mundo en el que la mentira y los dobles sentidos son tan pegajosos como un arma debajo de la axila. A menudo, muchos cogerían el sombrero y se marcharían, sin embargo, Philip Marlowe insiste e insiste hasta que se hace insoportable. Ya saben, un sabueso de aquellos que no sueltan la presa hasta que deja de moverse. Eso no lo hace nada especial. Lo que le distingue realmente es que suele acertar y no es muy creíble que sólo cobre diez dólares al día y que, aún así, lleve trajes caros. Claro que cuando las cosas se narran en primera persona, es difícil ver al tipo que te las cuenta. Esto es un galimatías. Todo empieza porque a Marlowe se le ocurre escribir y poner negro sobre blanco uno de sus casos y lo envía a una editorial para ver si hay suerte y puede completar sus exiguos ingresos. Ya que es detective, la encargada de la editorial le encarga un caso de desaparición. Se trata de encontrar a la mujer del editor jefe y propietario del negocio. De momento, ya es raro que una adjunta a la dirección de una editorial que supura por los cuatro costados que está teniendo una aventura con el jefe encargue a un detective privado que encuentre a la esposa…no sé, esto huele mal. Tanto que no va a haber tiempo para que el agua turbia se vaya por el sumidero.

El trabajo de detective, entre otras cosas, consiste en recibir golpes en la mano, husmear por puertas entreabiertas, sentarse, levantarse, conducir un coche, vérselas con un policía de mano larga y que no tiene ningún problema en demostrarlo. Y todo eso se siente en primera persona, así que ustedes, como inocentes espectadores deseosos de misterio, lo van a probar de sopetón. Al fin y al cabo, el director y actor Robert Montgomery trató de llevar hasta las últimas consecuencias la narración en primera persona de las novelas de Raymond Chandler y, prácticamente, toda la película está realizada en plano subjetivo, es decir, la cámara ve lo que ve el protagonista. Sólo sabemos de su aspecto cuando se mira al espejo y en unos pequeños interludios en los que habla directamente a la cámara para centrar la trama. Al fin y al cabo, aspira a convertirse en novelista y, de vez en cuando, hay que aclarar algunos hechos. El ejercicio de virtuosismo es muy meritorio, con planos de una enorme complicación porque, como bien se sabe, hoy en día esa forma de contar una historia no conllevaría ningún problema, pero en el año 1946 los equipos eran pesados y grandes, se necesitaba un reajuste fotográfico instantáneo si se movía el plano y los movimientos de los actores debían ser medidos sin dejar de ser naturales.

Así que yo que ustedes me ponía cómodo. Esto, que no es muy normal, tiene sus ventajas porque el espectador sabe tanto como Philip Marlowe en cada momento y participa del suspense de una historia negra que, en esta ocasión, te lleva de la mano con paciencia y ganas de explicarse. Preparen su identificación y no olviden el sombrero. Tendrán que resolver el misterio por ustedes mismos.

martes, 17 de diciembre de 2024

UN GOLPE CON ESTILO (2017), de Zach Braff

 

Ya está bien de tomar el pelo a la gente sólo por el hecho de tener una pila de años encima. Toda la vida trabajando para que el banco te cambie las condiciones de la hipoteca por el artículo 33 y, para más escarnio, el fondo de pensiones de la empresa que ha sido tu sustento se ha ido al garete. Esto no hay quien lo aguante. A no ser que se coja el problema por la cabeza y se le tumbe a punta de pistola. Atracar un banco es la solución. No es difícil. Los bancos están llenos de payasos trajeados que no hacen más que pasear su sentimiento de superioridad y dominio por encima de sus mesas impolutas mientras deciden a quién salvan y a quién condenan. No se preocupe. La notificación es amarilla. Preocúpese cuando llegue la roja. Endéudese y viva. Y, a menudo, los clientes que quieren un coche nuevo o una casa reluciente nos olvidamos de que, con deudas, no se vive demasiado. Ni para disfrute, ni para seguir respirando. Así que se trata de planear un robo bien hecho. Sin fisuras. Al menos, la experiencia no falta. El más joven no baja de setenta y cinco años…

A menudo, películas que son algo aparentemente rutinario se convierten en algo especial, alejado, desde luego, de la obra maestra, sólo porque dentro de ellas sobreviven unos cuantos actores que te despiertan tu lado más elegante y más sonriente con sólo una mirada. Este es el caso de una de ellas. Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin saben levantar entusiasmo sólo con una expresión. Y el resto da un poco igual. Aunque hay que reconocer que esta película tiene algún acierto narrativo como es el hecho de reconstruir el atraco en cuestión después, cuando los tres ancianos sospechosos son interrogados algo obsesivamente por el eficiente policía que no se resigna a ser un títere sin cabeza. Y aquí es donde se halla la sabiduría. Ves las escenas que esos tres actores comparten, su capacidad para sacar un chiste de una simple frase, su verdadera elegancia paseando años y piernas arrastrados por delante de la cámara y ya la película merece más la pena que la mayoría de productos estrenados desde hace unos cuantos años. Por supuesto, no está de más que haya alguna que otra cara conocida haciendo los coros de la historia como Ann Margret y Matt Dillon, pero estos tres tipos… no tienen comparación con ningún otro. Y eso es así.

Por otro lado, conviene no olvidar que la película es la segunda versión de otra cinta de 1979 dirigida por Martin Brest y con George Burns, Lee Strasberg y Art Cartney en la piel de estos viejos que se lían la manta a la cabeza. ¿Diferencias? Es más lenta, están más decrépitos y es más patética, aunque también tiene momentos francamente divertidos. No sé si es preferible. Creo que no.

Así que no se asusten por la suma de los años de los tres protagonistas. Son una escuela de interpretación, cada uno en su especialidad, destilando elegancia ajada, clase anticuada y estilo raído…pero, señores y señoras, yo les veo actuar y se me cae la baba. Quizá eso me convierta en uno de ellos, aunque lo dudo.

jueves, 12 de diciembre de 2024

MALICIA (1993), de Harold Becker

 

Sentirse Dios mientras se ejerce como cirujano en un quirófano no deja de ser una tentación difícil de vencer. Incluso la manipulación puede ser un arma para estos casos. Un matrimonio perfecto, sin fisuras, cambia de la noche a la mañana desde el mismo momento en el que ella debe pasar por la mesa de operaciones. Todo se trastoca, todo se vuelve del revés. Lo que era blanco, ahora es rosa. Lo que era negro, pasa a ser gris. Las actitudes son tan tremendamente ambiguas que no se adivinan las intenciones porque pueden significar lo bueno y lo malo, lo bello y lo siniestro, lo infernal y lo paradisíaco. La malicia se instala. El médico, en las sombras, mueve los hilos de unas marionetas que no tienen dirección ni sentido. Nadie entiende nada hasta que la representación está completada. No es fácil vivir con ello. Prueben, a ver qué tal.

Los giros se suceden en la historia. El complejo de divinidad se agudiza en el galeno y la verdad es totalmente impredecible. Casi sería recomendable ver esta película dos veces. Una por el suspense, bastante absorbente, que llega a desarrollar. Otra es por esas interpretaciones que realizan Nicole Kidman, Alec Baldwin y Bill Pullman acompañados de vacas sagradas como George C. Scott y Anne Bancroft. Son actores y actrices que saben dar el matiz exacto en el momento adecuado y eso no es abundante en los tiempos que corren. La película tiene sus errores, sin duda, pero es capaz de agarrarte por las solapas y no dejar que la distracción se instale en la atención. Tal vez porque no se sabe muy bien qué está pasando, cuándo va a pasar y de qué modo. Creo que eso debería ser suficiente atractivo como para estar muy alerta con las actitudes de la mujer y del médico. Bisturí, por favor…

Harold Becker dirige con mesura y con clara vocación hacia el cine más comercial. Lejos está aquel cineasta que trató de impactar con la violencia brutal y descarnada de El campo de cebollas y que aquí demuestra que se ha vuelto mucho más sutil, más misterioso, nada previsible, nada prescindible. Su película no es redonda porque, en algún momento, se puede escudar en la complicación de la trama para ocultar sus propios defectos, pero el conjunto en más que aceptable, se pasa un buen rato, con buena gente entre su elenco, con una dirección bastante precisa y con algo de confusión entre miradas y gestos y diálogos y muertes…o no…lo mismo no hay ninguna.

Así que traten de hallar dónde se encuentra la malicia del entuerto, dónde hay que depositar la razón y la verdad de unas vidas que parecen ideales y que no se sustentan bajo su propio peso. Dios viene, interviene y sobreviene y es entonces cuando lo que parecía perfecto se vuelve pesadillesco. Cuidado con amar a ciegas. Cuidado con odiar sin razón. Cuidado con todo. Estamos demasiado expuestos a agresiones por todos lados porque, en el fondo, Dios y la vida son dos psicópatas que se han estado buscando por toda la eternidad.

HERE (Aquí) (2024), de Robert Zemeckis

 

Casi nunca nos damos cuenta de que nuestra casa es ese lugar donde hemos depositado una buena parte de nuestros sueños, de nuestras esperanzas, de nuestras ilusiones, de nuestras decepciones, de nuestros éxitos y de nuestros fracasos. Es una especie de recipiente que ha sido, a la vez, testigo y escenario de, posiblemente, los momentos más importantes de nuestras vidas, con sus juegos, nuestras manías, nuestras celebraciones familiares. Es el sitio donde el amor siempre se ha paseado de una estancia a otra y, a veces, ha sido el culpable de nuestra felicidad y, también, de nuestra mayor desgracia. Lo ha sido todo. Y está aquí.

De esa manera, puestos en un rincón de plano único, asistimos a varias generaciones de propietarios de una casa de la que sólo vemos el salón. Notamos los cambios de mobiliario, de vestimenta, de los modos de pensar a través del tiempo. Es, cómo no, la culpable de muchos de nuestros agobios, pero es el lugar en el que lo construimos todo. Es ese enclave de paréntesis cuando regresamos del trabajo. Es ese muro de lamentaciones en el que expresamos nuestras inquietudes y, también, donde podemos escuchar el silencio cuando los niños ya han crecido y comienzan a dejarte solo. Es, quizá, ese escondite en donde vas un poco más allá con el chico o la chica de tus sueños. Es ese embalse donde caen todas las lágrimas que eres capaz de derramar. Y, de alguna manera misteriosa, es esa memoria que se va perdiendo y que sientes que es el mejor lugar del mundo en donde estar, porque allí está el receptáculo de todas las sensaciones que has tenido mientras has compartes tu vida con alguien. Aquí, entre sus paredes, también has echado unos cuantos tragos para esconder tus inmensos fallos y tus desolaciones. Y nunca nos damos cuenta de que las mejores risas se han escuchado en el salón, de que tus mejores instantes de humor han sido parte de la decoración, de que, a veces, ha parecido el rincón más desértico de tu ánimo cuando todo lo bueno se evapora, como si nunca hubiera estado allí, sin dejar una despedida, sin dejar un regalo por lo bueno que hiciste, sin dejar un castigo por los egoísmos que pusiste en juego.

El director Robert Zemeckis nos planta en un rincón de aquella casa. Desde el momento en que era un paraje selvático e inhóspito, pasando por su primer empleo como camino de salida de una mansión colonial de pasado histórico, hasta que se construye y comienzan a desfilar las familias que son todas ellas parte de la memoria de la propia casa. Pintada y repintada, en distintos ambientes y circunstancias, en varias épocas y verdades, sin dejar de pasar el tiempo, que todo lo cambia y, a la vez, todo lo conserva. Tom Hanks, Robin Wright y Paul Bettany envejecen y rejuvenecen y hasta seis historias distintas se van desarrollando mientras seguimos instalados en ese rincón, inamovibles, llorando y riendo con sus propietarios, formando parte de sus irrepetibles recuerdos, siendo miembros de todos esos núcleos familiares en los que se van sucediendo desgracias y felicidades. Tiempo, casa, cariño, amor, decepción, muerte. Es como si el gran teatro de la existencia se desarrollara ahí, en esa casa, que también es nuestra. En nuestra casa, que es una más como la que se nos describe. Y sólo queremos estar ahí, porque fue nuestro hogar, nuestro elixir, a veces rechazado, otras aceptado, muchas amado. Y se sale del cine con la sensación de que se ha visto algo increíblemente emocionante, que se sale de toda sensación, que te invita a la Navidad de tantas personas que recibieron sus regalos mientras fuera caía la nieve, o la lluvia, o azotaba el calor como si faltara algo dentro de sus paredes. Mientras tanto, el colibrí del tiempo jamás dejaba de aletear y de introducir su pico de flor en flor. Aquí, en nuestra casa, está el sitio que jamás podrá ser pasto del más cruel de los olvidos.

martes, 10 de diciembre de 2024

INTEMPERIE (2019), de Benito Zambrano

En las grietas de la tierra cicatera, se abren las carnes del polvo y de la miseria. En esa región sin ley, hay demasiados abusos con la excusa del hambre y de la desgracia. Por un lado, los capataces que han convertido los cortijos en feudos de su propia insania. Por otro, los explotados que sólo les queda el recurso de llenarse las manos de arena sucia y bajar la cabeza ante la continua humillación. Sin embargo, hay un elemento nuevo en el paisaje desolador. Es un individuo que pastorea con sus cabras y vive buscando agua en ese desierto de mapa y sentimientos. Tal vez luchó en una guerra en el lugar de algún señorito y ya sólo espera vivir toda su soledad en paz. Nadie puede decir que no vivió con valentía. Él ya cumplió y sobrevivió. Ahora sólo quiere cabras, perro, un plato, un poco de café y agua para abrevar y lavarse. No es mucho pedir. O quizá sí en una tierra que debería llamarse inhóspita.

Un niño débil e indefenso, pero con una decisión de adulto bregado, huye por las áridas dunas de la nada andaluza. Será perseguido por aquellos a los que no les interesa que ese niño crezca. Y el forastero, el pastor de cabras, tendrá que ser quien dé un par de lecciones sobre el silencio a los secuaces de la crueldad. El viento azota y el polvo pica y abrasa en los ojos. El agua es el bien más escaso y habrá un maldito inválido que tratará de engañar al chico con el cebo de la comida. Tal vez, en ese lugar hacia el que Dios no mira, no hay rumbo que tomar. Sólo se obliga a estar allí, soportando los rigores del sol y de la sequía, comiendo polvo y tragando pinchos, cazando algún cuervo para la cazuela de vez en cuando, dibujando las estrías de los ojos entornados intentando encontrar un motivo en el horizonte. En la intemperie, sólo espera la muerte.

Benito Zambrano articula una estupenda película que pasa por ser, sin ningún esfuerzo, un western ambientado en Andalucía. No cuesta ningún trabajo imaginar esta misma historia en algún desierto allende los mares, con Lee Marvin, o Clint Eastwood, o Gene Hackman, o Jack Nicholson, tragando el aire abrasador mezclado con el polvo sempiterno de un suelo que ya ha vuelto la espalda al ser humano. El resultado es una película dura, pero ciertamente absorbente, con una interpretación excepcional de Luis Tosar dando carne y profundidad a ese forastero al que conocen un poco, pero no saben muy bien de qué pie cojea y que lo dará todo con tal de defender a ese niño bañado en lágrimas, pero con empuje de bravura. La película es seca, cortante, no tiene demasiada piedad con el espectador, pero resulta valiente y acertada y, desgraciadamente, no ha tenido demasiada suerte en su paso por los cines. Puede que sea esa la vocación de la historia, pero, al menos, aquí, en estas páginas, tiene una inscripción algo larga para subrayar que merece bastante la pena. Ya he vaciado la escopeta.

 

LA BODA DE MI MEJOR AMIGO (1997), de P. J. Hogan

 

Lo típico. Una chica ha tenido a su lado toda la vida a un chaval con el que, en su día, tuvo algo de lío, pero que, desde entonces, ha sido su mejor amigo. De repente, el chaval le dice que se casa y ella, más que darse cuenta de que está enamorada de él, percibe que se va a quedar sin ese apoyo continuo, sin esa complicidad sin condiciones, sin esa mano que siempre la ha ayudado a levantarse. No hay otra solución que plantarse allí, conocer a la estúpida que se lo va a llevar y tratar de impedir la boda. Puede que haya amor, sí, pero también puede que sea sólo un intento de salvaguardar su territorialidad sentimental. Y ya está el equívoco servido. La novia resulta que tiene su encanto basado, sobre todo, en la ingenuidad y en la comprensión, algo que ella no ha sabido aportar en su vida. Bueno, pues eso, que acudiendo a artimañas bajo el mantel trata de malmeter. Y se presenta la conciencia. Y gana al chico. Y pierde al chico. Y lo vuelve a ganar. Y lo vuelve a perder…pero nada sale como ella espera.

Con esta premisa, hay que reconocer que podríamos estar ante una de esas películas blanditas, de mucho corazón rosa y poca risa sana, pero no, hay momentos realmente brillantes como en la interpretación secundaria que realiza Rupert Everett en la piel del editor y también mejor amigo de la chica en cuestión. Everett es como si se hubiese incluido a Cary Grant en el reparto. Con elegancia, con ese toque homosexual que debe volverse heterosexual por las apariencias y para completar la conspiración contra el pobre diablo que se va a casar, con mucha clase y con unos diálogos hilarantes que ponen a la película en la categoría de comedia atinada, sin demasiadas pretensiones, con la música como protagonista acompañando muchas de las andanzas conspiranoicas de Julia Roberts, crítica gastronómica incapaz de asumir que ha amado poco, que quiere que la amen mucho y que no está segura de querer amar y ser amada.

Así que preparen los anillos de boda, pero no pongan ni las iniciales ni los nombres. Aún puede pasar cualquier cosa. El chico, la novia, la amiga y el amigo y, por el camino, un buen número de personajes secundarios que tienen su momento de lucimiento y que tienen que formar el cortejo de boda. Las invitaciones, a través de este improbable artículo, ya están cursadas. El pastel será grande, pero perfectamente comestible. Los trajes y los vestidos están ya bien planchados. Sólo falta saber quién se llevará el gato…digo, el chico al agua. Aunque sea figuradamente. Cuando se pierde a un gran amigo que casi, casi, casi, ha sido algo más, se experimenta un vacío que puede llevar a la rebelión o al silencio. ¿Cuál es su elección? Yo la he tenido siempre muy clara y aquí estoy. Escribiendo algo que se parece bastante a una molesta aguja en los dobladillos del smoking. ¿O no? Bueno…tal vez, no. ¿Ustedes qué creen?

miércoles, 4 de diciembre de 2024

EL MINISTRO DE PROPAGANDA (2024), de Joachim Lang

 

Ocurrió…y por eso hay que saberlo, porque puede ocurrir otra vez. Esa es la intención de la película de Joachim Lang que ofrece un retrato de Josef Goebbels como el de un tipo que no le importó mentir más que un bellaco con tal de alcanzar los fines del injusto régimen que representaba. Sus embustes eran perseverantes y, sin duda, fue el inventor de esa máxima que dice que repitiendo muchas veces una mentira acaban por ser verdad. Utilizó la propaganda como un arma arrojadiza que mantuvo engañado al incauto pueblo alemán que creyó ser parte de un engranaje fundamental para una Alemania que recuperaba el orgullo después de décadas de humillación. Quizá una de las razones fundamentales del triunfo del fascismo es que siempre esgrime las ideas más oscuras que van fermentando en cualquier ciudadano herido en su amor propio.

Y es que es cierto eso mismo que advierte la película en su principio. Sólo observando los movimientos de la fiera podemos prevenir su nueva aparición. Lang nos conduce por diversos acontecimientos desde 1938 hasta 1945 para apreciar los métodos de trabajo totalmente satánicos de un régimen totalitario que creía que la libertad era un cáncer y que, en el fondo, a pesar de los enfrentamientos que se estaban estableciendo para desembocar en la Segunda Guerra Mundial, el mundo necesitaba del nazismo para imponer un nuevo orden que tuviera contentos a todos. Si para eso había que eliminar a seis millones de judíos, no había que otorgarle mayor importancia. Sólo había que pensar en el cómo. De paso, ya que estamos con Goebbels, el director también se detiene a dar unas cuantas pinceladas del entorno más cercano de Hitler como Goering, von Ribentropp, Albert Speer, Alfred Rosenberg y, sobre todo, Heinrich Himmler. Todos asesinos que llegaron a las más altas cotas de poder.

Resulta curiosa, también, su dedicación a la hora de describir la decepción del régimen con respecto al cine nazi, de mediocridad comprobada, y que, siendo uno de los mayores medios de comunicación de masas en la época, se trató de utilizar con películas tan vergonzantes como El judío Süss, de Veit Harlan, una película que un realizador manifiestamente izquierdista como Michelangelo Antonioni no dudó en calificar como una de las mejores de la historia del cine. Aún así, la fuga de cerebros masiva hacia Hollywood hizo que sólo los directores menos dotados decidieran respaldar a Goebbels y su maquinaria asesina si exceptuamos a Leni Riefenstahl que, por otra parte, tampoco hizo demasiadas películas en ese período. Fritz Lang se fue por piernas, todos los judíos huyeron, sólo se quedó Georg Wilhelm Pabst de aquella gran generación que, en el fondo, se convirtió en una de las generaciones más brillantes del cine americano.

El mayor defecto que se puede atribuir a esta película es su protagonista, Robert Stablober que, en ningún momento, se hace con el personaje de Goebbels. En lugar de elegir un registro ambiguo, de colmillo afilado e inteligencia siniestra, el actor opta por un Goebbels que lo explica todo de una forma tan histriónica que llega a ser agotador. Por el contrario, Fritz Karl se hace cargo del papel de Hitler de una forma mucho más contenida, lo cual lo hace bastante más creíble. Por lo demás, la película se adscribe, de alguna manera, al ascenso y caída del nazismo de la misma forma en la que lo hacía El hundimiento, prestando especial atención a los últimos días en el búnker de Berlín, pero de un modo mucho más tranquilo y con una especial maestría en la mezcla de la recreación y las imágenes reales, algunas, hay que decirlo, espeluznantes.

Ocurrió…y por eso mismo hay que contarlo, para que no vuelva a ocurrir. Ésa es la intención. Una nación llevada a la locura por las fake news, por verdades escondidas y nunca contadas y por una sed insaciable de venganza por una Europa que les había humillado con las tiránicas condiciones del Tratado de Versalles. Nada…nada de todo ello justifica los cincuenta y ocho millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial.

¿QUIÉN ENGAÑÓ A ROGER RABBITT? (1988), de Robert Zemeckis

 

Eddie Valiant tiene una herida que no puede cerrar a pesar de que, posiblemente, vive en el mundo más divertido posible. Ya se sabe, los dibus pueden hacer cosas que los humanos tienen prohibido. A ellos les cae un piano encima y es un chiste. A un humano le cae un piano encima y es un ataúd. Dibullywood está ahí mismo, al otro lado de un simple muro que puede ser saltado en cualquiera de las dos direcciones y es normal encontrarse a este lado con Porky, con el Pato Lucas, con su amigo Donald o con Mickey Mouse. Sin esfuerzo de imaginación ninguno. Hasta las balas tienen su aquel. Mientras tanto, esperando que esa herida cierre del todo, Eddie Valiant debe investigar algo sumamente estrambótico relacionado con Roger Rabbitt, un actor de películas de dibus que, en alguna que otra ocasión, ve pajaritos en lugar de estrellitas… ¿o es al revés? Caramba, nunca me acuerdo.

Por otro lado, Roger, que no es más que un conejo asustadizo y desastrado, está casado con Jessica, que no es que sea mala, es que la han dibujado así. Y Eddie se da cuenta de que ella es una dibu con la que no le importaría hacer manitas. Al fondo, algo pasa con el transporte público. Parece que hay indicios de corrupción, confusión o adhesión y todo está misteriosamente conectado. Trama negra para película en color. Con mucho color. Todo el que aportan esos dibus chalados que, por primera y única vez en la historia, se juntan desde los estudios Disney y Warner para ofrecer una gama inacabable de locuras y sospechas que hacen que Eddie Valiant vuelva a recuperar la sonrisa. Por mucho que haya algunos que no son lo que dicen ser y prefieran disfrazarse para ser dibus…o humanos…¿o es al revés? Caramba, nunca me acuerdo.

Cuando apareció esta película fue una auténtica sensación de técnica, con un ritmo tan endiabladamente trepidante que, en ocasiones, es difícil seguir su trama. Bob Hoskins decía que si tenía que agarrar del cuello a Roger Rabbitt y se le ocurría abrir la separación entre los dedos, eso costaba un millón de dólares más. En cualquier caso, Robert Zemeckis, con la colaboración de Steven Spielberg, llevó adelante uno de los sueños de cualquiera de aquellos niños que disfrutamos tardes enteras con el “esto es todo, amigos” de los dibujos de la Warner, o con el “mágico mundo de colores” de la Disney. Por fin, ese universo que nunca existió, pero que formó parte de nuestra educación y de nuestra cultura, se encontraba reunido en una película que agarró la excusa de una supuesta tercera parte de Chinatown para convertirlo en una desquiciada historia sobre la corrupción en Dibullywood. Hasta los dibus no pueden escapar de los ladrones. A dónde hemos llegado.

Si no la han visto, háganlo, pero prepárense para un viaje desenfrenado, sin límites, con la imaginación muy abierta, con los misterios resueltos con la ilógica del pincel de unos cuantos creadores que nos han dejado mucha diversión, mucha referencia, mucho desparpajo y un punto mágico de amistad y derrape.

martes, 3 de diciembre de 2024

FRANKENSTEIN (1931), de James Whale

 

La primera experiencia del monstruo es no comprender por qué se le enseña la luz y, luego, se le quita. Ya no es una cuestión de tener un cerebro de asesino, es que ha venido a un mundo dispuesto a torturarle. Lo siguiente es que al jorobado Fritz le gusta atormentarle con el fuego. Y el monstruo se rebela. Dios ha gastado una broma muy pesada. Ha hecho que vuelvan a la vida un puñado de tejidos muertos sólo para hacer que sufra. No se le enseña, no se le acoge, se le rechaza, se le ataca. Cualquier ser vivo tendría la misma reacción violenta y desbocada que el monstruo pone en práctica. Está vivo, doctor Frankenstein, está vivo… pero ¿por qué? ¿para qué?

A partir de aquí, la fábula de sentirse Dios también enseña su lado más oscuro. Quizá Él también tenga miedo de que nosotros, criaturas de su invención, nos rebelemos contra todo lo que ha hecho y todo lo que significa y sólo queramos disfrutar de una luz que, en el fondo, es la que da la vida a todo cuanto toca. Ahora sí. Ahora no. Si disfrutas, es pecado. Si sufres, muere en un agujero. Todo es otra vuelta de tuerca al aparato de tormentos. Es la vida. Esa misma que no se comprende. Esa misma que se arrebata con la facilidad con la que se echa una florecilla al agua. Quizá lo mejor sea perecer bajo ese fuego al que se tiene pánico.

La mayor virtud de esta película de James Whale es la estética que pone en práctica. Su puesta en escena es poderosa, tremendamente sugerente, comenzando por ese tenebroso cementerio y terminando por ese molino de madera que arde bajo las llamas de la ira. Entre medias, muchos escenarios imposibles, lindantes con el expresionismo, con un evidente intento de prolongar el éxito que la productora Universal había cosechado con Drácula, de Tod Browning apenas diez meses antes, pero aumentando la sensación del ambiente, con la muerte flotando en una historia de revivir.

En el momento de su estreno, Boris Karloff, en el papel de la criatura, se encumbró como una estrella que le llevó a ser el actor mejor pagado del teatro a principios de los años cuarenta. Colin Clive, el doctor Frankenstein, un militar frustrado que se desvió hacia los escenarios y que sucumbió bajo la dipsomanía. Mae Clarke, en el papel de Elizabeth, la novia del doctor, tuvo una larga carrera como actriz secundaria, pero acabó en la indigencia treinta y cinco años después. Es curioso cómo los buenos acabaron mal y el malo acabó bien. Tal vez, la criatura supo la razón de la luz. Mientras tanto, el cine, se dedicó a versionar una y otra vez el mito del moderno Prometeo con la única limitación de esa imagen icónica de Boris Karloff, registrada como marca, que sólo la misma Universal pudo repetir en La novia de Frankenstein o en Abbott y Costello contra los fantasmas porque quien la usase fuera de sus dominios estaba expuesto a una demanda millonaria. Los derechos caducan en 2026. Puede que sea el momento de abrir de nuevo el techo y volver a ver la luz.