Es curioso comprobar
cómo el tiempo cambia nuestras actitudes. Cuando eres apenas un adolescente y
te enamoras de alguien, recuerdas que estás pendiente de cada uno de los
movimientos de la persona amada. Y te fijas en cómo cae su pelo, como se buscan
complicidades, cómo ella movía las manos aunque lo que buscase no era a ti,
cómo cambiaba la mirada buscando otro sitio en donde apoyarse. También
recuerdas, y a veces no lo recuerdas, cómo eras capaz de sentirte amigo de tus
amigos, esa sensación de ser alguien importante en la vida de otra docena más
de seres con los que has coincidido en el tiempo y en el espacio. Aquellas
confidencias, aquellos secretos a media voz, aquella traición, aquella pelea en
la que casi llegas a las manos. Sin embargo, hay cosas que, más allá del
recuerdo, las tienes atesoradas en algún lugar de tu memoria sensitiva. Sabes
que te sentías inferior, que no eras capaz de rellenar el hueco del ausente
porque no tenías recursos, por muy bien que te sintieras. Podías acudir al
siempre socorrido humor, podías desear con todas tus fuerzas probar el que
sentías que era el amor de tu vida, aunque sólo fuera la tontería del verano,
podías cerrar los ojos y dejar volar tu imaginación creyendo que aquello con lo
que fantaseabas podía ser verdad. Y no, nunca lo era. En esta ocasión, en este
verano del 42, sí se hizo realidad algo que se imaginó y las cosas ya no fueron
nunca más las mismas. 
A esas edades, en las
que no eres niño, pero tampoco eres hombre, parece que todo es irritantemente
etéreo y, al mismo tiempo, es abrumadoramente real. Puede que las olas del mar
sean un acompañamiento perfecto y que, en un momento dado, sólo en un momento,
des con la tecla adecuada, esa que hace entornar los ojos a esa chica, mucho
mayor que tú, que se ve seducida por culpa de la impertinente soledad, de la
desesperante espera, de la inocencia que ella también quiere volver a probar.
Sí, ella es ese deseo desbocado que, por un instante, se convierte en realidad.
Y, cuando pasa, se aprovecha, se vive, pero no se guarda, pasa demasiado
rápido, apenas un segundo en la eternidad, apenas una sensación del repertorio
por mucho que luego sea un recuerdo que no quieres borrar y que, tal vez, nadie
podrá saber nunca.
Robert Mulligan, como siempre en su trayectoria, vuelve al mundo de la ingenuidad infantil para desarrollar una historia de amor en la isla de Nantucket, mitad fantasía, mitad realidad. El resultado es una película que, hoy en día, es muy difícil que se llegue a pasar por ninguna cadena porque, en realidad, se pone en juego la seducción de un menor por parte de una mujer…por mucho que el menor también quiera seducir. Aún así, la película está recubierta de una pátina nostálgica, como si fuera un recuerdo mal contado, como si fuera esa sensación que pasa fugaz y que, por un maldito instante, te hizo el chico más afortunado de la Tierra. Eso no pasa siempre. Eso no pasa nunca.
