jueves, 21 de junio de 2018

NO DORMIRÁS (2018), de Gustavo Hernández Ibáñez

Anoche soñé que volvía al hospital psiquiátrico. Imaginé traspasar su verja y adentrarme en el tortuoso camino que llevaba a la entrada de ese lugar en el que parecía que los fantasmas y la realidad se confundían hasta ese punto al que nadie ha llegado nunca. Soñé de nuevo con sus largos pasillos, con su entrada suntuosa, con aquella escalera que llevaba a los pisos superiores y hacía que olvidase todo lo que era yo misma antes de entrar en sus misterios. Y soñé con sus llamas. Aquellas que consumían cualquier vestigio de creación. Fuera cual fuese.
En las noches de vigilia, traté de encontrar a mi personaje hasta fundirme en ella como si fuésemos dos destinos repetidos. Así, de esa manera, pude saber hasta la última décima de sus pensamientos, hasta la última motivación de sus actos. Traspasar el umbral de la realidad y de la imaginación está al alcance de muy pocos y, aunque se trate de ver lo que pasa al otro lado de la lucidez para pisotear la locura, también sé que nunca fui más verdadera, más yo misma, más muerte y más vida.
Explorar los sentimientos del portador de las palabras resulta un trabajo agotador que requiere demasiadas horas de tensión acumulada. Dormir, en el fondo, resulta una molestia porque no se sabe hasta qué punto hay que llegar para que la interpretación comience a ser realidad. Como experimento de teatro alternativo, consigue ser fascinante. Como forma artística de conocimiento de los límites de la actuación, resulta una tortura en la que sólo existe un deseo de experimentación con la misma muerte. Tal vez, sea la única interpretación de un final que todos intuimos y que todos rechazamos.
Eva di Dominici me presta sus ojos de agua para el recorrido que separa la inocencia del miedo y, de ahí, a la locura. Belén Rueda, con su caracterización de dominadora de toda la función, se eleva por encima de la autoridad que le confiere un personaje fuerte y manipulador. Ambas resultan el principal activo de este sueño de retorno, que se implica en búsquedas extrasensoriales sin llegar a transmitir lo que todo el mundo espera, pero con la suficiente inquietud como para llegar a los límites del nerviosismo. Algo nada fácil cuando se trata de hacer miedo de verdad, ése que te coloca en la situación incómoda del eterno aguardar. Ése mismo que hace que el susto aparezca y se vaya con la misma facilidad con la que llegó. Ése que hace que, en el fondo, nos conozcamos un poco más y entornemos los ojos un poco menos, descreídos y de vuelta de todo cuando aún nos quedan unas cuantas experiencias a las que llegar.

En todo caso, bien es verdad que este regreso, en algunos pasajes, parece perderse sin rumbo, como si quisiera retorcer tanto el sueño que la realidad resulta no creíble y el sueño, demasiado real. Y yo, mientras tanto, lloro, sufro y grito porque estar en contacto con el mundo de lo intangible a través de la vigilia, pasa por ser algo que crea adicción. Por eso regreso una y otra vez a ese psiquiátrico, a esas llamas, a esa manipulación, a esa oscuridad atrayente, a ese descubrimiento continuo de las fronteras de lo humano. No hay mucho más al otro lado de la falta de sueño salvo la confirmación de enfrentarse a tus propios miedos, a rebasar los límites del cansancio y llegar a la visión esfumada a través del fuego. No cierren los ojos. Pueden perderse la auténtica revelación.

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