Para
un piloto que ha conducido todos los volantes, puede que sólo lo inexplorado
sea lo suficientemente atractivo como para volver a colocarse en una parrilla
de salida. O, tal vez, la posibilidad de una última victoria que jamás se ha
tocado. Para él, el asfalto se ha convertido en un rompecabezas que hay que
descifrar y, al mismo tiempo, que amar. Las marchas son los medios para llegar
a una línea que, dentro de la Fórmula Uno, siempre ha sido demasiado lejana. Y,
por el camino, tendrá que enfrentarse a viejos fantasmas y a nuevos
competidores que destacan por el miedo que aún guardan en algún lugar de su
arrogancia. El ruido del motor es adictivo. Y ese piloto tendrá que salir de la
chicane más peligrosa de toda su carrera.
Por supuesto, es un
tipo que está lleno de cicatrices, que ha probado el fuego y el impacto brutal,
que ha dejado tantas amistades como enemigos, que quiere prescindir de todo el
circo en el que se han convertido las carreras y que sólo quiere un vértigo más,
una posibilidad de riesgo más, un chorro de adrenalina más en su maltrecho
organismo. A su lado, un equipo que tendrá que trabajar para él y para un joven
advenedizo, aunque el jefe de la escudería es un viejo amigo de viejas
batallas. Días de trueno en forma de cilindros desbocados, aspiraciones
inútiles a rebufo de otros coches, trucos que están al límite de lo éticamente
permitido. Cualquier cosa con tal de acelerar un poco más y dejar que, de
alguna manera, llegue el vuelo más rasante.
A pesar de ser un
cúmulo de tópicos que, más o menos, funcionan, F1 es una película que obtiene el aprobado justo por su retrato de
unas cuantas carreras que acaban por ser reconocibles dentro de lo que tanto
hemos visto por televisión. En su contra, juegan varios factores. El primero de
todos ellos es que, mirando todo con cierta frialdad, es una película de
espíritu ochentero, que no cuesta ningún trabajo imaginar que se realizó en
aquella década con, por ejemplo, Richard Dreyfuss y Tom Cruise en los
principales papeles. Todo ello redunda en un argumento bastante típico que deja
la película a bastantes segundos de retraso de la excelente Rush, de Ron Howard. Por otro lado, la
música de Hans Zimmer bebe de ese mismo gusto trasnochado por los ochenta, con
profusión de música electrónica que, ya entonces, estaba bastante pasada de
moda. Por último y que sirva como aviso para navegantes. No se acerca ni de
lejos a la realidad del mundo de la Fórmula 1. Es sólo una historia nacida para
entretener y, en parte, lo consigue.
Entre sus haberes, la
ambientación de los grandes premios, la excelente realización de las carreras y
el trabajo de Brad Pitt como el piloto experimentado, el de Javier Bardem, que,
una vez más, demuestra el buen actor que puede llegar a ser cuando deja de intentar
distanciarse de sí mismo con caracterizaciones absurdas y el más que notable
trabajo de Kerry Condon, aquella actriz que ya nos regaló una interpretación
maravillosa en Almas en pena de Inisherin
y que aquí resulta atractiva, precisa y con un festival de expresiones que, sin
llegar a pasarse de rosca, acaban por ser creíbles y muy adecuadas. La
dirección de Joseph Kosinski es algo inane en la parte dramática y algo potente
en el asfalto de los grandes circuitos. E, incluso, para añadir algo de interés,
la producción es de Lewis Hamilton y por allí aparecen Mark Verstappen, Valteri
Bottas o nuestro Fernando Alonso.
Así que tómenlo con calma y relájense. No será una película que pase a la historia, ni mucho menos, pero se pasa el rato si dejamos la exigencia en la puerta de entrada del cine. Al fin y al cabo, ustedes, yo y cualquiera que se acerque a ver esta trama de pilotos, coches, ingenierías y viajes de vuelta, tenemos que salir airosamente de una chicane que aparece de repente en un circuito de rectas muy veloces.
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