Ocurrió…y
por eso hay que saberlo, porque puede ocurrir otra vez. Esa es la intención de
la película de Joachim Lang que ofrece un retrato de Josef Goebbels como el de
un tipo que no le importó mentir más que un bellaco con tal de alcanzar los
fines del injusto régimen que representaba. Sus embustes eran perseverantes y,
sin duda, fue el inventor de esa máxima que dice que repitiendo muchas veces
una mentira acaban por ser verdad. Utilizó la propaganda como un arma arrojadiza
que mantuvo engañado al incauto pueblo alemán que creyó ser parte de un
engranaje fundamental para una Alemania que recuperaba el orgullo después de
décadas de humillación. Quizá una de las razones fundamentales del triunfo del
fascismo es que siempre esgrime las ideas más oscuras que van fermentando en
cualquier ciudadano herido en su amor propio.
Y es que es cierto eso
mismo que advierte la película en su principio. Sólo observando los movimientos
de la fiera podemos prevenir su nueva aparición. Lang nos conduce por diversos
acontecimientos desde 1938 hasta 1945 para apreciar los métodos de trabajo
totalmente satánicos de un régimen totalitario que creía que la libertad era un
cáncer y que, en el fondo, a pesar de los enfrentamientos que se estaban estableciendo
para desembocar en la Segunda Guerra Mundial, el mundo necesitaba del nazismo
para imponer un nuevo orden que tuviera contentos a todos. Si para eso había
que eliminar a seis millones de judíos, no había que otorgarle mayor
importancia. Sólo había que pensar en el cómo. De paso, ya que estamos con
Goebbels, el director también se detiene a dar unas cuantas pinceladas del
entorno más cercano de Hitler como Goering, von Ribentropp, Albert Speer,
Alfred Rosenberg y, sobre todo, Heinrich Himmler. Todos asesinos que llegaron a
las más altas cotas de poder.
Resulta curiosa,
también, su dedicación a la hora de describir la decepción del régimen con
respecto al cine nazi, de mediocridad comprobada, y que, siendo uno de los
mayores medios de comunicación de masas en la época, se trató de utilizar con
películas tan vergonzantes como El judío
Süss, de Veit Harlan, una película que un realizador manifiestamente
izquierdista como Michelangelo Antonioni no dudó en calificar como una de las
mejores de la historia del cine. Aún así, la fuga de cerebros masiva hacia
Hollywood hizo que sólo los directores menos dotados decidieran respaldar a
Goebbels y su maquinaria asesina si exceptuamos a Leni Riefenstahl que, por
otra parte, tampoco hizo demasiadas películas en ese período. Fritz Lang se fue
por piernas, todos los judíos huyeron, sólo se quedó Georg Wilhelm Pabst de
aquella gran generación que, en el fondo, se convirtió en una de las
generaciones más brillantes del cine americano.
El mayor defecto que se
puede atribuir a esta película es su protagonista, Robert Stablober que, en
ningún momento, se hace con el personaje de Goebbels. En lugar de elegir un
registro ambiguo, de colmillo afilado e inteligencia siniestra, el actor opta
por un Goebbels que lo explica todo de una forma tan histriónica que llega a
ser agotador. Por el contrario, Fritz Karl se hace cargo del papel de Hitler de
una forma mucho más contenida, lo cual lo hace bastante más creíble. Por lo
demás, la película se adscribe, de alguna manera, al ascenso y caída del
nazismo de la misma forma en la que lo hacía El hundimiento, prestando especial atención a los últimos días en
el búnker de Berlín, pero de un modo mucho más tranquilo y con una especial
maestría en la mezcla de la recreación y las imágenes reales, algunas, hay que
decirlo, espeluznantes.
Ocurrió…y por eso mismo hay que contarlo, para que no vuelva a ocurrir. Ésa es la intención. Una nación llevada a la locura por las fake news, por verdades escondidas y nunca contadas y por una sed insaciable de venganza por una Europa que les había humillado con las tiránicas condiciones del Tratado de Versalles. Nada…nada de todo ello justifica los cincuenta y ocho millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial.
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