Tom Spellacy siente que
es el momento de volver a ver su hermano. Hubo un tiempo en que Tom era un duro
inspector de homicidios de la ciudad de Los Ángeles y su hermano Desmond era el
asistente más cercano del cardenal decano de la archidiócesis. Incluso llegó a
sonar como su sucesor. Sin embargo, algo ocurrió y todo se vino abajo. Tom
conocía de sobra los bajos fangos de la suerte y tuvo que arrastrar a Desmond
con él en la investigación de un asesinato. Quizá fuera lo mejor. El cura se estaba
dejando llevar por el suave aroma de la corrupción y estaba cerrando los ojos
ante varias especulaciones inmobiliarias y ciertas prácticas poco recomendables
de los hombres de sotana y púrpura. Fue inevitable. Desmond tuvo que pagar
porque media diócesis estaba implicada y, de alguna manera, él tapó muchas
cosas que llevaron a un brutal crimen que conmocionó a media ciudad. Los curas
son así desde siempre. Saben tapar. Saben callar. No saben perder.
Sin embargo, el tiempo
ha pasado. El viento azota con su soledad en una alejada y olvidada parroquia
en algún lugar en medio del desierto. Desmond tiene ya reservado allí su
pedacito de tierra para despedirse definitivamente de una vida que le ha sido
dura porque conoció el éxito más fulgurante y descendió de golpe a los
infiernos de la indiferencia. Tom resolvió el crimen y se quedó allí, luciendo
placa a pesar de que su pasado no era precisamente el más honesto. Ambos
hermanos desbarataron, sin énfasis ninguno, todas las malas hierbas que estaban
creciendo con la fe de los más incautos. Sus confesiones verdaderas fueron las
últimas palabras que se dijeron. Ahora ya todo pasó. Los años cuarenta se
convirtieron en los sesenta. El golf, los banquetes, los privilegios, la
admiración, la sensación de poder…todo eso se volvió arena en un lugar en el
que sólo los extraviados se detienen. No hay fieles. Sólo una iglesia rodeada
de matojos. Sólo el olvido sitiado por el dolor. Y, no obstante, quizá mereció
la pena. La culpa no fue de Tom. La culpa fue Desmond. Eso fue todo.
Con una lejana inspiración en el famoso crimen de la actriz Elizabeth Short, narrado con detalle por Brian de Palma en La dalia negra, Ulu Grosbard desperdició una de las mejores oportunidades que ha tenido un director para armar un drama con misterio al contar con dos de los mejores actores de finales de los setenta y de principios de los ochenta como Robert Duvall y Robert de Niro. Lo que podría ser un duelo interpretativo si se hubiera puesto más carne en el asador, se convierte en una victoria convincente de Robert Duvall en el papel de Tom, policía de vuelta, que decide destaparlo todo aunque puede que no tenga demasiada razón. Grosbard cree que tiene suficiente con los dos actores y rehúye el énfasis en una historia que podría tener muchísimo más gancho con la producción que se ve, la interpretación que se degusta y el misterio que se describe. En lugar de ello, se centra en el dilema moral (y Grosbard no es Kurosawa) que supone delatar toda la corrupción existente en la curia al precio de hundir la carrera de alguien que está más cercano de lo que se cree. La película no está mal, pero podría haber estado muchísimo mejor y haberse convertido en un clásico de los ochenta, con su ambientación, su trama, sus actores y su profundidad. Ya se sabe, a veces las bendiciones no son suficientes y hace falta entrar más a saco para decir unas cuantas verdades que, en realidad, están sujetas por los finos alambres del embuste.
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