Robert Redford era un
actor que siempre ha sabido mantenerse en lo más alto. De carácter tranquilo,
nunca ha tenido dudas sobre lo que quería hacer con su carrera y, además, ha
hecho lo que realmente le gustaba: actuar, dirigir y crear un afamado festival
de cine independiente al que todo cineasta primerizo quiere acudir con su
película bajo el brazo.
Durante años, se le ha
acusado de ser algo blando, de no ser capaz de hacerse cargo de papeles con una
fuerte carga emocional, pero él no ha hecho caso de las críticas. Evolucionó,
poco a poco, hacia una seguridad tremenda. Podríamos decir que, durante años
fue la antítesis de Robert de Niro. Él no se llevaba los personajes a casa.
Además, ha vivido una existencia personal equilibrada y ha dado bruscos
volantazos en sus inicios para escalar hacia la cima paso a paso, sin saltarse
ningún peldaño. Es muy gráfico resaltar que, después de un largo rodaje en
programas de televisión y de un titubeante comienzo en el cine con la película War hunt, de Denis Sanders, y la
lamentable Situación desesperada…pero
menos, de Gottfried Rheinhardt (un fiasco tal que el propio autor de la
novela, el actor Robert Shaw, pidió que se retirara su nombre de los créditos),
aparece como un galán de los de antes, con aplomo y aire de conquistador, rompiendo
miserablemente el corazón de Natalie Wood por culpa de su homosexualidad
reprimida en La rebelde, de Robert
Mulligan y, después, se le ofrece la gran oportunidad que cualquier actor
desearía: el papel protagonista, el sheriff Calder en la extraordinaria La jauría humana, de Arthur Penn, pero
el joven Redford dejó atónito a Penn cuando le dijo que pasaba del personaje de
Calder y que prefería dar vida a Bobby Reeves, un personaje clave y
atormentado, fugado de la cárcel, pero que adquiere un protagonismo más
secundario. Así, pues, Marlon Brando se hizo cargo del sheriff y Redford
incorporó a ese evadido en torno al cual se monta una cacería y que el actor
impregnó de un aura romántica, rematada por la mala suerte, dándonos la
impresión, casi lorquiana de que su fuga, en realidad, no es más que una cita
con un destino inevitable. Bob Reeves morirá solo, en medio de la calle,
acribillado a balazos por un “honrado ciudadano”, igual que un perro.
A raíz de esta
actuación secundaria, Paul Newman ya avisó sobre el talento de este joven
diciendo que “merecería la pena seguirle
con atención”. Su primer papel
protagonista absoluta fue en la algo decepcionante Propiedad condenada, de Sidney Pollack, pero ya la siguiente dio
una grata medida de sus posibilidades. Descalzos
por el parque, de Gene Saks, un divertido juguete teatral basado en la obra
de Neil Simon que él mismo había representado en Broadway y en la que demuestra
su talento innato para la comedia.
Y, luego, llegó la
película que hizo de él una estrella: Dos
hombres y un destino, de George Roy Hill. Paul Newman estuvo en el proyecto
desde el principio para interpretar al legendario Butch Cassidy, pero para el
papel de Sundance Kid se barajaron nombres como Marlon Brando, Steve McQueen o
Warren Beatty hasta que Newman cayó en aquel joven que le había impresionado en
La jauría humana. El resultado fue
perfecto. Newman y Redford se complementaron a la perfección encarnando a esos
dos ladrones congelados en el tiempo, dos hombres que compartieron la misma
forma de vida hasta sus últimas consecuencias. La película fue todo un éxito y
ambos actores quedaron encantados de su trabajo en común prometiendo buscar
algún otro proyecto que les agradase. Y no cualquier proyecto.
Deportista aventajado
en la Universidad, Redford creó su propia productora para controlar más sus
películas y se decidió por dos títulos de tema deportivo: El descenso de la muerte, de Michael Ritchie, centrada en el mundo
del esquí; y El precio del fracaso,
de Sidney Furie, en el de las motos. Ambos fueron auténticos fracasos y, de
momento, tuvo que aparcar sus ansias productoras.
En medio de estos dos
títulos, hizo otro giro extraño. El guionista y director Abraham Polonsky,
apartado del cine por las listas negras durante veinte años, quiso rodar una
notable historia titulada El valle del
fugitivo y ofreció a Redford el papel del forajido mestizo Willie Boy, un
buen hombre que se ve obligado a huir por las circunstancias. El actor, ni
corto ni perezoso, le dice a Polonsky que no, que prefiere interpretar al mucho
más secundario personaje del sheriff, el hombre que aporta serenidad a la
película y que persigue a Willie Boy a pesar de que siente simpatía por él y
que quiere más protegerle que atraparle. Polonsky cede, rehace el guion para
darle un mayor protagonismo y el papel recae en Robert Blake. El resultado es
una inteligente parábola sobre el maccarthysmo.
Con Un diamante al rojo vivo, de Peter
Yates, entra en el terreno de los atracos perfectos con altas dosis de humor y
con El candidato, de Michael Ritchie
vuelve a probar suerte en la producción con una fábula de política-ficción
sobre un tipo de gran imagen y pocas ideas. La película es muy interesante y
posee un inteligente que ganó el Oscar en 1972, pero no funciona demasiado bien
en taquilla.
Protagoniza Las aventuras de Jeremiah Johnson, de
Sidney Pollack, una película que nos habla de la soledad, de la lucha del
hombre con naturaleza, de la pena olvidada, del sentido de la vida en contacto
con el medio…Robert Redford está fantástico en el papel de un tipo que es
náufrago de sí mismo y que se convierte en leyenda. La mayor parte de la
película la pasa él sólo en pantalla y demuestra su versatilidad, su amplitud
de registro y su capacidad extraordinaria para sostener con su presencia toda la
película.
Otro éxito con Pollack
fue Tal como éramos, con Barbra
Streisand como compañera. La película se ha convertido en un mito del cine
romántico basado en la separación por las ideas y sostenido por esa maravillosa
banda sonora de Marvin Hamlisch. Aquí, Redford se inaugura como galán
romántico, faceta que llega a su culminación con El gran Gatsby, de Jack Smight, en la que el director no era, ni
mucho menos, el más apropiado para llevar a buen puerto la adaptación de la
inmortal novela de Francis Scott Fitzgerald.
Su reencuentro con
Newman es puro gozo: El golpe, de
George Roy Hill, marca su única nominación al Oscar como mejor actor y es una
película para la historia, con un guion d hierro, con dos actores
extraordinarios haciendo lo que mejor saben hacer y secundados con un elenco
como los de antes con Robert Shaw, Harold Gould, Ray Walston, Eileen Brennan,
Dana Elcar, Charles Durning, Jack Kehoe…todo un repertorio de actores sólidos,
formidablemente encajados en una trama de trampa y timo, bienhumorada,
elegante, interesante, pícara…y su impulsivo Johnny Hooker, aprendiz del truco,
ávido de venganza, frío en el tirón, descerebrado en el relajo, es toda una
creación a la altura del elegante y genial Henry Gondorff de Paul Newman.
Imprescindible.
Repitió con George Roy
Hill en El carnaval de las águilas,
un fracaso que nadie esperaba, e interviene en uno de los mejores ejemplos del
cine de espionaje en Los tres días del
Cóndor, una parábola sobre la manipulación de los medios de los servicios
secretos sobre ellos mismos y sobre la prensa, una película inteligente y
sobria que nos muestra el trabajo sordo de algunos analistas de la CIA y la
bestia indomable en la que se convierten los propios servicios secretos.
En 1976, Robert Redford
se mete en la piel del periodista Bob Woodward en Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, una
extraordinaria crónica sobre la investigación del caso Watergate, realizada con
pulso milimétrico y con una ajustada interpretación tanto de Redford como de
Dustin Hoffman. El público respondió en masa hasta tal punto que es la película
de mayor éxito en toda la carrera de Robert Redford.
Disparó los salarios de
los actores con su trabajo de apenas dos semanas en Un puente lejano, de Richard Attenborough y, en ese momento, se
retira durante tres años para replantearse su carrera regresando con un western
urbano como El jinete eléctrico, otra
vez con Sidney Polack y con el drama carcelario, denuncia en firma sobre el
sistema de prisiones americano, Brubaker,
de Stuart Rosenberg.
En ese momento, decide
dar un nuevo giro a su carrera y se pasa a la dirección. La elegida es Gente corriente, un drama familiar que
le reveló como un realizador pausado, con una planificación muy pensada y un
espléndido director de actores como lo delatan los excelentes trabajos de
Donald Sutherland y de Timothy Hutton. Con ella ganó el Oscar de 1980 al mejor
director del año birlándolo en las mismas narices al Martin Scorsese de Toro salvaje.
Se retira de nuevo
cinco años. Se dedica a su festival y a meditar muy detenidamente cuáles van a
ser sus siguientes pasos. Reaparece como actor en esa joya que es El mejor, de Barry Levinson. Una
estupenda película, plena de magia, de béisbol, de segundas oportunidades
convirtiéndose en uno de esos títulos que siempre consiguen poner la carne de
gallina.
Interpreta al famoso
cazador Dennis Finch-Hutton en Memorias
de África, de Sidney Pollack, aunque su papel queda un par de peldaños por
debajo del de su compañera Meryl Streep. Cambia diametralmente de registro y se
empareja con Debra Winger en la interesante y divertida Peligrosamente juntos, en la que, por momentos, parece revivir al
mismísimo Cary Grant. Vuelve a ponerse tras las cámaras en una historia
maravillosa de realismo mágico en la estupenda Un lugar llamado Milagro.
Vuelve a retirarse
otros tres años y pincha en huesto con su reaparición en Habana, de Sidney Pollack, versión inconfesa, pero muy evidente de Casablanca, con algunos momentos de
química muy especial entre él y Lena Olin. Después, interpreta a un genio en
sistemas de seguridad en la trepidante Sneakers,
de Phil Alden Robinson, en medio de un reparto de primerísima línea y que
resulta divertida, entretenida y todo un éxito.
Una vez más se pone a
dirigir con la difícil adaptación de la novela de Norman McLean El río de la vida, un proyecto que
barajaron varios directores que huyeron asustados ante la complejidad del
relato de McLean. Redford se hizo cargo y realizó todo un ejercicio de
sensibilidad y buen gusto en una historia que deja fluir, bellísima, corriente
abajo, con una magnífica fotografía de Philippe Rousselot para dejarnos a todos
hechizados con las aguas. Una prueba más de su sobriedad y de su solidez.
Después de la
despreciable y muy tramposa Una
proposición indecente, de Adrian Lyne, vuelve a dar un par de lecciones
tras las cámaras con Quiz Show, un
ejercicio apasionante de realización para destapar lo que hay detrás del mundo
televisivo, corrompido por sí mismo, a través del escándalo que se desató en
los años cincuenta por parte de un concurso amañado. Una inteligente
transposición de lo que hoy mismo ocurre con el medio donde imperan
despiadadamente las mediciones de audiencia que, a su vez, influyen en los
patrocinios, aunque todo es pura falacia.
Hará varios intentos
más en la dirección: El hombre que
susurraba a los caballos, un melodrama aceptable aunque algo moroso en su
narración, y también con una química muy especial entre él y Kristin Scott
Thomas, o la frustrada La leyenda de
Bagger Vance, mutilada en el montaje, que adolece de debilidad en algunos
pasajes a pesar del indudable tirón de una historia que estaba llamada a no
dejar un ojo seco. Con una pausa de varios años, volvió a retomar la batuta de
la dirección con la excelente y muy poco apreciada Leones por corderos, una película en la que merece mucho la pena
detenerse con detalle; y la notable Pacto
de silencio, en la que llamó a varios viejos amigos como Susan Sarandon,
Julie Christie, Sam Elliott, Brendan Gleeson o Nick Nolte para contar una
historia de viejas revoluciones perdidas a través de un hombre que se siente
acorralado por un crimen que no cometió demasiados años atrás.
Al mismo tiempo, no deja de actuar. General enrabietado con su encarcelamiento en La última fortaleza, intrépido reportero que se deja las botas en la corresponsalía de Íntimo y personal al lado de Michelle Pfeiffer, analista de la CIA con una deuda de honor que trata de saldar desde un despacho en Spy game, vaquero de vuelta de todo y con cuentas pendientes con su nuera en Una vida por delante, superviviente recalcitrante en medio del mar y estando él sólo como único miembro del reparto en Cuando todo está perdido, excursionista de humor al lado de un colega que está aún peor que él en Un paseo por el bosque y, por último, ladrón entregado a su oficio, con la sonrisa permanente y la clase puesta en su notable despedida de las pantallas en The old man and the gun. Nunca bajó el listón de la calidad. Tal vez pudo equivocarse un par o tres de veces, pero Redford fue un rubio llamado Milagro, que nos transportó hacia la certeza de que una mirada cómplice, una sonrisa que tenía mucho de sincera y una especie de eterna juventud en el espíritu era un arte del que, desgraciadamente, no va a haber repuesto. Desde que rodaron El golpe, y a pesar de que se esforzaron, Redford y Newman no encontraron otro proyecto interesante en el que se pudieran juntar. Durante muchos años barajaron un proyecto sobre una pareja de homosexuales que hacen un último viaje ante la enfermedad terminal de uno de ellos. Iba a ser una comedia, dicen, bastante divertida, pero la edad y los compromisos ejercieron de impedimento. Tal vez, ahora, en algún lugar, se decidirán a hacerla. Estoy deseando morirme para verla.
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