Dentro
del agua, en el fondo del mar, las cosas se deforman hasta límites grotescos.
Cualquier objeto gigantesco parece aún más grande cuando estás a su lado. Los
peces se asemejan a habitantes observadores de una realidad velada que se
enturbia a cada metro de profundidad. El sol ya no llega con sus brazos de luz
y sólo la intuición o la experiencia parecen los compañeros ideales de una
búsqueda, de una reparación, de un rescate o de cualquier otra misión. El agua,
en contra de lo que se cree, no es un amigo. Es un medio hostil que extiende
sus sutiles trampas en el inmenso tapete líquido de la incertidumbre.
Es posible que alguien
que ya ha tenido demasiadas inmersiones, que ha probado el sabor de la sal en
todas las latitudes, que ha sufrido síndromes de descompresión, tenga que
emboscarse en esa agua que le ha servido como medio de vida para ofrecer una
salida a su atascada existencia. Las cosas no han salido como él esperaba y
sólo tiene una hermana, una posibilidad y una jubilación tan cercana como el
casco de un buque que necesita una revisión completa. Él sabe moverse en las
profundidades. Fuera del agua, no sabe. De algún modo, tiene una mentalidad más
propia de un pez que de un hombre. A su lado, una hermana que pone el cerebro,
la calma, la inteligencia, la precisión, no sólo acuática, sino también verbal.
Ambos son seres perdidos en ese desierto de agua que sólo trata de ahogar a
todo el que tienta, una y otra vez, a la suerte.
Hay que reconocer que
una película sobre un par de submarinistas que se mueven entre la aventura y el
drama es una originalidad nunca vista en el cine español. Alberto Rodríguez y
Rafael Cobos siguen tocando todos los palos para demostrar que, en su
imaginación, caben grupos de policía, espías, cárceles modelo y la presión
insoportable a doscientos metros. Y el resultado es bueno, en parte, porque
tiene a dos intérpretes de categoría superior, como Antonio de la Torre y
Bárbara Lennie. El primero, ofrece esos ojos que esconden todos los trazos
propios de la experiencia, con sus heridas, con sus sueños rotos, con sus
momentos de gloria efímera y sus inmersiones de sustento. La segunda, una vez
más, nos regala una de las miradas más inteligentes de todo nuestro cine, con
una serenidad que va más allá de su belleza llena de clase y seguridad. El
resto, es el silencio de las burbujas, la angustia de la claustrofobia
marítima, la agonía de desear que las cosas salgan bien para que el final feliz
consista, simplemente, en que los protagonistas sigan con su vida. Puede que,
por el camino, exista alguna huella difusa o algo increíble en determinado
lance, pero eso no empaña la certeza de que se ha visto una película diferente,
entretenida, apasionante a ratos y muy entrecortada en sus respiraciones.
Así que cuidado con las búsquedas a profundidad superior. Puede que sea el primer paso hacia el triunfo o, por el contrario, se conviertan en el prólogo del fracaso más desolador. En una tierra sin piedad, el agua se transforma en un infierno del que es muy difícil salir. Se dejan compañeros, se obtiene el presentimiento de que el cuerpo está diciendo basta, se emboquilla el oxígeno necesario para creer que otra realidad es posible y todo ello, no siempre termina bien. El mar lo sabe y es el que mejor sabe esperar. Aquel que lo visita a menudo suele ser una víctima propiciatoria para dejarse engullir por un estado de somnolencia que abraza y consume, que tira y aguarda. Mientras tanto, lo único que hay que hacer es hallar la mejor manera de caminar hacia la orilla y empezar a vivir en tierra firme. Algo que tampoco es fácil, pero que, de alguna manera, permite dormir tranquilo cuando los huesos y los músculos claman por un descanso que el agua no otorga. Y es el momento en el que la respiración fluye con calma y el corazón y los pulmones se sosiegan en la dulce retaguardia de la vida.

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