Amar es siempre una cuestión
caprichosa. Es esa reacción química que se produce cuando ni siquiera la otra
persona es la prevista. Todo es mucho más confuso en medio de cafetales y de
plantaciones exóticas porque casarse por poderes con alguien al que no se
conoce no deja de ser un riesgo de conveniencia. Y, sin embargo, ella es el
cielo, es el infierno, es el deseo que se abandonó, es la aventura próxima, es
el día luminoso que hace que todo tenga sentido y nada sea despreciable. Ella
tiene en la piel los pliegues de la pasión y él tiene en la mirada el encaje de
esos pliegues. Hay oscuridad y misterio en esa mujer que llega de ninguna parte
para arrastrar a otro hacia la nada pero es tan atrayente, tan única, tan
salvajemente virginal, tan abrumadoramente deseable…y ahí es donde se ciega la
mirada y ya solo existe la piel. La sirena ha salido del agua y se ha puesto a
cantar y el Ulises de los sentimientos no ha tenido la precaución de atarse al
mástil más cercano.
Inevitablemente, cuando se llega
la cima, solo resta bajar. Y todo es cuesta abajo. Al principio es una suave
pendiente que llega a ser agradable porque el afán de estar juntos está más
allá de cualquier otra consideración. Pero, poco a poco, la inclinación se hace
vertiginosa, la obsesión se hace omnipotente, se tiene la conciencia de estar
emprendiendo el camino del infierno y aún así…aún así… ¿qué importa? El dinero
es lo de menos, la justicia es un pequeño estorbo de la que se puede huir sin
emplearse a fondo, los molestos perseguidores son como pequeñas incomodidades a
las que tiene que hacer frente cualquier pareja. Tu piel es el premio, es la
meta, es la perdición y es el cielo. Por eso la vida ya es de color carne y no
hay más olor que la esencia de tu sexo.
François Truffaut supo hacer de
la obsesión, una aventura al modo en que también lo hacía su admirado Alfred
Hitchcock en Vértigo solo que aquí la
desconocida se convierte en la única y admirada, la auténtica y la copia, todo
en el mismo paquete. Sin más dobleces que sus piernas dobladas y separadas
esperando con el anzuelo preparado para no volver a desenganchar a su presa
nunca jamás. Y Jean Paul Belmondo y Catherine Deneuve se pierden en los
vericuetos de una pasión que no es pero que merece la pena vivirse, en los
tortuosos caminos de una huida hacia delante que son continuos pasos atrás, en
los rincones aviesos de un odio que está muy cerca del amor absoluto. Y es
entonces cuando estos dos seres pierden irremediablemente su destino y trazan
otro diferente, fatal y pernicioso, que acabará por exterminar todo su pasado
para que solo haya un futuro que no va más allá del día siguiente. Es la pasión
desmedida por aquello que no deja de hacerte daño. ¿Quién no ha experimentado
eso alguna vez? ¿Quién no ha escuchado los cantos de sirena que invitan a
precipitarse por los barrancos del amor como vicio, como excusa y como
perdición? ¿Usted?
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