Quizá haya un momento
en que la historia de un hombre se mueve por los caminos de una profecía. Los
vikingos se aprestan a luchar contra auténticas bestias, pero para que el éxito
sea completo, se necesita a un guerrero, un ser de otra raza, que complete la
patrulla de defensa. Son tiempos difíciles de Medioevo, en los que un árabe es
mucho más civilizado que esos bárbaros nórdicos que sólo entienden de cerveza,
acero e higiene espantosa. El camino será largo y el árabe tendrá tiempo de
observar, de construir, de encajar los misterios de la lengua nórdica y podrá
entender lo que dicen esos tipos melenudos, que no saben lo que es afeitarse,
que fanfarronean a través de los embarrados caminos de la grosería. Sólo por
eso, se gana la admiración de los demás. El árabe no es tonto. Es un hombre de
vasta cultura, que maneja bien la espada siempre que sea ligera, que aportará
la dosis necesaria de inteligencia que a estos salvajes les falta. Sólo estará
en inferioridad cuando los vikingos naveguen con placidez en medio de una
tormenta porque, al fin y al cabo, su mar es el desierto y allí se pasa sed,
pero el suelo no se mueve. Es hora de hacer cumplir la profecía y de
enfrentarse a las bestias, de deshacer leyendas de la oscuridad y mostrar al
mundo que el ser humano es capaz de lo peor, pero que también, cuando se aplica
y cree en sí mismo, es capaz de lo mejor.
¿Y qué es lo mejor? A
través de la aventura que supone defender a un pueblo de unos infrahumanos que
practican el canibalismo y la conquista por la más cruel de las fuerzas,
podemos intuir que el conocimiento entra en ese adjetivo. La certeza de que el
respeto a las culturas sólo sirve para el enriquecimiento del espíritu. La
verdad ineludible de que la solidaridad no hace más que fortalecer el instinto
del hombre. La nobleza de admitir que el sacrificio por los demás es una de las
acciones más extraordinarias que se pueden realizar. La absoluta sinceridad que
se demuestra cuando se siente la auténtica amistad. Todas esas cosas están en
la parte mejor del hombre. El árabe, Ahmed, lo sabe bien. Aprendió de todo ello
y ahora la necesidad de la supervivencia de un pueblo le llama para que
transmita lo que sabe.
No cabe duda de que, en
algunos momentos de esta película, se puede intuir el desastre que estaba
ocurriendo detrás de las cámaras. Las discusiones entre John McTiernan, el
director, y Michael Crichton, el autor de la historia, fueron de tal magnitud
que desembocaron en el despido del primero y Crichton se hizo cargo de lo que
faltaba por rodar. Hay secuencias épicas, de una agilidad extraordinaria,
realizadas con ritmo y certeza, mientras otras, sin ser malas, parecen desear
el empequeñecimiento de la película, como si todo tuviera que trasladar la idea
de que lo físico tenía que imperar en unos tiempos de filo y herida. En
cualquier caso, la trama es apasionante, el choque entre culturas es absorbente
y la aventura te lleva hasta el mismo regazo de Odín. Ambos, McTiernan y
Crichton, eran maestros en lo que hacían. Y la interpretación de Antonio
Banderas es de las mejores de toda su carrera. Tal vez les faltó entender que,
con sus enfrentamientos, iban en contra de la propia historia.
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