En
la inmensa vorágine de la vida se pueden encontrar las raíces de la inspiración
de cualquier obra maestra. Tal vez un niño se quede fascinado por las sombras
proyectadas a contraluz sobre una pared lisa. O, quizás, un soldado distinga
guerreros medievales en medio de la niebla amarilla de un campo de batalla. O,
incluso, la sonrisa de la mujer de tu vida sea lo más cercana a un personaje de
princesa inalcanzable y, a la vez, irresistiblemente hermoso. Las viñetas de la
existencia van conformando las páginas de la creación con la naturalidad de su
propia crueldad, de su propia felicidad, de su propia tristeza.
John Ronald Reule
Tolkien encajó todas sus experiencias para fantasear sobre ellas y, más tarde,
hablarnos de gente pequeña de valor extenso, de la comunidad que se forma a
través de esa familia por elección que es la amistad, de ingenuos duelos a
espada de madera transformados en épicos combates a lomos de un caballo que
toca con fuerza con sus cascos en el tambor de la llanura. Al mismo tiempo,
trataba de encontrar su camino en la vida, su auténtica pasión para consumir
una vida que, lentamente, se escapaba en la derrota a pesar de que no se rendía
nunca. Puede que supiera, con esa certidumbre que sólo se aparece a través del
talento, que las letras se estaban formando en su interior para dar paso a una
de las leyendas más mágicas que nunca se han escrito. Y ese magistral dominio
de las palabras y de la aventura es la consecuencia directa del dolor que emana
de la misma vida.
Cuando finaliza esta
película, uno tiene la impresión de que se ha perdido una buena oportunidad
para ahondar aún más en el alma de un escritor que, con muy pocas obras, está
en el imaginario de generaciones enteras, de que, de alguna manera, se dejan
cosas muy interesantes en el tintero y se entretiene un poco en dudas
existenciales de discutible interés. Nicholas Hoult en la piel de Tolkien
resulta atractivo aunque en algunos pasajes se antoja demasiado joven y Lily
Collins está espléndida en el papel de su compañera Edith Bratt. Además de todo
ello, toda esta biografía parcial está acompañada de una espléndida partitura
de Thomas Newman y no deja de ser gozoso disfrutar de la presencia académica de
Derek Jacobi como el más directo precedente del mago Gandalf en la vida del
escritor. El resultado es una obra irregular, correcta en su puesta en escena,
pero estancada durante una buena parte del metraje, como si Tolkien y su
innegable fuerza literaria fuera un producto de sus avatares y no tanto de su talento.
O también es posible que la vida, sencillamente, sea mucho menos interesante
que la imaginación.
No se puede dudar que
los árboles desnudos de la tierra de nadie en una guerra de trincheras son
menos atrayentes que los paisajes duros y siniestramente bellos de la Tierra
Media, o que la desolación de compartir un hoyo con incontables cadáveres tiene
mucha menos épica que la batalla del abismo de Helm y la creación de ese mundo
nuevo, con su nuevo lenguaje, es más apasionante que la constatación de la
pobreza y de la falta de medios de un hombre de mente privilegiada. En
definitiva, es posible que queramos enterrarnos de nuevo entre espadas,
flechas, orcos, medianos, elfos, embrujos y dragones porque lo echamos mucho de
menos cuando se nos pone la vida por delante. Precisamente es una de las cosas
contra las que tiene que luchar un escritor que hizo de la fantasía todo un
arte.
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