No
cabe duda de que el mayor atractivo de esta película es asistir a la
transformación de una actriz como Octavia Spencer, especializada en papeles
bondadosos y entrañables, para exhibir un registro de crueldad y psicopatía que
muestra con desparpajo y, todo sea dicho, sin demasiada sutilidad. Además, en
un espléndida metáfora de la personalidad de cualquiera, juguetea con ambos
lados con indudable soltura y puede ser amable y, sin apenas transición,
endurecer el rostro hasta la furia y el resentimiento.
Y es que ese
resentimiento que anida en su personaje es añejo, ha ido madurando con los años
y se podría decir que es pura reserva, criado en bodega de odio y desprecio con
algunas vueltas de rencor. Por si fuera poco, manipula a unos cuantos
adolescentes de carácter voluble y blando para que, lo que parece una
desviación, se convierta en un meditado plan de venganza con una resolución
que, por momentos, se asemeja al giallo
Dario Argento y, sobre todo, de Mario Bava.
Entre medias, podemos
andar entre los pasillos del típico instituto de carne fresca y mente sin hacer
y comprobar que la responsabilidad no es un atributo propio de jóvenes. El
deseo de huir de la rutina que, en ocasiones, puede pesar como una mochila
llena de libros, hace que se busque un refugio natural para experimentar esa
ansiada libertad de unos chicos que sólo desean escapar del ambiente familiar,
de sus frustraciones y decepciones, de su terrible condena a la mediocridad que
resulta más evidente cuando esa mujer de color que nunca ha sido tenida en
cuenta comienza a extender sus garras para que nadie la olvide.
El resultado es una
película que, a ratos, es correcta. En otros, en cambio, es demasiado ingenua
e, incluso, con alguna que otra secuencia innecesaria. El conjunto es presa de
una trama previsible, algo engañosa, sin miedo aunque con alguna que otra
incursión en el suspense y con síntomas de precipitación en súbitos tragos sin
hielo entre melodías ocultas en los años ochenta.
Y es que es fácil caer
en la tentación de tener un lugar donde reunirse y escuchar música a todo
volumen, dormir a pierna suelta las consecuencias de demasiados chupitos, besar
a la pareja sin inhibición, bailar Funky
Town como si fuera una melodía de moda o sentirse parte de un grupo que
grita sin sentido y desahoga su cuerpo. Sin embargo, es posible que el viejo
consejo de una madre de no hablar con desconocidos tenga mucha base y más aún
cuando ese desconocido se muestra demasiado amable. Nadie hace favores en un mundo
que se ha ocupado de reírse de los más débiles. A nadie le importa si se
comienza una nueva vida o si llevas toda la triste existencia en la misma
ciudad sin alicientes. Es intrascendente que un chico te sonría si detrás no
hay ni la más mínima intención honorable. El tiempo pasa y el resentimiento de
la humillación sigue ahí, cogiendo sabor, ganando olor, deseando ser destapado
para que la rabia salga espumosa. Es el pasado que llama a la puerta de los que
ni siquiera tienen la oportunidad de haberlo vivido. Es la penumbra del alma
que hace agujeros en el interior y deja daño allá por donde pasa. Más vale
mantenerse alejado. No todo debe basarse en la cesión por la presión del grupo.
La razón vale más, muchísimo más. Aunque el resentimiento siga acumulando años
de amargura para entintar de rojo la pérdida de la inocencia.
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