Hank Lee es un
aventurero. Ha ido de aquí para allá buscándose fortuna y, al final, consiguió
prosperar con un negocio de transporte de juncos en Hong-Kong. Algunos creen
que no tiene ningún escrúpulo y le temen. Todos creen que es justo. Y, lo que
sí es cierto, es que es todo un hombre. Sabe dónde buscar lo que necesita. Y lo
que necesita se le presenta en los brazos de una atractiva mujer casada que
está dispuesto a lo que haga falta para que él busque a su marido, perdido en
algún lugar de la China Popular. Al fin y al cabo, Lee conoce a todo el mundo,
sabe moverse por los altos y los bajos fondos, y, sobre todo, conoce los
rincones en los que debe buscar. Es el hombre ideal. Aunque sea la misma
encarnación del pecado.
La señora Hoyt es valiente
y decidida. No tiene miedo de nada, ni de nadie. Está casada con un intrépido
fotógrafo que está empeñado en reflejar la realidad de un país sumido en la
pobreza. Su mirada es cautivadora incluso cuando se empeña en no serlo. Es
capaz de ir al fin del mundo con tal de encontrar a su marido. Y lo hará con
tal ímpetu que parecerá una tormenta llena de furia. No, no es de esas mujeres
a las que se las conquista fácilmente. Tiene elegancia y le gustan los hombres
elegantes, que se arriesgan. Por eso, cuando Hank la besa improvisadamente,
ella se enfada, se enrabieta, se enciende…pero le gusta. Ha encontrado a un
hombre de verdad y la aventura está a punto de comenzar.
Y el ritmo es
trepidante. Habrá que navegar con un junco, raptar a un policía de buenas
intenciones y obligarle a colaborar, salvar a la dama, arriesgarse a un rescate
y volver para, quizá, encontrar la soledad que sólo otorga el triunfo. La cita
en Hong-Kong ha desvelado de qué pasta está hecho ese hombre llamado Hank Lee.
Es alto, fuerte, arriesgado, tierno, provocador, imponente, atractivo y
bastante rico. Y todo se lo ha ganado él mismo. No se ha vendido ni a unos, ni
a otros y, en todo caso, lo ha conseguido abriéndose paso a empujones, con
autoridad y con la razón como arma. No, no hay muchos hombres así.
Cita
en Hong- Kong es una espléndida película que,
incomprensiblemente, parece cerrarse en falso hacia el final, como si quisieran
dejar, sin demasiadas explicaciones, un aparente desenlace feliz para contentar
al público. Su ritmo es alto, sus interpretaciones son destacadas y llenas de
encanto, los secundarios son de categoría, con mención especial para Alexander
D´Arcy en la piel de ese francés buscavidas que pierde la cabeza cuando se
emborracha y que, no obstante, resulta irresistible cuando no lo hace. Edward
Dmytrik combina con maestría el uso de exteriores y de interiores para evitar
las limitaciones del rodaje debido a que Susan Hayward no quiso viajar fuera de
Estados Unidos para cuidar de sus hijos. Es una película olvidada que, tal vez,
merecería un par de miradas de atención. Tantas como las que acapara Clark
Gable, cómodo y resuelto en su papel, que es capaz de conquistar a cualquiera
con sus miradas escépticas y llenas de dobles sentidos. Quizá hubiera que
rescatar a unos cuantos espectadores que quedan cautivos de un encanto que ya
sólo permanece en películas como ésta.
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