“Creo
que en mi familia correr fue siempre muy importante. Especialmente para ir
delante de la policía”.
Y la cámara sigue a ese
muchacho que corre, algo desmadejado, a lo largo de una carretera solitaria en
algún lugar perdido de Inglaterra. Quizá corre porque no ha dejado de huir en
toda su vida. Quizá corre porque se hace la ilusión de que va a alguna parte
cuando, en realidad, no va a ninguna. Corre hasta la extenuación porque, de
alguna manera, así también desahoga su rabia. Y también para demostrar algo.
Pero no a los demás. A sí mismo. Tal vez desea que todos se den cuenta de que
vale para algo, que los sempiternos reproches de los adultos no llevaban
ninguna razón a cuestas, que quiere tener un futuro que no ve claro, pero que,
al fin y al cabo, es suyo. Ese chico, Colin Smith, corre para desafiar los
rancios presupuestos de moral de una generación anterior a la suya. Y se siente
solo.
Colin no es malo, pero
ha ido a parar con sus huesos a un reformatorio porque perpetró un estúpido
atraco a una panadería. Allí comprobará
que la disciplina existe y que correr puede servir para algo. Pero Colin
también se da cuenta de algo más. Está harto de hacer lo que le mandan. Primero
respiró todo el aire que le faltó a su padre en casa y supo que el cinismo
podía vivir en medio de la familia. Luego trató de salir al exterior y romper
con reglas y moldes y acabaron pillándole. Ahora, un estirado director de
reformatorio quiere que corra para ganar una maldita copa que dé prestigio a la
institución. Y que corra más. Y más rápido. Colin cree que ya está bien de
hacer lo que le manden esos adultos que viven en su mundo de adultos,
anquilosado y despreciable, más atento a las formas que a los fondos, más
estirado, más políticamente correcto que cualquier cosa que él mismo pueda
llegar a pensar. Puede que sea la hora de dejar de correr para que se den
cuenta del sentido de su rebeldía aunque también es posible que no sirva para
nada. Es igual. En esta ocasión, el triunfo será no ganar. Algo a lo que, por
otra parte, Colin está bastante acostumbrado y, una vez más, no se va a notar.
Tony Richardson dirigió
esta película, señera del movimiento del Free
Cinema inglés, con su realismo de cocina, su mensaje de sublevación hacia
un mundo que tenía que agonizar en su inmovilismo y contó para ello con el
excelente Tom Courtenay y con el rostro perplejo y colocado de Michael
Redgrave. Por el camino, nos hizo sentir el flato que puede entrar cuando te
dedicas a correr por las laderas de un enemigo mayor en número y en actitud, en
personalidad y en apariencia…pero no en razón. Así se expresaron los jóvenes airados, con John Osborne y
Allan Sillitoe a la cabeza. Quizá quisieron decirnos que la soledad del
corredor de fondo es la misma que acabamos por sentir todos cuando nos
encerramos en nuestra rabia particular deseando que las cosas sean de otra
manera y podamos ser un poco más libres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario