El dolor es algo
íntimo. Cada persona lo vivimos de manera muy distinta. Hay quien le gusta
regodearse en él, descender a los infiernos todos los días y encontrar allí
alguna solución catártica ante la desgracia. Otros, prefieren hablar sobre ello
para, de alguna manera, exorcizarlo. Echarlo hacia afuera. Expulsarlo de esa
voluntad impregnada que se adhiere pegajosamente a todos los actos. Finalmente,
hay personas que, sencillamente, luchan para dejarlo atrás. Lo llevan consigo,
sin duda, pero creen que hay que mirar hacia adelante. La reflexión sobre el
dolor es esporádica porque prefieren estar atentos a lo que hay delante. Lo
peor de todo es cuando dos personas viven el dolor de manera muy distinta y una
de ellas trata de volcar toda su rabia en la otra porque cree que no le duele
porque, sencillamente, no lo vive igual. En ese proceso, por supuesto, también
hay una forma terrible de extirpar el dolor al volcar su frustración en la otra
persona.
Y, por el camino, se
pueden hacer tantas cábalas como se quieran. El resultado será siempre el
mismo. El rostro contraído, enfermo porque el dolor, en el fondo, es una
enfermedad que, muchas veces, no tiene cura. Se lleva consigo y se añade a la
mochila como una piedra pesada más que hay que acarrear. El mundo se mira de
otra manera y no se entiende que haya otras personas que son felices mientras
la desgracia se ha cebado en uno, como si hubiésemos hecho algo mal, o sea una
forma de castigo por una vida que, en el fondo, carece totalmente de sentido. Se
tiene envidia del que, lejos de ser feliz, resulta que es, simplemente,
tranquilo. No se le comprende y se repite la pregunta una y otra vez, como un
eco en el precipicio de nuestra alma: ¿Por qué? ¿Qué ha hecho ese para tener un
espíritu tranquilo, casi feliz, mientras yo he sufrido lo indecible, me he
arrastrado por el barro de la peor desgracia y soy incapaz de salir?
Todo se agrava aún más
cuando la causa de la desgracia fue un motivo noble. Incluso se llega a desear
que ese hijo que se ha perdido fuera peor persona, que no hubiese aprendido a
tener un corazón grande y un alma acogedora. ¿Quién tiene la culpa? ¿Por qué
buscamos siempre a alguien que cargue con la culpa? ¿Por qué? ¿Eso nos hará
sentir mejor o anidaremos nuevos motivos para rabias recién acuñadas? Dos
langostas en la misma jaula acabarán devorándose porque tienen un sentido de la
vida opuesto. Es inevitable. Están en el dormitorio.
Impresionante película del director y actor Todd Field, que extrae dos interpretaciones inmensas a Tom Wilkinson y a Sissy Spacek, depositarios de un dolor inexpresable emanado de la pérdida de un hijo asesinado. El destino parece ir en contra de los dos y, sin embargo, el enfrentamiento entre ellos también parece algo inevitable. Es una película dura, que apela directamente a los sentimientos más guardados porque el dolor, lo he dicho siempre, es algo muy íntimo. Nadie lo vive igual. Nadie lo merece igual. Nadie lo muere igual.
2 comentarios:
Muy acertadas reflexiones. Una pelicula fantastica y sobrecogedora que hace que duela el alma.
Muchas gracias. Sí, en efecto. Recuerdo cuando fui a verla al cine, que me quedé clavado en la butaca durante unos minutos mientras la gente salía porque tenía que asimilar todo lo que acababa de ver.
Un saludo y gracias de nuevo.
Publicar un comentario